El Anillo de Siberys. El cinturón dorado que se extendía por los cielos. De acuerdo con la leyenda, eran los restos de un gran dragón asesinado en el amanecer de los tiempos. Algunas historias decían que los primeros dragones estaban hechos de la sangre de Siberys, o que el Anillo era la fuente original de toda la energía mágica. La mayor parte de los sabios de la casa Cannith desdeñaban esos mitos, pero era innegable el poder mágico que había en el interior de las piedras de dragón doradas que caían del Anillo. Y las piedras de ese tamaño… ¡Las maravillas que podrían ser forjadas con ellas!
«¡Es sólo un sueño!». Lei apartó la mirada de la luz y se sintió estúpida. Nada allí era real. Era alguien imaginando el Anillo, nada más.
Las preocupaciones de Daine eran más prácticas.
—¿Dónde están los dragones? —dijo.
—Yo no te he prometido dragones —respondió Jode—. Lo que hay aquí son los sueños de dragones y dragones muertos hace mucho tiempo. No sé qué forma tendrá ese eidolon que dices. Sea la que sea, está aquí arriba. En el Anillo.
—¿Subimos?
—A menos que tengas una mejor idea —dijo Jode—. Si fueras un dragón, podrías volar.
—Pero no soy un dragón.
—Yo tal vez sí —dijo Lei.
—¿Qué? —preguntó Daine, mirándola.
—Nunca he intentado algo tan grande, pero creo que puedo transformarme en un dragón. —La mente de Lei se arremolinaba, calculando parámetros místicos y recuperando fórmulas medio olvidadas—. El cambio no duraría mucho tiempo. Pero podría volar y llevaros a vosotros.
—¿Hay riesgos? —dijo Daine.
—Riesgos. —Lei hizo una mueca—. Es difícil de saber. Pendré que canalizar una tremenda cantidad de energía mágica, y si pierdo el control de las fuerzas, podría acabar atrapada en el cuerpo de un lagarto. O mis órganos podrían explotar en mi interior, o algo igualmente espectacular y mortal.
Daine miró a Jode.
—¿Y?
—No me lo preguntes a mí —dijo Jode—. Es su cuerpo.
—Puedo hacerlo —dijo Lei—. Sé que es peligroso, pero puedo hacerlo.
Pese a ser una locura, algo en ello la atraía: la idea de extender las alas, alzar el vuelo, abandonar ese cuerpo cada vez más raro, aunque fuera sólo por un rato.
—La fe es importante —dijo Jode—. Estamos caminando en sueños. Si estás segura de ti misma, creo que vale la pena arriesgarse. Daine, siéntate a mi lado y dame la mano. Tenemos que visionar su éxito, darle nuestra fuerza a Lei.
—¿Qué hago yo? —dijo Través.
—Vigilar —respondió Jode—. Los quori podrían estar mirándonos. Abre bien los ojos y busca señales de un ataque.
—Piensa cosas buenas —susurró Daine, sin esforzarse por ocultar lo que pensaba sobre aquello. De todos modos, se sentó junto a Jode, le dio la mano y cerró los ojos.
Quizá fuera sólo la imaginación de Lei, pero de repente se sintió más tranquila, más fuerte. Cerró los ojos y se puso a construir el patrón.
La magia del artificio no podía tejerse directamente en la carne y la sangre, y un artificiero tenía que hacerlo en objetos inanimados. Lei, por lo común, utilizaba para ello su armadura, su viejo jubón verde y dorado. Era una reliquia de la familia, y se decía que era obra de uno de los más grandes artificieros de la casa Cannith. En los ribetes dorados había una reserva de energía mágica, y Lei podía valerse de ella para sus ensalmos más difíciles.
O eso había creído siempre.
Mientras Lei buscaba los patrones místicos que definían el chaleco, un estremecimiento la sacudió. Había trabajado con ilusiones en el pasado, y aquélla fue la misma sensación que ver cómo se desvanecía una ilusión y se revelaba una rara realidad. Su imagen mental del chaleco se desvaneció, y Lei se dio cuenta de que estaba trabajando con su propio patrón, la red vital que había descubierto en su interior. «El chaleco nunca ha tenido ningún poder. La energía que yo convocaba está en mí».
No tenía sentido. La carne y la sangre naturales no podían repararse con la magia del artificiero, pero ella había resultado ser una excepción a esa regla.
«¿Qué soy?».
No había tiempo para dudas. Las energías que estaba uniendo se habían acumulado hasta un punto crítico, y si dejaba que su mente vagara, sólo los Soberanos sabían qué sería de ella. Dejando a un lado sus miedos y dudas, se centró en las hebras de poder místico y convirtió los filamentos divergentes en un patrón coherente. Finalmente, con cuidado, colocó ese patrón sobre el suyo.
Una explosión de luz y calor recorrió sus músculos. «¡Estaba creciendo!». Su armadura de cuero se fusionó con su piel y se transformó en una serie de inmensas y herrumbrosas escamas. Le surgieron unas aletas de piel cuando sus brazos se transformaron en poderosas alas, y sintió cómo una gran cola se extendía tras ella, preparada para derribar a los enemigos. Por un momento, se sintió desconcertada por la presencia de pequeños mamíferos y el hombrecito de metal. El instinto le exigía que tomara el vuelo y atacara a esas criaturas impertinentes con dientes y garras. Después, la niebla se levantó de sus pensamientos y recordó quién era y dónde estaba. Lei. El dragón.
—¿Eso es un dragón? —Era la voz de Daine, aunque parecía pequeña y débil a sus nuevos oídos—. Creía que tenían cuatro patas.
—Esta criatura es un draco —dijo Través—. Además de las extremidades delanteras, carece del aliento mortal y el poder mágico de esas criaturas muchas veces llamadas verdaderos dragones, y compensa esas carencias con un aguijón venenoso en la cola. A pesar de las diferencias, es una forma de dragón.
—Yo…
La primera palabra de Lei se le atravesó en la garganta. Su voz era un terrible trueno, y su lengua no estaba hecha para hablar la lengua común. Lo intentó de nuevo, tratando de formar palabras con una garganta configurada para rugir.
—Yo nunca… visto… un dragón. Lo mejor que he podido. —Tendió las alas y sintió excitación cuando tomó el vuelo. Al recordar la tarea que la esperaba, bajó la cabeza hasta el suelo—. ¡Subid!
—¿Vamos a volar por encima de eso? —dijo Daine, que miró el abismo sin fondo—. ¡Qué gran idea!
—¡Confianza! —dijo Jode al mismo tiempo que ascendía por el cuello de Lei. Una pequeña elevación corría a lo largo de su espina dorsal y se cogió con ambas manos a un punto saliente a la vez que apretaba sus pies contra las escamas—. Estás soñando. Cree, y puedes lograrlo.
Lei conocía a Daine, conocía la amargura que llevaba en su interior y esperaba que respondiera con una burla. La destrucción de Cyre había sido dura para todos, pero Daine era el que había sufrido más. Lei había perdido a familiares, pero la nación significaba poco para ella, y Través valoraba mucho más a sus compañeros que a la idea abstracta de nación. Cyre importaba a Daine, y se había sentido perseguido por una sensación de pérdida y fracaso, la incapacidad de proteger a los soldados que tenía bajo su responsabilidad y de defender la nación. Y entonces, empezaron las pesadillas.
Cuando Lei le conoció, Daine era valiente y confiado. Creía en su país. Creía en su talento. Hasta creía en la Llama de plata. Durante el tiempo que había pasado en Thelanis, Lei había visto cómo una parte de esa confianza regresaba. Era como si algo se hubiera abierto en su interior para liberar un espíritu que había estado mucho tiempo atrapado. Se reía, y en lugar de ser sardónico, parecía complacido.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué tenemos que perder?
Con una nueva luz en los ojos, se sentó entre sus alas, y Lei sintió una alegría renovada.
Alentada por la emoción, Lei emprendió el vuelo. Volar era para ella una segunda naturaleza. El conocimiento se hallaba en su cuerpo, en los instintos que había justo por debajo de su mente. La sensación del viento contra sus escamas la emocionó y, por un momento, se olvidó de la gente que tenía encaramada a su espalda. Sentía sobre ella una tuerza, un faro que llamaba a la sangre de dragón que llevaba en su interior. Se alzó por encima del Anillo de Siberys regodeándose en la irradiación de las piedras. Sólo entonces recordó a sus pasajeros, y suavizó el ángulo de ascenso.
—¿Adonde vamos? —gritó Daine. Su voz apenas era audible a causa del viento.
Lei no trató de responder. En realidad, no lo sabía. La llamada era imposible de reprimir.
Lo vio. El pedazo de piedra más grande, del tamaño de un castillo. Con un agujero en un lado, la boca de una inmensa caverna. Lei se introdujo en el túnel. Las paredes de cristal latían con una débil luz, pero una chispa brillaba más adelante, una llama en el corazón de la piedra.
Y sí, era una llama. Finalmente, se introdujo en una gran sala de centenares de pies de ancho. Una gran garra de dragón se alzaba en el centro, uñas curvas levantándose hacia el cielo. El fuego salía de las garras, un pilar que parecía atraer el calor en lugar de emitirlo. En las paredes había luces más pequeñas, centenares de chispas. Pero la gran columna era la fuerza que la había llamado, de eso Lei no tenía ninguna duda.
Lei se posó en el suelo de la caverna y plegó las alas. En el momento en que sus extremidades tocaron el suelo, las chispas de las paredes se convirtieron en llamas. El fuego central cambió de color y adoptó un blanco plateado intenso, y un poderoso olor de lluvia reciente llenó el espacio. Las llamas formaron la cabeza de un inmenso dragón, un poderoso wyrm con dos cuernos curvados en la frente y unas largas y puntiagudas orejas. Un risco que rodeaba su barbilla daba la impresión de que era barbado.
—¿Quién se halla entre nosotros? —dijo, y la sala retumbó con el sonido—. ¡No sois hijos de Siberys!
—No —gritó Daine, descendiendo del lomo de Lei—. Venimos en busca de conocimiento.
El dragón plateado ardiente bajó la mirada y pareció percatarse, entonces, de la presencia de Daine.
—Que el simulador abandone su falsa forma y después consideraremos vuestra petición.
A regañadientes, Lei alzó el patrón en su mente y disolvió el ensalmo. Sus músculos ardieron cuando se encogió hasta su forma original y sus escamas se convirtieron de nuevo en ropa y armadura. Un instante después, estaba con las manos y las rodillas en el suelo. Físicamente se sentía bien, pero percibía un gran vacío en su interior. Hacer acopio de toda esa energía la había cansado más de lo que esperaba.
El fuego central adoptó un intenso color azul zafiro, y su forma se revolvió y cambió. El nuevo dragón tenía los ojos grandes y hundidos y un solo cuerno en el centro de su cabeza.
—Interesante —dijo como un trueno, mirándolos—. Un viajero, y del todo infrecuente. ¿Qué buscáis para atreveros a perturbar nuestro descanso?
Un mes antes, Daine se habría vuelto hacia Lei. Un años antes, Jode habría sido la voz del grupo. Ahora, Lei vio en Daine la fortaleza que no había visto en mucho tiempo. Fue el capitán Daine quien se adelantó y alzó la mirada hacia el fuego.
—La Oscuridad onírica está reuniendo su poder en el corazón de Dal Quor. El equilibrio entre los planos está cambiando. Hemos sido enviados a este lugar por alguien que cree que podrías guiarnos en la batalla que nos espera.
—¿Y con qué fin lucháis?
—Para proteger nuestro mundo, el mundo en el que tú naciste, de las fuerzas de la pesadilla.
La llama retembló a través de un espectro de colores y la forma parpadeó como verdadero fuego antes de convertirse una vez más en el gran dragón azul.
—Eres valiente, viajero. Y dices la verdad. Un ejército de pesadillas se reúne en el corazón de Dal Quor, y a cada momento que pasa los planos se acercan al alineamiento vital. Pero todo gira sobre una pieza: la luna de cristal, que es custodiada en la Torre de Mil Dientes.
—¿Qué debemos hacer?
—Debéis encontrar un camino a la torre que no os lleve al ejército de horrores reunido en las llanuras. Y debéis encontrarla llave para destruir la luna de cristal, para restaurar el desequilibrio de antaño. Se halla en un lugar doloroso, un recuerdo olvidado, una batalla que has librado cien veces. Es un camino peligroso, pero el único que lleva al lugar al que debéis ir.
Daine pensó en lo que decía y asintió.
—Muy bien. Gracias por tu sabiduría, gran eidolon.
—Nuestros asuntos no han concluido —dijo el dragón en llamas. Su voz cambió y, con ella, su color y su forma. Dragones de cobre y bronce, rojo fiero y torvo verde.
Lei vislumbró una gran calavera de dragón formada con fuego, blanca como el hueso, justo antes de que la llama adoptara un color tan negro como la sombra.
—El camino ha sido preparado. Coged vuestro regalo y recorred el mundo una vez más.
Las relucientes fauces del dragón se abrieron y espiró. Una columna de llamas en forma de prisma engulló a Daine, y su grito resonó por toda la sala.