Lei había visto muchas batallas durante su estancia en la Guardia cyr. En esos días, su primera lealtad era hacia su casa, no hacia Cyre. Le pagaban para reparar soldados forjados y para llevar a cabo otras tareas de apoyo, pero no se esperaba de ella que arriesgara su vida en las líneas del frente. En el pasado, eso le había parecido normal. Breland, Cyre… ¿Por qué iba a importarle quién ganara la batalla?
Ahora era una paria. Había sido expulsada de su casa por razones que no comprendía. Través y Daine eran lo único que le quedaba en el mundo. Y una vez más, mientras ellos luchaban, ella sólo miraba.
«Me necesita», pensó. La esgrima que practicaba Daine era intachable. Se deslizó entre las piernas del inmenso jabalí, pinchó en una pata y se echó a un lado antes de que la bestia pudiera encontrarle. Fue una exhibición magnífica, pero ¿cuánto podía durar? Las flechas cubrían la piel de la criatura. Sangraba por una docena de pequeñas heridas, obra de la espada de Daine. Xu’sasar había logrado subirse al jabalí y golpeaba su columna con el codo y el puño, pero el jabalí seguía luchando y su furia ardía como el fuego en sus fauces.
La frustración guerreaba con la desesperación. Tenía que haber algo que pudiera hacer, alguna magia que pudiera tejer para ayudar a cambiar la marcha de la batalla. Pero ¿qué? Podía crear un estallido de fuego o una ráfaga de frío, pero ya había lanzado dos rayos contra el jabalí y, aparte de dos cuadrados de piel quemada, la criatura apenas pareció darse cuenta. Observando la lucha, trató de reducirla a una ecuación; se refugió en sus fórmulas. ¿Qué podía hacer para igualar a los dos bandos?
El jabalí propinó un durísimo golpe a Daine en la espalda que le partió la armadura y le mandó al suelo. El tiempo se hizo añicos y algunas imágenes destellaron en la mente de Lei: sangre goteando de los colmillos del animal; Daine en el suelo, tratando de ponerse en pie; Xu’sasar saltando a las fauces abiertas de la criatura. Y entonces, Lei se sorprendió a sí misma junto a la bestia. Su repugnante olor la impregnó cuando rodeó una inmensa pezuña. No recordaba haberse movido. Ira, miedo y la canción aullante de su bastón ahogaron todo pensamiento mientras golpeaba una y otra vez.
El bastón golpeó el aire. Carne y sangre transformadas en humo negro, hirviendo a su alrededor. Viento cálido y niebla negra borraron la luz de la luna y el páramo.
Cuando la visión de Lei se aclaró, todo había cambiado. La luz de la luna perfilaba las figuras esbeltas de una docena de gigantes que se acercaban a ella con las extremidades demacradas. Se volvió, tratando de reprimir el pánico. Las criaturas le rodeaban y sus compañeros no estaban en ninguna parte. Hasta su bastón se había sumido en el silencio. Estaba sola. Dominando su miedo, alzó el bastón y esperó a que sus enemigos atacaran.
Nadie se movió. Los ojos de Lei se ajustaron a la oscuridad, y las cosas se volvieron claras.
Le rodeaban árboles.
El páramo se había convertido en un bosque, y los árboles no eran el único cambio. Un aire húmedo y cálido soplaba a su alrededor, cargado de la fragancia del musgo y las flores dulces. Cantos de pájaros nocturnos mezclados con el sonido de insectos y ranas.
Lei maldijo su estupidez. «Teletransportación, supongo». Al mismo tiempo, algo además del cambio repentino resultaba terriblemente inquietante. Las nudosas cortezas de los árboles parecían moverse en sombras, de un modo que no podía justificarse por la ligera brisa. En un extremo de su campo visual, los árboles se retorcieron hasta adoptar forma humana, y casi pudo ver caras gritando desde el interior de los troncos…, pero cuando se volvió, las sombrías imágenes habían desaparecido para dejar simples troncos de madera y corteza.
—¿Lei?
La sorpresa y el alivio recorrieron el cuerpo de Lei cuando el forjado salió de detrás de un árbol.
—¡Través! ¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Me quedaba una flecha que pensaba utilizar más de cerca. He visto a Daine poniéndose en pie y golpeando a la bestia. Y después, me he encontrado en este lugar.
—¡Daine!
Un escalofrío se apoderó de su corazón. Creía que estaba sola, pero si Través estaba allí… Lei corrió hacia los árboles ignorando las ramas como garras y saltando por encima de las raíces mientras trataba de recordar en qué dirección se encontraba Daine exactamente.
La artificiera lo encontró tendido en el suelo, con la espada a unas pulgadas de su mano tendida. La sangre brillaba en la hierba.
Xu’sasar estaba arrodillada junto a él y miró a Lei como un gato desafiado. Lei sintió que su ira crecía… Después vio lo que estaba haciendo Xu’sasar. La elfa oscura le había quitado la capa a Daine y la había cortado en tiras. Le había vendado las heridas menores y le estaba aplicando presión al profundo corte que tenía en la espalda.
Lei dio un paso adelante.
—Déjame…
La mirada hostil de la drow la interrumpió.
—Yo le protejo —le espetó. Tenía algo en la mano, una vara curvada de marfil.
—Entonces, me dejarás trabajar —dijo Lei.
—No sabes nada —dijo Xu’sasar—. Le mandarías a tu frío y vacío lugar de muerte.
—¿Daine se está muriendo y tú te pones a hablar de cosmología? Apártate de aquí. Sé que tienes buenas intenciones, pero necesita mi ayuda. Apártate, o moriremos todos juntos.
Lei sintió la presencia de Través tras ella. Tal vez sólo le quedara una flecha, pero su fortaleza y velocidad podían ser trascendentales si aquello acababa en una pelea.
Xu’sasar se enfrentó a Lei: sus ojos plateados brillaban a la luz de la luna. Después, saltó hacia atrás; fue un rápido movimiento que la dejó a unos pasos de distancia.
—Sálvale, o todos moriremos juntos —dijo.
Lei apenas oyó la amenaza. Se arrodilló junto a Daine y evaluó la situación. Xu’sasar sabía lo que hacía. Las heridas de Daine eran graves, pero la elfa oscura había detenido la hemorragia y había hecho todo lo posible con las limitadas herramientas que tenía a su disposición. Lei sacó una pequeña varita de su bolsa y adoptó el estado meditativo necesario para tejer magia. Extendiendo su mente, cogió las energías mágicas que estaban más allá del mundo cotidiano y tiró de ellas para formar hebras de poder místico. Trabajando todo lo rápidamente que podía, unió esas hebras en una trenza para completar el patrón familiar de sanación e introducirlo en la varita que tenía en la mano.
Lei abrió los ojos. Notaba los nervios doloridos; utilizar la magia requería siempre un desgaste, y ella ya se había forzado hasta cerca de sus límites. Pero no había otra opción. Daine podía tardar días en recuperarse por su cuenta, eso en caso de que la curación natural fuera posible en ese lugar donde la luna no se movía. Respirando hondo, Lei retiró la capa doblada de la espalda de Daine.
En un principio parpadeó, conteniendo las náuseas. Aunque Lei había visto cosas terribles en el transcurso de los últimos cuatro años, nunca se había acostumbrado al hedor de la sangre o la visión de huesos húmedos. Había sido formada para reparar forjados, para trabajar con piedra y madera, nada muy distinto de dar la forma adecuada a las piezas de un rompecabezas. El cuerpo de un forjado era comprensible para ella. Los humanos eran sangre y carne unidas bajo una piel delgada. Odiaba la idea de que sus amigos —de que Daine— fueran tan frágiles.
«Es una debilidad del medio». ¿Quién le había dicho eso? Desechó el pensamiento; no era momento para recuerdos. Los cortes en la espalda de Daine eran profundos. Fragmentos de la malla estaban incrustados en sangre seca. Lei cogió la varita y la pasó por las heridas, lentamente, liberando el poder contenido en su interior. Músculo y carne fluyeron ante sus ojos, soldándose. Una nueva piel se formó sobre la herida, sin dejar siquiera una pequeña costra.
Pero algo iba mal.
Daine empezó a toser al recuperar la conciencia. Fiel a quien era, su primer movimiento fue tender el brazo y coger la empuñadura de la espada.
—¿Dónde… Lei?
Trató de ponerse en pie, de darse la vuelta para mirarla, pero ella le apretó contra el suelo.
—¡Chsss! Estoy aquí. Través está vigilando. Quédate tumbado, estoy trabajando.
—Me encuentro bien —dijo. Trató de incorporarse y de nuevo Lei le retuvo en el suelo. A pesar de sus palabras, estaba lejos de tener la fuerza habitual.
—Por favor —dijo Lei—, quédate quieto. Será sólo un momento.
—¿Me dirás al menos qué ha pasado?
—Silencio. Tengo que concentrarme.
Trabajando con toda la rapidez de la que era capaz, tejió dos encantamientos más. Contempló a Daine de cerca al liberar el primer ensalmo, una segunda carga de sanación. Sintió que la fuerza regresaba a sus extremidades…, pero lo que veía en la espalda no cambió.
Sangre apelmazada cubría el torso de Daine. Dos líneas cruzaban su espalda allí donde Lei había curado heridas profundas. La piel debería haber quedado limpia y sin cicatrices, pero no era así. Había dibujos jaspeados en rojo y negro, heridas o moratones brillantes. Aguantando la respiración, Lei activó el otro ensalmo que había tejido…, un simple encantamiento doméstico utilizado para limpiar casas y ropa. La malla de Daine quedó brillante como un espejo. La sangre y la suciedad desaparecieron de su ropa. Y la sangre seca de su herida se desvaneció.
Lei retrocedió dando un traspié, alejándose de Daine. Su pie tropezó con una raíz y creyó que iba a caer, pero Través estaba a su lado y, sosteniéndola, la ayudó a recuperar el equilibrio.
—¿Qué es? —dijo Daine.
Se puso en pie, y Lei pudo advertir el miedo que había en sus ojos: vio preocupación por ella. Pero no pudo evitar encogerse cuando Daine le tendió las manos y se apretó contra el cuerpo tranquilizador de Través.
—Quítate la camisa —susurró.
Daine dio un paso atrás con el entrecejo fruncido.
—Esto es un sueño, ¿verdad? —Miró a su alrededor—. ¿Jode?
—Tu espalda —dijo Lei—. Quiero verla. Ahora.
Daine asintió y empezó a quitarse la armadura.
—Por supuesto. De hecho, quería preguntarte por mi espalda.
—¿Lo sabías?
—¿Si sabía el qué? Creo que tengo un sarpullido. Me pica como la Llama. —Se quitó la camisa y se dio la vuelta—. ¿Tiene muy mala pinta?
Lei no supo qué decir.
—¿Qué está pasando? —dijo Daine, tratando de mirar por encima de su hombro.
Al fin, fue Xu’sasar quien habló.
—Tienes en la espalda líneas rojas y negras, parecidas a las guardas que decoran mi piel. ¿No te has ganado ese honor?
—¿Lei? —dijo Daine—. ¿De qué está hablando?
—Es una Marca de dragón —dijo Lei, con la voz convertida en poco más que un susurro—. Una Marca de dragón aberrante.