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Una noticia de última hora sobre las serpientes: no tienen brazos ni piernas.

En cuanto empecé a transformarme, lo primero que noté es que mis brazos y piernas se desvanecían. No que se encogían, no. Que se desvanecían. Como cuando uno echa una hoja de papel al fuego, y el papel no se quema sino que… se desvanece.

Eso era lo que me pasaba en los brazos. Una cosa rarísima. Una de esas cosas que harían ponerse a chillar como un histérico a cualquiera. ¿Que no? Imaginaos que os estáis mirando los brazos, con su piel, sus músculos, su vello, terminados en dedos con uñas y todo, y de pronto todo eso empieza como a arrugarse, debilitarse, encogerse y desvanecerse.

Pero con las piernas es todavía peor. Porque las piernas hacen falta para estar de pie.

En cuanto me di cuenta de lo que pasaba, me dejé caer de rodillas. Puse todo el cuidado del mundo, pero aún así estoy seguro de que hice algún ruido. ¡Genial! Ahora el padre de David vendría inmediatamente.

Me tumbé de costado y me metí otra vez debajo de la cama. Giré la cabeza y noté que la giraba demasiado bien. El cuello me había crecido. Ahora podía mirar directamente hacia abajo sin casi doblarlo.

Mi traje de metamorfosis y mi piel comenzaban a cubrirse de dibujos, como diminutos diamantes. Eran las escamas de la serpiente, de color amarillo y marrón sucio.

Mis brazos eran pequeños muñoncillos, mis piernas se hacían cada vez más delgadas y largas. Los músculos habían desaparecido. Los pies también.

Oí el espantoso sonido de mis propios huesos haciéndose líquidos y desapareciendo. Sentí cómo mis órganos internos se hundían, al no estar sujetos por una estructura de hueso y músculos.

Percibí un débil SCRRRRRRRNNNNNNNNNNCHHHHHH. Era mi columna, que se extendía abriéndose paso por una de mis débiles piernas. Entonces, la otra pierna, como si fuera una hiedra de acción acelerada o algo así, se enroscó de golpe en torno a la pierna que tenía dentro mi columna y se fundió con ella para formar una cola.

Y ahora viene lo más asqueroso. La metamorfosis, como ya he mencionado, nunca es lógica. Las cosas no suceden poco a poco. A veces parece que suceden de la forma más monstruosa posible. Como si los científicos andalitas que inventaron estas transformaciones tuvieran un sentido del humor de lo más retorcido.

El caso es que mientras las escamas se extendían por mi cuerpo, ya casi tubular del todo, y mis piernas se convertían en una cola, y mis brazos… bueno, ya no tenía brazos. Pero mientras todo eso pasaba, mi cabeza seguía normal.

Sí, tenía cabeza humana de siempre, con su tamaño normal… con el resto del cuerpo convertido en una serpiente.

Sí, sí, imaginaos. Pensad que os pasara a vosotros. ¿A que tendríais ganas de gritar a base de bien?

Yo era un gusano con una cabeza.

He tenido dos piernas. He tenido cuatro patas. He tenido incluso seis u ocho patas. Pero nunca había tenido cero patas. Cero patas, cero brazos.

Por suerte, mis pulmones eran diminutos pulmones de serpiente, y no pudieron enviar ni un suspiro a mi boca humana. Mucho menos un grito.

«Esto me va a ocasionar unas pesadillas de espanto», pensé.

Por fin mi cabeza empezó a cambiar. Fue todo un alivio. Al fin y al cabo, mejor ser humano o serpiente que no un poco de las dos cosas.

Durante una metamorfosis se sienten cosas muy raras, pero nunca dolor, lo que está muy bien porque la verdad es que no apetece nada pensar en lo que podría doler que tus órganos internos desaparezcan y que tu columna se meta donde no se debería meter.

Pero a veces se sienten las cosas de forma muy lejana, como se sienten en los sueños, como si le estuvieran pasando a otra persona o algo así.

Yo, por ejemplo, notaba la tráquea empujando contra mi paladar. Noté cómo se unía con mi nariz. No sé por qué. Lo único que sé es que ya no podía respirar por la boca.

La cabeza se me encogía muy deprisa. Las escamas cubrían mi cuello, se extendían por mis mejillas como un virulento ataque de acné, luego subieron por mi frente y por el cuero cabelludo, sustituyendo al pelo.

La boca se me hizo más grande con relación a la cabeza. Una boca humana debe de ser, no sé, como un cinco por ciento de toda la cabeza. Pues bien, mi boca ocupaba ahora como todo un tercio.

De pronto los dientes se me reblandecieron, se convirtieron en carne blanda, como encías podridas, y al mismo tiempo oí el ruido de algo que me crecía en la boca.

¡Colmillos!

Los colmillos crecieron y se retorcieron hacia el paladar. Claro que a Spawn le habían extirpado las bolsas de veneno, así que…

Pero entonces se me ocurrió que la metamorfosis se creaba a partir del ADN. Eso no quedaba afectado por la cirugía. De modo que el hecho de que Spawn no tuviera veneno no impedía que yo lo tuviera.

Tenía colmillos, dientes de aguja huecos. Y encima de los colmillos, en la boca, unas bolsas llenas de veneno. Mi lengua bífida se agitaba entre los colmillos… Fuera, SSS, SSS, SSS, dentro otra vez. Fuera, SSS, SSS, SSS, dentro otra vez.

Era como oler. Pero no era oler. Era como saborear el aire, pero con mucho más refinamiento que el gourmet más refinado del mundo. Era como saborear cada molécula.

Mi visión era excelente, y en color, lo cuál era un alivio. Colores distintos de lo normal, pero colores al fin y al cabo.

Además tenía un nuevo sentido. Tardé un poco en saber qué era, pero por fin me di cuenta: podía sentir el calor. Pero no como uno siente la diferencia entre un horno caliente y un cubito de hielo, sino una cosa muchísimo más refinada. Podía notar la diferencia de calor entre la parte de la alfombra que estaba en el lado del débil sol, y la que estaba en la sombra.

El único problema era el oído. Las serpientes no tienen orejas, ¿sabéis? Oía a través de unas vibraciones en el suelo que parecían recorrer mi cuerpo.

Pero ya estoy acostumbrado a estas cosas. Se parecía mucho a cuando me convierto en cucaracha.

El mejor sentido era la vista, con el apoyo de una lengua sensible a los sabores y la capacidad de sentir con precisión mínimas diferencias de temperatura.

En ese momento la mente de la serpiente apareció en mi consciencia.

Frío.

Eso es lo que sentí. Como si tuviera a mi lado un fantasma. Como si alguien hubiera abierto una puerta en mi cerebro y hubiera entrado una ráfaga de aire polar.

La serpiente oyó unos pasos que subían la escalera. Se puso alerta. No se asustó… simplemente se preparó. Como Clint Eastwood entrando en un saloon. Sin miedo, pero con la pistola lista.

Lengua fuera, SSS, SSS, SSS. Lengua dentro.

Alerta y hambrienta.

Noté calor. No mucho, puesto que lo que notaba era un ser de sangre fría. Pero suficiente. Mis ojos captaron un movimiento brusco, ocho patas moviéndose.

<El humano viene otra vez>, dijo Ax.

Esa máquina fría, calculadora, sin emociones, que era mi cerebro advirtió un extraño ruido en mi cabeza y lo desechó. No tenía importancia. Lo que importaba era el hambre, el movimiento y el calor.

Lengua fuera, SSS, SSS, SSS. Hmmmmm. El olor almizcleño de un bicho. El aroma de una araña. Movimiento, calor, sabor.

Movimiento, calor y sabor significaban comida. La comida era la solución al hambre.

<Marco, ¿qué hacemos?>, preguntó Ax.

Yo no contesté, sino que me enrosqué, eché atrás la cabeza, estiré los finos huesos que componían mi columna y, con la velocidad de una cola andalita, lancé la cabeza con la boca abierta y me comí a Ax.

Me lo tragué de golpe.