<¡Oh, no! ¡Va a coger un taxi!>, exclamé, viendo que el portero del hotel hacía una señal con la mano.
<El tráfico está fatal. Quizá podamos seguirlo>, dijo Rachel.
<Desde el aire no.>
<¿Tienes alguna idea?>
<Bueno, tengo un plan que te va a parecer una locura —contesté—. ¿Ves ese coche de policía? Va en la misma dirección que el taxi. ¿Ves las luces en el techo?>
Rachel se echó a reír.
<Es verdad. ¡Es una auténtica locura! ¡Vamos!>
Nos lanzamos hacia abajo a toda velocidad. Lo que tenía en mente no era precisamente sutil, sino más bien peligroso. Además, atraería la atención de todo el mundo. Pero podía dar resultado.
Las luces rojas del coche de policía estaban montadas sobre una barra. En cada extremo de la barra había una luz, a medio metro de distancia una de otra.
El taxi se dirigía hacia un gran bulevar, seguido el coche de policía. Sólo iban a unos treinta kilómetros por hora, debido al tráfico, pero halcones y águilas no pueden volar largas distancias en línea recta. Tenemos que girar para aprovechar las corrientes térmicas. Incluso a treinta kilómetros por hora, podíamos perder el taxi.
De modo que nos lanzamos hacia abajo, convirtiendo la altura en velocidad. Yo iba un poco adelantado.
<Rachel, ponte detrás de mí, pero ten cuidado con las turbulencias de mis alas.>
Bajamos desde una altura de más de veinte metros hasta el nivel de la calle, con un planeo del que cualquier piloto de avión se hubiera sentido orgulloso.
<¡Mantén la velocidad!>
<Vamos más deprisa que ellos. ¡Los pasaremos de largo!>
<¿Me vas a enseñar a volar?>
<¡No, señor! —Rachel lanzó un grito de emoción, como suele hacer cuando está a punto de suceder una verdadera catástrofe—. ¡Ja ja!>
El coche de policía seguía avanzando, nosotros caíamos en ángulo sobre él. Las dos trayectorias se encontrarían…
<¡Frena!> Moví las alas, aminoré un ápice mi velocidad, abrí las garras y…¡Sí! Me agarré a la barra del coche.
Rachel logró aferrarse a ella con una garra, pero falló con la otra. Dobló las alas y la corriente estuvo a punto de derribarla.
<¡Aguanta! —exclamé—. Abre las alas. Planea.>
De alguna forma logró entenderme. Movió rápidamente la otra pata y se aferró a la barra. Luego inclinó hacia delante su cuerpo, como para volar, y abrió las enormes alas.
Lo habíamos logrado. Un ratonero y un águila de cabeza blanca montados en el techo de un coche de policía, con las alas abiertas, el cuerpo inclinado, las garras tensas…
<¡Vaya, pues no se me hace tan raro!>, exclamó Rachel riéndose, todavía emocionada por el peligro.
Los demás conductores nos miraban con la boca abierta. Algunos estuvieron incluso a punto de chocar con el coche de delante. Pero la policía no se dio cuenta de nada.
<Alguien avisará a los agentes de que estamos aquí>, comenté preocupado.
<¡Qué va! —me aseguró Rachel—. A ningún conductor se le ocurre llamar la atención de la policía. La gente se siente culpable.>
Seguíamos bajando por el bulevar, a una distancia de tres o cuatro vehículos detrás del taxi. Avanzamos así unos kilómetros, hasta llegar a las afueras de la ciudad, donde los edificios se hacían más pequeños, más viejos y más ruinosos. Estábamos cerca del aeropuerto y un enorme 747 pasó con estruendo sobre nuestras cabezas.
Y entonces…
<¡Aaaaah!>
Las luces rojas se pusieron a girar y el coche aceleró de pronto. La resistencia del viento aumentó el doble. Apenas podíamos sostenernos. La sirena comenzó a sonar.
¿Creéis que las sirenas de policía son estrepitosas? Pues no sabéis lo que es tener un oído mucho mejor que el humano y estar posado a pocos centímetros de una de ellas. Todo eso sin contar el rugido de los cuatro motores del jumbo que pasaba por encima.
<¡Aaaaaaaah!>
En pocos segundos habríamos adelantado al taxi. ¡No! Una súbita curva, y el taxi y el coche de policía se separaron en una bifurcación.
Íbamos demasiado deprisa para mantener las alas abiertas. Avanzábamos a unos ochenta o noventa kilómetros por hora. Cerramos las alas y nos encogimos lo más cerca de la barra que pudimos. Yo bajé la cabeza y cerré con fuerza las plumas de la cola.
Corríamos en paralelo al aeropuerto. Otro jet, un 737, estaba a punto de despegar. Pero antes de que se elevara del suelo, algo mucho más pequeño se alzó por los aires.
Un helicóptero.
En cuanto se elevó tomó el mismo rumbo que el taxi.
<Se me ha ocurrido otra idea descabellada>, dije.
<No.>
<¡Voy allá!>
<¿Qué tengo que hacer?>, gritó Rachel.
<¡Concéntrate! Suelta la barra. Abre un poco la cola para elevarte, con las alas casi cerradas. Utiliza la cabeza para girar.>
<¿Cuándo?>
<¡AHORA!>
Solté la barra, abrí las plumas de la cola y las giré sólo un ápice hacia arriba. Luego abrí las alas, tan ligeramente que podían haber sido las aletas de un cohete.
Lo cual era muy apropiado, porque salí disparado como un misil con plumas. Giré con el más leve movimiento de la cabeza…
Estaba justo debajo del helicóptero. Viré un poco para ir en su misma dirección, me coloqué de espaldas, abrí las garras y…
<¡Aaaaah!> Me aferré al patín de aterrizaje.
Rachel estaba justo detrás de mí. Ella también se volvió y abrió las garras, pero no estaba preparada para la fuerte corriente de la hélice del helicóptero…¡Y falló!
<¡Nos vemos más tarde!>, grité.
<No mucho más tarde —rió ella—. Mira. El taxi acaba de parar.>
O sea, que yo acababa de realizar una acrobacia increíble… ¡para nada!
<De todas formas, ha sido espectacular>, me consoló Rachel. Pero seguía riéndose cuando yo solté el helicóptero y eché a volar avergonzado hacia el campo donde el taxi dejaba en ese momento a Aria.