<Pobre, estúpido hork-bajir —prosiguió Visser Tres, fingiendo pena—. Ni siquiera puedes apreciar la magnificiencia de este cuerpo. Es lo que se llama un Kaftid.>
La cabeza andalita de Visser se estrechó y se alargó, hasta parecer la cabeza de un caballo de mar, con su boca rígida y tubular, el cuello alargado y dos alas correosas que le crecieron justo detrás de la cabeza, pero que no podrían haberle permitido volar.
Su cuerpo de cuatro patas desarrolló cinco, seis, siete, ¡ocho patas! La cola desapareció, y el pelaje azul y marrón dio paso a una piel verde y viscosa como la de una rana.
Tiré de Bek para acercarlo a mí y, sin hacer caso del dolor, me agaché para pasar junto al monstruo en que Visser Tres se estaba convirtiendo. Pero Bek estaba muerto de miedo, gritaba y lloraba e intentaba volver al edificio, que sin duda le parecía un lugar más seguro.
Yo quise levantarlo en brazos, pero no estaba muy familiarizado con mi cuerpo de hork-bajir y tenía miedo de cortar al pequeño con mis cuchillas.
Por fin logré pasarle el brazo por la cintura y echar a correr. ¡Pero era demasiado tarde! Cuando pasaba junto al costado derecho de Visser Tres… ¡SSSSPPAASSSSS! De la boca del monstruo salió un chorro líquido del color del anticongelante. No me alcanzó por pocos milímetros, pero cayó sobre un tablón.
¡SSSSS!
¡Era ácido! En pocos segundos la madera humeaba y se desintegraba debido a la corrosión de aquel líquido amarillento.
<¡Ja, ja, ja! —rió Visser Tres encantado—. ¿Estás dispuesto a rendirte, hork-bajir? ¡Tú no eres un luchador! ¡Tú raza ha nacido para ser esclava!>
¿Rendirme? Una idea excelente. Con Bek en los brazos no podía atacar directamente a aquel espantoso monstruo alienígena que escupía ácido.
—¡Me rindo! —exclamé.
<Al suelo, entonces —replicó Visser—. Tengo que encargarme de los bandidos andalitas. ¡Al suelo boca abajo, esclavo! ¡Y agarra bien al pequeño!>
—Sí. Al suelo —dije, intentado sonar como un hork-bajir, mientras me arrodillaba para tumbarme.
En ese momento a Visser Tres le entraron las prisas y quiso pasar por encima de mí, desesperado por alcanzar a los demás.
Pero pasó demasiado cerca. Un rápido y poderoso gesto con mi brazo, ¡CHAS! ¡CHAS! ¡CHAS!, y de repente, en lugar de ocho patas, Visser solo tenía cinco.
<¡Aaaarrrrgh!>, rugió de rabia y dolor. Se estaba cayendo, incapaz de soportarse con tres patas menos. Pero mientras caía, giró la cabeza y apuntó a bocajarro.
¡Apuntaba a Bek!
Tensando todos los músculos de mi cuerpo, rodé sobre Bek, interponiendo la espalda entre él y el ácido de Visser.
¡Sentí un dolor inimaginable! ¡Estaba ardiendo vivo! ¡Estaba en llamas!
No podía pensar, no podía dominarme.
Me puse en pie, tambaleándome y aullando de dolor, eché a correr hacia la laguna y me tiré al agua.
Agua. Bendita agua lodosa que diluyó el ácido antes de que me corroyera hasta la columna.
¡Qué alivio!
Pero de pronto me di cuenta de que Bek había desaparecido. Lo había perdido. Me levanté del estanque chorreando lodo y escudriñé frenético la orilla.
No había señales de Visser Tres o del Kaftid.
Ni de Bek.
<¡Nooooo!>, grité angustiado.
De las ruinas del safari de Frank salió un corpulento animal que corrió hacia el estanque. Al llegar a la orilla se detuvo y se alzó en toda su altura.
El oso pardo parpadeó con gesto miope.
<¿Tobías?>
<¡He perdido a Bek!>
<Sal del agua si no quieres perder también el trasero —gritó Rachel—. ¡Dos cocodrilos van hacia ti!>
<¡He perdido a Bek!>, exclamé de nuevo.
<Olvídate de Bek. Los yeerks huyen, y nosotros también. Vienen para aquí la policía, los bomberos y varias ambulancias. ¡Hay que largarse!>