David pasó la noche en mi casa. A mi padre le dije que era un amigo que se quedaba a dormir. Le dejé mi cama y yo utilicé mi saco de dormir y un colchón inflable. Un colchón que a eso de las dos de la mañana había perdido todo el aire.
Lo cual fue una suerte, porque me desperté justo cuando David salía a hurtadillas de la habitación. Le pesqué intentando llamar desde el teléfono del pasillo.
Colgué con el dedo antes de que él pudiera marcar.
—Pueden localizar la llamada —susurré.
—Estoy llamando a mis padres —replicó él con fiereza.
Yo asentí con la cabeza.
—Muy bien, pero no desde aquí.
Nos vestimos, pasamos de puntillas por delante del dormitorio de mi padre y bajamos por las escaleras. Fuera hacía frío.
—Vamos —dije.
—¿Adónde?
—¿Quieres llamar a tu casa? Muy bien, pero desde una cabina. Ya veremos lo que pasa.
Bajamos por la calle, confiando en que no nos viera ningún policía. Yo no estaba acostumbrado a rondar por las calles de noche, por lo menos no como humano. Normalmente lo habría hecho transformado.
Llevé a David por un oscuro callejón, atravesamos una verja y recorrimos la avenida hasta el aparcamiento del 7-Eleven.
—Ahora escucha —comencé—. Vamos a hacerlo a mi manera. Llama y di a tus padres que estás bien. Pero no les digas con quién estás y no les digas dónde estás. ¿Entendido?
David asintió, pero no creo que pensara hacerme caso. De todas formas daba igual, porque no iba a dejarle solo. Tendría el dedo a medio centímetro de la palanquita, dispuesto a colgar en cuanto sospechara que David iba a meter la pata.
David metió una moneda y comenzó a marcar. Yo le agarré el brazo.
—Antes de nada, te voy a decir exactamente lo que va a pasar. Tus padres parecerán totalmente normales. Te dirán que vuelvas a casa. Si te niegas, querrán saber dónde estás. Tú pregúntales qué ha pasado hoy en tu casa. Nada más.
David terminó de marcar.
—¿Papá? Soy yo, David.
Esperé un momento mientras él escuchaba.
—No, no estoy bien. Tengo miedo.
Otra pausa. Yo esbocé con los labios la palabra «pregúntale».
—Papá, ¿qué ha pasado? Me refiero a todo aquello con los alienígenas.
David me miró. En sus ojos se notaba el miedo.
—¿Qué ha sido una broma? —repitió por teléfono—. ¿Qué tus compañeros de trabajo te han gastado una broma?
Yo puse los ojos en blanco. Me esperaba cualquier excusa tonta, pero no una cosa tan descabellada.
—Papá, yo vi a un alienígena convertirse en un monstruo. Eso fue real.
Pausa.
—Estoy bien, estoy…
¡CLICK! Corté la llamada.
David se volvió hacia mí, furioso. Tenía un aspecto fantasmal bajo el resplandor fluorescente del 7-Eleven.
—¿Qué haces?
Lo arrastré de la manga.
—Vamos. Ya está bien.
David se sacudió.
—Déjame en paz, Marco. Tú no eres quién para decirme qué tengo que hacer.
—Escucha, idiota, dentro de dos minutos van a venir a buscarte un montón de yeerks. Habrán localizado la llamada.
—Mi padre no haría eso.
—¿Ah, no? Ven conmigo. Ya verás lo que pasa.
Cruzamos la avenida hasta donde se alza una hilera de edificios viejos, de esos que tienen portales oscuros. Allí nos escondimos en las sombras.
Me había equivocado. No tardaron ni dos minutos.
Un minuto y medio después dos jeeps con las ventanillas ahumadas bajaron a toda velocidad por la calle. La larga y siniestra limusina no venía muy atrás. De los jeeps salieron controladores humanos. No había ningún hork-bajir. Nunca se ponían al descubierto.
—¿Lo ves?
—Eso no demuestra nada —susurró David.
Pero de pronto apareció otro coche del que salieron los padres de David. Su padre comenzó a repartir fotos entre los otros.
—Es tu foto —dije.
—Son los compañeros de trabajo de mi padre —replicó David—. Otros espías, como él.
—¿En qué trabaja exactamente tu padre?
—Trabaja para la Agencia de Seguridad Nacional. Así que será él quien ha localizado la llamada y ha traído a sus compañeros. Me está buscando, nada más.
Su padre y otros dos hombres cruzaron la calle a la carrera, esquivando el tráfico. Desde donde estábamos se oían sus pasos y la voz del padre de David.
—Si no encontramos a ese chico Visser Tres se va a ensañar con nosotros —dijo.
David se hundió. Yo temí que hasta se desmayara.
—Vienen hacia aquí —exclamó con voz rota—. Nos van a ver.
<No, no nos verán>, contesté telepáticamente.
Supongo que David ni se dio cuenta de que no había oído mi voz. Los tres hombres se acercaban.
Y de pronto…
¡PLUM! ¡PLUM! ¡PLUM! ¡PLUM!
Se oyó el ruido de algo que venía a la carrera. Algo muy grande.
David y yo asomamos la cabeza. Los tres controladores se volvieron al oír el galope. Era un rinoceronte y bajaba disparado por la calle.
El padre de David y uno de los hombres tuvieron la sensatez de apartarse del camino. El tercer hombre no fue tan listo.
¡UUUMPF!
El cuerno del rinoceronte chocó contra carne humana y la carne humana no hizo muy buen papel, la verdad. El controlador salió por los aires, dio una vuelta de campana y aterrizó de golpe en el suelo.
<Debe de ser Jake —dije con calma—. Él y los otros han estado vigilando mi casa por turnos, por si había problemas. Nos han seguido.>
El padre de David sacó su pistola y apuntó al trasero de Jake, que se alejaba. No es que aquella pistolita de nada pudiera hacer daño al trasero de un rinoceronte, pero aun así…
Salí de las sombras, agarré al padre de David por el cuello con una enorme manaza de gorila y lo lancé sin mucha fuerza contra la pared. El hombre se estrelló, rebotó y cayó al suelo con un suspiro.
El otro controlador me miró con ojos desorbitados, vio mis brazos como troncos de árboles, mi gigantesca cabeza de gorila, mis anchos hombros…
—¡Es una trampa! —gritó, echando a correr por la avenida.
<¿Has visto bastante?>, pregunté a David.