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Tardé un momento en darme cuenta de lo que estaba viendo. Era un edificio bastante ruinoso. Pero la verdad es que desde el aire todos los edificios tienen bastante mala pinta. No se ven más que tejados y aparatos de aire acondicionado. Ése era de una planta, pero con una falsa fachada que lo hacía parecer mucho más grande si uno se acercaba desde el suelo. Frente a él había un aparcamiento sin asfaltar en el que se veían pocos coches. En la parte trasera había un estanque verde y poco profundo, rodeado de una barandilla de madera de aspecto precario.

En las orillas de barro del estanque dos cocodrilos tomaban el sol.

A la izquierda del edificio había una tienda de licores, y a la derecha lo que parecía una pista de minigolf. Los piratas parecían ser el tema del decorado. La pieza central era un barco pirata de yeso.

<Es uno de esos zoos baratos —informó Rachel, que había bajado bastante para ver con claridad los carteles—. Se llama «Safari y minigolf de Frank».>

<¡Menudo nombre!>

<Menos mal que Cassie no ha venido. Odia esos sitios con toda su alma. Seguro que luego nos convencía para que viniéramos a liberar a todos los animales.>

<A lo mejor a eso ha venido Aria —supuse yo—. A lo mejor es verdad que es fotógrafa. Seguro que también odia estos sitios.>

<Sí, a lo mejor>, replicó Rachel escéptica.

Bajé un poco para inspeccionar un cartel de anuncio junto a la carretera.

Era uno de esos carteles con enormes letras de plástico: ¡GRAN NOVEDAD! ¡INCREÍBLE MONSTRUO ENANO! ¡LA CUCHILLA VIVIENTE!

<¡Madre mía! ¡Tenemos problemas!>, anuncié.

<¿Significan esos problemas que tendremos que aferrarnos a un helicóptero en pleno vuelo? —preguntó Rachel burlona—. A propósito, Tobías, es verdad que fue innecesario, pero muy espectacular, ¿eh?>

<La cuchilla viviente —repetí, leyendo el cartel—. Increíble monstruo enano.>

<¿Qué es una cuchilla viviente?>, preguntó Rachel.

<No lo sé muy bien, pero me da muy mala espina. Creo que deberíamos entrar.>

<Bueno, podemos convertirnos en humanos y entrar tranquilamente. Si tuviéramos dinero para sacar la entrada, claro.>

<Son dos dólares cada uno>, informé.

<Tengo que aprender a transformar tarjetas de crédito.>

<Siempre podríamos entrar como cucarachas —propuse—. No creo que nadie advierta a una cucaracha en un sitio así, y menos a un par de moscas.>

<Ah, odio transformarme en insecto.>

<Oh, oh. Me da la impresión de que se te ha ocurrido algo.>

<¡Venga ya! Después de tu idea de agarrarnos a un coche de policía para luego salir disparado hacia un helicóptero, ¿vas a criticar mis propuestas?>

<Vaaaale. Está bien.>

<He visto que sólo hay un viejo vigilando la puerta. Y tengo que decirte que no creo que su pelo sea del todo auténtico.>

<¿Qué?>

<Tú ve al barco pirata del minigolf. Allí nos transformaremos. Yo voy enseguida.>

Rachel se lanzó planeando hacia el hombre que estaba sentado a la puerta del Safari de Frank, abrió las garras y le arrebató la peluca.

—¡Eh! —gritó él—. ¡Mi pelo!

El águila de cabeza blanca voló bajo y despacio, cargada con lo que parecía una rata almizclera, aunque en realidad se trataba de un peluquín. El hombre salió corriendo tras ella.

Yo me dirigí al barco pirata, y un instante después Rachel se reunió conmigo, todavía riéndose.

<¿Qué has hecho con el peluquín del pobre hombre?>, pregunté.

<Bueno, digamos que uno de los cocodrilos del estanque ha cambiado de look.>

Nos transformamos en el interior del falso barco pirata que estaba lleno de polvo y telarañas. Para salir tuvimos que pasar a trancas y barrancas por una puerta estrechísima. Nadie nos detuvo. Nadie reparó en nosotros ni entonces ni cuando entramos con todo descaro en el safari.