—Laraek ixen korth —susurró el enano al mismo tiempo que pasaba los dedos por el borde del disco de metal.

Las runas grabadas en el acero ardían con fuego azul. La luz se desvaneció y, al hacerlo, el disco se volvió borroso e indistinto, casi invisible contra el suelo de piedra. Con cuidado, el enano dio dos pasos hacia atrás y descendió por el corredor. Alzó la mirada hacia Daine y asintió bruscamente. Si el disco era activado, derribaría el túnel, que parecía ser la única entrada a ese misterioso puesto de avanzada.

A Daine no le entusiasmaba la idea de quedar atrapado más abajo, pero las posibilidades de sobrevivir a aquella noche nunca habían sido muy altas. Fuera lo que fuese aquel lugar, era una evidente amenaza para la gente de Cyre. Daine pretendía inutilizar la base. Si él y sus soldados lograban completar la misión y escapar, mucho mejor. Si no, derruir la entrada tendría que bastar. Al menos al mensajero le daría tiempo de advertir a la guarnición de Casalon.

—Era un buen plan; lo reconozco.

El sonido repentino le sobresaltó. No se veía a ningún guardia, pero el silencio era imprescindible. Daine se volvió y se quedó mirando a Jode.

—Te he ordenado que fueras a inspeccionar —susurró Daine.

Jode negó con la cabeza.

—Daine, es hora de despertarse.

Con esas palabras, regresó el recuerdo: visiones de otra batalla.

Una mujer kalashtar envuelta en sombras…

Tendida en un estrado de piedra, rodeada de pedazos de cristal brillante…

Traición…

Una voz apurada, siseante, exigiendo un frasquito de líquido azul…

Daine bajó la espada y puso la punta a la altura del corazón del mediano.

—¿Quién eres tú? ¿Lakashtai? ¿O Tashana?

—Tú sabes quién soy.

Una furia fría se apoderó del corazón de Daine.

—¡Basta! Ya he tenido bastante con tus juegos.

—Sé por todo lo que has pasado —dijo Jode—. Me imagino lo duro que ha sido para ti. Pero ahora se ha acabado. Te lo mostraré.

Jode tendió la mano, pero Daine sólo sintió ira. Todavía estaba recomponiendo aquel rompecabezas, pero estaba claro que Lakashtai había estado manipulándole durante semanas. Posiblemente durante meses. Había utilizado sus sentimientos por Lei contra él, y ahora eso. Daine golpeó la mano del mediano con la hoja de la espada.

El hombrecillo hizo una mueca, pero no retrocedió.

—No es exactamente el alegre encuentro que me esperaba. —Brotó una gota de sangre en uno de sus dedos, y suspiró—. Daine, conoces la verdad aunque no quieras verla. Tienes que confiar en mí. Una vez más.

Daine miró a los ojos de su viejo amigo en busca de algún rastro de engaño. Más recuerdos refulgieron en su mente.

Jode en las calles de Metrol, rodeado de hombres tatuados…

El cuerpo del mediano tendido en un osario debajo de Sharn…

Maldiciéndose, Daine tendió el brazo y le cogió la mano al mediano.

Por un momento, Daine se quedó ciego, abrumado por las sensaciones. El mundo pareció venirse abajo; su vista se alzó desde la base para observar el risco de Keldan. Podía ver cada detalle con una claridad cristalina. Conocía la posición de todo forjado caído, de todo cadáver cyr. Y sabía que era un sueño. Podía percibir los límites del campo de batalla, cómo se desvanecía fuera de su campo visual; era como una burbuja plateada flotando en la oscuridad.

La oscuridad estaba viva, y le veía.

El terror inundó a Daine. Ni siquiera podía ver el espíritu que merodeaba en las sombras, pero lo percibía: un gigante frío extendiéndose para aplastar su pequeña huida en sueños. Sintió los tentáculos gélidos en su corazón. Pero también sentía otra cosa. Una fuente de luz y calor. Una fuerza que añadía su vigor al suyo.

Jode.

Daine sintió cómo la risa de su amigo nacía en su interior, junto a un torrente de recuerdos.

Volando por los aires a horcajadas en un enorme reptil semejante a una ave, con una inmensa llanura desolada debajo de él…

El primer encuentro entre Daine y Jode en Metrol, ahora visto con los ojos de Jode…

Y una horrenda cara morada, con un anillo de tentáculos retorcidos avanzando hacia él. El desollador de mentes en el subsuelo de Sharn, la última cosa que Jode había visto en vida…

Ya no había ninguna duda en la mente de Daine. Se trataba de Jode, y la fría oscuridad se hizo añicos contra las dos mentes unidas.

Después se halló de nuevo en el túnel, mirando la cara de su amigo. Tras él, Krazhal y Kesht estaban inmóviles. Con sus nuevos sentidos, Daine podía percibir que estaban vacíos, fragmentos arrancados de su memoria, como el propio pasillo. Pero Jode…

Daine se olvidó de la oscuridad, de Lakashtai, de todo eso. La espada se le cayó de entre los dedos al dar un paso adelante y, cogiendo a Jode por los hombros, lo lanzó en el aire.

—Lo sé, lo sé —di jo Jode con una sonrisa—. Es mi milagro.

—¿Cómo es posible?

—¿Crees que lo sé? De nosotros dos, ¿quien ha estado muerto?

—Pero has dicho que sabías por lo que había pasado…

Jode sonrió.

—¿Acaso no sabes que siempre he tendido a exagerar? Después de que me cogiera Teral, todo estaba más bien… borroso. En ocasiones, os vislumbraba a los tres u os oía hablándome. De vez en cuando, tus sueños, este lugar, se me aparecían a la vista, y veía a la criatura contra la que luchas, pero no podía alcanzarte. Luego, todo cambió. Estaba aquí y podía sentir tus pensamientos.

Daine dejó al mediano en el suelo.

—¿Y cómo sabías lo que iba a pasar cuando nos tocáramos?

—Es un sueño. A veces, en los sueños sabes lo que va a pasar.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Daine. La fuerza que observaba desde la oscuridad todavía estaba allí, poniendo a prueba sus defensas. Pero aunque ya no se tocaban, aún sentía la fortaleza de Jode. Ya no estaba solo. Y cualquiera que fuese la fuerza que se había enfrentado a él antes, no podría vencerlos a ambos.

—¡Cuéntame lo que me he perdido! —dijo Jode—. Veo… ¿Un viaje por el mar? ¿Una pared de fuego? Quiero detalles. ¿Y cómo están Lei y Través?

¡Lei! En el caos del sueño, Daine casi se había olvidado de la batalla que había dejado atrás.

—No hay tiempo. Ambos están en un terrible peligro. Si esto es un sueño, tengo que despertarme. Ya.

Jode se encogió de hombros.

—Es tu sueño. Y ése es tu trabajo.

Daine cerró los ojos y los abrió rápidamente.

Nada.

—¡Por los dientes de Dorn! —maldijo, golpeando la pared con los puños.

El dolor y el entumecimiento le atravesaron los nervios, pero lo que le rodeaba flaqueó. Una ira impotente ardió en el corazón de Daine. Volvió la mirada hacia el túnel en busca del disco explosivo escondido.

—No —dijo Jode en respuesta al pensamiento no expresado de Daine—. No sé qué nos haría la muerte, pero si Lei tiene problemas, ¿crees que eso es lo primero que debes intentar?

—¿Qué hago si no?

—Tranquilízate —dijo Jode—. Recuerda que esto es un sueño. Tu sueño. Cierra los ojos y dame la mano.

Luchando contra sus emociones airadas, Daine soltó aliento y cogió la mano del mediano.

«Despierta».

Y lo hizo.

—Daine —dijo Harmattan, cuya voz era un siseo atronador, como metal chirriando en medio de un gran viento que parecía proceder de todas las direcciones—. Ha pasado mucho tiempo.

Harmattan estaba en la única entrada de la sala. A primera vista, parecía un hombre inmenso, de unos nueve pies de alto, con una capa al viento y músculos semejantes a los de los ogros. El metal refulgía en su cuerpo, como si estuviera cubierto de malla. Hasta su capa parecía forjada con eslabones de metal. Una bruma oscura envolvía su cabeza. Puntos de luz roja insinuaban la presencia de unos ojos en el interior de la sombra.

Través había visto a Harmattan en acción y sabía que su aspecto era engañoso. Harmattan no llevaba malla y no era un hombre. Cuando Través volvió a mirar a Harmattan, nuevos pensamientos invadieron su mente…

«Una red de fuerza mágica sostiene juntos los fragmentos de metal. Esa energía está concentrada en la cabeza de Harmattan. El resto de su cuerpo es, por lo tanto, maleable y prescindible. Un estallido suficiente de energía abjuradora podría deshacer temporalmente la fuerza que mantiene unido su cuerpo. Con todo, esa red es extremadamente poderosa, y es probable que tal esfuerzo no tuviera éxito».

Y después, como un idea repentina…

«Tu encuentro previo sugiere que Harmattan fue en el pasado un soldado forjado y que sólo descubrió todo su poder una vez que su cuerpo original fue destruido».

Ésos parecían ser los pensamientos de Través, una corriente natural de conciencia en respuesta a la llegada de Harmattan. No lo eran. Otra fuerza estaba compartiendo el cuerpo de Través, una inteligencia antigua llamada Shira, que había estado encarcelada durante decenas de miles de años. Través quería saberlo todo sobre la entidad que se hacía llamar Shira, pero aquél no era momento para preguntas. Daine estaba empuñando sus armas y caminaba hacia Harmattan. Través había visto al raro guerrero arrancando la carne de los huesos con el movimiento borroso de los fragmentos metálicos, y sabía que Harmattan no dudaría en matar a un humano.

Través echó a correr, agitando el mayal en un arco bajo. Raramente había sentido vergüenza, pero experimentó una punzada de culpa al derribar al suelo a su sorprendido oponente.

—Esta lucha no puede ganarse con una espada, capitán —dijo Través—. Te necesitan otros. No desperdicies tu vida.

Daine alzó la mirada desde el suelo; la ira ardía en sus ojos. Una vibración recorrió la forma metálica de Harmattan —un crujido que hacía las veces de risa—, y Través vio gotas de sangre en el suelo. Aunque lamentaba haber golpeado a su amigo, sabía que fácilmente podría haber sido la sangre de Daine la que manchara el piso.

—Si crees que puedes ganarte mi confianza con tanta facilidad, estás tristemente equivocado, hermanito —dijo Harmattan.

—Sin duda. —Era una voz suave, femenina, perfectamente familiar.

«Forjado. —El análisis surgió espontáneamente en la mente de Través—. Un diseño infrecuente, que sacrificaba la durabilidad en aras de la velocidad. Placas de mitral con adornos discretos; capacidad visual mejorada, lo que permite una precisión óptima incluso en condiciones de oscuridad. Incrustado…».

El análisis místico prosiguió, pero fue ahogado por los verdaderos pensamientos de Través cuando la recién llegada surgió ante su vista. Esbelta, elegante, con las placas de mitral teñidas de barniz azul oscuro. Hojas de metal oscuro se abrieron en sus antebrazos.

Índigo.

Través había sentido una punzada de culpa al tirar al suelo a Daine. Ahora era un martillo lo que golpeaba su espíritu. Recordó la alegría que había sentido luchando junto con Índigo, pocos momentos antes de intentar, derribando un túnel inestable, que ella y Harmattan quedaran enterrados.

Índigo estaba junto a Harmattan, bloqueando la salida. Su cara era una máscara de metal azul, pero Través detectó la ira en sus palabras.

—Has elegido, Través. Has elegido a tus amos. Ahora muere con ellos.

El sentimiento de vergüenza arreció, pero Través le hizo frente con el recuerdo de Harmattan ordenando a sus secuaces que torturaran a Lei. Través, ciertamente, había elegido. Cualquiera que fuese el vínculo que mantuviera con Índigo, tenía que proteger a su familia.

—Estoy seguro de que no has venido hasta aquí para amenazarme —dijo Través, ayudando a Daine a ponerse en pie.

—Eres irrelevante —dijo Harmattan—. A pesar de los deseos de Índigo, creo que te dejaré con vida… Nuestra familia ya es demasiado pequeña. Y has cumplido tu propósito, lo pretendieras o no. Tu paso nos ha dado entrada, y en cuanto a por qué estamos aquí… Creo que después de todo yo estaba equivocado. El destino es raro.

—¿Qué quieres? —gruñó Daine.

—He venido aquí en busca de una sola cosa, sólo una cosa. Sabía que me esperaba en este antiguo lugar, así que di por hecho que debía ser una reliquia del pasado distante. Pero aquel al que sirvo tienes misteriosos designios y me lleva por caminos que nunca imaginé. Quiero la botella.

«¿La botella?». Eso no significaba nada para Través.

—¿De qué estás hablando?

—Él lo sabe —dijo Harmattan, mirando a Daine—. Una pequeña botella llena de líquido azul, que brilla ligeramente, con un sello familiar estampado en la parte superior. —Su capa se abrió a su alrededor, y a aquella distancia era fácil verlo claramente: un plano de pedazos metálicos en movimiento. Un pensamiento, y esa acumulación de cuchillas los atravesaría—. No tengo ningún deseo de hacerle daño, y preferiría dejar a mi hermano con vida. Si luchamos, moriréis todos. Dame la botella, pequeño ser de carne y hueso, y puede ser que os perdone la vida a Lei y a ti.

—¿Daine?

Nada de eso tenía sentido. Pero Través conocía a su capitán. Daine estaba sumido en sus pensamientos. Era obvio que sabía de qué estaba hablando Harmattan.

Daine metió la mano en su bolsa y sacó una pequeña botella, un objeto de cristal en el que latía una luz azul.

—¿Esto?

—Sí.

—¿Has venido hasta Xen’drik y le has cortado el dedo a Lei por esto?

—Sí. ¿Estás dispuesto a entregármela?

—No —dijo Daine, tirando del tapón de la botella.

Harmattan siseó e Índigo dio un salto que la convirtió por un momento en un borrón de metal oscuro. Través ya estaba en movimiento. Un humano podría haberse quedado sin aliento o haberse puesto a rezar por una resolución pacífica, pero Través no tenía ni aliento ni fe. Mientras Daine consideraba la oferta de Harmattan, Través estaba calculando el posible curso del ataque de Índigo. Se lanzó contra ella, y ésta retrocedió con un traspié.

La mirada de Índigo continuó fija en Daine.

—¡No! ¡No lo hagas!

Través siguió su mirada. Daine alzó la botella y se bebió el líquido. Través se apartó de la trayectoria de Índigo de un salto, en parte con su atención todavía puesta en Daine.

Daine cayó al suelo.

—¡No! —La voz de Harmattan llenó la sala; fue un aullido tan terrible como una tormenta—. ¡No puede ser!

Través dio un paso atrás y acudió junto a Daine. No podía derrotar a Harmattan. Lo sabía. Pero si iba a morir, moriría con su capitán.

—¡Es el destino! —rugió Harmattan. Su capa se disolvió en una placa de metal giratoria, una Tormenta que reflejaba su furia interior—. Este lugar. La botella. ¡Todo esto debía suceder!

—Si nuestro destino es marcharnos con el líquido —dijo Índigo, cuya voz suave casi se perdía bajo la ira de Harmattan—, lo recuperaremos de su cuerpo.

—No. —Través les hizo frente, y los pensamientos de Shira convergieron con los suyos.

«Harmattan está en desventaja aquí. No puede desatar todo tu poder sin infligir graves heridas. Si tratan de recuperar los fluidos corporales de Daine, tendrán que actuar con precisión. Y se ha mostrado reacio a matarte».

Era la única arma que podía mostrarse eficaz contra Harmattan.

—Hermano —dijo—, esta batalla ha terminado. Fuera lo que fuese ese líquido, lo has perdido. No te permitiré que lleves a cabo obra alguna de necrófago. Si sigues con esa intención, tendrás que destruirme.

Harmattan no dijo nada. La tormenta de metal que le rodeaba se ralentizó y cobró de nuevo la forma de una capa ondeando. Su voz volvió a ser calma.

—Si eso es lo que tengo que hacer…

Índigo se lanzó contra Través.

No fue un combate, sino un sueño. Través había pasado horas contemplando su estilo de lucha, analizando sus destrezas y sus debilidades, las tácticas que utilizaba. Sabía exactamente lo que haría, y estaba preparado para ello.

Pero ella estaba igualmente preparada para enfrentarse a Través.

Fue como pelear contra el viento. Trató de hacerle la zancadilla, pero ella saltó por encima de su embestida. Tuvo ventaja para golpear, e imitó el movimiento de Índigo. Golpes que podían partir el metal fallaron su objetivo por menos de una pulgada. Era una danza mortal, pero Través nunca había estado más tranquilo, más perfectamente en paz. No tenía la necesidad de pensar. Sabía lo que debía hacer.

Era consciente que a Índigo le sucedía lo mismo. Durante los primeros intercambios de golpes, había estado movida por la ira. Había golpeado con menos cuidado. Quizá si él hubiera sido más despiadado, podría haberla derribado en esos primeros momentos. Pero ahora ella estaba tan tranquila como él. La lucha se convirtió en una escena de movimiento y estrategia, y ser parte de ella… era para lo que ambos estaban hechos. Través podría haber seguido durante días, y no conocía nada más satisfactorio. Índigo era su mundo. Tenía cada sentido concentrado en la danza.

Y ése fue su error.

Través retrocedió de un salto y esquivó por poco un terrible ataque doble que podría haberle decapitado. Estaba iniciando su contraataque cuando sintió una presión insoportable en los brazos y el pecho.

Harmattan.

El extraño forjado no podía desatar todo su poder sin hacer trizas a Daine, pero incluso en su forma humanoide su fuerza era asombrosa. Través se había concentrado tanto en Índigo que no había visto cómo se movía Harmattan. Ahora estaba inmovilizado por el acero y la magia, pues aunque el cuerpo de Harmattan estaba hecho de pedazos de metal, la fuerza que los mantenía unidos era más dura que el hierro. Los brazos de Harmattan volaron sobre el pecho de Través para constituir una banda irrompible. El mayal de Través quedó parcialmente atrapado bajo la masa de metal, con la cadena colgando por delante. Índigo dio un paso al frente. Sus pinchos adamantinos refulgieron y el mayal se partió: la cadena metálica cedió como si fuera una cuerda. Índigo dio otro paso y colocó una espada a la altura de los ojos de Través.

—Es el fin, hermano.

Cuando Harmattan habló, Través sintió la vibración. Se revolvió contra sus brazos, pero su fortaleza no podía hacer sombra al poder de Harmattan.

—Eso parece.

—¿Por qué? —dijo Índigo. Través ya no percibía ira en su voz. Sólo decepción—. ¿Por qué te volviste contra nosotros?

—No quería hacerlo.

—Destruiste a Hidra. Yo podría haber muerto. ¿Por qué? ¿Por estos sacos de carne y sangre? Estarán muertos dentro de unos cuantos años, en el mejor de los casos. Nosotros tenemos la eternidad.

—Sí, hermanito. No tienes nada en común con esas criaturas.

—Tengo recuerdos. Tengo una buena amistad. ¿Puedes decir lo mismo? —Se le ocurrió algo, como si el espíritu que tenía incrustado en el pecho le hubiera dado una información.

—¿No hay nada entre nosotros? —La espada de Índigo no temblaba. Tenía la punta a una pulgada de los ojos.

Través midió sus palabras.

—En realidad —dijo—, no sé qué siento. Pero sé que debo proteger a mi familia.

—Nosotros somos tu familia —dijo Harmattan.

—Quizá sí, pero olvidas algo.

—¿El qué?

—Nuestra hermana.

Índigo volvió rápidamente la mirada a un lado… Demasiado tarde.

Harmattan explotó en un millar de pedazos, y Través salió volando.