Través cruzó la caverna corriendo para sacar a Daine de las llamas. Pese a su velocidad, no llegó a tiempo. El fuego brillante se apagó y, al hacerlo, también lo hizo la sala en la que se hallaba. Las paredes de cristal se disolvieron como arena al viento y cuando Través llegó a la figura caída de Daine volvían a estar en el desierto y el Anillo de Siberys no se veía por ninguna parte.

Lei y Jode se arrodillaron junto a Daine. Jode extendió las manos para transmitirle a Daine su tacto sanador. Tocó al capitán y después se detuvo, confundido.

Daine estaba ileso. A pesar del grito y la furia de las llamas, no tenía quemaduras ni ninguna otra herida. Shira confirmó rápidamente lo que veían sus ojos y, casi inmediatamente después, Daine se estiró y se recostó en un brazo.

—Gracias por el regalo —gruñó. Negó con la cabeza, parpadeando—. La próxima vez, me basta con el consejo.

—¡Daine! —Lei se tiró al suelo y le envolvió con sus brazos—. ¿Estás herido?

—Creo que no —dijo. Su voz se hizo más fuerte con cada palabra—. El dolor… agonizante, pero ahora… —Lentamente se puso en pie, y la sorpresa se apoderó de su voz—. Me encuentro… bien. Mejor que antes.

«Se ha producido una infusión de energía espiritual —informó Shira a Través—. En este momento, soy incapaz de determinar la naturaleza precisa de este fenómeno, ni qué efectos tendrá».

Jode cogió a Daine de la mano.

—Sí —dijo—. Eres más fuerte que antes. Parece que los dragones sí te han hecho un regalo.

Daine bajó la mirada hacia Jode.

—Has dicho que teníamos poder. ¿Qué clase de poder? Si vamos a ir a la guerra, tengo que saber de qué recursos disponemos.

—No lo sé exactamente —dijo Jode—. Nuestra fuerza procede de nuestra unidad, y yo he estado aquí solo. Pero si estamos juntos, unidos, podrías vencer las limitaciones del mundo físico. En Dal Quor cualquiera puede hacerlo en cierto grado. Éste es un mundo definido por la imaginación. Pero tenemos la fuerza de dos. —Miró a Daine con una expresión apreciativa—. Y ahora, quizá, más. Lo más importante es creer. Eres tan rápido y tan fuerte como imagines. Me temo que te será difícil deshacerte de la idea de tus limitaciones. Pero inténtalo. Te sorprenderá lo que puedes hacer.

—¿Y qué hay de esto? —Daine desenvainó su daga, una arma de vulgar hierro—. ¿Por qué Través tiene un mayal de oro, y yo sólo tengo esta cosa vieja?

—Hemos llegado a un sueño surgido de tus recuerdos. Tienes la armadura y las armas de que disponías en ese momento.

Era cierto. Daine llevaba una camisa de vulgar malla y una capa gris sostenido con un broche con el sello de la quimera de la casa Deneith.

—Concéntrate —dijo Jode—. Recuerda el momento en que te fuiste de Eberron. ¿Qué llevabas, qué portabas contigo?

Daine cerró los ojos, y su armadura cambió. Al cabo de un momento, llevaba los regalos que le había hecho la reina del Ocaso y la daga que tenía en la mano era de adamantino de Cannith. Abrió los ojos y negó con la cabeza, asombrado.

—¿Hasta dónde puede llegar esto?

Cerró los ojos de nuevo, pero esa vez Daine no pudo advertir ningún cambio.

—Es fácil recuperar tus recuerdos —dijo Jode—. Tal vez sea posible crear algo nuevo, pero todavía no he sido capaz de hacerlo y he estado aquí más tiempo que tú.

Daine abrió los ojos.

—Esto deberá bastar, entonces. —Miró el desierto que les rodeaba—. Veo que volvemos a estar donde hemos empezado. ¿Adonde vamos ahora?

—El dragón nos ha hablado de un camino —dijo Través—. Un lugar de dolor, de recuerdos olvidados, una batalla que tienes que librar cien veces.

—¿Qué batalla hemos librado cien veces? —dijo Lei—. Nos pasamos ese verano luchando contra los comandos de Valenar, pero no en un lugar.

—No se trata de ti —dijo Daine con una creciente sonrisa en la cara—. El dragón me hablaba a mí. Y hay una batalla que he librado cien veces y más, y un recuerdo que he olvidado. Jode, ¿puedes ayudarme a encontrar un camino?

—Sin duda —dijo Jode, tendiéndole la mano—. ¿Adonde vamos?

—Al risco de Keldan —dijo Daine—. Y esta vez acabaremos la batalla.

Caminaron por el desierto, y el mundo fue cambiando lentamente a su alrededor. A cada minuto que pasaba se parecía más a Cyre. Quizá aquello era normal para los demás, quizá la realidad cambiaba en los sueños. Pero Través nunca había soñado y le resultaba desconcertante ver cómo surgían árboles de una tierra seca y cómo el día se convertía en noche. Través tenía su ballesta en las manos con una flecha preparada para disparar, y trataba de escudriñar los alrededores en busca de cualquier señal de movimiento enemigo, como había hecho en innumerables patrullas desde que fue forjado. Pero ¿cómo iba a prepararse contra el enemigo cuando el paisaje se negaba a adoptar una sola forma?

Través todavía estaba acostumbrándose al mayal que había sacado de su interior y las nuevas capacidades de su carcaj. Como la bolsa de Lei, el espacio en su interior era más grande de lo que parecía. De hecho, había en él dos bolsillos, un lugar estrecho lleno de flechas y una zona más grande en la que cabía el mayal y que también, al parecer, podía albergar su ballesta.

Era raro pensar que había tenido ese recurso desde el principio y que nunca lo había sabido. Se preguntó si en su cuerpo había ocultos otros secretos.

—Señores Soberanos —susurró Lei.

Través apenas sabía lo que era el asombro. Trataba de analizar cada situación, evaluarla desde un punto de vista táctico, de encontrar las amenazas que conllevaba. Pero la visión que había ante él le obligó a detenerse.

Estaban en el borde del risco de Keldan. En el valle ardían fuegos y el humo se alzaba desde el navío hecho trizas y las tiendas caídas. Los cadáveres cubrían el suelo, soldados cyr entremezclados con los forjados con los que habían luchado esa noche. Través no recordaba cómo había terminado esa batalla, pero el principio estaba grabado en su mente. Los gritos de los heridos. Sus camaradas de armas, sus amigos, siendo destripados por esas raras construcciones. Recordaba cómo le miraban los que habían sobrevivido al asalto inicial, el miedo en sus ojos, como si le culparan de las acciones de los extraños soldados. El recuerdo era persistente, pero Través nunca había soñado y nunca había creído que fuera a ver aquel lugar de nuevo.

—Ahí —dijo Daine, señalando en una dirección.

Un pequeño grupo de soldados se encaminaba a una colina distante en la que los cyr habían construido su refugio. Era difícil ver muchos detalles a esa distancia, pero Través vio las grandes estacas de madera que llevaban, pequeños árboles sin ramas.

—Es como lo soñé —dijo Daine—. Lei, prepara un cerco en el centro del valle.

—No puedo preparar un cerco —dijo Lei, con la mirada en los soldados que descendían—. Yo lo sé, pero el enemigo no. Mandarán a sus soldados para enfrentarse a ti. Jode, Krazhal, Kesht y yo nos valdremos de la confusión para entrar en la base. El túnel debería estar… allí. Está oculto bajo una ilusión, pero la tierra está revuelta en la entrada.

—¿Y qué hay dentro de la base? —dijo Través.

—No lo sé —respondió Daine—. En mis otros sueños nunca he llegado demasiado lejos. Lo único que sabemos es que por la mañana terminamos en la meseta de Dorn. Quizá esta noche encontraremos la respuesta.

Era raro pensar que había tenido ese recurso desde el principio y que nunca lo había sabido. Se preguntó si en su cuerpo había ocultos otros secretos.

—Señores Soberanos —susurró Lei.

Través apenas sabía lo que era el asombro. Trataba de analizar cada situación, evaluarla desde un punto de vista táctico, de encontrar las amenazas que conllevaba. Pero la visión que había ante él le obligó a detenerse.

Estaban en el borde del risco de Keldan. En el valle ardían fuegos y el humo se alzaba desde el navío hecho trizas y las tiendas caídas. Los cadáveres cubrían el suelo, soldados cyr entremezclados con los forjados con los que habían luchado esa noche. Través no recordaba cómo había terminado esa batalla, pero el principio estaba grabado en su mente. Los gritos de los heridos. Sus camaradas de armas, sus amigos, siendo destripados por esas raras construcciones. Recordaba cómo le miraban los que habían sobrevivido al asalto inicial, el miedo en sus ojos, como si le culparan de las acciones de los extraños soldados. El recuerdo era persistente, pero Través nunca había soñado y nunca había creído que fuera a ver aquel lugar de nuevo.

—Ahí —dijo Daine, señalando en una dirección.

Un pequeño grupo de soldados se encaminaba a una colina distante en la que los cyr habían construido su refugio. Era difícil ver muchos detalles a esa distancia, pero Través vio las grandes estacas de madera que llevaban, pequeños árboles sin ramas.

—Es como lo soñé —dijo Daine—. Lei, prepara un cerco en el centro del valle.

—No puedo preparar un cerco —dijo Lei, con la mirada en los soldados que descendían—. Yo lo sé, pero el enemigo no. Mandarán a sus soldados para enfrentarse a ti. Jode, Krazhal, Kesht y yo nos valdremos de la confusión para entrar en la base. El túnel debería estar… allí. Está oculto bajo una ilusión, pero la tierra está revuelta en la entrada.

—¿Y qué hay dentro de la base? —dijo Través.

—No lo sé —respondió Daine—. En mis otros sueños nunca he llegado demasiado lejos. Lo único que sabemos es que por la mañana terminamos en la meseta de Dorn. Quizá esta noche encontraremos la respuesta.

—Mirad, soy yo —dijo Lei, señalando a los soldados que preparaban el cerco en el centro del campo—. Se ve el verde.

—Te lo he dicho —dijo Daine—. Ahora esperaremos que salgan los soldados y nos introduciremos en la base.

Través estudió a los soldados. No se veía entre ellos, pero eso no era de sorprender. Seguramente estaba oculto, y a esa distancia, la capacidad de sigilo del forjado era suficiente para ocultarse a sus propios ojos. Sintió una leve punzada de curiosidad. ¿Qué había pasado esa noche? Pero su preocupación por sus amigos era una emoción mucho más fuerte. ¿Qué peligros los esperaban en el complejo oculto?

«Través».

Era un pensamiento de Shira. Era raro que se dirigiera a él por su nombre. Normalmente sus pensamientos fluían en la mente del forjado como si fueran los suyos.

«Te he ocultado datos tácticos y te pido disculpas».

Unos cuantos forjados salieron del túnel. Cada uno de ellos era distinto: algunos iban cojos, otros estaban cubiertos de pinchos. Uno le parecía terriblemente familiar: era uno de los cuerpos de Hidra, ¡el forjado al que habían encontrado al servicio de Harmattan!

Través alzó su ballesta, pero Daine le interrumpió con un gesto y le espetó:

—¡No! Esto es sólo el principio. Tenemos que esperar a que salgan los demás. No hagas nada sin una orden mía.

A regañadientes, Través bajó su arma. «¿Qué me has ocultado?», pensó.

«Mi capacidad para mantener el vínculo con este mundo tiene una duración limitada. A su debido momento, Lei y tú os veréis obligados a regresar a Eberron».

«¿Cuáles son los parámetros? —pensó Través—. ¿Cuándo podremos regresar a este lugar?».

«No podréis. Cuando esto termine, yo dejaré de existir».

—¿Qué? —dijo Través, a quien le causó sorpresa y preocupación hablar en voz alta.

Los demás se volvieron hacia él.

—¿Través? —dijo Lei.

«El espíritu vidente os dijo la verdad. Mi gente aprendió que nuestro mundo iba a convertirse en algo desconocido y nosotros nos temimos algo horrible. No encontramos la forma de detener este cambio de era y actuamos con desesperación. La esfera que encontrasteis fue construida para anclar mi espíritu, un escudo para cualesquiera cambios que tuvieran lugar en Dal Quor. Hicimos a los primeros de tu especie para que nos sirvieran como soldados y, con el tiempo, como nuestros cuerpos. Pero nuestro conocimiento llegó demasiado tarde y el equilibrio entre planos se vio roto antes de que más de los míos pudieran hacer la transición. Y yo me quedé encerrada».

—Pero ¿qué tiene que ver eso con tu muerte?

«No lo entiendes. Yo existo solamente porque corté todos los vínculos con Dal Quor. Para traerte aquí, tuve que restablecer esa conexión. Soy un espíritu de Dal Quor, ligado al plano, pero no soy de esta era. Siento el poder en el corazón, esa Oscuridad onírica de la que habláis, tirando de mí, cambiando lo que soy. Puedo resistir, pero no para siempre. Pronto tirará definitivamente de mí y me recreará a su imagen y semejanza».

Través no sabía qué decir. Sólo había poseído a Shira durante unos días, y ella siempre había sido una presencia pasiva en su mente. Sólo ahora se daba cuenta de lo reconfortante que era su presencia, de lo mucho que le gustaba la compañía, del conocimiento que ella había compartido con él.

«¿Y si nos vamos ahora?».

«No. Es demasiado tarde. Fue demasiado tarde en el momento en que toqué este mundo de nuevo. Sabía que esto iba a suceder, Través. Y más que cualquier otra criatura, puedo asegurarte que esta lucha vale la pena librarla. Siento en qué se ha convertido mi precioso mundo y es un horror. Resistid. Impedid que esa Oscuridad onírica rompa sus cadenas. Y con el tiempo, la era de la luz regresará».

—¡Ahora! —dijo Daine.

Un escuadrón de variopintos forjados estaba cruzando el valle en dirección al campamento cyr. Daine empezó a bajar por la colina, con Lei y Jode tras él.

Través no estaba hecho para las lágrimas. Sus ojos eran de sólido cristal. Cuando alzó su ballesta y siguió a sus compañeros, la pena parecía atrapada en su interior, como un torrente en busca de liberación.

«No sientas dolor —pensó Shira—, porque yo no lo siento. He luchado por este destino durante treinta mil años y ahora debo aceptarlo. He sido bendecida, porque he tenido una última oportunidad de ver la luz antes de mi viaje a la oscuridad. Disfruta de tus compañeros y del tiempo que tienes, y gracias por lo que me has dado».

Través no tenía una respuesta. Luchó contra la pena mientras se acercaban al túnel de entrada. Tenía ante sí la batalla y debía estar tranquilo y concentrado.

Y quería golpear algo.