«Este vehículo acaba de traspasar una barrera entre planos. Tus compañeros están sufriendo vértigo y náuseas a causa de ello».

Como siempre, Través conocía los pensamientos de Shira conforme los oía. Cuando miró a Lei, su malestar le pareció evidente. Al volver la vista hacia la oscura guerrera ella, Través se percató de la gravedad de sus heridas, de que estaba al límite de la muerte. Con cuidado, dejó a la mujer herida en el saliente que rodeaba la sala.

—¿Ya está? —preguntó Daine.

Los restos del ataque de Harmattan se acallaron y las líneas brillantes del suelo parpadearon.

Lei abrió los ojos.

—Sí —dijo. Estaba tendida en el suelo, con las piernas todavía cruzadas—. Ahora estamos a salvo.

—¿A salvo? Creo que tenemos ideas distintas de lo que es estar a salvo —repuso Daine, rascándose la espalda—. Pero de todos modos… buen trabajo, a los dos. ¿Dónde estamos?

—En ninguna parte.

—¿Y eso está muy lejos? —dijo Daine.

—Todo lo lejos que puedas imaginar. Hasta que complete la secuencia y abra la puerta estaremos atrapados entre mundos. Somos… hipotéticos, por así decirlo.

«Etéreos».

—Etéreos —dijo Través, haciéndose eco del pensamiento de Shira.

—Exacto. Podemos estar aquí tanto tiempo como queramos. —Lei abrió los brazos, tendida en el suelo—. Estoy agotada. Si tengo que curarte las heridas o ayudar a nuestra pobre pasajera, voy a tener que dormir un rato. Aquí deberíamos estar a salvo.

—¿Deberíamos? —dijo Daine.

—No hay nada seguro. —Lei se encogió de hombros—. No soy una viajera entre planos experimentada. Es posible que haya, no sé, ballenas etéreas comedoras de esferas de cristal nadando por ahí…

«No hay ballenas etéreas comedoras de esferas de cristal». Través se abstuvo de compartir la observación de Shira.

—Pero si las hay, nunca he oído hablar de ellas. Y si algo nos ataca, puedo acabar con la transición con una palabra.

—Y entonces, ¿estaremos en alguna parte? —dijo Daine.

—Sí.

—¿Dónde?

—Thelanis.

Daine suspiró y se sentó.

—Lamento mucho decepcionarte, Lei, pero ni siquiera sé si eso es una ciudad, un país o un plano de existencia.

—Salvaje ignorante. —Lei se incorporó—. Es un plano. ¿No has oído hablar de la Corte de las Hadas?

—¿Un reino mágico lleno de espíritus que roban bebés, gigantescos calderos de oro y siniestras brujas que maldicen a las princesas arrogantes?

—No tienes que ir a Thelanis para encontrar a una bruja —dijo Lei—. Pero sí, es ése. De acuerdo con las leyendas, es muy parecido al mundo al que estamos acostumbrados, sólo que hay más magia. Espíritus en el agua y los árboles, esa clase de cosas. Lo importante es que resulta fácil viajar a este plano y es el que más fácilmente se puede abandonar. La razón por la que tenemos tantos cuentos de hadas es porque la gente cae accidentalmente en este reino, o porque los espíritus de Thelanis, los videntes, se introducen en Eberron. Así que no sólo no es un lago de fuego o la tundra infinita, sino que con suerte encontraremos un camino de vuelta a casa.

«No es tan sencillo». De nuevo, Través ignoró el pensamiento ajeno.

—No es tan sencillo —apuntó Daine—. Soberano y Llama, ¿qué hemos hecho? Tashana, Lakashtai… No sé qué pensar.

—Pues no pienses —dijo Lei—. Duerme.

Daine suspiró, pero finalmente asintió.

—Supongo que tienes razón.

—¿Acaso lo dudabas?

Lei sacó mantas y almohadas de su bolsa mágica, que contenía una asombrosa cantidad de artículos, y al cabo de un instante, estaba desenrollando dos esterillas.

—¿Tienes para tres? —dijo Daine.

El capitán se había encaminado hacia la mujer elfa y estaba observando sus heridas. La levantó cuidadosamente del saliente.

—Sólo he traído para nosotros dos.

Hasta Través percibió el ligero escalofrío en la voz de Lei. No fue una sorpresa. Daine había tenido tratos con esas elfas de piel negra, o drows, como al parecer se llamaban, pero Lei y Través habían sido capturados por drows, y Lei casi había muerto a sus manos. Esa mujer había ayudado a rescatarlos, y estaba claro que era de una tribu distinta, pero Gerrion, el semielfo, también los había rescatado de un enemigo para acabar traicionándolos. Esa mujer era una desconocida, y después de Gerrion y Lakashtai no resultaba sorprendente que Lei sospechara de los desconocidos.

Entonces, Través se dio cuenta de algo: un detalle anómalo, trivial, que con la excitación había pasado por alto incluso a su mirada escrutadora.

—Lei —dijo—. Tu mano.

Ella levantó la mano hacia él.

—¿Qué?

—Ya no estás herida.

Lei dejó ir la manta y Daine casi soltó a la mujer que llevaba en brazos al echarse a correr hacia Lei. Ésta tenía la mano en lo alto, como si fuera un tesoro. Ese mismo día, el forjado Hidra le había cortado el dedo meñique de la mano izquierda, pero el dedo volvía a estar allí. Negó con la cabeza, asombrada.

—Ni…, ni me he dado cuenta —dijo—. Creo que está aquí desde que me he despertado. Sabía que había algo raro.

—¿Cómo es posible? —preguntó Daine.

—No lo sé —respondió Lei, agitando felizmente el puño—. ¿Y sabes qué? No voy a pensar en ello hasta que no haya dormido unos cuantos días seguidos.

—No me siento bien dejando a una mujer herida en el suelo —dijo Daine, depositándola cuidadosamente en una de las mantas—. Así que tú y yo tendremos que compartir esterilla.

—O tú tendrás que dormir en el suelo —concluyó Lei. Pero estaba sonriendo y permitió que Daine la dejara en la otra manta.

Lei y Daine dormían. La elfa herida estaba inconsciente. Través contempló los dibujos de las paredes. Siempre se sentía levemente incómodo cuando sus compañeros dormían. Aunque sabía que esa experiencia era inofensiva y necesaria, le resultaba del todo incomprensible. La única ocasión en la que un forjado perdía la conciencia era cuando resultaba gravemente herido, tan gravemente que tenía que ser reparado antes de recobrar la conciencia. En el pasado, Través había pensado que los humanos que dormían estaban heridos, y le había preocupado que sus compañeros no volvieran a despertarse a menos que fueran tratados por un sanador. Pronto descubrió que no era así, pero de todos modos ver a los demás durmiendo siempre le hacía sentirse raro.

Pero entonces Través descubrió otra emoción allí. Sabía que Índigo habría dicho que el sueño era una debilidad, uno de los muchos defectos que hacía a los llamados respiradores inferiores a los forjados. Pero al observar a Daine y Lei durmiendo, uno junto al otro, sintió una rara envidia. La batalla con Índigo, la traición de Lakashtai… Deseaba poder escapar de eso, aunque sólo fuera por un momento. Se preguntó cómo sería soñar.

«No fuiste hecho para soñar».

«¿Cómo lo sabes?». Tratar de comunicarse con Shira era una sensación extraña. No la percibía como una presencia distinta, sino como pensamientos que aparecían en su mente al igual que si fueran suyos.

«Porque fuiste hecho para mí».

«Tú tienes miles de años más que yo —pensó Través—. Eso no tiene sentido».

«No tiene sentido. —Era como si estuviera poniéndose de acuerdo consigo mismo—. Pero sigue siendo verdad».

Los recuerdos fluyeron por Través. Tiempos de guerra. La gente de Shira en peligro en dos frentes. Necesitaban escapar de su tierra antes de que un inminente cataclismo la destruyera, y estaban luchando contra un temible enemigo para encontrar un nuevo hogar. Vio la creación de los forjados… No, no de los forjados, sino de criaturas muy parecidas a ellos. Eran soldados, pero eran también portadores de esperanza. Shira era la primera de su especie en intentar la transición. Su esencia había sido fundida con la esfera, que podría introducirse en cualquier portador de esperanza. Pero sólo días después de unirse con su primer portador, había sido capturada por el enemigo. El portador fue destruido, y ella encerrada en la oscuridad de un sótano.

«Eso no significa que fuera hecho para ti —pensó Través—. Es lo que cualquier forjado haría».

«¿Tú crees?». Emergió un nuevo recuerdo, pero éste era suyo. Harmattan hablándole a las puertas de la bodega…

—Es una reliquia de esta antigua tierra, una llave de la naturaleza más inusual. Sólo un forjado diseñado para interactuar con ella puede usarla. Hidra, Índigo…, no sirven; no interactuaría correctamente con sus auras.

—¿Qué os hace pensar que yo sí puedo? —había preguntado Través.

—Que yo podría si tuviera cuerpo, y tú eres mi hermano.

El recuerdo se desvaneció, y el siguiente pensamiento fue de Shira.

«Puede ser que no tenga sentido, pero es cierto. No fuiste hecho para los sueños. Fuiste hecho para escapar de ellos».

Través dejó que ese pensamiento se esfumara. Todavía no estaba seguro de qué sentía por Shira. Su conocimiento y su capacidad analítica eran, sin duda, útiles. En ese momento, mientras contemplaba la sala, Shira identificaba los símbolos grabados en las paredes como uno de los lenguajes de los gigantes y traducía cada palabra que miraba. Pero por mucho que resultara agradable tener compañía, no era lo mismo que hablar con Lei o Daine.

O Índigo.

Ése era el corazón del asunto. Todavía tenía en mente su última batalla. Recordaba cada uno de sus movimientos y rastreaba todas las heridas que le había infligido. La visión de Daine atravesándola con su espada, el estallido de emociones que había sentido al verla caer mientras Shira susurraba algo acerca de la resonancia mágica del arma de Daine.

Ella habría ganado la batalla. Sin Lei, sin Harmattan…, índigo le habría derrotado. En cierto sentido, no parecía justo que él siguiera con vida. Veía la batalla en su mente, y sabía que había perdido…, o que habría perdido. Ni siquiera podía culpar a Índigo por querer destruirle. La había traicionado por Lei. Había tratado de encerrarla en la antigua bodega. Harmattan debía haberla salvado, mientras que Través la había traicionado de nuevo.

Recordó esos momentos finales, con la mirada fija en ella, echada en el suelo de Karul’tash, con la herida abierta en su abdomen. Tendida como si fuera a dormir.

Pero los forjados no dormían. La mayoría de la gente no podía advertir la diferencia entre un forjado destruido y uno inmóvil.

Como Índigo había estado.

Través sabía que sus amigos habrían querido acabar el trabajo de haber sabido que había alguna posibilidad de reparar a Índigo. Pero Través no podía mencionarlo. Ningún artificiero la habría encontrado en las profundidades de Karul’tash, y las manos de Harmattan no eran lo suficientemente diestras para una obra como ésa. Sin duda, el monolito había sido su tumba. Pero de alguna forma, Través pensaba que no podía traicionarla una tercera vez.

Al final, ella ganaría su batalla.

Través alejó ese pensamiento. Estudió las inscripciones de las paredes, tratando de enterrar su culpa con la actividad. Y una vez más, deseó poder dormir.