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Se agitaba en silencio. La parte inferior de su cuerpo era ya un charco de líquido viscoso. En el aire había un fuerte olor parecido al cloro.

La mitad superior del venber todavía intentaba atraparnos, obedeciendo su programación.

Sólo era un ordenador biológico, una espantosa creación de los yeerks. Incluso en los estertores de muerte, aquella criatura no podía hacer más que cumplir con su programa.

Pasamos sobre el cuerpo del venber. No había otro camino. Noté en las patas el picor del producto químico.

<¡Jake! —grité—. ¡Tráelos al hangar!>

Varios controladores humanos se arracimaban detrás del caza, armados con rayos dragón, pero eran demasiado lentos.

—¡Braaaarrrrrrr!

Rachel y Ax se lanzaron contra ellos. Los controladores cayeron como bolos.

Jake y Tobías entraron corriendo en ese momento, ensangrentados, con la piel desgarrada. Dos venber venían tras ellos. Los venber penetraron en el aire caliente. Siguieron avanzando, pero los pies se les convirtieron en cola.

Justo detrás venía otro a la carga. Sucedió lo mismo con él. Un instante, cargaba feroz; al siguiente, daba pena.

Yo me los quedé mirando, como pasmado, contemplando aquel irracional suicidio. Los venber entraban por el agujero, tropezaban, caían, se derretían.

Ax ya estaba a bordo del caza más cercano. Yo salí de mi horrorizado trance y me di cuenta de que, de hecho, todos estaban en el avión. Excepto Cassie y yo.

Esperamos hasta que los ocho venber de la base se destruyeron ellos mismos. No sé por qué. A pesar del peligro, a pesar del terror, tenía que haber algún testigo. Alguien tenía que contar un día la verdad sobre las atrocidades yeerk.

<¡Marco! ¡Cassie! ¿Qué hacéis? ¡Vamos!>, nos apremió Rachel.

Por fin, subimos a bordo de la nave. Los otros ya se estaban transformando, porque si no no habría habido forma de meter tanto oso en una nave diseñada para albergar un hork-bajir, un taxxonita y tal vez uno o dos pasajeros.

Ax emergía del oso. Su pelaje azul sustituía al blanco, sus cuernos con ojos salían de las cejas del oso. Sus garras se estiraban para convertirse en dedos andalitas con los que manejar los controles de la nave.

<Motores encendidos —informó con calma—. ¿Quién se hará cargo de las armas?>

<Yo>, me ofrecí.

La nave-insecto se alzó del suelo. A través de los paneles transparentes veíamos a los controladores humanos pisar a los venber, casi ya del todo líquidos. Todavía quedaba la cabeza y el brazo de un venber… pero no tardaron en desaparecer.

Yo ya era más humano que oso. Había estado antes en un caza, y más o menos conocía las armas. No eran difíciles de manejar, la verdad. Más sencillo que un joystick de Nintendo.

—El otro caza —dijo Jake, que parecía muy tranquilo.

Ax giró la nave hasta que nuestros dos rayos dragón apuntaron a la otra nave.

<Baja potencia, por favor>, dijo Ax.

Yo disparé. Incluso a baja potencia, la onda expansiva de la explosión de la otra nave nos estampó contra las paredes de metal.

A continuación, giramos y atomizamos la pared. Ax puso la nave en marcha y desaparecimos en la noche por encima de la base.

—La antena —dijo Jake.

Yo disparé de nuevo

¡TSIUUUU!

La antena quedó atomizada.

—Aquel edificio.

¡TSIUUUUU! Edificio desaparecido.

Fuimos destruyendo sistemáticamente toda la base, edificio por edificio, un vehículo tras otro. Antes de disparar, dábamos tiempo a que los controladores humanos escaparan corriendo como ovejas aterradas. Lo que queríamos era la base, no a ellos.

—El hangar —dijo Jake por fin.

Apunté y disparé. Los últimos restos de los venber se hicieron humo, vapor y átomos sueltos.

—Descansen en paz —dijo alguien. Resultó que era Rachel.

Finalmente, nos dirigimos hacia el sur a toda velocidad. Pero no llegamos muy lejos.

<¡Una sonda de rastreo! —exclamó Ax, moviendo las manos como loco sobre la consola—. Nos han localizado. ¿Quiénes son?>

Esperó un momento mientras el ordenador de la nave nos daba una respuesta.

<Es la nave-espada, príncipe Jake. Nos quiere interceptar.>

—¿No podemos perderla?

<No. Pero sí podemos viajar cierta distancia antes de que nos atrape.>

Seguimos avanzando hacia el sur. La nave-espada venía tras nosotros como un guepardo detrás de un cerdo. Todavía llevábamos mucha ventaja, pero el guepardo iba a comer jamón, de eso no había duda.

Tres minutos antes de que la nave-espada nos interceptara, hicimos explotar el caza. Fue una gigantesca bola de fuego en la noche. Seguro que la vio un montón de gente.

Lo que no vieron fueron seis aves de presa que bajaban hacia la tierra.