La adrenalina recorrió el cuerpo de Daine. Todavía estaba maltrecho y ensangrentado por la batalla con las espinas, y aunque Lei era su mayor preocupación, Través y Xu’sasar estaban todavía al otro lado de la puerta. Tenía la esperanza de gozar de un momento de paz, pero una nueva amenaza le estaba esperando. Agachándose, dejó a Lei en el suelo con tanta suavidad como pudo. En cuanto la hubo dejado, Daine desenvainó la espada y se volvió para mirar al joven que había hablado.

—Por favor, eso no es necesario.

El desconocido estaba apoyado en la puerta. A ese lado, el arco estaba hecho de caoba pulida con símbolos de oro que brillaban a la luz del sol poniente. El arco estaba vacío, y Daine podía ver a través de él llanuras de hierba y flores silvestres meciéndose en la pradera, al otro lado. Ni rastro de los reinos de la Noche. «¡Través!», pensó Daine.

El desconocido era humano, y estaba en la frontera entre un hombre y un niño. Tenía el pelo dorado, ondulado hasta los hombros, y la piel, impecable, ligeramente bronceada. Sus ropas eran de terciopelo negro y seda naranja. Una hermosa espada colgaba de su cinturón, y llevaba un amuleto en el que aparecía un sol dorado poniéndose tras una montaña. Era un príncipe salido de un cuento, la imagen ideal del encanto y la elegancia. Su voz era una muestra más de perfección, melódica aunque firme y masculina.

—Te lo aseguro, Daine, no pretendo hacerte daño.

Antes de que Daine pudiera responder, apareció Xu’sasar por la puerta, cobrando existencia en un abrir y cerrar de ojos. Estaba cubierta de savia y sangre. Salió disparada contra Daine y, en mitad del vuelo, se volvió para mirar al desconocido, pero aterrizó sobre la pierna herida y casi se cayó. Un instante después apareció una espina por la puerta, pero no por su propia voluntad. El hombre verde voló de espaldas y golpeó con fuerza el suelo. Través apareció tras él. El forjado llevaba la daga de Daine en una mano y el bastón de madera en la otra, y como Xu’sasar, estaba cubierto de savia y follaje machacado.

—Bueno, ya estamos todos —dijo el desconocido.

Xu’sasar hizo girar la cadena y Través alzó la daga, pero el joven alzó las manos desarmadas.

—Por favor, guerreros. Ahora estáis seguros. Estáis bajo la protección de mi reina, y ninguna espina amenazará su poder.

Daine mantuvo la espada inmóvil.

—¿Y qué quiere ella de nosotros?

—Yo soy sólo un enviado, Daine, pero te aseguro que mi señora no os quiere hacer daño. Por favor, permitidme llevaros a su casa, donde vuestras heridas serán curadas y vuestras preguntas, respondidas.

La preocupación coloreaba su voz, pero Daine no se dejó engañar. Había algo en ese niño… Era demasiado perfecto, demasiado encantador.

—¿Y qué recibes tú a cambio? ¿Mi voz? ¿Mi corazón?

—Mi señora sólo quiere ayudaros. Os ha estado observando desde hace un tiempo, Daine sin apellido.

—¿Y esperas…? —Daine se detuvo—. ¿Cómo acabas de llamarme?

—Palabras de mi señora, Daine. Estoy seguro de que ella te lo explicará.

—Haz…, hazlo. —Lei se había incorporado sobre un brazo. Tenía la cara pálida y la mirada perdida, pero su voz era firme—. La reina del… Ocaso.

—Bueno —dijo Daine, ayudando a Lei a ponerse en pie—. Muéstranos el camino.

Pese a lo magullado y exhausto que estaba Daine tras la batalla, se sorprendió de que su humor mejorara mientras seguía al joven. «Debe de ser el sol», supuso. Más allá de la sombría naturaleza del ambiente —el páramo desolado lleno de caras y el bosque oscuro con sus serpientes y sus espinas—, los reinos de la Noche eran fríos y estaban vacíos. No era el caso de la tierra del Crepúsculo. Un vasto prado se extendía por colinas ondulantes. Las flores silvestres llenaban los campos de color y arrojaban al aire una sinfonía de olores. El cielo era un tapiz de luz, nubes pintadas de rosa brillante y naranja del sol poniente. Pájaros brillantes cantaban canciones al atardecer, revoloteando entre los árboles poco densos. A pesar de la belleza, Daine no podía evitar preguntarse cuántos de esos pájaros hablarían.

Otras cosas inquietaban a Daine, y sin enemigos a la vista, centró su atención en lo sucedido en el anillo.

—¿Qué ha pasado allí? Través, ¿cómo te has escapado?

—No tengo ninguna explicación —dijo Través—. Mi fuerza era insuficiente para liberarme, pero mientras me revolvía contra las ataduras he sentido una oleada de fortaleza, una energía que ha seguido conmigo durante la batalla.

—¿Puede ser obra de tu amiguita?

—No, capitán. Shira ha detectado el aumento de mis habilidades, claramente derivado de una fuente exterior, pero no ha identificado la fuente.

A Daine no le gustaban los misterios.

—Lei, ¿puedes explicar esto?

—¿Mmm? —Lei se había recuperado del veneno de las espinas y le pidió el bastón a Través. Tenía la mirada distante, centrada en el horizonte.

—¿No estás preocupada? ¿Qué has hecho al otro lado? ¿Has matado a ese hombre?

Lei trató de prestar atención.

—No…, no. No está muerto. Está atrapado en ese árbol. Impotente, al menos por el momento. Eso es lo que Corazón Oscuro quería.

—Tu bastón. Eso es lo que quería él. ¿De modo que ahora estamos a las órdenes de un pedazo de madera?

—Nos ha salvado, Daine.

—¡No habríamos estado en peligro si se lo hubiéramos dado al Cazador!

Los ojos de Lei refulgieron, y se apartó de Daine.

—No sabes de qué estás hablando. Nos dio todo lo que tenía para abrir la puerta. No estaríamos aquí sin Corazón Oscuro.

—Dice la verdad, Daine.

Era la primera vez que el guía hablaba desde que habían partido del arco. Estaba mirando hacia atrás por encima del hombro, y Daine vio que sus ojos eran de dos colores…, rosa y naranja, como el cielo.

—¿Quién eres? —le preguntó Lei al guía.

—Llamadme Kin —dijo el joven con una brillante sonrisa—. Hago recados para su majestad.

Delante de ellos, un zorro levantó la cabeza de la hierba y después desapareció; por un breve instante, su pelo pareció fuego.

—Quiero aseguraros una vez más que vuestros problemas han terminado en este reino. No tenéis que temer traiciones en la casa de mi señora. Os lo prometo una y mil veces.

Daine miró a Lei de soslayo.

—Tú eres la experta aquí, Lei. ¿Podemos comernos el pan?

A pesar de sus recelos, realmente estaba hambriento. En el bosque, Lei no había tenido tiempo para hacer las prometidas gachas.

—Quiero que nuestra anfitriona nos prometa nuestra seguridad —dijo Lei—. Y esta vez, estaré atenta a los trucos. Por lo que sé, esta reina no es ajena a las trampas. Pero las promesas tienen poder en este sitio.

—Entonces, creo que será mejor que hables tú —dijo Daine—. Por lo que respecta a Través…

—Por favor, compañeros, guardad silencio —dijo Kin, interrumpiéndolos.

Llegaron a la cima de una colina y el guía simuló abrazar todo el valle con un movimiento de los brazos. Los rayos del sol poniente jugueteaban en la superficie de un pequeño lago, y un castillo se alzaba en el centro de las aguas, sin camino ni puente. Era hermoso, con muros de mármol verde oscuro rematados con chapiteles rosas y dorados. Mientras Daine miraba el castillo, un torrente de color emergió de la torre más alta, un ejército de mariposas brillantes que voló sobre ellos y se dispersó en los cielos.

—Nuestro viaje ha terminado —dijo Kin—. Thelania espera.

—Debéis dirigiros a la reina como «majestad», a menos que ella os dé permiso para hacerlo de otro modo.

—No es la primera vez que conozco a una reina, chico.

En realidad, Daine sólo había coincidido con la reina de Cyre en una ocasión y no le habían permitido hablar, pero tenía confianza en su capacidad para manejar las situaciones.

—Quizá, Daine. Pero tus compañeros…

—Bien visto. Xu’sasar, no digas nada a partir de ahora.

—No sabes nada de espíritus —dijo la mujer drow—. Yo…

—Tú guardarás silencio hasta que yo diga lo contrario, y es una orden.

A decir verdad, Daine estaba empezando a tomarle cariño a la elfa oscura. A pesar de sus extraños hábitos y su comportamiento impredecible, su coraje era innegable. Había puesto su vida en riesgo una y otra vez desde su llegada a Xen’drik, y no había dudado en enfrentarse a las espinas cuando Daine necesitaba tiempo para cruzar la puerta. Incluso entonces, cubierta de sangre y savia, y cojeando por la herida de la pierna, se negaba a reconocer su dolor. Pocas como ella habría en Cyre.

—… baño —estaba diciendo Kin.

—¿Cómo?

—No podéis ver a la reina del Ocaso y las Sombras en este estado. Cuando lleguemos, seréis bañados y se atenderán vuestras heridas. Entonces, seréis conducidos al salón de banquetes.

Daine miró a Lei.

—¿Y nos das la palabra de que no seremos atacados en el interior de esos muros, por parte vuestra o de otros? —dijo Lei—. ¿Prometéis que no tramáis nada contra nosotros?

—La reina cuenta con su propio consejo —respondió Kin—, y no puedo prometer nada que esté más allá de mis atribuciones. Pero prometo por la luna y la sangre que si alguien en el castillo pretende haceros daño yo no tengo noticia de ello. Y sea lo que fuere lo que la reina quiera de vosotros, es una anfitriona generosa. Comportaos de acuerdo con las reglas de la hospitalidad, y ella hará lo mismo. Si os enfrentáis a peligros, será fuera de los muros del castillo.

—Muy bien. —Lei miró a Daine—. Es suficiente para mí.

Se estaban acercando a la orilla del lago. Al otro lado, había un rastrillo dorado, pero Daine seguía sin ver ningún puente. Con todo, dos criaturas los esperaban en la orilla. Caballos.

Había un precioso corcel blanco con la crin dorada y un esbelto semental negro y plata. Con cuernos. Cada caballo tenía un cuerno en la frente. El cuerno del caballo blanco era dorado brillante, mientras que el caballo con estrellas en el lomo tenía un cuerno que brillaba como la luna. Aunque Daine había oído hablar de los unicornios, nunca había visto uno, y le impresionó el aura de majestad que rodeaba a esas criaturas.

—Saludos, viajeros —dijo el unicornio blanco con una voz semejante al rugido de un león.

—Os están esperando —dijo el unicornio negro; sus palabras eran como viento de terciopelo—. Hagamos aparecer el camino.

Los unicornios se volvieron y tocaron el agua con los cuernos. Se produjo un movimiento en el lago, una barra de agua se erizó entre la orilla y el castillo, y el camino salió a la superficie: una franja de piedra iridiscente que brillaba en el ocaso.

Los unicornios retrocedieron.

—Adelante, honrados huéspedes. El destino os espera.

Daine miró a sus compañeros. Través estaba tan impávido como siempre, y Xu’sasar parecía tranquila: tras haber pasado toda su vida en Xen’drik, tal vez cosas como aquélla fueran algo cotidiano para ella. Después miró a Lei, y su sonrisa era más brillante que el sol. Le ofreció su brazo.

—¿Cruzamos, señora?

—Por supuesto, caballero —dijo Lei, enlazando su brazo con el de Daine—. No podemos hacer esperar a la reina.

—Hay algo que tengo que contarte —dijo Lei. Respiró hondo, saboreando el dulce vapor que llenaba el aire—. No pienso irme jamás de este baño.

Daine pensaba igual. No había visto tanto lujo desde los días en que había trabajado para Alina Lorridan Lyrris. La última hora había pasado volando. Recordaba a un par de ninfas masajeándole los doloridos músculos y frotándole las heridas con salvia fresca; ese ungüento había borrado por arte de magia sus daños y se sentía realmente bien por primera vez en semanas. Todavía notaba la retorcida Marca de dragón en la espalda, pero ahora era más la presencia de un cálido fuego que el escozor que le había atormentado antes. «¿Qué debe hacer?», pensó. Hasta él sabía que el tamaño de una marca era un reflejo de su poder. Cerró los ojos, se hundió en el agua y se concentró en esa sensación de calor. Trato de recordar todo lo que había oído sobre el control de las Marcas de dragón. Intentó reconstruir el dibujo con sus pensamientos, sintiendo la sensación en su piel.

Nada.

—Mis disculpas.

—¿Y eso, Xu?

Daine abrió los ojos y volvió a cerrarlos rápidamente. Xu’sasar estaba ahora a su lado. Tanto Lei como Daine habían encontrado algunas prendas para preservar su pudor en el agua, pero parecía que la gente como Xu’sasar no tenía demasiado pudor. Vista la poca ropa que llevaba en la batalla, no era de sorprender que no llevara nada en el baño. Respirando hondo, Daine abrió los ojos y trató de hacia adelante.

—No son necesarias.

—Cuando me arrebatasteis de la muerte, creí que erais idiotas y débiles —dijo Xu’sasar. Aunque apartara la mirada, Daine veía su reflejo en el agua, sus pálidos ojos y su pelo plateado brillando a la débil luz que penetraba en la sala—. Pero he descubierto que no era el momento en que debía morir y os he observado en la batalla. Lucháis bien, con valentía, y arriesgáis vuestras vidas por los demás, incluso tú, Daine, hiciste un trato descabellado para conseguirnos un refugio. Todavía no conozco vuestras costumbres, y siento las penalidades que os he causado, pero os estoy agradecida.

—Sí —dijo Daine. Miró a Lei anhelando una interrupción, pero ella tenía los ojos cerrados y disfrutaba dichosamente del baño—. No te preocupes. Encontraremos un modo de que vuelvas con los de tu pueblo.

—¿Mi pueblo? —Xu’sasar siempre hablaba de prisa, con la fluidez de su lengua nativa. Pero esa vez las palabras se le atascaban en la garganta—. Mi pueblo ha muerto. Soy la última de mi familia, y la jungla en llamas no es mi casa. Oísteis la voz de Vulkoor. Mi camino está con vosotros. Ahora sois mi gente y os seguiré hasta que la muerte nos aparte.

Se inclinó contra el brazo de Daine y apoyó la cabeza en su hombro. Daine sintió la pena y la soledad en su voz, y no pudo apartarse de ella.

—Honrados huéspedes, se requiere vuestra presencia.

Al oír la voz de Kin, Lei abrió los ojos, que se le desorbitaron al ver a la chica drow recostada en el hombro de Daine. Éste se puso en pie de un salto, y Xu’sasar se cayó al agua. Daine sintió la gélida mirada de Lei y ayudó a Xu’sasar a levantarse. Se volvió para tenderle una mano a Lei, pero esta ya había salido del baño.

—Nos hemos tomado la libertad de limpiar y arreglar vuestras ropas y armaduras —dijo Kin—. No tengáis miedo, maestro Daine: vuestro compañero Través ha mantenido la vigilancia de un halcón durante el proceso y hallaréis vuestras cosas intactas. También encontraréis regalos de su majestad. Decidid vosotros mismos lo que resulte más adecuado para el festín.

—Muy amables —dijo Daine—. Si algo he aprendido durante nuestra larga noche, es a no confiar en los desconocidos con presentes.

Entonces, vio los regalos.

—¿Lei? —dijo mirando la mesa de mármol—. ¿Podemos quedárnoslos?

Junto a la ropa de Daine había dos objetos. El primero era una camisa de malla de mitral pintada de negro. A pesar de la densidad de los eslabones de la malla, la camisa casi no pesaba nada; era una de las mejores obras de herrería que había visto jamás. El segundo regalo era una capa con capucha de hilo ilusorio cambiante que se cerraba con un broche de piedra de dragón.

—La magia de estos objetos es benigna —dijo Través.

El forjado les había estado esperando en la antesala, y Daine no recordaba haberle visto en tan buen estado, Todos los rastros de daños habían sido reparados y sus placas de metal, pulidas.

—He tenido tiempo para estudiar estos objetos mientras os lavabais. La armadura está reforzada místicamente y el mitral reforzado por medio de la magia. La capa te ayudará a moverte sin ser visto en la oscuridad. El relicario que le han regalado a Xu’sasar endurece la piel y le da fortaleza para soportar golpes físicos. Y Lei, esas lentes…

—Sé lo que son —dijo Lei. Estaba sosteniendo un par de raros anteojos con toda suerte de lentes ajustables unidas a tiras de cuero. Tenía la voz tranquila y parecía un poco pálida.

—¿Lei? —dijo Daine, dando un paso hacia ella.

Lei le detuvo alzando una mano.

—Vístete —dijo con voz calma—. Si Través dice que estas cosas son seguras, estoy convencida de que lo son. Y ahora, veamos qué nos da de cenar la reina del Ocaso.