Su forja de creación era rara, distinta de cualquier diseño que Lei hubiera visto antes. No había sido formada para trabajar en una forja de creación. Uno tenía que ganarse el puesto de maestro de la forja. Pero aunque no tenía experiencia de primera mano con esos artefactos, se había pasado la infancia aprendiéndolo todo sobre ellos. Tras haber vivido en una fundición de forjados, no era de sorprender que estuviera fascinada por las forjas. Un vistazo le sirvió para darse cuenta de que la forja estaba en los últimos pasos de un ciclo de producción. Había tratado de interactuar con el pilar, con la esperanza de encontrar el modo de desbaratar las energías que había en su interior. Aunque Daine le hubiera dejado trabajar, era una tarea imposible. Nunca había visto nada tan complejo.

Sabiendo lo que podía esperarse de la forja, Lei pudo cubrirse los ojos a tiempo para preservar su vista. Pero no pudo hacer nada ante el sobrecogedor ruido. Tratando de mantenerse en pie, cogió el bastón de su bolsa. Con los ojos cerrados, se agarró al bastón buscando consuelo en su presencia.

Al final, el trueno se apagó. Lei abrió los ojos, pero, como se temía, las piedras de contención estaban abiertas y salían forjados de ellas. En una instalación Cannith tradicional, esos soldados recién nacidos estarían confundidos, necesitarían dirección e instrucción. Pero no los forjados del risco de Keldan, que parecían tener un claro fin en mente: detener a los intrusos.

Daine estaba estupefacto. Jode no aparecía por ninguna parte. Través, a su lado, disparó con su ballesta una flecha que se clavó en la garganta de cuero de un explorador forjado.

«Son forjados —pensó Lei—. Sé cómo enfrentarme a ellos».

Preparó los patrones de magia en su mente, infusiones que partirían y destruirían a todo constructo que tocara. Tendió la mano hacia el forjado más cercano, y todo quedó entumecido. Lei estaba inmóvil. Paralizada. Través había sacado su mayal y lo tenía alzado por encima de su cabeza, pero también él estaba quieto como una estatua.

Un panel de la pared de la sala se abrió, una puerta oculta que había escapado a su exploración. Se delineó la figura de un hombre con una varita en cada mano. Salió a la luz, y Lei vio su cara.

«¡Padre!».

Lei trató de hablar, pero todos sus músculos estaban paralizados. No podía tratarse de un error. Era Talin d’Cannith. Tenía algunas arrugas más en la cara, el pelo un poco más gris. En lugar del tradicional uniforme azul de los forjadores Cannith, llevaba una túnica de hilo ilusorio de colores cambiantes y un arnés de cuero cargado con herramientas y varitas. Por un momento, Lei creyó que la imagen había surgido de sus sueños, pero a lo largo del último año siempre que había visto a sus padres en visiones, habían sido jóvenes. Aquél era Talin tal como debía ser entonces.

¿Qué estaba pasando?

¿Habían estado su padre en el risco de Keldan durante la batalla?

Un soldado forjado siguió a Talin desde la sala oculta, una figura esbelta con placas de mitral y armado con una espada y un escudo. Comparado con los demás forjados del risco de Keldan, era totalmente normal. De hecho, a Lei le recordó a Través. Había algo familiar en él, algo que le reconcomió, pero a esa distancia no pudo reconocerlo.

—¡Qué sorpresa! —Talin metió una de sus varitas en su arnés y pasó junto a Lei sin apenas mirarla. Se detuvo ante Daine y examinó su casa—. Daine de la casa Deneith, ¿verdad? Ahora capitán en el ejército cyr, ¿no? Dime, Daine, ¿qué le has hecho a mi hija?

«¡Estoy aquí!». ¿Por qué no la reconocía? ¿O es que le pasaba algo? ¿Era una corrupta a sus ojos?

Pensara lo que pensara, la pregunta de Talin era retórica. Lei Se dio cuenta de que Daine también estaba paralizado. Por ello, a Talin debió sorprenderle una voz que sonó por toda la sala.

—Estás haciendo la pregunta equivocada.

Jode salió de detrás de uno de los contenedores de piedra, tan alegre como siempre. Talin apuntó a Jode con la varita que tenía en la mano, y éste levantó las manos.

—Estás buscando a Lei, ¿verdad? —dijo Jode—. Si es así, mejor harías en preguntarte qué le has hecho tú.

—Explícate, mediano —dijo Talin.

—Lei está arriba, en el campo de batalla, enfrentándose a esos soldados tuyos. Puede ser que ya esté muerta. Si es así, ¿de quién es la culpa?, ¿de Daine o tuya?

Lei conocía a Jode. Estaba comprando tiempo, tratando de descubrir lo que pudiera mientras esperaba a que la magia paralizadora desapareciera. Y conocía a Daine. Ahora mismo, su padre estaba dándole la espalda a Daine, y para éste Talin era el hombre responsable de la muerte de sus soldados. Si Daine se liberaba, atacaría para matarle. Lei luchó contra el ensalmo, pero fue en vano. Era como si sus músculos fueran de piedra.

Entonces, sintió a los demás, apareciendo en su interior.

Primero fue Corazón Oscuro, el bastón que tenía en las manos. El vínculo era débil, pero el espíritu estaba allí. La vida de Corazón Oscuro había sido una cárcel, y ahora estaba encerrada en ese pedazo de madera. Quería la libertad más que nada, e hizo que ese deseo se introdujera en Lei y contagiara su deseo a su flaqueante voluntad. Corazón Oscuro no estaba sola. Ahora Lei sentía una segunda presencia, una voz en su mente. Través.

«Lucha, hermana». El pensamiento era fuerte y calmo, y evocaba recuerdos de todas las veces en que Través había combatido a su lado y la había protegido de cualquier daño. «Ésta es tu batalla. Mi fuerza es tuya».

Una vez más, Lei lanzó su voluntad contra la magia que la tenía paralizada, y el ensalmo se hizo añicos ante la resolución sumada de todos los aliados de Lei.

Casi fue demasiado tarde. Daine se liberó en el mismo momento en que lo hacía Lei. Otro instante, y su daga se habría clavado en la espalda de su padre.

«¡No!». Fuera por la magia de los sueños o por su pura determinación, Lei se movió más de prisa que Daine. Golpeó con el bastón, le sorprendió con la guardia baja y lo envió al suelo, maldiciendo.

La sala se convirtió en un caos. Talin alzó su varita, y Lei se la arrebató de las manos. El forjado se puso en movimiento, pero el ensalmo se había roto, y Través y Daine estaban listos para la batalla. Esos forjados eran más capaces para la lucha que los recién nacidos normales, pero Través y Daine eran verdaderos veteranos. Lei tenía la confianza de que se las arreglarían, al menos por un rato.

—¡Padre! —dijo—. ¿Qué estás haciendo? ¡Estoy aquí!

Talin la miró a los ojos, y Lei no vio más que confusión en él. Y entonces, se dio cuenta. «Esto es el sueño de Daine. Surgido de sus recuerdos. Yo no estaba allí». Quizá estuviera interpretando el papel de Krazhal. Quizá él no podía verla. Quizá para él su hija seguía en el campo de batalla.

Una nueva voz resonó en la sala.

—¡Basta! ¡Hay un terrible peligro!

Era raro, pero la voz parecía proceder de ambos extremos de la sala al mismo tiempo, de lo alto de las escaleras y de la cámara secreta de Talin. Los ojos de éste se abrieron como platos, y Lei se dio cuenta de que había oído dos voces, casi idénticas pero no del todo; eran dos voces hablando al unísono: su voz y la de su madre.

Lei siguió la mirada sorprendida de su padre y, por un momento, se vio a sí misma bajando las escaleras con un disco explosivo en la mano, el disco que había dejado en el túnel y que debía haber desactivado. Través estaba tras ella con la armadura agrietada por las heridas de la batalla. Durante un instante, estuvo demasiado estupefacta para actuar. Y entonces, la segunda Lei pareció disolverse, desvanecerse en una columna de luz y manar hacia el interior de la otra. Un torrente de recuerdos inundó su mente. Preparar el falso cerco, tratar de mantener la posición contra los forjados, el terrible descubrimiento que obligó a Través y a ella a correr tras Daine, y su sorpresa al ver a su padre en el salón.

Esa vez tres voces hablaron al mismo tiempo. Su padre, sorprendido pero tranquilo y alerta. Daine, confundido y alterado. Y su madre, cuya voz albergaba miedo y alegría al mismo tiempo. A su alrededor, la batalla se había interrumpido porque los forjados habían obedecido la voz de su dueña. Sólo uno seguía en guardia…, el alto soldado con la espada, el gemelo de Través.

Talin colocó las manos en los hombros de su hija y la miró a los ojos. Pero le habló a su madre.

—¿Qué pasa, Aleisa? —dijo.

Sólo entonces recordó Lei la visión que había tenido después de caer al río, cuando su padre había incapacitado a la pequeña Lei con el tacto. Si trataba de alejarse, ¿podía derribarla?

¿Lo haría?

—Hay una ola de energía mágica procedente del corazón de Cyre. Su poder es asombroso. Sólo disponemos de unos minutos antes de que nos golpee. —Ahora Aleisa estaba junto a Lei y apartó las manos de Talin de su hija—. Ve a verlo tú mismo.

Talin se alejó corriendo, y el soldado alto lo siguió. Daine se puso a hablar, pero Jode le dio una patada, y él cerró la boca.

—Mírate, hija mía —dijo Aleisa. Miró de soslayo a Través—. Y tú, a su lado. Es bueno ver que algunas cosas están bien en el mundo. Pero me temo que es un mal momento para este encuentro. Ven, de prisa.

—Daine… —dijo Lei.

—Tráelo si es necesario. Pero aparta esa espada, chico.

Daine miró a Lei.

—Por favor —dijo ella—. Necesitamos respuestas. ¿No lo ves? Esto es lo que sucedió. Y son mis padres. Tenemos que saberlo.

—De acuerdo —dijo Daine envainando su espada y poniéndose tras ella—. Pero no veo cómo va a ayudarnos esto a luchar contra Lakashtai.

Jode le hizo callar y le curó las heridas con su tacto sanador.

La cámara secreta era algo sólo comparable a lo que Lei había visto en las forjas de Cannith. En las paredes había incrustadas esferas de cristal, cristales cargados místicamente que mostraban lugares distantes o patrones de energía mágica. Había dos mesas cubiertas de varitas de madera y cristal, montones de papiros y toda clase de herramientas mundanas. En un rincón, había en el suelo un sello pintado en plata, un círculo conjurado de considerable sofisticación.

Aleisa se unió a su marido. Talin miraba una esfera de cristal. Había en ella un mapa de Cyre con patrones de luz jugueteando en los contornos. Pasó las manos por un mosaico de piedras de dragón, y éstas cambiaron de color.

—Esto es —dijo Lei cuando los recuerdos afloraron a la superficie—. Esto es lo que vimos. Una ola en el horizonte, ocupándolo todo, avanzando. Les dije a los demás que retrocedieran y vinimos a por ti, para sacarte antes de que golpeara.

—El Luto —dijo Jode.

Fue un alivio, por pequeño que fuera. Desde el momento en que vio a su padre en ese lugar, Lei se había visto atenazada por un miedo terrible: que sus padres fueran los responsables de la destrucción de Cyre.

—Madre —dijo Lei, acercándose a sus padres—, ¿qué es?

—No lo sé, Lei. El patrón es tan poderoso que abruma cualquier intento de análisis, no digamos ya cualquier intento de rechazarlo o interrumpirlo. No sé quién puede haber desatado ese nivel de poder.

—Claro que lo sabes —dijo Talin—. No esperaba algo de esta magnitud, pero piensa en las posibilidades. Piensa lo que esto hará a la gente de Eberron.

—Disculpa, marido, pero en este momento estoy más preocupada por mi destino y el de nuestra hija.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Daine, cogiendo a Talin por el hombro—. ¿Sabes quién ha hecho esto?

El punto de la espada brilló en el aire y el acero rajó la mejilla de Daine siguiendo precisamente la cicatriz que tenía en ella. Era el soldado forjado que había ido detrás de Talin, el espejo de Través. Sin duda, compartía su misma velocidad, y su hoja estaba perfectamente inmóvil debajo del ojo de Daine. Éste soltó cuidadosamente al padre de Lei y dio un paso atrás, observando al forjado con veneno en la mirada.

—Te he dicho que no hay tiempo para esto —dijo Aleisa, que miró el orbe una vez más—. Capitán Daine, al amanecer tu nación habrá dejado de existir. Mi marido puede tener sus propias ideas sobre la causa de ello, pero ahora mismo mi única preocupación es salvaguardar a mi hija. Por lo que a ti respecta, me temo que esta guerra ocasionará unas cuantas bajas más.

—¿Puedes salvar a Lei? —dijo Daine.

—Sí, aunque será necesario hacer algunos sacrificios. ¿Talin?

—Casi completo, querida. Empieza las preparaciones.

—Muy bien. Lei, coge a Quinto y quédate junto al círculo de plata.

Aleisa bajó la mirada hacia su mosaico de cristal e hizo algunos ajustes, girando algunos cristales y sustituyendo otros. Un cosquilleo de energía mágica llenó el aire.

—¿Quinto? —dijo Lei.

Su mente se arremolinó. Aquello estaba sucediendo demasiado de prisa. ¿Su padre creía saber quién había provocado el Luto? ¿Y qué tenía eso que ver con la forja de creación, con el ejército de forjados?

Aleisa negó con la cabeza y señaló a Través.

—Ése. Tú, comoquiera que te llames ahora, lleva a mi hija al círculo. —Puso la mano en el hombro de Lei—. Confía en mí. Vete, y te lo explicaremos todo pronto.

El forjado sin identificar tenía todavía la espada en la mano y seguía amenazando a Daine.

—Señora —dijo, y hubo algo familiar en su voz—. El círculo sólo puede transportar a cuatro seres.

Talin se volvió hacia él.

—Cierto. Tú tendrás que quedarte aquí con estos dos prisioneros. La expansión es impredecible. Puede ser que tengáis tiempo de escapar.

—Fui creado para sobrevivir, señor. A cualquier coste.

—De todos nosotros, Cuarto, tienes las mayores posibilidades de sobrevivir al desastre. Ahora, obedece.

Lei miró el círculo de plata y lo comprendió todo. Era un círculo de teletransportación capaz de transportar a quienes entraran en él a algún lugar distante, un lugar que sus padres habían establecido mediante los cristales. Una herramienta así permitiría a sus padres hacerse con suministros de todo el mundo y, en parte, explicaba cómo habían podido operar una forja en secreto. Pero aquello era una magia inmensamente poderosa, mucho más allá de cualquier cosa utilizada por la casa Cannith. ¿De dónde lo habían sacado sus padres? Sólo entonces comprendió el resto de la frase. «Tú tendrás que quedarte aquí con estos dos prisioneros».

—No puedo irme sin Daine y Jode —dijo Lei.

—Sí puedes, hija. —Una vez más, Talin tenía una varita en cada mano, una apuntando a Daine y la otra a Lei—. Por favor, no hagas las cosas difíciles. Tú y tu compañero debéis sobrevivir. Estos dos, por otro lado, son sin duda sacrificables. Ahora, ve al círculo. Si tengo que paralizarte y llevarte yo mismo, lo haré.

—Señor —dijo el soldado forjado—, ¿por qué te llevas a Quinto en mi lugar? Te he servido personalmente.

—No me cuestiones de nuevo, Cuarto —dijo Talin—. Necesito a Quinto. Y te lo he dicho, tienes muchas posibilidades de sobrevivir.

—¿Y ya no me necesitarás más?

—¿En serio, Cuarto? Esperaba más de ti. No te construí para que fueras un patético soldado. Hay grandeza en tu interior. Quizá este reto es lo que necesites para liberarla.

—Quizá sí.

El forjado golpeó al mismo tiempo que hablaba. Talin le estaba dando la espalda, y el golpe alcanzó al artificiero justo en la espina dorsal. Volvió a golpear antes de que Lei asimilara del todo lo que estaba sucediendo, y su hoja le atravesó el hígado. La sangre cubrió la túnica de colores cambiantes de sangre, y el artificiero cayó al suelo.

Fue entonces, mirando al soldado que estaba junto a su padre herido, cuando Lei se dio cuenta de por qué le resultaba tan familiar ese forjado. No era su cuerpo. Era su cabeza. Mientras que el cuerpo estaba cubierto de mitral, su cabeza había sido forjada con adamantino. Cada forjado llevaba un diseño en la frente, un símbolo tan único como una huella dactilar. Mirando al soldado, Lei recordó dónde había visto antes esa marca, maltrecha y ennegrecida, pero claramente visible.

Harmattan.

—Maldita sea, Quinto, ¡protege a mi hija! —gritó Aleisa.

Era demasiado tarde para Talin. Mientras trataba de ponerse en pie, Harmattan volvió a atacar, dos golpes en la espina. Alzó su escudo a tiempo para evitar la bola descendiente del mayal de Través. El orbe radiante dejó una abolladura chamuscada en el escudo, pero Harmattan siguió ileso.

—¿Por qué me atacas, hermanito? —gritó, retrocediendo y adoptando una posición defensiva.

Lei se dio cuenta de por qué le parecía tan familiar… La voz era muy distinta, pero la forma de hablar era la misma que había oído en Xen’drik. Siguió hablando mientras Través le atacaba y él esquivaba todos sus golpes.

—¡Ha llegado el momento de coger nuestro destino con nuestras propias manos! Ésta es la voluntad de nuestro verdadero creador. Únete a mí. Derrotemos a estas criaturas de carne y abandonemos este lugar juntos.

—No de una pieza —dijo Daine.

La atención de Harmattan estaba centrada en Través y no había visto que Daine se unía a la refriega. Daine clavó sus hojas en el espacio blando que había entre las junturas de la armadura de Harmattan. El forjado era fuerte y rápido, pero carecía de la fortaleza y la capacidad de resistencia de la bestia de metal contra la que habían luchado hacía un momento.

O eso parecía. Harmattan siseó, airado, y Daine retiró sus armas para esquivar el golpe. Desde donde estaba, Lei se dio cuenta de que la herida empezaba a sanar inmediatamente. Las raíces-músculos de debajo de la armadura se reconstruyeron. «Fui creado para sobrevivir», había dicho. Y en su mente, Lei vio a su padre sosteniendo la cabeza del forjado. «Así es como se derrota a la muerte».

En ese momento, supo que Harmattan nunca caería ante una espada o un mayal. Sólo había una esperanza. Se abrió camino entre el desorden, ignorando el grito de dolor de Daine, que había recibido un golpe de Harmattan. Se agachó bajo Través y llegó hasta Harmattan, pero le faltó velocidad. Su escudo le dio de lleno, la hizo retroceder y casi la tira al suelo.

Sus compañeros no eran estúpidos y se dieron cuenta de lo que trataba de hacer. Redoblaron sus esfuerzos, ahora ni siquiera trataban de derribar al forjado, sólo querían distraerlo. Harmattan podía reparar los daños provocados por los ataques de Través, pero aunque no le causara un daño permanente, era difícil ignorar un golpe de mayal en la cara. Daine engarzó la espada del forjado con la suya para impedir que atacara a Lei. Sólo estaban comprando tiempo, pero era lo único que Lei necesitaba. Deslizándose tras él, puso la mano en la espalda de Harmattan y dejó que toda su ira y su furia se filtraran en él. Las indignidades que había sufrido en Xen’drik, la muerte de su padre, los misterios que quizá nunca se resolvieran. Su furia era un cuchillo al rojo vivo y cortó el centro mismo del ser de Harmattan.

Explotó. Los pedazos se esparcieron por la sala, fragmentos de raíz y trozos de metal. Lei supo que el Harmattan que habían conocido en Xen’drik podía reconstruirse a sí mismo incluso en un estado tan ruinoso, y contuvo el aliento. Pero nada sucedió. Los pedazos cayeron al suelo y se quedaron inmóviles. Lei suspiró.

—No hay más tiempo. —Aleisa estaba arrodillada junto a Talin y tenía la túnica manchada de su sangre—. He preparado el círculo para que te lleve adonde tienes que ir. Vete. De prisa.

—Madre… —dijo Lei. Se arrodilló junto a ella y fue a tocarla—. No puedo dejarte. No sabes lo que se acerca. No…

—Sí lo sé, hija mía, más que yo. Talin no quería que sucediera así, pero sabía que era inevitable. Todo lo que es carne debe morir, después de todo. —Esbozó una sonrisa gastada y besó a su hija en la mejilla—. Mi trabajo aquí ha terminado, Lei. Mientras estés viva, yo estaré contigo.

Se puso en pie sosteniendo la mano de Lei y la llevó al círculo. Cuando volvió a hablar, había algo distinto en su voz, incluso en su cara. Parecía que era más joven, más semejante a Lei en cada momento.

—Recuerda, Lei. «Quiere ser destruido». Ése es su fin. Mira en tu interior y sigue el camino.

—¿Madre? —preguntó Lei, confundida.

Aleisa se volvió hacia Daine.

—En este momento, tienes más poder del que te imaginas, y es ese poder el que te llevará adonde tienes que ir. En este lugar, estás atado por tus propios recuerdos. En el lugar al que vas, tendrás que utilizar tu don hasta sus últimas consecuencias.

—Un momento —dijo Jode—. ¿Quieres decir que eres…?

—¡No hay más tiempo! —dijo Aleisa.

Mientras hablaba, se produjo un cambio en el aire, un terrible escalofrío que pareció retorcer la carne y los pensamientos de Lei.

—¡Vete! —dijo Aleisa, empujándolos al círculo plateado. La sala empezó a llenarse de una mortal bruma gris.

—¡Madre! —gritó Lei.

Y se fueron.