Daine vio la luz de la luna en el filo de su espada y observó cómo relucía en el acero. En el caos de los acontecimientos recientes no había tenido tiempo para estudiarlo, pero sabía que algo había cambiado. No era que sintiera una presencia viva en el arma, gracias a los Soberanos; entre el bastón que gemía de Lei y el raro comportamiento de Través, lo último que Daine quería era otro espíritu. Con todo, percibía alguna fuerza en el interior de su arma, un poder que no podía alcanzar con su mente consciente, al que sólo podía recurrir en momentos de ira. Unos días antes, el traidor Gerrion se había quedado estupefacto cuando había tratado de partir la espada con la daga de Daine, una hoja adamantina forjada por los Cannith, que debería haber quebrado el acero con facilidad. En Karul’tash, Daine se había visto llevado por la ira y el miedo al ver a Lei en peligro. De alguna forma, las emociones se habían introducido en la espada. Había derribado al asesino forjado con un solo golpe. Debería estar contento con ello; parecía tener una poderosa arma a su disposición. Y sin embargo, no le gustaban los misterios. ¿Cuáles eran los límites de ese poder? ¿Cómo podía controlarlo? ¿Y cuál era su origen? Daine había heredado la espada de su abuelo, y si tenía una historia legendaria, Daine nunca había oído hablar de ella. Pero parecía que eran muchas las cosas que Daine no sabía.
Otro pensamiento, un débil temor, le reconcomía. Cuando Daine y sus compañeros habían llegado a Sharn, Jode había empeñado la espada de Daine. Algún tiempo después, la había recuperado de manos de Alina Lorridan Lyrris, una gnomo con un considerable talento para la magia. Daine había rayado el sello de la casa Deneith de la empuñadura al abandonar la casa, pero Alina lo había restaurado y había reparado la espada. En ese momento, la espada estaba en mejores condiciones que cuando Daine la había recibido. Alina era una manipuladora por naturaleza. Mientras trabajaba para aumentar su riqueza y su poder, su pasatiempo favorito era jugar con las vidas de las demás, y sin duda, no era conocida por su altruismo. Alina no hacía nada sin una razón.
¿Por qué, pues, se había tomado la molestia de encontrar la espada y de devolvérsela a Daine?
Además, ¿cómo podía saber que aquélla era su espada? El equilibrio era perfecto. Pese a haber sido restaurada, era la viva imagen de la espada que su abuelo había blandido en el campo de batalla. Con todo, ¿era posible que Alina le hubiera dado otra espada?
Daine suspiró.
Lei lideraba el grupo por las llanuras rocosas con el bastón ante sí como si fuera una antorcha. De vez en cuando, el bastón murmuraba, un gemido melódico que hacía sentir escalofríos a Daine. Después de su experiencia con el Cazador, se sorprendía estudiando cada cara de piedra enterrada en el suelo con suspicacia, preguntándose si un nuevo guerrero podía surgir de la tierra.
—¿Queda mucho? —gritó Daine.
—No lo sé —respondió Lei—. No habla. Sólo percibo emociones. No sé lo que estamos buscando ni cuánto tardaremos en encontrarlo. Es sólo… —Se detuvo y cambió de dirección—. Por aquí.
—¡Ahí fuera no hay nada! —Daine señaló el paisaje que había ante ellos. La luz de la luna llena salpicaba las llanuras e iluminaba lo que parecía una infinita extensión de hierba y piedras—. ¿Qué estamos buscando?
—El Ocaso.
Xu’sasar y Través habían estado en la retaguardia. Ambos parecían bien entrenados en las artes del sigilo y el acecho. Daine no se había percatado de que la mujer drow se acercaba, pero ahora estaba entre Lei y él.
—Los espíritus dicen que tenemos que encontrar el camino al crepúsculo. Vagamos por la noche más oscura y nos encaminamos hacia el día.
—¿Lei?
Lei se encogió de hombros.
—¡Ojalá supiera más cosas!, pero eso es lo que oí en la visión. Las respuestas están en el crepúsculo.
—¿Por qué no acampamos y esperamos a que amanezca?
Xu’sasar suspiró ruidosamente.
—¿Es verdad que sabes tan poco de este mundo?
Daine reprimió un comentario irritado. Casi toda su experiencia estaba en el campo de batalla, pero en sus tratos con los oficiales enemigos había aprendido a interpretar a sus oponentes y percibió que había algo que Xu’sasar no quería compartir. Tenía miedo. La mujer drow había perdido a sus compañeros y se encontraba entre un grupo de desconocidos que se la habían llevado de su mundo. No quería reconocerlo, pero Daine vio el miedo tras su máscara despreocupada. La agresividad de Xu’sasar, su búsqueda de conflictos, era el modo en que reprimía el terror. Daine tenía que respetar sus habilidades. Aunque Xu’sasar era al menos un pie más baja que Daine, pesaba mucho menos, iba desarmada y apenas le quedaba armadura, se había enfrentado a tres de los perros del Cazador y había acabado con dos con sus manos desnudas. Era difícil reconciliar esa proeza mortal con su aspecto juvenil.
—No, Xu’sasar. No sé nada de este mundo —dijo al fin—. Ilústrame.
—Esto es la noche —dijo Xu’sasar—. Aunque lo que buscáramos fuera el amanecer, no vendría a nosotros. El amanecer hay que encontrarlo. Es así en las tierras Finales. En la vida, pasamos a través de los tiempos, el mundo siempre cambia a nuestro alrededor. No en las fierras Finales. La profundidad de la noche es un lugar, como lo son el amanecer y el ocaso. Tenemos que movernos por la noche, y tenemos que pagar nuestro paso con sangre.
—¿El Cazador?
—Puede regresar. Es un espíritu de la tierra y no se le destruye fácilmente. A pesar del silencio que nos rodea, el Cazador y sus perros no son las únicas criaturas que, además de nosotros, caminan por esta luna. Los espíritus de la locura y los espíritus del pasado nos observan y pueden mandarnos pruebas mortales para comprobar nuestro valor.
—Maravilloso —dijo Daine—. Teniendo eso en cuenta, ¿por qué no te encargas de vigilar nuestro flanco izquierdo?
—¿Flanco? —repitió la mujer drow, estupefacta. Su conocimiento de la lengua común era bueno, pero, al parecer, no perfecto.
—Sígueme. Vigila. ¿Por aquí?
La elfa oscura chasqueó la lengua.
—Comprendo. —Se deslizó y dejó a Daine a solas con Lei.
—¿Qué opinas? —dijo Daine—. Parece saber algo, pero me cuesta trabajo creer en la palabra de una mujer que desea que estemos muertos.
—Sigo pensando que es una coincidencia —respondió Lei, volviendo a cambiar de dirección—. Los elfos sulatar creen que el reino de luego fue una especie de paraíso. Thelanis toca a Eberron en muchos sitios. Conozco docenas de leyendas relacionadas con el reino de los videntes. A eso se reduce todo: historias que su gente ha desarrollado sobre el viaje entre planos, deformadas a través del tiempo. No está mintiendo. Sólo está viendo las cosas por medio de la lente de la superstición.
—¿Y todo eso de encontrar el amanecer?
—Creo que en eso tiene razón. Mira la luna. Llevamos horas caminando y no se ha movido lo más mínimo. Nada ha cambiado. No sé qué decir sobre lo de comprar el paso con sangre, ni sé adonde nos está llevando mi bastón. Pero sabe adonde tenemos que ir, así que sugiero que lo seguimos.
Daine alzó la mirada para contemplar la luna. Observó el cielo, frunció el entrecejo, cogió a Lei por un hombro y la detuvo.
—¿Qué? —dijo ella, malhumorada.
—¿No has dicho que íbamos a ver faroles flotantes?
—Sí.
—Mira hacia arriba.
Un puñado de luces flotaba en el firmamento, un vuelo controlado distinto de los rápidos movimientos de una estrella fugaz. Esas luces estaban suspendidas en la oscuridad del cielo, y era imposible juzgar su tamaño; ¿serían inmensos orbes flotando a millas del suelo o pequeñas chispas desplazándose a poca altura por encima de sus cabezas? Fueran lo que fueran, se movían hacia el grupo.
—¡A cubierto! —gritó Daine. Se lanzó contra una inmensa formación rocosa y empujó a Lei consigo.
Un trío de estrellas pasó entre ellos a gran velocidad. Ahora las luces se movían más cerca del suelo, y Daine pudo verlas con mayor detenimiento. El brillo intenso dificultaba mirar directamente a los orbes, pero Daine se dio cuenta de que eran bolas de energía, del tamaño de su cabeza más o menos. Cada orbe se movía con la velocidad de un búho cazador, con una precisión asombrosa. Daine se mantuvo oculto, con la espalda contra la piedra y la espada en la mano. Junto a él, el bastón de maderaoscura cantaba en voz baja. Daine no entendía las palabras que susurraba, pero reconocía una alerta cuando la oía.
Los orbes pasaron ante Daine. Se alzaron en el aire, y él creyó que esas estrellas caídas iban a regresar al cielo. Después, cambiaron de dirección, modificando su velocidad y su trayectoria para lanzarse hacia Daine y Lei.
Los orbes eran rápidos, pero los aliados de Daine lo eran más. Antes de que las esferas pudieran recortar la distancia, apareció Xu’sasar corriendo por la llanura y, saltando en el aire, trazó un asombroso arco que pareció desafiar la gravedad. Las sombras se retorcieron alrededor de sus puños cuando golpeó una de las estrellas caídas. Mientras Xu’sasar regresaba a la tierra, tres flechas atravesaron la noche. Todas ellas impactaron contra el mismo globo que Xu’sasar había atacado. Las flechas hendieron el globo y, por un instante, pareció que no habían surtido efecto. Pero entonces la esfera se hizo añicos en un brillante estallido de luz. Una catarata de estrellas doradas cayó al suelo y se desvaneció rápidamente.
Los orbes podían ser heridos. Pero fueran lo que fueran esos espíritus, no estaban indefensos. Las dos luces restantes orbitaron alrededor de Xu’sasar, y después, en un abrir y cerrar de ojos, se lanzaron hacia ella y atravesaron a la elfa oscura. La luz parpadeó y la electricidad crepitó. El olor a tormenta y carne quemada llenó el aire, y aunque Xu’sasar no gritó de dolor, su tambaleo era prueba suficiente de su agonía. Mientras uno de los espíritus seguía girando alrededor de la mujer herida, el segundo se lanzó contra Daine. Era un rayo de pura energía, y entre la velocidad y el brillo, resultaba casi imposible mirarlo. Daine se quedó inmóvil. Todavía tenía la mano en el hombro de Lei, y sin pensar, se lo apretó más. Su presencia le llenaba de una calidez reconfortante, y esa fuerza pareció manar hacia el interior de su espada.
Atacó en el mismo instante en que Lei golpeaba con el bastón de maderaoscura. Ambos ataques impactaron en el objetivo, y el orbe se hizo añicos y se convirtió en mil sombras doradas. Sintió un estallido de alegría y miró a Lei. Su bastón se había quedado en silencio, y la sonrisa de Lei prendió un fuego en su corazón. Pero no había tiempo para regodearse en ese tipo de emociones.
Volviendo su atención a la lucha, vislumbró brevemente el tercer orbe, que rodeaba la roca que Daine y Lei estaban utilizando como escudo. Xu’sasar ya iba tras ella, y aunque Daine tenía sus recelos —«¿Puede estar llevándonos hacia una emboscada?»—, se lanzó tras ella desenvainando la daga. Dobló la esquina tan rápidamente como pudo, con las dos armas preparadas para golpear contra su enemigo.
E igual de rápidamente lamentó la decisión.
Daine había esperado enfrentarse a la luz dotante. Había pensado que podía haber más de esos orbes fantasmales, un escuadrón de espíritus a la espera. Y aunque las luces habían herido a Xu’sasar, parecían un tanto frágiles, y el capitán estaba dispuesto a enfrentarse con más de ellas.
El escorpión fue una sorpresa.
Daine no lograba entender cómo la criatura se había acercado tanto a ellos sin que se dieran cuenta. Era del tamaño de un carromato. Sus inmensas pinzas parecían tener la fuerza necesaria para partir a un hombre en dos, y su aguijón era una larga lanza que brillaba con barniz morado. Placas opalescentes pálidas que parecían capturar la luz de la luna cubrían su cuerpo, más gruesas que cualquier armadura que Daine se hubiera puesto jamás. Su cola se alzaba muy por encima de su cabeza, y un pánico en estado puro se apoderó del corazón de Daine, un terror crudo y primario, al ver esa monstruosidad arácnida. Retrocedió dando traspiés antes de lograr aplacar el miedo, dominar sus emociones y alzar las armas. Su mente ya corría en busca de una táctica que le permitiera vencer a ese monstruo.
Y entonces, el monstruo habló.
—Lo habéis hecho bien, guerreros —dijo—, pero vuestras pruebas acaban de empezar.