Pero no tenía mucho tiempo para sentir lástima de mí mismo. Eso ya llegaría más tarde. De momento tenía una cita.
Era mi cumpleaños, y se suponía que iban a leer el testamento de mi padre. Bueno, de mi auténtico padre, si es que aquello era verdad.
Todo era una encerrona, por supuesto. Pero tenía que seguirles la corriente. Era una trampa, sí, pero la única forma de salir de ella era meterme de cabeza en ella.
Aria era Visser Tres. Me había estado buscando, lo cual significaba que sospechaba de mí. Si yo no me presentaba, quedaría claro que había averiguado que era una trampa, y a los yeerks no les costaría deducir que yo era un animorph.
Pero ¿por qué habían sospechado de mí? El caso es que una vez que supieran que yo, un chico humano, era uno de los llamados bandidos andalitas, era fácil adivinar que los demás también eran humanos, que debían de ser chicos amigos míos.
A partir de entonces sería una partida de ajedrez mortal, con un solo final posible.
Darían con Jake. Lo convertirían en controlador. Y aunque Jake muriera intentando resistirse, luego darían con Marco, su mejor amigo y Rachel, su prima. A partir de Rachel localizarían a Cassie. Y sería el final.
Tenía que entrar en el despacho de aquel abogado, dejar que Visser Tres hiciera saltar la trampa… Y no quedar atrapado en ella.
Y lo peor de todo era que tenía que hacerlo solo. Visser Tres tenía sus fuerzas agrupadas en torno al despacho de DeGroot. En cuanto vieran algún animal extraño, el juego habría terminado.
De hecho, mis amigos tenían otras cosas que hacer. Mientras yo me enfrentaba a DeGroot y la falsa Aria, ellos atacarían a los yeerks e intentarían destruir el arsenal secreto.
Me transformé en humano bastante lejos del despacho, para eliminar cualquier posibilidad de que me vieran. Luego tuve que recorrer andando ocho manzanas. Hacía mucho tiempo que no caminaba. Es una forma de viajar bastante ineficaz. Cuando tienes que arrastrarte por el suelo sobre dos piernas, sólo hay dos dimensiones. Además, es muy lento. Están los semáforos, los coches, otras personas… No, volar es muchísimo mejor.
«Así que ya puedes estar contento —me dije con amargura—. Es una suerte no volver a ser humano. Todavía puedes volar».
No tendría familia, pero podría volar.
Cuando llegué al despacho estaba temblando de miedo. Pero no tenía miedo por mí. Supongo que en cierto modo no me importaba morirme. No, me preocupaba más meter la pata por los demás. Por mis amigos.
Creo que es verdad eso que dicen de los soldados, que empiezan luchando por su país y terminan luchando por el tipo que tienen al lado en la trinchera.
A mí en aquel momento ya no me importaba tanto el destino de la raza humana. Yo no era humano, sino un halcón. Pero sí me importaban Jake, Cassie, Marco, Ax y Rachel. Siempre Rachel.
La recepcionista no estaba en su mesa cuando yo entré temblando. Me quedé allí de pie, sin saber qué hacer, hasta que Aria y el abogado salieron del despacho.
Aria esbozó una ancha sonrisa.
—Tú debes de ser Tobías.
Yo me acordé de cuando la vi por primera vez, cuando la espiaba a través de la ventana del hotel. En aquel entonces hubo algo que me pareció raro, y ahora por fin se me ocurrió qué era: se suponía que Aria se había pasado no sé cuánto tiempo en África, pero cuando salió de su habitación, se detuvo para arreglarse el pelo. Una cosa que haría cualquier mujer normal, pero no una persona que se había pasado años escondiéndose entre los matorrales y recorriendo la selva en todoterrenos.
—Sí, soy Tobías —contesté.
Quería interpretar el papel de un chico duro de la calle. Para mí era fácil, puesto que a veces se me olvidaba mostrar expresiones faciales y tenía cierta tendencia a mirar fijamente sin decir nada.
Aria me abrazó. La falsa Aria.
Visser Tres.
Yo me tensé e intenté apartarme.
—Está bien —dijo ella, con toda sinceridad—. Somos de la familia, Tobías. Quiero cuidar de ti.
DeGroot se acercó entonces a estrecharme la mano.
—Vamos, hombrecito.
Cualquiera que no supiera nada jamás se habría dado cuenta, pero lo cierto es que DeGroot se mantenía apartado de Aria, como si no quisiera acercarse demasiado, como si no quisiera tocarla.
Como si le tuviera miedo.
«Así que DeGroot está metido en esto —pensé—. Es un controlador. Sabe quién es Aria».
Nos sentamos en el despacho. DeGroot miraba a Aria como esperando instrucciones. Aria seguía interpretando su papel de mujer preocupada y decente. Yo seguía siendo el chico duro de la calle.
Un movimiento en falso, el más mínimo error y los yeerks caerían sobre mí sin darme ni tiempo para reaccionar.
—Nos hemos reunido hoy aquí para la lectura de un importante documento que tu padre dejó para ti. Un hombre muy diferente del que tú creías que era tu padre.
Yo me encogí de hombros.
—Ya.
Aria se inclinó hacia mí.
—¿No te interesa descubrir quién es tu auténtico padre?
Entonces me eché a reír.
—¿Me ha dejado dinero?
—No —contestó DeGroot alzando las cejas.
—Ya me lo imaginaba —repliqué con gesto impaciente.
DeGroot dio unos golpecitos en las hojas de papel para ponerlas en orden.
—Entonces procederemos sin más a la lectura del documento, si es que…
En ese momento Visser Tres asomó un poco a la superficie.
—¡Vamos! —gritó con brusquedad. Luego, fingiendo una sonrisa, añadió—: Estoy impaciente por ver de qué va todo esto.
De modo que el abogado empezó a leer.
A mí se me había olvidado cómo utilizar las expresiones faciales. Estaba acostumbrado a ser un halcón, no una persona.
Eso me salvó la vida.