20

Había perdido al pequeño hork-bajir. Los yeerks lo habían capturado. Tal vez le obligaran a revelarles el camino al valle secreto de los hork-bajir. Tal vez lo convirtieran en controlador.

Y todo por mi culpa. Porque había dejado que el dolor me distrajera. Porque no había sabido concentrarme.

Era culpa del humano que había en mí. El humano que había en mí había dado demasiada importancia al dolor. Un halcón era mucho mejor en estas situaciones. A los halcones no les importa el dolor.

Me encontraba en la pradera. Amanecía, y el sol se alzaba tras el manto gris que la noche había tendido en el cielo.

Yo me moría de hambre.

¿Y por qué? ¿Por qué no había comido? Por culpa del humano que había en mí. ¿Cómo si no explicar la extraña confusión que sentía, las horribles visiones en las que yo mismo me convertía en mi presa?

Era algo humano.

Podía convertirme de nuevo en humano. En ese mismo momento. Podía transformarme en humano, sobrepasar el límite de las dos horas y nunca, nunca más tendría que matar para comer. Bueno… por lo menos no tendría que matar a los animales.

Una rápida metamorfosis, dos horas, y volvería al principio. Volvería a ser como ante. Humano. Tobías, un chico.

Desde que el Ellimista me devolvió mis poderes mórficos y me permitió adquirir mi propio ADN original, la cuestión había estado siempre en el aire. Rachel se la planteaba. Una vez incluso me lo sugirió: ¿por qué no me convertía en humano de nuevo?

Yo no había dado ninguna respuesta.

De pronto vi al otro halcón. Cada vez era más atrevido, más agresivo. ¿Cuánto tardaría en atacarme? Si yo hubiera sido un halcón auténtico, habríamos librado la batalla hacía ya tiempo. Incluso un halcón viejo y enfermo opondría más resistencia que la que yo había ofrecido hasta entonces.

El halcón volaba sobre la madriguera del conejo. De mi conejo. Él era puro halcón, un halcón auténtico, no una especie de monstruo con una garra en un mundo y la otra en otro.

<Eh, tú —llamé telepáticamente—. Sí, tú, halcón. ¿Por qué no te vas a invadir el territorio de algún otro?>

No hubo respuesta, por supuesto. Las palabras no significaban nada para él. No eran ni siquiera un ruido de fondo. Eran lo mismo que el silencio.

<Éstos son mis conejos, idiota. Largo de aquí. Ya sé que yo no me los como, pero siguen siendo míos. Sé que soy incapaz de cazar y matar como debería hacer un halcón, pero tampoco tienes que restregármelo por las narices. Por el pico.>

El hambre llegaba en oleadas.

Qué vida más miserable. Qué criatura tan asquerosa era yo. Para vivir como un halcón tenía que combatir a otro halcón. Un enfrentamiento entre aves. ¿Y por qué? ¿Por un conejo? ¿Por unos cuantos ratones? ¿Iba a luchar contra otro halcón por el derecho a matar y devorar roedores?

Antes no tenía elección, pero ahora sí. Estaba eligiendo vivir como halcón. Estaba eligiendo construir mi vida en torno a una miserable pradera y los patéticos roedores que había en ella.

Tal vez estaba loco.

Antes me decía que no tenía otro sitio donde ir, que nadie me quería, que no tenía parientes, no tenía familia. Ahora había aparecido esa tal Aria, una persona que se estaba tomando muchas molestias para encontrarme, alguien a quien yo le importaba.

Tal vez.

<¿Tobías?>

Pegué un brinco del susto. Al cabo de un instante reconocí la voz telepática de Ax y me tranquilicé. Ax venía a veces por allí. Éramos la pareja más rara de la galaxia: el alienígena y el chico pájaro.

<Eh, Ax-man, ¿qué haces ahí abajo?>

<Abajo es lo contrario de arriba. Aunque, por supuesto, esos términos no significan nada fuera del contexto de un campo concreto y localizado de gravedad.>

<Vaaaale.>

<¿Ha tenido gracia? Intentaba hacer un chiste.>

<Ah. Bueno… La verdad es que no soy la persona adecuada para contestar>, dije evasivamente, mirando a aquella extraña criatura que era mi amigo.

Cuando uno mira a un andalita, no hay manera de negar lo evidente: los andalitas no son de por aquí. Ax me miraba con uno de los ojos de sus cuernos. El otro vagaba a izquierda y derecha, inspeccionando la pradera.

<¿Has comido?>, me preguntó.

Yo podía haber mentido.

<No.>

<¿Qué pasa, hay pocas presas?>

<Sí, y demasiados depredadores.>

<Sí, ya he visto al otro miembro de tu especie.>

<Yo no tengo especie —repliqué—. Soy un monstruo único.>

Ax no tenía respuesta. No creo que los andalitas aprueben la lástima por uno mismo, ni cualquier otra emoción sin sentido.

<Lo siento —dije con un suspiro—. Es que tengo hambre y estoy de mal humor.>

<El hambre es una distracción —concedió Ax—. Puesto que los demás están en el colegio hoy, pensaba que a lo mejor podíamos investigar un poco a esa Aria.>

<Deberíamos estar buscando al pequeño hork-bajir —repliqué con amargura—, no investigando a mis parientes.>

<La primera vez encontraste al hork-bajir al seguir a la mujer.>

¿Acaso estaba Ax sugiriendo algo? No. Todo había sido mera coincidencia, ¿no era así? Aria era una fotógrafa profesional, había oído hablar de aquel extraño animal y había ido a verlo.

No podía ser una controladora. ¿Por qué se iba a quejar una controladora sobre el tratamiento que recibían los animales en el safari de Frank?

<Muy bien, Ax. De todas formas no tenemos otra cosa que hacer.>

Miré por última vez a mi adversario.

<Adelante —le dije—. Mira, te puedes quedar con la maldita pradera.>