Una sonrisa iluminó el rostro de Daine. Iba a desafiar un ejército de demonios para determinar el destino del mundo y sonreía de oreja a oreja. A pesar de la locura de su búsqueda, hacía años que no se sentía mejor. Durante todo el año anterior había sido un hombre perseguido. La muerte de Jode, el misterio del risco de Keldan, el horror del Luto… Todo eso era un inmenso peso en su alma. Ahora Jode estaba a su lado, las respuestas al risco de Keldan estaban ante ellos, y si no había podido salvar Cyre…, bueno, tenía la oportunidad de salvar Eberron. ¿Una idea de locos? Quizá. Pero esa vez lo lograría o moriría en el intento.

Más allá de su nueva conciencia, Daine estaba asombrado por su fortaleza y su resistencia. En el pasado, bajar por el risco habría sido toda una prueba. Ahora le parecía un juego de niños. Había descubierto que se sentía mejor cuando estaba cerca de Jode. Si el mediano estaba a pocos codos de distancia, Daine se sentía más rápido, más coordinado, y sus sentidos parecían más despiertos…, como si sumara las fuerzas de Jode a las suyas. Y todas sus habilidades habían crecido aún más gracias al aliento del eidolon dracónico. Sentía como si un fuego ardiera en su interior, un estanque infinito de energía. Cuando libró su primera batalla en el risco de Keldan, Daine no sabía lo que sería el Luto. No sabía que sería la última noche de su servicio a Cyre. Pero ahora sabía exactamente qué estaba en juego, y si moría en sueños, se llevaría a unas cuantas pesadillas con él.

—Ahí está —dijo Lei. Llevaba los anteojos que le había regalado Thelania, y los lentes brillaban en la oscuridad—. Hay una puerta al otro lado de la ilusión.

—Lo sé —dijo Daine—. Krazhal la hizo estallar. Una vez dentro, pusimos las cargas secundarias para sellar la salida si era necesario. Sólo puedo suponer que esos discos explosivos nunca llegaron a ser detonados, porque salimos con vida.

—¡Mmm! —dijo Lei ajustando los lentes de los anteojos—. Nunca me han gustado mucho los explosivos. Va a ser complicado trabajar a través de la ilusión, pero podré abrirla.

—Seguid alerta —dijo a Través y Jode—. No nos encontramos resistencia al entrar, pero la historia no va a repetirse completamente. —Se le ocurrió algo curioso—. Jode, ¿vamos nosotros a aparecer allí? Si hubiéramos esperado, ¿Krazhal habría abierto la puerta?

—Todo es posible, pero es improbable —dijo Jode—. Estamos en tu sueño. Dado que tú ya estás aquí, y participando en esto, no hay razón para que vuelvas a aparecer.

Daine negó con la cabeza.

—Sueños.

—Lo tengo —dijo Lei.

La artificiera dio un paso adelante, hacia lo que parecía una abrupta ladera, y desapareció. Daine hizo una señal a los demás, y cruzaron la ilusión.

El pasillo era exactamente como lo recordaba. Piedra desnuda, con la altura justa para que las tropas forjadas pasaran por él, esferas de fuego frío colocadas a intervalos distantes iluminando débilmente el espacio.

—Sé que no nos encontramos ningún peligro en el túnel —dijo Daine en voz baja—, pero no recuerdo qué sucedió después. Jode, cuando estuvimos aquí, te mandé a explorar. ¿Qué recuerdas?

—Hay una especie de barracones más arriba —dijo Jode—. Ahora están vacíos. Vine a informarte de ello. Eso es todo lo que recuerdo.

—De aquí en adelante, avanzaremos en silencio y con cuidado. Dada la presencia de los forjados, tenemos que considerar la posibilidad de medidas mágicas. Lei, quiero que busques glifos, discos explosivos o cualquier otra cosa.

«Ése debería haber sido el trabajo de Krazhal —pensó Daine—. Me pregunto cómo le fue».

—Través, cierra el grupo. Si conseguimos más espacio, muévete a un lado. Si ves un disparo claro, aprovéchalo.

—¿Asumimos una actitud hostil? —dijo Través.

—¿Has olvidado la batalla? ¿Has visto esos cadáveres? Quienquiera que construyera este lugar es responsable de la muerte de esos soldados y quién sabe de qué más.

—Recuerda, es sólo un sueño —dijo Jode.

—Y si surge de mis recuerdos, entonces es nuestra oportunidad para hacer que esos bastardos paguen por lo que hicieron.

Lei asintió con una expresión adusta.

—Vamos.

Se ajustó los lentes y echó a andar. Algo se le ocurrió a Daine: «¿Cómo sabe qué hacen esos anteojos?». Se los había regalado Thelania, pero Daine nunca había visto que Lei se los pusiera estando despiertas. Ahora que estaban soñando se los ponía, al parecer con buen fin, pero si los poderes de sus armas se basaban en sus recuerdos, ¿cómo iba eso a funcionar?

Daine negó con la cabeza. Tenía su espada y su daga, y eso era todo lo que necesitaba. El resto de ese sueño se podía ir a Dolurrh.

Avanzaron menos de cincuenta pies por el pasillo cuando Lei levantó una mano. «¡Peligro!». Se arrodilló, se adelantó un poco en esa posición y, cuando se puso de pie, tenía un disco explosivo en la mano.

Uno de los discos explosivos de Krazhal.

Daine se dio cuenta de que allí era donde el enano había colocado la carga para derribar el túnel. Volvió la mirada hacia Jode. «¿Cómo es posible?».

—Es parte del ambiente —susurró Jode—. Sabías que estaría aquí. Sigamos avanzando y que Lei lo recoloque.

—No soy una zapadora —dijo Lei—. Puedo colocarlo, pero no para hacer el máximo daño.

—Lei, dudo seriamente que eso importe —dijo Jode en voz baja—. Ni siquiera es real. Sólo existe porque tiene un papel que desempeñar, y si debe derribar el túnel, sospecho que tu habilidad al colocarlo no será el factor decisivo.

—¿Y si me lo quedo? —susurró Lei.

—Creo que es mejor que no lo descubramos.

Daine asintió.

—Basta. Sigamos. Vuelve a colocar el disco detrás de nosotros.

Salieron a una cámara más grande. Como había dicho Jode, era una especie de barracón…, un barracón para forjados. No había camas ni mesas. Los forjados no necesitaban descansar. La sala estaba llena de herramientas de guerra. Los estantes de armas estaban casi vacíos, pero de la pared colgaban unas cuantas espadas y mazas junto a carcajes de flechas. Una pequeña forja calentaba la sala, y había martillos y tenazas esparcidos. No había moldes, nada que sirviera para crear nuevas armas. Era solamente una estación de reparación, en la que los forjados podían reparar los daños de la batalla.

Daine hizo un gesto. «Sigamos adelante». La duda le reconcomía. ¿Y si no había nada que encontrar? ¿Y si el lugar era solamente un puesto de avanzada para los soldados que estaban en el campo de batalla? ¿Podían Jode y él haberlo explorado y haberse marchado? «No», pensó, porque Krazhal y Kesht no habían sobrevivido a esa noche.

Lei los guió por los barracones y por un pasillo. El olor de hierro herrumbroso llenaba el aire mezclado con otra esencia. ¿Savia? ¿Madera quemada? Llegaron a la entrada de la siguiente cámara, y Lei se detuvo, asombrada.

Estaban en una amplia plataforma, en lo más alto de unas escaleras con al menos un centenar de escalones. La cámara era una gran esfera con muros de mármol negro pulido cubierto de líneas y símbolos, complejos grabados que latían con una luz morada. Pero fue el objeto del centro de la sala lo que les cortó la respiración. Era un pilar de mármol negro, pero no era ni liso ni uniforme. Parecía más bien el tronco de un árbol antiguo, retorcido y nudoso, con patrones de luz roja en lugar de las líneas de la corteza. Tenía incrustados tocones brillantes, como si le hubieran cortado las ramas con una hoja perfecta. La base del pilar estaba oculta en un estanque refulgente. Fibrosos zarcillos —grandes ramas— surgían del estanque, cubrían el suelo e iban a terminar en una vaina de piedra.

—Es una forja de creación —susurró Lei—. Esto es lo que la casa Cannith utiliza para producir forjados.

—Así que quienquiera que esté dirigiendo este lugar está utilizando esto para hacer el ejército forjado —dijo Daine.

—Seguramente —dijo Lei—. Pero sólo un portador de la Marca de hacedores puede utilizar una forja de creación.

—¿Herederos rebeldes? ¿O tu casa estaba creando un ejército para sus propios fines?

Lei negó con la cabeza.

—No tiene sentido. No hay ninguna razón práctica para producir forjados tan diversos. El trabajo y los recursos necesarios para crear todos los diseños que vimos en el campo de batalla serían inmensos, así que ¿para qué? —Se quedó mirando la forja—. Y los colores, los dibujos… Hay algo raro en esta forja. Quiero observarla de cerca.

—Entonces vaya…

Daine no terminó la frase. Se había quedado cegado por el espectáculo de la forja y había permitido que la ausencia de amenazas les diera un exceso de confianza. El forjado estaba cubierto de metal negro y era casi invisible contra el muro de la sala, hasta que se movió. Lo único que vio Daine fue un borrón en movimiento seguido de un crujido y un grito de dolor estremecedor cuando el constructo embistió a Lei y la mandó rodando por las escaleras.

El constructo adoptaba una postura encorvada, como un simio. Tenía los brazos largos y fuertes, y caminaba sobre las cuatro extremidades. Su cabeza y su cara eran similares a las de Través, excepto por la boca: tenía unas inmensas fauces con cuchillos en la mandíbula. Se estaba acercando a Daine con la boca abierta.

Daine quiso seguir a Lei, pero si estaba herida no había nada que él pudiera hacer. Necesitaba despejar el camino para que Jode llegara hasta ella. «¿Fue, entonces, cuando murió Krazhal?», se preguntó. Estaba claro que esa criatura no caería fácilmente, pero en ese momento Daine sólo quería que se moviera. Atacó con su arma y consiguió golpear la cabeza de la criatura. Como esperaba, apenas dejó una marca, pero llamó la atención del monstruo de metal.

—¡Venga! —gritó Daine, retrocediendo unos cuantos pasos.

Su plan funcionó a la perfección. El forjado embistió. Era el movimiento que Daine quería que hiciera, pero había infravalorado la velocidad de su oponente. La bestia de metal impactó contra él y le arrojó al suelo. La luz llenó la sala —el mayal de Través—, pero el monstruo forjado ya estaba sobre Daine y sus puños de hierro descendían para aplastar carne y hueso.

«No».

En el pasado, Daine habría sido demasiado lento para eludir los golpes del constructo. En otro tiempo, en otro lugar, ése podría haber sido el fin. Pero no aquí. Sintió el fuego del dragón en su sangre, sintió su ira y su preocupación por Lei, y eso le dio una fuerza y una velocidad que jamás habría creído posibles. El forjado golpeó la piedra y agrietó su superficie. Daine ya estaba de pie, detrás de la criatura, atacando con daga y espada. Través estaba a su lado, y el constructo enemigo dio un traspiés bajo los golpes del reluciente mayal. Pero la lucha no había ni mucho menos terminado.

Pese a su nueva fuerza, la espada de Daine no era una arma eficaz contra la armadura de la bestia de hierro. El constructo dio la espalda a Daine y golpeó a Través con ambos puños. El forjado quedó aturdido por el ataque, y el enemigo lo cogió por ambos brazos y lo levantó del suelo. La intención del constructo era evidente. Iba a arrancarle a Través cada una de sus extremidades.

—¡No!

Soltando su espada, Daine cogió la empuñadura de su daga con las dos manos y la clavó en la espalda del constructo. Ningún metal mundano podía repeler una hoja adamantina, y la daga se clavó hasta lo más hondo. Haciendo acopio de toda la energía inspirada por su sueño, Daine hundió aún más la hoja y creó una gran hendidura en el lugar que habría estado la columna vertebral de un humano. Por un momento, pareció que no tenía ningún efecto, y Daine oyó cómo se partían los zarcillos de las junturas de Través. Pero un estremecimiento recorrió el cuerpo de la bestia de hierro. Cayó de bruces, sobre Través.

—¿Través? ¡Través!

Daine trató de apartar la bestia de encima de su compañero. El constructo muerto cedió un poco, y después cayó de lado.

—Estoy… bien —dijo Través. Se puso en pie lentamente; un brazo le colgaba en un ángulo raro—. Gracias por tu ayuda, capitán.

—¿Todo el mundo está entero? —La voz de Jode surgió desde abajo—. Aquí tenemos un pequeño problema.

Daine maldijo. En silencio y con cuidado. ¿Podría haberlo dicho más claro?

Arrancó la daga del cuerpo del constructo.

—Si puedes utilizar la ballesta, sácala —le dijo a Través.

Daine corrió hacia la forja y bajó las escaleras saltando a cada paso dos o tres escalones.

Lei estaba junto al tronco central, estudiando el pilar de piedra mientras Jode seguía el rastro de una de las raíces.

—¿Qué estáis haciendo?

Daine cogió a Lei del brazo y le dio la vuelta. Parecía ilesa de su caída gracias, muy probablemente, a Jode, y la ira de Daine guerreaba con su alivio.

—Examinar la forja —respondió Lei.

Daine esperaba más de ella. Lei había tenido una vida protegida, y cuando se habían conocido, era sin duda inocente y arrogante, demasiado descuidada para su propia seguridad. La guerra la había cambiado, y Daine había acabado por confiar en su coraje y su inteligencia. Pero ceder a su amor por la investigación en mitad de un baluarte enemigo mientras Través estaba herido…

—Través necesita ayuda. ¡Ahora!

Lei se soltó y se volvió hacia el tronco.

—No lo entiendes. La forja…

—Esperará —dijo Daine, volviendo a cogerla del brazo—. Necesito que repares a Través ahora mismo. El enemigo puede regresar en cualquier momento y…

Las luces se apagaron y la sala se quedó completamente a oscuras.

—Demasiado tarde —dijo Lei.

Una luz morada inundó la sala. El estanque central y todas las líneas de la pared que habían estado brillantes ahora ardían con una irradiación cegadora. Daine se tapó los ojos con la mano. Un fiero rugido recorrió la sala. El sonido zarandeó a Daine y arrasó cualquier otro pensamiento.

Daine apenas se dio cuenta de cuándo luces y sonido se desvanecieron. La cabeza le latía, tenía la vista herida por la terrible luz. Veía movimiento a su alrededor, formas en la sombra. Alzó la espada, pero todavía tenía los reflejos lentos. Sintió un escalofrío en la espalda, un estallido de frío que recorrió sus músculos y le dejó inmóvil.

Entonces, recuperó la vista. Estaba rodeado de forjados, al menos media docena, todos distintos. Algunos no iban armados, mientras que otros tenían picas, garras u otras armas fusionadas en sus brazos. Las piedras que rodeaban la forja… Daine vio que tenían tapa como los ataúdes y que estaban abiertas.

—¡Qué sorpresa!

La voz procedía de detrás de él. Daine trató de volver la cabeza, pero la magia que le tenía inmóvil había paralizado todos sus músculos. Ni siquiera podía hablar.

Un hombre caminó hacia él, un hombre alto, esbelto, con una túnica de colores cambiantes. Su cabello rojo ondulado tenía algunas vetas grises, y sus ojos verdes eran duros como la piedra. Tendió el brazo, cogió a Daine por la barbilla y le volvió la cabeza para estudiarle.

—Daine de la casa Deneith, ¿verdad? Ahora capitán en el ejército cyr, ¿no? —La voz del desconocido era fría y había algo terriblemente familiar en ella—. Dime, Daine, ¿qué le has hecho a mi hija?