—Ni se os ocurra comeros eso —dijo Lei.
Daine se detuvo con un pedazo de pan de camino a la boca.
—¿Qué?
—Por los Soberanos, tienes suerte de que la voz fuera lo único que perdieras. No te comas eso. ¿Tenías madre?
—Hacía espadas —dijo Daine—. Cuando me acostaba, me contaba cosas sobre los peligros de la batalla, no sobre viajes por otros planos.
—Confía en mí. Déjalo. Te prepararé un cuenco de gachas cuando encontremos un lugar en el que parar.
—¡Oh, gachas! —exclamó Daine, tirando con pesar el pan a los matorrales—. Eso es una oferta atractiva. ¿Tú no tienes hambre?
—Ahora mismo tengo otras preocupaciones. Tú —le dijo a Xu’sasar—, esa arma que llevas, ¿qué es? —Su voz era dura; su ira todavía buscaba una salida.
—No es nada de vuestro mundo —respondió Xu’sasar—. Te lo he dicho antes: nuestra gente cuenta leyendas distintas.
—Cuéntame una leyenda —dijo Lei—. Porque no vamos a ir a ninguna parte hasta que elija un camino.
Través miró a Daine, pero pareció que el capitán había decidido dejar eso en manos de Lei. Través también tenía curiosidad. Aunque Xu’sasar parecía ser una aliada, eran muchas las cosas que no sabían de la mujer drow. ¿De dónde había salido su arma y qué era capaz de hacer?
Xu’sasar se quedó mirando a Lei. Sus ojos plateados refulgían a la luz de la luna. Pero Lei no iba a ceder. Xu’sasar unió ambas hojas y las dos armas se fundieron y se convirtieron en una larga espada con una hoja hecha con un diente gigante.
«La masa total del arma ha aumentado —observó Shira—. Todavía soy incapaz de describir su verdadera naturaleza, pero tiene mucho poder, tanto que puedo ver su energía incluso en el flujo y reflujo de este reino».
—Contempla el Diente del Vagabundo —dijo Xu’sasar—. El mundo está lleno de espíritus. Los extranjeros no los veis y no oís sus llamadas. Árbol, escorpión, viento. Vulkoor el escorpión es depredador y proveedor, y hay poder y sabiduría en sus lecciones. —Pasó un dedo por el protector opalescente que cubría su antebrazo derecho.
«Caparazón de escorpión —observó Shira—. Alquímicamente tratado. Flexible pero fuerte».
—El escorpión de nuestro mundo es un símbolo de Vulkoor, una lección que debemos aprender. Y así es con todas las cosas en la primera tierra, desde la pantera cambiante hasta el repugnante gigante.
—Te he preguntado por el arma.
—Entonces, escucha —respondió Xu’sasar—. Los grandes espíritus son conocidos por su nombre. Hul’drac. Vulkoor. Kura’tra. Cada uno es una lección y cada uno nos guía por un camino en particular. Pero hay uno que no tiene nombre, que no puede vincularse a una sola forma, un vagabundo que sigue todos los caminos y ninguno.
Lei entrecerró los ojos.
—Y ese vagabundo…, ¿hace regalos, quizá?
La mujer drow chasqueó la lengua.
—Regalos peligrosos, trampas para los débiles y los imprudentes. El Vagabundo es la lección que sigue desconocida hasta el final, y los que sobreviven serán más fuertes gracias a él.
—¿Y tú llevas su diente? ¿Cómo es eso posible, y quién sería tan idiota para hacer algo así?
—El Vagabundo no está unido a la carne mortal. —Mientras Xu’sasar hablaba, el arma que tenía en sus manos se transformó en la rueda arrojadiza de tres puntas que había utilizado anteriormente—. El arma es una idea, como el Vagabundo… caos y cambio, unidos como diente y hueso. Es mi destino llevarla, y si soy fuerte, sobreviviré a esta tarea. Mi hoja ha restituido la voz de Daine cuando tú has carecido de coraje para actuar. ¿Quién eres para cuestionarme?
Lei dio un paso adelante, pero Través le puso la mano en el hombro.
—Comprendo tu frustración —dijo—, pero quizá sea mejor continuar esta conversación cuando estemos lejos de la sombra de un enemigo.
Lei respiró hondo y después suspiró.
—No es tan fácil, Través. —Lei miró el bosque circundante y un pesaroso gemido llenó el aire, la voz del bastón de maderaoscura—. Mientras sigamos en este bosque, el enemigo estará a nuestro alrededor.
—El Hombre del Bosque —dijo Daine—. En el nombre de Aureon, ¿quién es ese Hombre del Bosque? ¿El príncipe demonio de los leñadores?
—No —dijo Lei—. No es un hombre del bosque. Es el Hombre del Bosque. Es el señor de este bosque, un ser de magia sobrenatural. —Alzó el bastón—. Es esto lo que busca. Ésta es la razón por la que nos persigue. Quiere el espíritu de la mujer que debía ser su esposa.
—¿Por qué todo el mundo quiere algo? —preguntó Daine—. Y si es el origen de todos nuestros problemas, ¿por qué, en el nombre de Áureon, no nos deshacemos de él?
—¿No recuerdas las palabras del escorpión? —dijo Xu’sasar—. Sólo el espíritu que hay en su interior puede abrir la puerta que hay al final de nuestro camino. Es la llave que abrirá las Puertas de la Noche.
—Mi visión dijo lo mismo, Daine. —Lei se quedó mirando los ojos tallados del bastón—. Y quiere ser libre. No la abandonaré.
Través se esperaba el sarcasmo de Daine: «¿Yo no puedo comer un poco de pan, pero tú puedes quedarte el bastón embrujado?».
Pero no esa vez. Los ojos del capitán no brillaron ni hubo una nota sardónica en su voz. Daine había estado tan preocupado por Lei como Través, y sin duda también se percataba de su sufrimiento. Asintió.
—¿Qué hacemos? ¿Es muy poderoso ese Hombre del Bosque?
—No lo sé —dijo Lei—. Creo…, espero… que el bastón puede protegernos. Él es el señor de este bosque, pero el espíritu del bastón fue en el pasado una señora de los bosques. Su poder es menor, pero creo que si estamos juntos, muy juntos, puede ocultarnos de su mirada basta que lleguemos a esas puertas.
—¿Y tu palo mágico puede enseñarnos el camino?
—Sí —dijo Lei al mismo tiempo que el bastón volvía a susurrar—. Sí.
—¿Y cuál es el alcance de su protección?
Lei se encaminó al borde del claro, dando unos diez pasos.
—Creo que hasta aquí.
Daine asintió. El acero refulgió a la luz de la luna cuando el capitán desenvainó su espada y lanzó la daga al soldado forjado.
—Través, quédate con ella. Xu’sasar, tú te vienes conmigo. Estad atentos. Pájaro, comadreja, cualquier cosa que veáis… la quiero muerta.
Xu’sasar sonrió y sus hojas gemelas se unieron para formar la rueda arrojadiza de hueso que había utilizado contra Huwen.
—Muy bien, Lei —dijo Daine—. Tú nos guías.
Lei les hizo salir del camino y adentrarse en el bosque. El bastón cantaba una canción sin palabras, una melodía suave y pesarosa. El bosque respondía a la canción. Las enredaderas se alzaban para apartarse de su camino y las raíces con las que podrían haber tropezado se introducían en la tierra. Se abrió ante ellos un nuevo camino que se iba cerrando a medida que pasaban. Al volver la vista atrás, Través vio que el territorio no conservaba ningún rastro de su paso; las plantas y el suelo se movían para cubrirlos. Través se preguntó por qué Lei no había utilizado esos poderes antes, y Shira respondió al pensamiento.
«El poder del bastón crece a medida que se adentra en el bosque. Si este bosque fue en el pasado el bastión de ese espíritu, su fortaleza debe ser más grande aquí, como lo es el poder de tu enemigo. —Se detuvo, pensativa—. O quizá Lei ha cambiado tras despertar del sueño».
Través lo había imaginado por sí mismo. Se alegraba de que Lei volviera a estar en forma, y el mero sonido de su voz le producía la satisfacción de una misión completada con éxito. Y sin embargo, detectaba la tensión en sus palabras. Las emociones humanas eran con frecuencia difíciles de reconocer para Través, pero tenía un vínculo con Lei: sentía su pena y su alegría como si hieran ecos, débiles pero claros. Estaba enfadada, pero Través sentía el miedo y la confusión bajo la máscara de la ira. Al principio había creído que era solamente consecuencia de la escena en El Árbol Torcido, pero a medida que pasaba el tiempo, la tensión se fortalecía.
—Lei —dijo al fin. Se acercó a ella para que pudieran hablar en voz baja—. ¿Qué te inquieta?
No la tocó. Pese a que sentía la preocupación, Través era un forjado y nunca se había reconfortado por medio del contacto físico. Sentía la presión contra las placas de metal que cubrían su cuerpo, y le resultaba doloroso cuando una de ellas rasgaba sus músculos como raíces. Pero eran indicadores tácticos, ni mucho menos tan perceptivos como los sentidos humanos. Través sabía cuándo le habían herido, pero no sentía placer con el tacto.
Lei le miró. Través pensó que iba a gruñir, pero cuando finalmente habló, oyó el miedo y no la furia.
—¿Por dónde empiezo? —dijo—. Casi morí en Xen’drik, Través. Debería haber muerto en Xen’drik. Pero reparé ese orbe estropeado para Lakashtai. ¿Cómo lo hice?
—¿Acaso no me reparas a mí cuando he sufrido daños?
—No es lo mismo —dijo—. El poder en ese orbe, el talento y la energía necesarios para hacerlo… No sabría ni por dónde empezar. No sé de ningún artificiero Cannith vivo que pueda hacer una cosa así. Pero, entonces, ¿por qué yo? ¿Por qué Lakashtai iba a tomarse todas esas molestias, a urdir todos esos engaños a Daine, para llevarme a Xen’drik? Soberano y Llama, ¡estaba en Sharn! Algunas de las mejores mentes de la casa están en esa ciudad. ¿Por qué yo? ¿Y por qué montar esa charada con Daine en lugar de atacar mi mente?
—En este momento no sabemos nada de Lakashtai. Todo lo que nos dijo puede ser mentira. Esto dificulta el análisis de sus motivos.
—Esa batalla final —dijo Lei—. La otra…, Tashana…, ¿por que peleaban?
«Eran seres de dos órdenes distintos. —El pensamiento de Shira era una tranquila descripción de los hechos—. La que conocisteis como Tashana poseía un vínculo con un espíritu de Dal Quor, el plano de los sueños. Ese vínculo era débil y antiguo; el espíritu apenas rozaba su alma. —Través sintió el suave tacto de Shira buscando entre sus recuerdos—. Esto corresponde a los seres que consideráis kalashtar. La otra era un envoltorio mortal para un espíritu quori, que probablemente controlaba todas sus acciones. Sospecho que ese espíritu era realmente Lakashtai, y la carne con la que os enfrentasteis, un mero cascarón».
Aunque eso era intrigante, Través estaba más preocupado por Lei. El forjado se daba cuenta de que ocultaba algo.
—¿Qué te ha pasado? ¿Qué te ha pasado mientras dormías?
Lei se detuvo. Se volvió y miró a los ojos a Través, y éste advirtió su miedo.
—¿Qué pasa? —dijo Daine, y Xu’sasar y él se reunieron con Través y Lei—. ¿Qué ocurre?
Lei cerró los ojos y se masajeó las sienes.
—No sé cómo decirlo. Cuando me caí, tuve una visión.
Y…
El bastón gritó.
Lei se revolvió, agarrándose al bastón y apretando los dientes para vencer el dolor.
—Él lo sabe —dijo—. Sabe que estamos aquí.
Un escalofrío llenó el aire y el viento se alzó a su alrededor. La ventisca aulló en la distancia y se agitaron ramas y hojas. El bastón de maderaoscura gimió, cantó una espeluznante melodía contra la tormenta en formación.
—Sigamos juntos —dijo Lei—. Sabe que estamos cerca, pero podemos pasar desapercibidos a ojos de sus secuaces. Y la puerta… Casi hemos llegado, lo presiento.
—¿Corremos? —dijo Daine.
—No. —La voz de Lei casi se perdía en medio del viento aullador. Tenía la mirada distante y escuchaba la canción del bastón—. Esperad. Esperad a ver si pasan de largo.
—Entonces, lucharemos espalda contra espalda —dijo Daine—. Través, cubre a Lei por el otro lado. Y Xu, ya la has oído. Si nos atacan, nos defenderemos. Pero si das el primer golpe, te prometo que te mataré yo mismo. ¿Comprendido?
La drow suspiró, pero el sonido se perdió en la ventisca.
Través escudriñó el bosque. La tormenta agitaba los árboles y ahogaba cualquier sonido, pero los ojos del explorador eran poderosos. Su mayal estaba destruido. Le quedaba una flecha para su ballesta y tendría que fiarse de la daga de Daine. No obstante, sintió una calidez en todo el cuerpo, una calma placentera que siempre notaba antes de la batalla. Todas las dudas e incertezas de su mente se desvanecían al mismo tiempo que todos sus pensamientos se volcaban en el conflicto inminente.
«Allí».
Un parpadeo, una sombra deslizándose tras un árbol, corriendo, avanzando hasta la siguiente cobertura, cruzando la densa maleza como si fuera hierba. Y allí, otro, y otro. Había al menos seis, no más grandes que medianos o duendes, con los rasgos ocultos por la tormenta y la sombra. Ningún destello metálico a la luz de la luna, pero Través vio las siluetas de espadas y arcos.
«Espinas —observó Shira—. Soldados del bosque. Duros y afilados, resistentes al acero mortal. Pero pueden ser combatidos».
Través tocó el hombro de Lei y señaló a los desconocidos que se acercaban. Ella asintió e hizo dos señales con el lenguaje de signos cyr: «Mantén la posición. No ataques».
Las espinas avanzaron por el bosque, moviéndose lenta y cuidadosamente. Una salió a la luz de la luna. El hombrecillo tenía una agreste piel verde, y una capa de agujas de pino en lugar de pelo. Llevaba el torso cubierto con un chaleco hecho de grandes hojas parecidas a cuero. Través se preguntó si se trataba de ropa o si las hojas eran parte de la piel de la criatura. Llevaba por arma una espina, una larga espina de alguna planta enorme, que la criatura sostenía como si fuera un estoque.
Los ojos del hombrecillo eran negros y brillantes, pequeños como escarabajos, y se fijaron directamente en Través.
Los cálculos destellaron en su mente.
Distancia con el enemigo.
Capacidad de la daga de Daine.
¿Podía Través alcanzar a la espina y cortarle el cuello antes de que la criatura alertara a sus aliados? No.
Través ni siquiera estaba seguro de que su arma pudiera herir a la espina, o cuáles serían sus debilidades. Aunque de apariencia humana, su anatomía podía ser muy distinta. Y lo que era más importante: si Través abandonaba su posición estaría desobedeciendo órdenes y dejando a Lei en una situación vulnerable. Miró a la criatura con la daga preparada, a la espera de que la espina se acercara.
El hombre verde avanzó con la espada-espina bajada. Después, justo antes de que quedara al alcance de Través, cambió de dirección y dejó atrás el grupo. Ahora había espinas a su alrededor, al menos una docena, pero ninguna prestaba atención a Través y sus compañeros. Las espinas avanzaban por el bosque. La tormenta agitaba los árboles, el viento aullaba, pero al cabo de un momento las espinas se habían ido.
Lei le llamó la atención con un gesto. «Sigue». Sus dedos se agitaron en una serie de signos más complejos, difíciles de comprender a la débil luz de la noche, pero los ojos de Través eran agudos. «Objetivo cercano».
Lei caminó lentamente por el bosque agitado por la tormenta, equilibrándose contra el viento, y los árboles se movieron a su paso una vez más. El instante se convirtió en minutos y siguieron avanzando por el bosque. La tormenta rugía, las espinas se escabullían entre las sombras, pero esas fuerzas menores no eran contrincantes para el poder del bastón.
Otra espina llamó la atención de Través. Era la quinta de esas criaturas a la que podía observar bien: el hombrecillo estaba sólo a unos pies de distancia. Estaba mirando hacia Través y los demás, pero supo que el hombre verde no podía verlos. Con todo, en esa espina había algo distinto. Aunque el hombre no estaba mirándole directamente, había en su rostro una expresión de intensa concentración. Como si estuviera… escuchando.
Través tendió el brazo para avisar a Lei, pero era demasiado tarde. La espina alzó una mano y un rayo quebró el cielo. El suelo explotó junto a Través, lo que le obligó a separarse de sus compañeros.
El bastón dejó de cantar.
«Tu protección ha fallado. El enemigo es consciente de tu presencia».
Movimiento a su alrededor, espinas emergiendo de los bosques y arrojándose hacia él. Gracias a su vínculo con Shira, Través podía percibir las posiciones de sus aliados y prepararse para enfrentarse a su enemigo. La espina que estaba junto a él amasó el aire con sus manos, y mientras el conocimiento de Shira fluía por su interior, Través supo que la criatura estaba haciendo acopio del poder de la tormenta. Otro instante, y el rayo volvería a estallar.
Través no dudó. Embistió a la espina, la derribó al suelo e interrumpió el complejo ensalmo que la criatura había estado tejiendo. Antes de que la espina pudiera reaccionar, Través le clavó la daga en el cuello.
Un hilillo de savia salió por la herida, y la espina se retorció de dolor. Pero no iba a ser eliminada tan fácilmente. Través sintió que su mano libre le golpeaba el pecho. Un calor se esparció por todo su cuerpo a partir del punto de contacto.
«¡Magia!», dijo Shira.
A cada segundo, el calor crecía, y Través comprendió que los tendones que había debajo de su armadura empezaban a arder. No había tiempo para la piedad o la reposada consideración. Través derribó a la espina y le clavó la daga. El calor estaba abrumando sus sentidos. Savia burbujeante, la sensación de madera verde bajo su daga y el calor que todo lo consumía. Fue un horrible borrón de dolor y fuerza pura. Sentía cómo sus placas de mitral empezaban a deshacerse… y después aquello terminó. La cabeza de la espina quedó en la mano de Través y su armadura se empezó a enfriar al aire de la tormenta.
Todo era movimiento a su alrededor. La luz destellaba en la oscuridad: la espada de Daine brillaba como la propia luna; Xu’sasar giraba en una danza mortal, atacando con dos hojas gemelas unidas a una larga empuñadura. Sus amigos estaban manteniendo su terreno, pero no sin coste. Las espinas eran resistentes y no caían fácilmente. Shira le describió las heridas de sus aliados, le habló de la hoja-espina que había herido el muslo de Daine y la flecha en el hombro de Xu’sasar. Y mientras un movimiento de la espada de Daine derribó a la última espina de la primera oleada, otras aparecieron en la oscuridad, corriendo hacia los sonidos de la lucha.
—¡Ya casi hemos llegado! —gritó Lei—. ¡Seguidme!
Través la siguió pegado a ella. El movimiento provocó nuevos signos de dolor en el cuerpo de Través, que le advirtió de los daños que había sufrido, pero reprimió la agonía y siguió corriendo.
«El poder está creciendo». Incluso sin los pensamientos de Shira, Través se habría dado cuenta. Lo sentía en el aire; una presencia que le oprimía. Parecía que los árboles estaban luchando contra él, que las raíces buscaban sus pies al mismo tiempo que las ramas lo hacían con su cara y sus brazos. Lei se abrió paso entre la traicionera maleza. Dejaron atrás los árboles y salieron a un claro…
Las Puertas. Nueve arcos, inmensos portales, más grandes que las puertas de Karul’tash…, puertas construidas para gigantes. Cada arco era de un material diferente. Uno era de burda piedra con restos de musgo fluorescente; podría haber sido esculpido por una de las criaturas que habían visto en el reino del Cazador. Otro era de hielo negro. Ocho arcos estaban dispuestos en círculo alrededor del claro, mientras que el noveno se encontraba en el centro: un inmenso arco de zarzas negras retorcidas, cada uno de cuyos pinchos era de la extensión del antebrazo de Través.
Pero todos estaban vacíos. Eran arcos abiertos. No había puertas que abrir y no parecían llevar a ninguna parte. Mirando por uno de ellos, lo único que logró ver Través fue el otro lado del claro.
«Mira el cielo —pensó Shira—. Mira la luna».
Través volvió a mirar las puertas y entonces vio a qué se refería. Al mirar a través de los distintos arcos, el claro era el mismo, pero el cielo era ligeramente distinto. Más oscuro en algunos, más claro en otros. Y la luna cambiaba de color, tamaño y posición en cada arco.
«Son las Puertas de la Noche —pensó Shira—. El paso a las horas de oscuridad».
—¿Qué hacemos? —dijo Través.
—¡Estoy trabajando en ello! —le respondió Lei. El bastón estaba cantando de nuevo, con voz débil, irregular.
—Trabaja de prisa —dijo Daine, saliendo de entre los árboles con Xu’sasar pisándole los talones. Tenía la armadura cubierta de sangre y savia.
—Gracias por el consejo.
Lei se echó a andar hacia el arco central…
Y los árboles atacaron.
Sin tiempo para reaccionar, las raíces se alzaron del suelo, agarraron las piernas de Través y le dejaron inmóvil en el sitio. Tenía la daga en la mano, pero antes de que pudiera cortar las raíces sintió una fuerza brutal en el pecho: una rama de árbol actuando con el fluido movimiento de una serpiente y la fuerza de un grueso roble. Través forcejeó, pero fue inútil. El árbol era mucho más fuerte que él.
Los árboles se apiñaron alrededor del claro, al borde del anillo de los ocho arcos. Sus extremidades se doblaban y retorcían en la oscuridad, un mar de movimiento en las sombras. Daine quedó impotente ante el abrazo de un viejo pino, mientras que a Xu’sasar no se la veía por ninguna parte.
Lei estaba en el centro del anillo, observando pero sin actuar. Antes de que Través pudiera hablar, se abrió un paso en el muro de madera retorcida y un hombre alto se introdujo en el claro. Su altura y su porte recordaban al Cazador al que se habían enfrentado antes, pero si éste era esbelto, el Hombre del Bosque era corpulento y musculoso. Llevaba unos pantalones amplios y un chaleco con capucha tejido con hojas oscuras, y unas gruesas parras rodeaban sus poderosos brazos.
El Hombre del Bosque caminó lentamente por el anillo, moviéndose con la confianza de un depredador en su guarida. Con la mano izquierda sostenía una inmensa hacha que llevaba apoyada en el hombro, y la brillante hoja pulida brillaba a la luz de la luna. Través vio que el Hombre del Bosque mostraba bajo la capucha la máscara de un hombre barbado y sonriente con largos bigotes. Mientras Través observaba, la sonrisa de madera se hizo más amplia.
—¡Oh, querida! —dijo el Hombre del Bosque—. Al fin, regresas a mí.