Todavía tenía hambre. Y además estaba aturdido. No era la primera vez que tenía una experiencia cómo aquella. Todo había comenzado hacía un par de semanas. Extraños flashes que eran como soñar despierto. Igual me lanzaba contra una presa y en el último momento sentía que mi mente se convertía en la de mi víctima.
Al menos ésa era mi impresión. Ya sé que parece una locura. Claro que en mi caso, ¿cómo se puede hablar de locura o cordura?
A veces me pregunto incluso si no estaré chiflado del todo. Quizá soy un loco encerrado en un manicomio, imaginándome que soy un halcón. Tal vez tengo puesta una camisa de fuerza, o me encuentro en una habitación acolchada en un pasillo lleno de chiflados que se creen que son Napoleón o George Washington o un ratonero de cola roja.
¿Cómo puedo saberlo? ¿Saben los locos que están locos? ¿Se dan cuenta de que sus imaginaciones no son reales?
Abandoné la caza del conejo. Pero aquella impresión imborrable de ser la presa en lugar del depredador me nublaba la mente. A pesar del sol de la mañana que provocaba corrientes de aire caliente, me sentía como volando entre sombras.
Todavía era temprano. La urbanización que tenía debajo estaba tranquila. La gente se metía en los coches para ir al trabajo. Los niños esperaban el autobús. Algunos charlaban o jugaban. La mayoría estaban medio dormidos.
Volé sobre ellos, ignorado por todos. Y entonces lo vi. Estaba fresco, eso lo noté enseguida.
Un mapache, con las patas traseras aplastadas por una rueda de coche.
Carroña.
Pero era fresca. El animal no llevaba muerto más de una hora. La carne aún estaría caliente, sobre todo en un día tan cálido cómo aquél. Pero los gusanos todavía no habrían crecido. Todavía no.
Volé en círculos sobre él.
Si todavía respirara… Qué tontería, ¿verdad? De alguna forma consideras que está bien matar a un animal para comértelo, y sin embargo está mal comértelo si no lo has matado tú.
La verdad es que yo ya había visto halcones devorar animales muertos. Halcones débiles, viejos. Halcones desafortunados. Pasa de vez en cuándo.
Pero a mí no me había pasado nunca.
Volaba cada vez más bajo. La carne era fresca y yo tenía hambre. Mi hambre discutió conmigo, y era muy convincente. De modo que al final bajé, tan deprisa como si fuera a matar. Tal vez quería fingir que era así.
Aterricé en la carretera y miré en torno a mí. No venía ningún coche. Deprisa, furtivamente, hundí el pico en el vientre de mapache y comencé a comer.
Sí, todavía estaba caliente. Desgarraba trozos de carne y me los tragaba.
—¿Tobías?
Giré con brusquedad la cabeza, aunque ya había reconocido la voz.
¿Rachel? ¡No! ¡Dios mío, no!
Llevaba los libros debajo del brazo. Rachel sería hermosa entre el barro o bajo el granizo. Pero en un día soleado como aquél, me estremecía el corazón.
Ella me miró. Estaba avergonzada por mí. Quería decir algo, pero no supo qué. Sentía humillación. ¿Qué podía hacer yo?
Aleteé y eché a volar. Tal vez ella creyera que se trataba de un halcón cualquiera. Tal vez. O por lo menos podía fingir creerlo.
Mientras volaba me tragué el trozo de hígado de mapache que todavía llevaba en el pico.