Me sentía incómodo emparejado con Rachel. Ella me había visto comer carroña. No había dicho nada, ni yo creía que fuera a mencionarlo. Rachel es un poco brusca, pero también bastante sensible.
A pesar de todo, incómodo o no, no pensaba discutir con Jake. Yo tengo mis problemas, y él tiene los suyos. No quería complicar la situación.
Además, ¿qué podía decir? ¿Que prefería trabajar con Cassie porque ella no me había visto comer carroña?
Rachel asumió su forma de águila. Yo ya la había visto realizar esa metamorfosis muchas veces, pero por alguna razón en esta ocasión me quedé fascinado.
Rachel es muy guapa. Tiene esa belleza que dura toda la vida. Pero la belleza no es importante. Lo que de verdad importa es lo que uno lleva dentro.
Pues bien, ver a Rachel convertirse en águila era como ver su alma surgir al exterior. En su piel aparecieron plumas dibujadas. Su pelo rubio dio paso a las características plumas blancas del águila de cabeza blanca. Los huesos de sus brazos se estrecharon, se ahuecaron y se convirtieron en alas.
Su rostro, que nunca es precisamente dulce o muy amable, se tornó impenetrable e intenso. Sus ojos azules se volvieron marrones y destellaron con el fiero brillo de un ave rapaz. Sus labios se convirtieron en un enorme pico de águila.
Mientras tanto se iba haciendo más pequeña, a pesar de estarse transformando en una de las aves más grandes del mundo.
¿Me resultaba más hermosa porque ahora era un pájaro? No, por supuesto que no. En primer lugar, las águilas y los halcones no se aparean. Y en segundo lugar, su cuerpo de águila es macho.
Pero a veces me parecía que aquel cuerpo le sentaba mejor que el suyo propio. Su cuerpo original era engañoso, porque se parecía en parte a las relucientes imágenes de las revistas. El águila, sin embargo, era más «ella»: fuerte, rápida, inteligente, intensa y peligrosa.
<¿Listo?>, me preguntó.
<Listo.>
Rachel abrió las alas, mucho más grandes que las mías. Yo estoy muy orgulloso de ser un ratonero de cola roja, pero no cabe duda de que un águila de cabeza blanca llama muchísimo más la atención. Cuando uno ve un halcón ratonero puede pensar: «¿Qué es eso, un cuervo marrón?» Pero cuando un águila de cabeza blanca surca los aires con sus dos metros de alas extendidas, su pico amarillo y su inconfundible cabeza blanca, es evidente que se trata de algo especial.
Una vez leí que Benjamin Franklin quería que el pavo fuera el símbolo oficial de Estados Unidos. ¡Venga, hombre! Seguro que no había visto nunca un águila de cabeza blanca.
Aprovechamos una corriente térmica para elevarnos. Rachel tenía sus alas, pero yo contaba con mi experiencia, de modo que no me costaba seguirle el paso. No quiero presumir, pero si se añade la inteligencia humana al instinto de un ave. Es fácil volar más deprisa que ningún animal con alas.
<No le he mencionado nada a Jake, pero ya me he pasado toda la mañana observando a DeGroot>, comenté.
<¿Por qué a él? ¿Por qué no a esa tal Aria?>, quiso saber Rachel.
<A él le conozco. Me resultó fácil observarlo. Además…>
<¿Además, qué?>
Estaba a punto de decir que todo el asunto de Aria me ponía muy nervioso.
<Nada. A ver si podemos encontrarla. Yo sé en qué hotel se aloja, y en qué habitación. Antes me transformé en humano y llamé al hotel.>
<¿De dónde sacaste dinero para la cabina?>
<¿Con mi vista? Las monedas brillan al sol. No hay más que volar un rato cerca de una lavandería o el McDonald’s. Enseguida te encuentras una moneda.>
Rachel se echó a reír, como si aquello fuera lo más gracioso del mundo.
<Desde luego se te da de miedo enfrentarte a las situaciones más raras.>
<Ya, bueno, no siempre. A veces me acobardo.>
<¿Qué quieres decir?>
<Vamos a virar un poco hacia el oeste para aprovechar la brisa y descansar un poco las alas>, contesté.
<Ya. O sea, que no quieres hablar de eso. Por mí estupendo.>
En cuanto viramos sentí el empuje del aire. Volar se parece mucho a navegar. Se puede volar contra el viento, pero se cansa uno enseguida. Sin embargo cuando el viento coopera y sopla en tu dirección, es estupendo.
<No es nada —aseguré fingiendo una carcajada—. Un problema entre aves.>
<O sea, que no quieres hablar. Estupendo —gruñó ella—. Tenemos diez o veinte minutos de vuelo y no me he traído nada para leer.>
<Si no tiene importancia… Es que hay un halcón que se ha trasladado a mi territorio.>
Me sentí como idiota. Era como volver a ser el Tobías de antes: siempre tan tonto y tan débil. No me extraña que recibiera tantos golpes cuando era humano. Era como si fuera suplicando por ahí que la gente me despreciara.
«Genial, Tobías —dije para mis adentros—. A Rachel precisamente le encantará saber que no puedes solucionar tus problemas con otro pájaro. Es patético».
<¿Es más grande que tú?>
¿Por qué no aprenderé a tener la boca cerrada?
<Mira, déjalo —repliqué—. Lo que pasa es que todavía no he decidido cuándo es el mejor momento de acabar con él.>
Sí, ya. Muy creíble.
<Ahí está el hotel. Tenemos que ir a la planta veintitrés —informé—. La habitación dos-tres-cero-seis.>