En su lucha final, Tashana había desgarrado el brazo izquierdo de Daine. Sus terribles garras habían perforado con facilidad la malla y le habían dejado unos profundos surcos en la carne. Pero esa herida no era lo que le inquietaba, pues apenas sentía el brazo. Lo que le preocupaba era una comezón en la espalda. Se había dado cuenta de ella en cuanto se había despertado: dolor y picor, como si se hubiera revolcado sobre unos rastrojos. Pero no había tiempo para rascarse la espalda.
—¿Dónde está Jode? —dijo.
Lei y Través le miraron de soslayo. El rostro de Lei estaba transido por la sorpresa y la preocupación.
—Jode… está muerto, Daine.
—Es una larga historia, pero hace un momento estaba hablando con él, y aquí estoy, así que supongo… —Miró a su alrededor—. ¡Jode! —gritó. El eco de su voz recorrió los muros de la sala.
—¿Has estado hablando con él? —Lei sacó su bastón de la bolsa y se apoyó en él—. Daine, está muerto.
—¡Lo sé! —le espetó. Le picaba la espalda y pensó en rascarse con la daga—. Estaba soñando, y se encontraba ahí y decía que…
—¿Estabas soñando? ¿Oyes lo que estás diciendo?
—¡No me lo estoy imaginando! Era él. La botellita que llevaba conmigo, el líquido, debe…
Un ruidoso traqueteo le interrumpió…, un estremecimiento que recorría los pedazos de metal esparcidos sobre el suelo.
—¡No tenemos tiempo para esto! —dijo Lei—. Esa cosa puede recobrar su forma en cualquier momento. Y no tengo fuerzas para volver a derribarlo. ¡Tenemos que largarnos de aquí ahora!
—Está en lo cierto. —Través había abandonado los restos del mayal y había cogido la ballesta. Tenía una flecha preparada contra la cuerda—. Creas lo que creas, Jode no está en esta sala. No estamos en condiciones de enfrentarnos a ningún enemigo, y mucho menos a ése.
—Tienes razón —dijo Daine.
Sabía que su encuentro con Jode había sido algo más que un sueño, y había dado por hecho que Jode… aparecería cuando él se despertara. Pero Jode no estaba allí, y probablemente no era el mejor momento para interpretar sueños. Respiró hondo, aclaró sus pensamientos y evaluó la situación.
—Si esos dos han conseguido entrar, quizá su pequeño amigo de los pinchos en los brazos esté también aquí. Través, avánzate. Explora el camino hasta la puerta de entrada y después regresa a la sala central. Nos reuniremos allí.
Través saltó por encima de los pedazos de metal y desapareció por el pasillo. Tras seguir sus movimientos, la mirada de Daine quedó fija en una de las piezas de hierro amontonadas. Apartó un objeto abollado y quemado, pero fácilmente reconocible. Era la cabeza de un soldado forjado.
Al recogerla, Daine se vio asaltado por dos sensaciones. La primera fue de familiaridad al mirar la cara y el sello grabado en la frente. Estaba seguro de que había visto a ese sondado antes. Y entonces, se le ocurrió…
«Saludos, Daine. Ha pasado mucho tiempo».
La criatura sabía quién era. ¿Cómo?
Al mismo tiempo, una ola de energía surgió de la cabeza…, un cosquilleo débil y entumecedor. Mientras la sensación se le expandía por el cuerpo, los eslabones de la malla empezaron a temblar y a apretarse contra él, como si estuvieran atrapados por una poderosa fuerza magnética. Daine trató de soltar la cabeza, pero no podía abrir la mano. La presión de su armadura se hizo más fuerte y los pedazos de metal que le rodeaban empezaron a crujir.
—¡Lei! —gritó.
Antes de terminar la palabra, el dolor punzante sustituyó al cosquilleo. Lei había golpeado la cabeza con su bastón de maderaoscura, pero al hacerlo éste había impactado también en los dedos de Daine. La cabeza se estrelló contra la pared más cercana con un satisfactorio crujido. La fuerza que tensaba la armadura de Daine desapareció, pero mientras se frotaba la mano vio que uno de los pedazos de metal se deslizaba por el suelo hacia la cabeza, seguido inmediatamente por otro.
—¿Te he hecho daño? —preguntó Lei.
«Genial —pensó—. Primero soy un loco y ahora soy un idiota».
Apretó el puño herido: el dolor le ayudó a protegerse de la vergüenza y la quemazón en la espalda.
—Unámonos a Través —dijo—. Estoy empezando a ver por qué quieres alejarte de esta cosa.
Los dos salieron corriendo de la sala. Tras ellos, oyeron el sonido del metal contra la piedra. Un creciente flujo de fragmentos metálicos se deslizaban por el suelo hacia la cabeza de Harmattan.
El tiempo se estaba agotando.
Daine no estaba herido. Quería arrancarse la piel de la espalda. Un monstruo imposible de detener los seguía. El misterio de Jode persistía en su mente. Y estaba haciendo cuanto podía para prepararse por si cualquier enemigo se presentaba inesperadamente.
Pero el corazón del monolito todavía le dejaba sin aliento.
Karul’tash era una torre hueca, una asombrosa obra de ingeniería. Daine apenas podía ver el otro lado de la cámara central, y ni siquiera podía intuir el lejano techo. Había visto torres altas antes. Había pasado casi todo el año anterior en Sharn, y las agujas centrales de la ciudad hacían que el monolito pareciera pequeño. Pero se trataba de lo que había en su interior. Una columna de obsidiana ocupaba el centro de la cámara, cubierta con sellos y taraceada con una docena de metales y piedras preciosas. La escarpada masa del cilindro era asombrosa, y más asombroso era todavía que el cilindro estuviera suspendido en el aire, a unos diez pies del suelo de la sala.
Docenas de anillos flotaban alrededor del pilar central, una miríada de metales y anchuras. Los anillos se levantaban y caían, dando vueltas en distintas direcciones y a diferentes velocidades.
Y también estaban las esferas: doce orbes flotaban alrededor del pilar. Desde el suelo, era fácil imaginarlas como una rara decoración. Pero Daine sabía que no era así. Eran vehículos entre planos, diseñados para llevar pasajeros de un nivel de realidad a otro.
—Falta una —dijo Lei.
—Lakashtai —dijo Daine—. Y sin embargo, no creo que vaya a volver por sí misma.
Señaló las mesas que había en la sala, altares cubiertos de cristales brillantes. La magia no estaba entre sus habilidades, pero anteriormente Lei había utilizado esos mosaicos de gemas para controlar una de las esferas. Daine era consciente de su cansancio, y no le gustaba obligarla a cansarse más, pero no había otra opción.
—Necesito que vuelvas a poner esto en marcha.
—¿Quieres saber adonde ha ido Lakashtai? —dijo Lei.
—Eso, para empezar.
Lei se encaminó cojeando a la zona de las luces; se apoyaba en el bastón. Daine rodeó la columna corriendo y lo que vio al otro lado hizo que el corazón le diera un vuelco. Dos aliados habían entrado en la torre y les habían ayudado a derrotar a los unidores de fuego. Uno de esos soldados estaba tendido en el suelo, ante Daine; sus heridas eran tan graves que el capitán tardó un instante en darse cuenta de que el cadáver era el de Shen’kar. La mitad del cuerpo oscuro del elfo había sido separada del resto, y lo que quedaba allí estaba cubierto de cortes, como si se hubiera visto sorprendido por una tormenta de cuchillos… o por el metal arremolinado de Harmattan.
«¡Maldita sea!». Daine había pasado más tiempo enfrentándose a los salvajes elfos oscuros que teniéndolos como aliados, pero en el transcurso de las últimas horas había llegado a respetar a Shen’kar. Y cualesquiera que fueran sus diferencias, un guerrero no merecía morir de esa manera.
—Capitán. —Través llevaba un cuerpo en brazos. Una mujer, sin conocimiento, con la piel negra como el carbón cubierta de cortes. El otro elfo oscuro—. Está muy herida, pero estable.
Daine asintió.
—¡Sígueme! ¿Qué has encontrado?
—La puerta continúa abierta. Las guardas están en su lugar. Y los elfos sulatar permanecen acampados en el perímetro de las defensas mágicas. He visto al menos tres de sus trineos voladores.
—Fantástico.
Encontraron a Lei trabajando en las consolas de cristal.
—¿Situación? —dijo Daine.
—No puedo recuperar la esfera que Lakashtai ha utilizado para escapar —dijo Lei—, pero se ha ido a…
—Dal Quor —dijo Través.
—Eso es —dijo Lei, sorprendida—. ¿Cómo lo has…?
—Más tarde —dijo Daine—, cuando no tengamos a ese montón de chatarra pisándonos los talones. Tenía la esperanza de que pudiéramos salir por la puerta principal, pero eso es imposible.
—Puedo desactivar las guardas…
Daine negó con la cabeza.
—Hay un ejército acampado ahí fuera, esperando a que su sacerdote regrese y los lleve a la tierra prometida. Aunque encontremos la forma de sortearlos, no podemos dejar este lugar en sus manos. ¿Quién sabe qué hemos provocado ya ayudando a Lakashtai? Además, si tu amigo oxidado no puede eliminar las guardas por sí mismo, le estamos haciendo un favor al mundo dejándole aquí.
Lei frunció el entrecejo.
—¿Estás diciendo que abandonamos?
—Me conoces… Me encanta abandonar. —Daine esbozó una falsa sonrisa—. Venga, Lei. Eres nuestro genio de la magia. Fuiste tú quien me dijo qué eran esas esferas.
—Vehículos para llegar a otros planos. ¿Quieres salir en una de las esferas?
—¿Que si quiero? No. —Una visión del cuerpo destrozado de Shen’kar destelló en la mente de Daine—. Pero es mejor que la alternativa. ¿Puedes hacerlo?
Lei bajó la mirada hacia el panel.
—Creo…, creo que sí. Pero ¿adonde quieres ir?
—¿Me lo preguntas porque soy un experto en los planos? Quiero irme a casa, Lei, pero por el momento aceptaré cualquier lugar que no sea, pongamos, un pozo de fuego eterno.
—¿Y una llanura de hielo eterno?
Daine parpadeó.
—¿Es la única opción?
—Bueno, es una posibilidad. No puedo acceder a todas las esferas. Debe tener algo que ver con la actual conjunción de los planos. Y probablemente no tenga mucho sentido ir a Dolurrh en un intento de evitar la muerte.
Hasta Daine había oído hablar de Dolurrh, el plano en el que las almas de los muertos eran despojadas de todos los recuerdos de sus vidas anteriores.
—Haz lo que te parezca mejor. ¡Pero de prisa!
Quizá fuera cosa de su imaginación, pero a Daine le pareció oír el sonido del metal contra el metal acercándose desde la distante cámara en la que habían dejado a Harmattan.
—¡Perfecto! —dijo Lei. Una luz refulgió alrededor de sus manos y una de las enormes esferas descendió hasta el suelo—. Bueno, no perfecto, pero vistas las alternativas…
Ahora Daine estaba seguro de ello: un rugido metálico procedía del pasillo.
—¡Vámonos! —gritó, corriendo hacia la esfera.
Se había abierto un portal en el lateral de la inmensa esfera opalescente, y Daine saltó a su interior. Por dentro, la esfera era decepcionante. Aparte de una repisa que recorría el extremo de la cámara, la sala estaba completamente vacía: Daine no veía cómo se podría poner en movimiento la esfera, pero ése no era su trabajo. Lei estaba justo detrás de él, y Daine tiró de ella hacia dentro.
Lei se sentó con las piernas cruzadas en el centro exacto de la sala, y ésta se iluminó. Un complejo patrón geométrico se manifestó a su alrededor, esbozado en líneas de fuego. En todas las superficies aparecieron runas y sellos. Cada letra era del tamaño de la mano de Daine, un recordatorio de que aquello era obra de gigantes. Lei estudió las paredes. Susurró una palabra en una lengua brusca y desconocida, y uno de los símbolos brillantes de la pared se iluminó más por un instante.
Través estaba en el portal. Le pasó la elfa herida a Daine. Bajo su armadura de cuerno, la mujer era poco más que una niña abandonada, y al cogerla le pareció que pesaba casi como una pluma. Un instante después, el forjado estaba a bordo.
—¡Lei! ¡La puerta! —gritó Daine.
—¡Estoy trabajando en ello! —dijo Lei.
Ahora el rugido era cada vez más alto; un aullido, como un huracán, combinado con el roce del metal contra el metal.
—¡Va a subir otro pasajero!
—¡Lo estoy intentando! —dijo Lei.
Lo vieron: una nube brillante, acero mortal, corría hacia ellos.
—¡Hul’kla’tesh! —gritó Lei.
No podía haber estado más cerca: un puñado de fragmentos de metal cayó al suelo cuando el portal se cerró. Una terrible rozadura resonó en las paredes, metal rasgando el cristal.
—Está a nuestro alrededor —dijo Lei.
—¡Sácanos de aquí!
Lei cerró los ojos, con las manos puestas en el suelo. Las líneas de color bailaron en el suelo, y sintieron que la esfera ascendía.
Pero la altura no detuvo a Harmattan. Todavía oían el chaparrón de metal golpeando las paredes de la esfera.
—¡Cogeos! —gritó Lei.
La artificiera cantó una cadena de bruscas sílabas y en las paredes se encendieron algunas palabras.
Y cayeron fuera del mundo.