Mis amigos corrían por la empinada pendiente. Estaban justo detrás de un enorme camión, prácticamente ocultos de los yeerks que trabajaban en la cima de la pendiente. Pero no eran invisibles, no para el helicóptero que se acercaba sobre los árboles.
Era un helicóptero pequeño, de esos en los que sólo cabe un piloto y un pasajero… un pasajero humano, claro. Ningún alienígena habría cabido allí.
El hork-bajir que me había dado la llave parecía pensar que Visser Tres estaba a punto de llegar. Debía de ir en aquel helicóptero.
El sol caía sobre él, ocultando a la persona que iba dentro. Un águila o un aguilucho habrían visto mejor. Están adaptados para ver a través del reflejo del sol en el agua. Pero yo sólo veía el perfil de una figura humana, un dedo señalando a mis amigos y el destello de una coleta.
¡Aria!
El helicóptero pasó sin verme dándome una sacudida con la corriente de sus hélices, y desapareció al otro lado del montículo.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido?
¿Cómo había sido tan tonto para tener esperanzas? Debería haberlo sabido. Me había dejado cegar por mi patético deseo de ser normal.
¡Todo había sido fingido! ¡Cuando Aria salvó a la niña sólo estaba actuando! Había sido un espectáculo dedicado a cualquier animorph que estuviera observando.
Estaba furioso conmigo mismo. No hacía más que reprocharme mi estupidez.
La rabia era buena. La rabia me daba seguridad. La rabia era mucho mejor que las otras emociones que amenazaban con desbordarme.
<¡Idiota! ¡Eres un idiota! —grité—. Cada dos horas Aria se metía en el baño de su habitación. ¡Idiota! ¿Cómo no te diste cuenta, precisamente tú? ¿Cómo no supiste lo que eso significaba?>
¡Dos horas! ¡Dos horas de metamorfosis!
¡Aria se transformaba cada dos horas!
Me sentía tan mal que apenas podía batir las alas. No podía pensar. No veía. Todo daba vueltas a mi alrededor.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo mucho que aquella esperanza significaba para mí. Un hogar. Una familia.
<¡No para ti, Tobías, idiota! ¡Estúpido! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Ojalá estuvieras muerto!>
No podía volar. Aterricé bruscamente y me quedé en el suelo, repitiéndome una y otra vez:
<Te odio, Tobías. Te odio. Quiero que te mueras.>
En mi vida como humano, o como pájaro, nunca había estado tan deprimido. Sabía que mis amigos estaban combatiendo. Sabía que me necesitaban. Pero no podía…
No podía.
De pronto una mano me agarró
—Ven conmigo, Tobías. El arma está a punto de explotar.
Era Toby. En algún rincón de mi mente me pregunté cómo había llegado hasta allí, por qué. Más tarde me enteraría de que la batalla había ido mal para mis amigos y que Toby acudió al rescate con los demás hork-bajir.
Ella me había visto caer y me salvó. Y cuando estuvimos en lugar más seguro, me dejó con Rachel.
¿Cómo sabía Toby que debía dejarme con ella? No lo sé. Lo único que sé es que Rachel me llevó en brazos hasta que estuvimos a salvo.
Me llevaron al granero. Cassie me miró, me levantó las alas, me extendió las plumas. Buscaba alguna herida.
—Tobías, ¿te han disparado? —me preguntó perpleja.
Para hablar tuve que sacar cada palabra de un pozo muy hondo, como si pesaran mil kilos.
<No>, contesté.
—¿Entonces qué pasa? —quiso saber Jake.
<Es Aria.>
—¿Tu prima? ¿La mujer que quiere acogerte?
<Es una metamorfosis —dije sin ningún asomo de emoción—. Todo era una trampa. Aria es Visser Tres —entonces me eché a reír—. ¿La mujer que iba a ser mi familia? ¡Es Visser Tres! ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia. Tiene muchísima gracia.>