17

En cuanto se apagaron las luces descubrí que los hork-bajir no están muy equipados para ver en la oscuridad. Los elefantes tampoco, pero a los elefantes no les importa mucho, puesto que pueden pisotear casi cualquier cosa que se les ponga en el camino.

¡BRRRAAAAAAAA!, bramó Rachel, echando a andar en torno al estanque de los cocodrilos en dirección al safari.

Era increíble lo deprisa que avanzaba. Yo apenas podía seguirle el paso.

Del edificio salían gritos:

—¡Eh! ¡Que enciendan las luces!

—¡Que nos devuelvan el dinero!

Corrimos hacia la pared más cercana. Rachel se detuvo y apoyó con cuidado la parte plana de su cabezota contra ella. Luego echó su peso hacia delante y oímos un crujido.

<¡Je, je! —rió Rachel—. Es sólo madera. ¿Acaso no sabe este cerdito que debería construir su casa de ladrillo? ¡Sal, cerdito, sal, o soplaré y soplaré y la puerta derribaré!>

Retrocedió un paso y descargó todo su peso contra la pared.

¡BLAAAAM! ¡CRAAAAAAAK!

<Con el ruido la gente habrá retrocedido. Vamos a entrar.>

Volvió a tomar carrerilla y se lanzó una vez más contra la pared de madera.

¡BLAAAAAM! ¡CRAAAAAAK! ¡CRUUUUNCH!

La pared cedió por fin. La gente gritaba.

—¡Vámonos de aquí!

Rachel entró a la carga entre las vigas rotas y los trozos de yeso, barritando como una loca, balanceando la trompa y en general causando los destrozos que a ella tanto le gustaba causar.

<¡Todos fuera! —ordenó en telepatía de ancha frecuencia—. ¡Elefante rabioso! ¡Hay un elefante furioso suelto! ¡Es Dumbozilla!>

En el momento de pánico general, nadie recordaría que en realidad no habían «oído» aquella advertencia.

Yo seguí los pasos de Rachel, que por aquel entonces andaba lanzando trompazos al techo, que se tambaleaba con cada golpe. Enseguida me puse a buscar al pequeño hork-bajir. Lo encontré en su jaula.

Pero no estaba solo. Al otro lado de la jaula había tres hombres. Dos de ellos llevaban pistolas convencionales. El tercero blandía un arma que yo había visto ya muchas veces: un rayo dragón de los yeerks.

Los tres controladores humanos se me quedaron mirando boquiabiertos. No me miraban como una persona normal miraría a un hork-bajir, sino como alguien que ya conocía a los hork-bajir y que no esperaba ver a ninguno más.

<Esto… ¿Rachel?>, llamé.

<¿Qué? Perdona, pero con este jaleo no puedo evitar hacer algunos destrozos.>

<Eso díselo a Jake —dije—. Tenemos compañía.>

—¿Quién eres? —preguntó uno de los hombres—. Visser Tres no nos ha dicho que… ¡Un momento! ¡Es uno de los hork-bajir renegados! ¡Uno de los huéspedes fugados!

Bek me miró con expresión suplicante. Los controladores me apuntaron con sus armas y uno de ellos se puso a gritar con la boca pegada a un reloj que debía de ser también un comunicador.

Aquello se iba a poner feo. Los controladores estaban allí para llevarse al pequeño hork-bajir. Nosotros también. Sólo había una diferencia: a ellos no les importaba que Bek muriera en la refriega.