27

Tardamos otros dos días en llegar a casa. Nos escondimos en trenes y camiones. Volamos. Disfrutamos del calor.

Una vez, mientras volábamos aprovechando una estupenda corriente de aire cálido, hablamos de los venber. Todavía podían quedar dos de ellos vivos, paseando por el Ártico. Tal vez incluso supieran que las criaturas a las que habían perseguido eran humanas. Era un cabo suelto. Pero los venber nunca se dirigirían hacia el sur, hacia la civilización.

<La próxima vez que oigamos alguna historia sobre el abominable hombre de las nieves, tal vez tenga algo de verdad>, señaló Tobías.

No sé por qué nos importaba tanto. Los venber habían intentado matarnos. Bueno, no ellos en realidad. Ellos no eran más que indefensas herramientas de los yeerks, víctimas de una antigua tragedia que habían vuelto a la vida sólo para escribir un nuevo capítulo de crueldad.

Por fin, llegamos a casa y relevamos a los Chee que habían tomado nuestros lugares. No sé si les había gustado interpretar su papel. ¿Cómo saber lo que piensa un androide?

Yo preferí olvidarlo todo. Es una cosa necesaria. Después de una guerra, no se puede estar pensando en todo lo que ha pasado.

Más vale olvidarse del miedo y el dolor. Si no se volvería uno loco.

Pero hay cosas difíciles de olvidar. A veces las cosas más pequeñas.

—¿Marco? ¿Todavía estás vivo? —me preguntó mi padre desde el piso de abajo.

—Sí, papá.

—¡Llevas ahí dentro una hora! ¿No piensas salir?

—Sí, claro, dentro de un rato.

—Por lo menos podrías poner el extractor de aire. Está la casa que parece una sauna.

—Lo siento. Se me había olvidado.

Era mentira. No se me había olvidado. Tenía ganas de que toda la casa pareciera una sauna. Y había considerado la idea de quedarme en la ducha para siempre.

Calor. Jo, no sabéis qué agradable es el calor. Bueno, por lo menos para los humanos.

—¡Marco! —gritó mi padre de nuevo, esta vez más cerca.

—¿Qué? —contesté yo debajo del agua.

—¡Tienes la habitación hecha una leonera!

Cuando llegué a mi casa, me quedé horrorizado al ver que alguien había limpiado mi habitación. La habían dejado limpia, pero limpia de verdad. ¡No había a la vista ni una mala bolsa de patatas fritas! Erek intentando interpretar mi papel… ¡Ja!

—Ya decía yo que esta súbita fiebre por la limpieza no te iba a durar mucho —murmuró mi padre, al otro lado de la puerta del baño.

—Ya, bueno —repliqué, cerrando el grifo de mala gana.

—De todas formas te agradezco lo que has hecho en el garaje. Nunca lo había visto tan ordenado.

—Claro, claro. Oye, ¿no me habrá llamado Marian estos últimos días?

—¿Estos días? —repitió mi padre—. No, ya te lo habría dicho.

—Ya. Bueno.

—Oye, ¿te apetece que salgamos a tomar algo?

Yo asomé la cabeza mojada por la puerta.

—¿Algo como qué?

—Estaba pensando en un helado.

—Un helado.

—Sí, un helado.

—Perdona.

Cerré la puerta, me metí otra vez en la ducha y abrí el grifo del agua caliente. Caliente. Muy caliente.