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El abogado se llamaba DeGroot. Su despacho no era gran cosa. Estaba en una de esas galerías comerciales, con un supermercado en un extremo y una oficina de seguros en el otro.

No parecía el lugar más adecuado para tender una trampa. Pero es lo que tienen las trampas: si parecieran trampas no serían muy efectivas.

Y el sitio ofrecía un gran problema para nosotros: no había dónde esconder ningún cuerpo grande. No podríamos ocultar el tigre de Jake o el oso pardo de Rachel.

Detrás del edificio había un contenedor de basuras. El hueco que quedaba entre el contenedor y la pared era oscuro, un buen escondrijo para transformarme.

Pero yo vacilaba, flotando sobre el edificio en las estupendas corrientes de aire creadas por el sol y el asfalto. Por la ventana del despacho del abogado veía a una secretaria, unas revistas viejas en la sala de espera… Pero ni rastro de DeGroot.

No importaba. Las caras tampoco dicen gran cosa. Sobre todo cuando lo más importante acerca de la persona es el gusano que se esconde en su cerebro. Miré en torno a mí y vi a algunos de mis amigos. Jake y Cassie estaban sentados en los bancos frente al Taco Bell. Jake estaba comiendo nachos y mirándome. Yo giré un poco, como para saludar, y él levantó un nacho, como si hiciera un brindis.

Marco salía en ese momento del supermercado con un vaso de refresco, tan grande que yo me podía haber dado un baño en él. Fingió encontrarse de pronto con Ax (que tenía su forma humana, por supuesto), y se acercó a saludarle.

A Rachel no se la veía, pero yo sabía que estaba en la lavandería junto al despacho del abogado. Ella era mi primer refuerzo. Si yo gritaba pidiendo ayuda, se metería en los servicios de lavandería para transformarse en oso y saldría a través de la pared para salvarme. ¡Pobre del que estuviera usando los servicios si Rachel los llegara a necesitar!

Todos estaban en sus puestos. Todo estaba listo.

Aún así, vacilé. No porque la situación me preocupara, ni por que tuviera miedo (es muy tranquilizador saber que uno cuenta con un oso pardo para defenderle). No, lo que pasa es que estaba nervioso. No sabía qué iba a descubrir, qué iba a averiguar, a qué tentaciones tendría que enfrentarme.

Una palabra curiosa: «tentaciones». Un concepto muy raro. Pero eso era lo que más me preocupaba: la tentación.

«Muy bien, Tobías —me dije—. Todos se van a dar cuenta de que estás perdiendo el tiempo. Vamos de una vez».

Bajé hacia el tejado de la galería y me metí deprisa en el hueco detrás del contenedor. Un sitio precioso: latas de cerveza, bolsas de patatas vacías, papeles de caramelos, colillas…

En cuánto me posé en el sucio suelo empecé a transformarme.

Tiene gracia, ¿sabéis?, porque cuándo Jake o los demás se convierten en personas, lo que hacen es recuperar su propio cuerpo. Pero para mí la persona no es más que otro animal en que puedo convertirme. El ADN humano corre por mis venas. Mi propio ADN, gracias al trabajo de una criatura poderosísima llamada el Ellimista.

En una de nuestras primeras misiones me quedé atrapado en el cuerpo de halcón, que llegué a considerar mío. Unos meses más tarde, colaboré con el Ellimista para ayudar a escapar a unos cuantos hork-bajir libres. El Ellimista me pagó por mis servicios, pero como pasa siempre con esta criatura indescifrable, hubo una complicación.

Yo le había pedido lo que más deseaba. Había pensado que me convertiría en humano otra vez. Pero no. Lo que hizo fue dejarme convertido en halcón, pero devolviéndome mis poderes mórficos. Y manipulando también el tiempo, me hizo enfrentarme con mi yo del pasado y adquirí así mi propio ADN. De esta forma podría volver a ser como antes, aunque sólo durante dos horas, y conservar mis poderes mórficos. O también podría conservar la forma humana durante más de dos horas, y perder para siempre mi capacidad de transformación.

La raza de Ax, los andalitas, saben muy poco sobre la raza llamada «Ellimista». De hecho nadie sabe con seguridad si sólo existe un Ellimista, o si por el contrario son muchos.

Los andalitas dicen de todo sobre los Ellimistas. Los consideran embaucadores, criatura de poco fiar que utilizan sus poderes de forma impredecible.

En fin, el caso es que el Ellimista me engañó. Me obligó a tomar una decisión imposible: convertirme en humano y dejar de ser animorph, o vivir como vivo ahora.

Todo esto me vino a la cabeza mientras intentaba concentrarme en mi metamorfosis. Sentí de nuevo resentimiento hacia el Ellimista, pero sobretodo lamenté mi propia indecisión.

Despacio al principio, porque estaba un poco distraído, y luego más deprisa, mi cuerpo empezó a cambiar. Me hice más alto. Mis afiladas garras se trasformaron en dedos rosados. Mis patas correosas salieron de su envoltorio de plumas y se hicieron más gruesas. Mis huesos se estiraron, cada vez más sólidos.

Mis órganos internos se agitaban y cambiaban. Era una sensación de hormigueo que casi daba náuseas. Lo cual es comprensible, teniendo en cuenta la extraña transformación que sucedía en mi interior.

Los huesos de las alas se hicieron cada vez más pesados. De las garras comenzaron a surgir dedos, al tiempo que las plumas de mi cuerpo se rizaban y desaparecían para dar paso a una piel rosada y a la poca ropa que había logrado incorporar a la metamorfosis.

El pico se fue convirtiendo en labios. En la boca brotaron los dientes con unos crujidos que resonaron en mi cráneo.

Cada vez oía peor. La vista también disminuyó, como si lo que pasaba a más de diez metros de distancia perdiera importancia. Mis ojos no enfocaban de forma natural las cosas lejanas.

Me sentí desnudo sin mis plumas. Me sentí sordo y ciego. Era como si alguien manipulara los botones de «brillo» y «contraste» de una tele vieja, para luego bajar el volumen a la mitad.

Los sentidos humanos funcionan bien para los humanos. Pero comparados con un halcón, los seres humanos son sordos y ciegos.

Lo peor de todo era la fuerza de la gravedad. No es que los halcones no la sientan, es que no es tan… poderosa cuando uno tiene alas. Era como si estuviera hecho de hierro y la tierra fuera un potente imán.

Habíamos dejado una bolsa de papel con ropa más apropiada detrás del contenedor. Me vestí lo más deprisa posible con mis dedos torpes. De todas formas, hasta cuando son torpes los dedos son una maravilla. Ésa si que es una gran ventaja que tienen las personas sobre los halcones: la mano.

Sí, el cerebro de los hombres es el mejor que existe, pero sin la mano no sería nada. Inspeccioné mi ropa, me miré los zapatos, me pasé la lengua por la boca notando aquellos extraños dientes duros.

—Hola —dije para probar mi voz—. Hola, hola. Me llamo Tobías.