—Dime artificiera, y dime la verdad: ¿dónde empezó tu viaje?
Los pensamientos de Lei eran un remolino. Los demás habían cruzado sin incidentes, y una parte de ella se preguntaba si aquello era solamente una formalidad, si existía la respuesta equivocada.
El bastón susurró en su mano. Las palabras le salieron de la boca antes de que comprendiera su significado, pero sintió miedo. Allí había poder, y peligro.
«¿Dónde empezó mi viaje? ¿Qué viaje?».
Examinó una docena de respuestas, pensando en los acertijos que había aprendido de niña, en las leyendas acerca de espíritus embaucadores. Finalmente, escogió su respuesta.
—Mi viaje empezó en el útero de mi madre —dijo.
Su corazón dejó de latir por un instante, mientras hablaba, después la serpiente bajó su inmensa cabeza. Lei introdujo el bastón en su bolsa. Quería tener las dos manos libres, y lo único que necesitaba era preocuparse por que el bastón no cayera a las aguas mortales. Subió a la espalda de la criatura y se adentró en el puente de escamas. Estaba a la mitad cuando la serpiente volvió a hablar.
—Tienes mucho que aprender —siseó.
Aunque estaba lejos de las dos cabezas, la voz pareció retumbar a su alrededor.
El puente se alzó y la lanzó por los aires. Sus pensamientos se pusieron en movimiento, trataron de tejer un encantamiento que ralentizara su caída, pero todo fue demasiado repentino. El viento rugió, la sangre corrió por su interior…
Y después cayó al agua.
La luz era cegadora. Los ojos de Lei se habían acostumbra o a la tenue iluminación de la luna del bosque, y ahora urna luz brillante inundó el mundo.
Luz solar.
El aire era cálido, húmedo, pero era aire. ¿Dónde estaba el agua? Lei se agachó, o lo intentó. Sintió la brisa cálida, olió el rico suelo. Pero no podía moverse. No, es que no estaba allí. Veía el mundo que la rodeaba, pero estaba atrapada, una presencia incorpórea.
«¿Dónde estoy?», pensó.
«Espera». Era una voz de mujer, grave y líquida, llena de una profunda pena. Lei nunca antes había oído esa voz, y sin embargo, en seguida le pareció familiar. A pesar del tono quejumbroso, Lei se sintió reconfortada, como si hubiera visto a un viejo amigo.
«¿Quién eres?».
«Espera», dijo la voz, y Lei se dio cuenta de que era un pensamiento, más un recuerdo que una voz. «Observa y aprende».
La visión de Lei se aclaró y supo dónde estaba.
Xen’drik.
No reconoció sus aledaños. No había estado en ese claro en particular, estaba segura de ello. Pero no podía tratarse de otra tierra. El follaje que la rodeaba estaba pintado de naranja y amarillo, colores tan chillones que los árboles y los matorrales parecían estar en llamas. Era la jungla en la que se habían encontrado con los drows, la región que rodeaba Karul’tash y la ciudad de obsidiana de la que había hablado Daine. Mientras estudiaba el suelo, vio un fragmento de oscuridad, un círculo de suave cristal negro medio enterrado bajo el musgo fieramente naranja. Oyó sonidos procedentes de su espalda, gente moviéndose por la maleza, pero por mucho que lo intentó, no pudo volverse hacia el sonido.
«Espera. Observa y aprende».
Los sonidos se acercaron cada vez más. Una figura entró en su campo visual.
Era Lei.
Llevaba un chaleco verde y dorado, y sostenía una varita de madera blanca en la mano, una varita que Lei no había visto nunca. Tenía los ojos ocultos tras unos anteojos, una compleja estructura de lentes de cristal unidas a una banda de cuero, y estaba estudiando el suelo. Se detuvo cuando vio el pedazo de cristal negro y señaló el suelo con su varita. El musgo se retiró para convertirse en polvo y quedó a la vista un gran fragmento de cristal negro. «¡Está aquí!», gritó. Algo iba mal. Su voz no era la voz de Lei.
Otra figura salió de la jungla. Era un hombre; un joven alto con una armadura de malla azul oscuro. Sostenía un bastón gris en una mano. Tenía la piel pálida y el pelo corto, de un rojo brillante. Conocía a ese hombre. Lo había visto en sueños unos días atrás. Era su padre.
—Excelente, idea —dijo, deteniéndose al llegar al pedazo de cristal.
«¡Aleisa!». No era Lei. Era su madre. El sahuagin, Thaask, le había dicho a Lei que había conocido a sus padres décadas antes, que habían ido a Xen’drik en busca de conocimiento. ¿Era aquello una visión del pasado? No. La casa Cannith, sin duda tenía intereses en los secretos de la tierra devastada, pero ¿porqué iban a ir allí sus padres solos? Sin duda, Cannith podría haber mandado una expedición entera si había conocimientos que descubrir. Xen’drik era una tierra de muchos peligros, y si eso podía beneficiar a la casa, cuidaría de sus intereses.
«Observa y aprende», dijo la voz.
—Hay un inmenso poder en el cristal —dijo la mujer, y ahora Lei reconoció la voz—. ¿Estás seguro de esto?
—Querida, ¿estás cuestionando mi fe?
La voz del hombre era fría, acusadora, pero Lei vio un destello de sonrisa jugueteando en sus labios. Lei recordaba a su padre como un hombre decidido, intenso, completamente dedicado a su trabajo. Raramente sonreía.
—¿Desconfías de los dones de nuestro señor?
—Por supuesto —dijo Aleisa.
El hombre, Talin d’Cannith, asintió, y ahora sonrió de veras.
—Eres tan sabia como bella —dijo—. Pero yo confío en el gran diseño. No moriré hoy.
Buscó en una bolsa que llevaba en el cinturón y sacó un inmenso guante, más grande que la bolsa; claramente se trataba de un bolsillo extradimensional, como la bolsa de Lei. Cuando sacó el objeto a la luz, Lei vio que no era un simple guante, sino la mano de uro soldado forjado. El diseño era inusual. De cada juntura sobresalían afilados pinchos, y las puntas de los dedos eran terribles garras. La muñeca había sido ahuecada, y Talin introdujo su mano izquierda por la abertura. Empezó a trazar líneas sobre el metal, susurrando para sí mismo. Lei no oyó las palabras, pero supo que estaba recurriendo a sus habilidades como artificiero, tejiendo un patrón mágico en el metal.
Se produjo un siseo, y su padre apretó los dientes. Aleisa corrió a su lado y le puso una mano en el brazo.
—¡Talin!
Su cara se retorció de dolor, pero una intensa concentración consiguió eliminar la agonía. Abrió los ojos, bajó la mirada a su mano y los dedos se flexionaron. Estaba controlando la mano como si fuera la suya.
—Éxito —dijo—. Ahora dame la llave.
Aleisa buscó en su bolsa y sacó un disco plano de metal.
—Espero que puedas retirarlo cuando todo esto termine —apuntó ella—. Hemos tenido suerte hasta ahora, pero creo que Merrix se daría cuenta.
Sería propio de nuestro guía dejarme unido a esto —comentó Talin. Apretó el disco contra la palma de la mano de forjado; cuando Talin apartó la suya, el disco quedó fusionado con el guante—. Pero el juego acaba de empezar, querida. No seremos sacrificados tan pronto.
Talin se volvió y abrazó a Aleisa. Lei no estaba segura de si les había visto besarse alguna vez, y la visión fue reconfortante e inquietante al mismo tiempo. Pese a las palabras tranquilas de Talin, percibía su miedo, algo que Lei nunca había visto antes. Finalmente, Talin se apartó de su mujer y se arrodilló junto a la superficie de cristal. La miró y sonrió una vez más. Después apretó la mano de forjado contra el cristal.
El aire sobre el cristal se llenó de energía. El cristal se puso al rojo vivo, se resquebrajó y se enfrió. Ahora, en lugar del círculo de obsidiana había unas escaleras de cristal que descendían hacia la oscuridad.
Talin levantó la mano, y su bastón quedó envuelto por fuego frío. En silencio, los dos empezaron a descender por el pasadizo, y Lei se dio cuenta de que se movía para seguirlos. Los enormes escalones y la altura del techo no dejaban ninguna duda del origen del lugar. Era un edificio de los viejos gigantes.
El aire estaba inmóvil y en silencio. Aleisa iba delante sosteniendo una varita distinta, de maderaoscura con franjas de oro rojo. Sus anteojos brillaban en las sombras mientras contemplaba el suelo. Dio un respingo.
—¡Ahí! —dijo, señalando el suelo—. Nunca había visto un glifo con tanto poder. ¡Ah! ¡Es cegador!
Talin corrió hasta allí con la mano de forjado tendida a manera de escudo. Estiró la mano con la palma hacia adelante, como si estuviera apretando una fuerza física. Una vez más, el aire se erizó.
—¿Despejado? —dijo.
Aleisa asintió y siguieron avanzando por el pasillo. Este terminaba en un alto pasaje abovedado que se convertía en una vasta sala. Alisa cruzó la puerta, observando.
La espada no la alcanzó por una pulgada.
Mirando desde el pasillo, lo único que Lei vio fue un fragmento de la espada de obsidiana. Su madre detectó a su atacante justo a tiempo y se echó hacia un lado cuando se produjo el ataque. Cuando la espada volvió a alzarse, Talin corrió hacia la habitación, y la visión de Lei lo siguió.
Un gigante, un alto guerrero con la piel negrísima y una brillante armadura de ébano se alzaba ante Talin. El gigante sostenía una espada de cristal con las dos manos. La hoja se abalanzó contra Talin, rompiendo el bastón del hombre y arrojando brillantes fragmentos de madera por toda la sala. Talin no dudó. Dando un paso adelante y colocándose bajo la espada, puso su mano humana contra la pierna del gigante. Un crujido llenó el aire, y Lei vio cómo la armadura y la piel del gigante se llenaban de fisuras. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el gigante era una estatua, un guerrero animado. Su padre golpeó la magia que daba poder a la criatura, como había hecho Lei al luchar contra un forjado.
El gigante no emitió ningún grito de dolor, del mismo modo que no había lanzado ningún aviso al atacar. Se limitó a golpear a su enemigo, y esa vez Talin no pudo esquivarle. La fuerza del golpe le mandó volando por los aires, entre las sombras, fuera de la vista de Lei.
Aleisa aulló al embestir contra la pierna del gigante con un abrazo mortal. La criatura se hizo añicos entre sus brazos, y pedazos de obsidiana llovieron sobre ella y a su alrededor.
—¡Talin! —aulló en la oscuridad.
—Estoy aquí.
El dolor llenaba la voz de Talin, pero mantenía la compostura. Un fuego frío iluminó la sala rodeando el puño de Talin. El brazo izquierdo le pendía sin vida a un costado y sangraba por un lado de la boca. Su armadura estaba intacta: estaba claro que allí había intervenido la magia y le había salvado la vida.
—Y observa, mi amor. Hemos encontrado el tesoro que fue prometido. —El brillo que rodeaba su puño se volvió más intenso y llenó la sala de luz del día.
Había cadáveres esparcidos por toda la cámara, cuerpos con armadura clavados en la pared o en el suelo. Había cadáveres de todos los tamaños, desde medianos hasta unos pocos que debían ser ogros. Algunos estaban intactos y otros habían sido desmembrados. Lei se acercó a uno de los cadáveres con la visión ya ajustada a la luz y se dio cuenta de que no eran cadáveres de hombres.
Eran forjados.
Veía las raíces fibrosas emergiendo del muñón de un soldado herido, el luego frío reflejado en sus ojos de cristal. No podía haber ninguna duda de que eran forjados, pero los diseños eran raros. Mientras Lei trataba de examinar los cuerpos, un terrible vértigo se apoderó de ella. Su visión se volvió borrosa y la luz se tornó oscuridad.
«¡Madre!». Lei trató de hablar, pero no tenía cuerpo ni voz. Intentó resistirse a la fuerza que la arrastraba hacia las sombras, pero no pudo. Mientras el mundo se disolvía a su alrededor, las palabras de su padre resonaron en sus oídos.
—Nuestra obra puede comenzar al fin.
Oscuridad. No. Piedra. Mármol negro. Estaba mirando un muro de piedra. El aire era fresco, mucho más que el de la tumba del gigante. Estaba en un pasillo y veía los faroles de fuego frío incrustados en las paredes. No había polvo en ese lugar, ni telarañas. No eran ruinas.
«¿Qué lugar es éste?».
Incorpórea como se hallaba, Lei no podía juzgar el tamaño. No sabía si el corredor había sido construido para gigantes, gnomos o humanos. Estudió las paredes desnudas en busca de alguna pista, alguna señal de la finalidad o los habitantes del edificio. Había algo muy familiar en el inhóspito corredor, algo que no lograba comprender. Después, miró el farol y un estremecimiento la recorrió. La bola de fuego frío estaba en el interior de una jaula de cristal de espejo y hierro, diseñada para intensificar la luz mágica. Era un diseño Cannith habitual, y esos faroles se hallaban en las Cinco naciones. Lo que le sorprendió fue un detalle decorativo del farol: un león de acero negro.
«¡León negro!».
Lei pasó la infancia en la forja Cannith de León negro, un centro para la investigación y producción de forjados oculto en los bosques de Cyre. Fue un lugar solitario para ella. Los artificieros Cannith destinados a León negro, entre ellos sus padres, estaban absorbidos en sus obligaciones y tenían poco tiempo para una niña. Lei se pasaba la mayor parre del tiempo entre forjados. Cuando los soldados salían de las forjas de creación, recibían formación antes de ser mandados al campo de batalla. Los forjados aprendían de prisa. Mucho del conocimiento que necesitaban para llevar a cabo sus funciones lo tenían en su propio instinto, y en unos pocos meses de entrenamiento un soldado forjado podía ser un rival para un veterano soldado humano. Durante ese tiempo de instrucción, los forjados eran en buena medida como niños, y Lei disfrutaba de la compañía de sus amigos de metal. Llegó a envidiarlos. Los forjados tenían una finalidad, un lugar en el mundo, mientras que ella era sólo una niña pequeña perdida en las sombras de León negro.
Una puerta se abrió y apareció una figura. Era una chica pequeña y esbelta, pálida, con el pelo cobrizo y con un largo vestido azul. Iba descalza y no hacía ningún sonido contra el suelo de piedra. Lei no le había visto la cara a la chica en casi veinte años, pero no había ninguna duda en su mente. Estaba mirándose a sí misma.
«Observa y aprende». Era de nuevo la voz de la mujer, enloquecedoramente familiar.
Lei avanzó tras la niña silenciosa. Había olvidado lo triste que era. Estudió a su joven equivalente. ¿Tenía, quizá, nueve años?
La chica se movía cautelosamente por el pasillo. Quizá fuera silenciosa por naturaleza, pero Lei se dio cuenta de que estaba tomando precauciones para ser sigilosa. Cuando un par de artesanos mágicos entraron en el corredor, la niña se deslizó por una puerta abierta y se ocultó hasta que los investigadores hubieron pasado. ¿Adonde iba? Lei trató de recordar la disposición del edificio, pero el paso de los años había borrado esos recuerdos.
Mientras la chica se adentraba en el corazón de la forja, Lei oyó ruidos, choques de metal contra metal. «¡Batalla!». Por un momento, pensó que el edificio estaba siendo atacado, pero después recordó el trabajo que se llevaba a cabo en la forja. «Entrenamiento para el combate». León negro tenía una arena de combate virtual en la que los forjados peleaban entre sí para sacar a la superficie sus latentes habilidades en la lucha.
Lei sabía qué día era.
Muchos niveles de la forja le estaban vedados, pero la sed de conocimiento de Lei la impulsó a ver todas las zonas prohibidas, a aprender todo lo que sucedía en la forja. Había memorizado las costumbres de los guardias y los artesanos mágicos, había encontrado escondites que le permitían eludir a las patrullas. Con frecuencia era sorprendida, pero de vez en cuando lograba llegar a una de las regiones restringidas. Como debía hacer ese día.
Observó a su yo más joven acercándose al origen del ruido. Entró en una armería llena de estantes con armas y escudos, y se deslizó tras un hombre que estaba comprobando el inventario. Arrastrándose por el suelo, cruzó un gran paso abovedado.
Y salir al campo de batalla.
La cámara de guerra imitaba las condiciones de la lucha. Se combinaban decorados físicos con ilusiones mágicas para crear escenarios para los soldados en formación. La niña no lo sabía, sólo sabía que era un lugar que le estaba prohibido, de modo que no estaba preparada para la caótica escena. Se encontraba en las ruinas de una ciudad, en los fundamentos de un edificio devastado por una poderosa máquina de asedio. Estaba rodeada de escombros y suciedad. El choque metálico era más fuerte. La curiosidad de Lei la llevó a seguir caminando, pisando con cuidado el suelo cubierto de ruinas. Al cabo de poco rato, se agachó bajo un maltrecho muro. Los sonidos de violencia procedían del otro lado, y si hubiera sabido lo que era una batalla, el miedo la habría hecho retroceder. Pero miró por encima del muro, desesperada por ver lo que había allí.
Había dos forjados enzarzados en la batalla. Uno era un soldado de asalto, un guerrero con una pesada armadura construido para adentrarse entre las tuerzas enemigas. Llevaba un inmenso escudo en el brazo izquierdo y sostenía una estrella de la mañana con terribles pinchos. Mientras Lei miraba, le dio un sólido golpe a su oponente, mellando la armadura de su enemigo y haciendo que el forjado más pequeño retrocediera dando traspiés.
El oponente, un modelo más ligero diseñado para el sigilo, era sin duda más rápido que su enemigo y nunca debería haber dejado que éste se acercara tanto, pero carecía de experiencia y no se había dado cuenta de lo inmensamente inferior que era en un combate cuerpo a cuerpo. La joven Lei jadeó cuando el forjado oscuro lanzó otro golpe, un poderoso puñetazo que mandó al suelo a su oponente. El victorioso le miró desde la altura en busca de alguna señal de movimiento: como su víctima se mantuvo inmóvil, se adentró en las ruinas en busca de un nuevo enemigo.
La chica saltó por encima del muro y corrió hacia el explorador caído. La estrella de la mañana le había hecho un agujero en la plancha del pecho y había dejado a la vista una masa de metal y piedra rodeada de tentáculos partidos. Observando como un fantasma, la Lei mayor vio que el explorador estaba simplemente inerte. Aunque estaba inconsciente, su situación era estable y no se hallaba en peligro real. Pero la niña no lo sabía. Ella sólo veía la herida y estaba segura de que la criatura se estaba muriendo. Tendió las manos, desesperada por reconfortarle, por salvarle. Puso una mano sobre el forjado y se quedó rígida, estremecida. Lei recordó ese momento, la primera vez en que había visto la red de energía que contenía la vida y la conciencia del forjado…, el día en que había aparecido su Marca de dragón. Era raro ver aquello desde fuera, observar cómo la energía mística se erizaba alrededor de las manos de la niña y comprobar cómo los daños del forjado desaparecían. En cuestión de segundos, los tentáculos habían vuelto a crecer, y el metal abollado recuperó su forma y se cerró sobre la herida. La luz brilló en los ojos de cristal del forjado, y la niña se entusiasmó cuando el soldado se sentó y se la quedó mirando.
—¡Alto! —gritó una voz tras ella; era más fuerte que un trueno—. ¡Todas las unidades, deténganse!
La niña se quedó con los ojos como platos cuando su entorno cambió. Buena parte del escenario urbano era una ilusión que se desvaneció para revelar la verdadera arena de León negro. Las paredes y los escombros eran obstáculos fijados en el suelo, y el suelo mismo era una alfombra diseñada para dar la sensación de tierra, pero de una naturaleza claramente artificial. Antes de que pudiera moverse, se vio atrapada por un brillante charco de luz.
—¡No te muevas!
Un hombre con un chaleco azul salió de la oscuridad. La niña no sabía que esos acontecimientos eran vigilados de cerca, o que los artesanos mágicos estaban preparados para reparar al forjado dañado. El hombre retrocedió, sorprendido, cuando el forjado se puso en pie.
—¿Qué has hecho, niña? —dijo.
La joven Lei no supo qué responder. Estaba abrumada por la experiencia, e incluso la Lei mayor descubrió que no recordaba lo que había pasado después. Se había desmayado y había despertado mucho más tarde para descubrir que era la heredera Cannith más joven en desarrollar una Marca de dragón.
—Apártate de aquí, Banon.
Era el padre de Lei, más viejo ahora que cuando le había visto en Xen’drik. La edad le había hecho más duro, y su voz tenía una fría autoridad. El artesano mágico se alejó del forjado sin cuestionarle. Talin se agachó y cogió a su hija.
—Lei —dijo—. ¿Estás herida, Lei?
La niña se quedó inconsciente entre sus brazos.
—¿Está enferma? —dijo—. Banon, examina esta unidad. Yo me encargaré de mi hija. Y no digas una palabra de esto hasta que hable contigo, ¿de acuerdo?
—Sí, maestro —contestó el artesano mágico.
Talin cruzó la arena con su hija en brazos, y Lei lo siguió. Sus pensamientos se arremolinaban. Había perdido la conciencia. Eso lo sabía. Era estrés, la manifestación sin precedentes de la Marca de dragón. Eso era lo que le habían dicho, lo que sabía que era cierto.
Pero cuando su padre tocó a la niña, cuando la cogió en brazos… Lei había visto el momento de concentración, y había observado el brillo místico alrededor de sus manos, oculto a los ojos de Banon. No se había desmayado por sí misma. Su padre le había hecho algo. Pero ¿qué? ¿Y por qué?
Talin salió de la cámara de guerra y entró en el almacén. Esa habitación estaba llena de decorados utilizados en la arena, objetos que podían ser transportados y cubiertos de ilusión para convertirlos en árboles, muros y otros obstáculos. El padre de Lei se dirigió al fondo de la sala. Miró a su alrededor para asegurarse de que estaba solo y después cambió de posición el cuerpo de su hija y puso la palma de su mano derecha contra el muro. Se detuvo y luego cruzó la pared. ¡Una ilusión! Lei siguió tras él y, cruzando lo que parecía un muro sólido, entró en la cámara que había al otro lado.
Era un taller arcano, tan bien equipado como cualquier otro que Lei hubiera visto en una instalación Cannith. Una pared estaba dedicada a la alquimia, con un vasto surtido de hierbas y fluidos distribuido alrededor de una serie de burbujeantes vasos de precipitados, alambiques y otras herramientas. Delante de ella una torre se alzaba del suelo, un pilar con piedras de dragón brillantes incrustadas e inscripciones en mitral; aunque Lei no pudo intuir para qué servía, no había ninguna duda de que se trataba de una máquina sobrenatural diseñada para canalizar grandes cantidades de energía mágica.
Talin tendió a la niña en un largo bloque de piedra colocado en el suelo, una mesa cubierta de runas de adivinación y conjuración. Ajustó un farol flexible de fuego frío para centrar un rayo de luz directamente sobre la niña. Otros cinco bloques idénticos estaban colocados en aquel teatro de operaciones, y Lei sintió un terrible escalofrío. No recordaba haber visto ese lugar en horas de vigilia, pero parecía haber estado allí en sueños. Cuando perdió el conocimiento en las cloacas de Sharn, cuando casi había muerto en la cámara que había debajo de Linde tormentoso, se había encontrado allí, tendida en la misma mesa en que su padre estaba ahora examinando a su yo más joven.
—¿Qué ha pasado? —Una mujer salió de las sombras y corrió hasta la mesa. Era la madre de Lei. Más vieja, como su padre, pero inconfundible—. ¿Qué le ha pasado?
—La he desactivado —dijo Talin con voz fría—. Tenemos problemas. Acaba de reparar a un explorador inerte en la sala de batalla, y hay testigos.
—¿Reparado?
—Reparado. Ha restaurado un soldado con daños críticos a una condición inmejorable con sólo tocarlo.
—¿Tan pronto? ¡Eso es más de lo que podíamos esperar! —La voz de Aleisa estaba llena de una alegría asombrada, pero el padre de Lei seguía frío.
—¿No lo ves? Había testigos. No descansarán hasta que obtengan una explicación. Y no podemos arriesgarnos a ser descubiertos tan pronto. —Bajó la mirada hacia la niña inconsciente y negó con la cabeza—. Tendremos que destruirla. Un accidente raro, una Marca de dragón surgiendo antes de que su cuerpo esté preparado…
—¿Estás loco? —Aleisa apartó sus manos de la niña—. ¡Es nuestra hija!
—Sabía que responderías a esto emocionalmente —dijo Talin—. Pero ¿piensa en el objetivo final?
—Lei siempre ha sido mi objetivo final —dijo su madre—. Creía que lo comprendías.
—Aleisa. —Talin bajó la mirada a la niña—. Yo también la quiero. Lo sabes. Y estoy asombrado por lo que ha hecho hoy y por lo que eso dice de su potencial. Pero siempre hemos sabido que este día podía llegar. Es la cosa más peligrosa que hemos creado jamás, y si nuestros diseños son revelados, el menor de los horrores que nos espera es la expulsión. Todo lo que es de carne y sangre debe perecer, Aleisa, y ella lo hará hoy.
—¡No! —dijo Aleisa—. ¿Qué hay de nuestra fe? Esto es un reto. ¿Y tu vas a rendirte? Tiene que haber otro camino, una forma de que salgamos de esto más fuertes que antes.
—No hay tiempo…
—Espera. —Los ojos de Aleisa se entrecerraron, y Lei vio la cara más familiar de su madre, la artificiera haciendo cálculos—. Has dicho que podemos explicar su muerte como la manifestación prematura de una Marca de dragón.
—Sí.
—¿Y si manifiesta la marca… y sobrevive?
—Explícate —dijo Talin.
—Si le damos una marca, eso explicará lo que ha hecho. Nos da una razón para empezar su entrenamiento a esta edad sin precedentes. Si vuelve a actuar, será considerado como el talento de un prodigio, lo que es esencialmente cierto.
—Sí —dijo Talin—. Que manifieste la marca a esta edad es… un acontecimiento histórico, pero no uno que requiera una investigación profunda. Estoy humillado por tu sabiduría, mi amor.
—Necesitaríamos tiempo para sintetizar una marca que superara todas las pruebas, pero por ahora un esbozo servirá —dijo Aleisa, que buscó en un estante de herramientas místicas, varitas retorcidas y raras armas—. Esto debería ser suficiente —añadió, sosteniendo una varita de ébano cubierta de latón y con una piedra de dragón oscura en la punta—. ¿Dónde tendrá la Marca de dragón nuestra hija, marido?
—Bueno, creo que debería llevarla en el mismo lugar que su adorable madre —dijo Talin.
Aleisa sonrió.
—Prepárala.
Talin puso a su hija boca abajo y le apartó el pelo a un lado. «¡Verentis ierjyx!», dijo, y el poder de esas sílabas rasgó el aire. La columna del centro de la sala desprendió una luz brillante y las runas que cubrían la mesa se unieron por medio de líneas de fuego. La niña también brillaba, como si el poder manara a través de ella.
Aleisa se cortó la palma de la mano con una daga plateada. La sangre goteó al suelo mientras ella cogía la varita de ébano.
—Ahora, hija mía —dijo—, que mi sangre mane a ti una vez más. Acepta este don, y puede ser que nos salve a todos.
Apretó la varita contra el cuello de la niña, y Lei sintió un dolor agónico, como si su Marca de dragón fuera ácido contra su piel. Trató de gritar, pero no tenía voz. El dolor la consumió y la cámara ardió en un estallido de luz blanca.
Recobró la conciencia. Estaba flotando, cayendo.
Abrió los ojos. «Abre los ojos». Después de tanto tiempo como presencia incorpórea, ¿volvía a ser ella misma? Pero ¿quién era? Sentía una presencia a su alrededor, como si estuviera cayendo, hundiéndose en una masa de agua inmóvil. Pero esa agua no tenía efecto en su nariz, boca u ojos. Respiraba sin ninguna clase de dificultad. Y todo a su alrededor era… nada. Luz blanca.
Alguien le cogió la mano.
—Estás en ti misma —dijo una voz. Era musical, inhumanamente hermosa, pero estaba llena de una terrible desesperación. La voz de mujer que había oído antes—. Has visto el pasado. Esto es el ahora. Sólo tú puedes decidir qué pasa ahora.
El aire era como agua, y Lei vio que podía apartarse de él. Se volvió y una mujer apareció ante su vista.
Era una mujer de madera.
La piel de esa desconocida era de corteza pulida, oscura como la noche. En lugar de pelo, tenía la cabeza cubierta de hojas negras que le caían sobre la espalda y los pechos. Hasta sus ojos eran de madera, aunque le refulgían con rocío brillante. Era hermosa, y aunque Lei no la había visto nunca antes, le resultaba dolorosamente familiar.
Una mujer de madera…, una mujer de maderaoscura…
—Eres el bastón —dijo Lei con un jadeo.
—En el pasado fui mucho más —dijo la dríada—, pero ahora el bastón es lo único que queda de mí.
—¿Por qué no me has hablando antes?
—He hecho todo lo que he podido. Mi espíritu está confinado en lo más profundo de la madera, y la canción y el susurro son todo lo que me queda. La tuya es la única mente que puedo tocar, y puedo hablarte ahora sólo porque tú te has adentrado en lo más hondo de ti misma.
—¿Por qué yo? —dijo Lei—. ¿Por qué sólo puedes hablarme a mí?
—No tengo respuestas, pero estás vagando por el río del conocimiento. ¿No has aprendido nada de lo que has visto?
Los recuerdos regresaron. Xen’drik. León negro. El dolor abrasador de la marca.
—Eso no fue real —dijo. No podía serlo—. No sé qué estás tratando de hacer, pero esto es un truco. Probablemente seas…, seas Lakashtai intentando manipularme como lo hiciste con Daine.
—Esto no es un sueño —respondió la dríada—. Y no es obra mía. Sólo estoy aquí por el vínculo que nos une. La serpiente es el Guardián de los Secretos, y éstos son tus secretos revelados.
A Lei le dolía la cabeza. No había un suelo bajo sus pies y seguía cayendo en un blanco infinito. No había escapatoria de esos terribles pensamientos.
—No. Esto no puede ser real.
—Por supuesto que lo es. Ésta es la respuesta a las preguntas que crecen en tu interior. ¿Por qué podías oír las voces atrapadas en la cámara de los sueños de Karul’tash? ¿Cómo escapaste de la muerte bajo Linde tormentoso? ¿Cómo reparaste la esfera estropeada? ¿Y cómo puedes hablar conmigo? En cualquier otra mano, yo sería fría madera, pero tú puedes entrar en mí.
—¿Qué soy? —susurró Lei.
—No sé lo que eres —dijo la dríada—, pero no eres humana.
—¡No! —Lei se llevo la mano a la espalda para tocar su Marca de dragón. Los recuerdos se desgarraron en su mente.
«Ella habló de su deseo de tener una hija —susurró el sahuagin en Thaask—. Era un tema penoso para ella, una gran dificultad».
«Todo es un experimento —dijo su padre—. Todo lo que es carme debe perecer. Lo sabíamos desde el principio».
«Recuérdalo, siempre te he querido —dijo su madre; después, su voz se tornó fría—. Haz lo que debas hacer».
La Marca de dragón de Lei ardía bajo su mano. «Necesitaríamos tiempo para sintetizar una marca que superara todas las pruebas, pero por ahora un esbozo servirá». El dolor se volvió más agudo, más brillante, hasta que le obligó a apartar la mano de la marca.
—¿Qué soy? —gritó, aullando de dolor al vacío blanco.
—Eres Lei. —La dríada todavía le tenía cogida la mano izquierda—. Eres lo que siempre has sido. Nada ha cambiado, excepto tu conocimiento.
Las lágrimas le abrasaban los ojos.
—No. Todo. Todo lo que pensaba… Mi marca… ¿Tengo padres? ¿Estoy viva?
La dríada le dio una bofetada.
Fue un golpe suave, amortiguado por el denso aire o el líquido que las rodeaba. Pero la sorprendió, de todos modos.
—¿Crees que conoces la pérdida? Yo he perdido más de lo que puedes imaginar. Mi mundo me fue arrebatado. Y cuando creí que estaba en el punto más bajo, cuando creía que no tenía más que perder, fui introducida en este bastón, prisionera en el último pedazo de mi hermoso árbol. En el pasado mi voz daba forma a la noche, y ahora no soy más que un susurro. De modo que tus ilusiones te han abandonado. Tienes la vida. Tienes el amor, si es que dispones del coraje necesario para atraparlo. Te han dado el don de la verdad, y la verdad es una carga. Así que dime: ¿tienes la fuerza para levantarte, para alzarte?, ¿o te rendirás y te hundirás en la oscuridad del fondo de tu mente?
Lei jadeó.
—¿Quién eres?
La dríada sonrió, pero fue una mueca de dolor.
—Soy el Corazón de la Arboleda de Maderaoscura, la última de las Hijas de Maderaoscura. Te hallas en mi hora de la noche, en un reino en el que en el pasado resonaba mi canción. Traté de escapar de mi destino y pague por esa locura con todo lo que tenía.
La curiosidad guerreaba en Lei con la compasión que sentía por sí misma.
—¿Qué destino?
—Tenía que casarme con Torenas, el Hombre del Bosque, el más joven de los Nueve hermanos de la Noche. La tierra que hay debajo de la Luna de Densobosque era tan suya como mía, y sólo con nuestra unión él había conseguido el verdadero dominio. Pero yo traté de escapar de ese destino. Quería ser algo más que una esposa de madera, condenada a vivir en una sola luna. Ella prometió ayudarme, y yo, idiota como era, creí sus palabras.
—¿De quién hablas?
—Tiene muchos nombres, casi tantos como caras. Thelania, la reina del Ocaso y las Sombras. Es uno de los espíritus más poderosos de este plano. Sabía que no actuaría por amabilidad, que sólo me ayudaría si eso servía a sus intereses. Pero estaba impaciente. Me prometió una escapada, y yo pensé que podría liberarme de mi árbol, darme la libertad que los míos no podemos tener.
—Pero te traicionó.
—Arrancó mi árbol de Thelanis, se me llevó de mi hermosa noche y me dejó en tu seco y anodino mundo. Y lo que es peor, me entregó a Jura d’Cannith. No sé qué trato había hecho con él. —Apartó la mirada—. Y ahí es donde fallé. Quizá podría haber encontrado el modo de escapar de mi prisión, alguna forma de redimirme. Pero me entregué a la desesperación. Me rendí a la ira y volví ese odio contra Jura. Quizá, si hubiera hecho las cosas de otro modo, habría hallado la luz en él. Pero saqué lo peor de Jura, su corazón negro. Y eso me costó todo lo que había dejado. Le subestimé. Fui demasiado lejos. Él derribó mi árbol y me introdujo en el bastón, con una magia que todavía no comprendo. Y no puedo evitar preguntarme si ése fue el plan del Ocaso.
—No…, no sé qué decir —dijo Lei.
—No digas nada. Es mi locura y yo me la impuse. Pero ahora debes tomar una decisión. Mira hacia abajo.
El vacío blanco ya no era inacabable. Un agujero negro crecía bajo ellas.
—La decisión depende de ti —dijo Corazón Oscuro—. Lucha por el cielo en las alturas. Lucha por emerger de las aguas y salir a la superficie. O ríndete y cae para siempre en la oscuridad.
—¿Y tú?
—Ésta es una horrible batalla, y yo he hecho lo que he podido. Tú debes tomar tu decisión por ti misma y necesitarás las dos manos para nadar. Adiós, Lei. Espero que un día te coja la mano de verdad y nos miremos la una a la otra en la luna de más arriba.
La dríada le soltó la mano a Lei, y en el momento en que la madera se separó de la carne, desapareció. Lei estaba sola, cayendo hacia unas sombras cada vez más grandes. Las visiones refulgieron en su mente una vez más y tuvo una enfermiza sensación de pérdida y traición. Pero había otros recuerdos.
La risa de Jode.
Daine dando órdenes en el campamento del risco de Keldan.
Través llevándola por las calles de Sharn después de haber sido expulsada de la casa de Hadran.
Daine abrazándola mientras su bote se tambaleaba en las aguas del mar Tronante.
Fuera lo que lucra ella, significaran lo que significaran esas imágenes, su vida estaba por encima de sí misma. Daine. Través. No los abandonaría.
Trabajosamente al principio, después con más fuerza cada vez, se puso a nadar hacia arriba, alejándose de la oscuridad y acercándose a la luz.