Tic-tac, tic-tac. El tiempo pasaba deprisa.
El viento sopló a nuestro favor durante el trayecto hasta la casa de David. Sólo había un problema. ¿Habéis intentado alguna vez localizar una casa en medio de toda una urbanización de casas casi idénticas? ¿Y desde el aire? ¿Y cuando sólo habéis visto la casa una vez, de noche?
<¿Estás perdido?>, me preguntó Ax.
<No, estamos perdidos los dos. Busca una piscina. Tiene forma como de riñón.>
<¿Una piscina? ¿Una piscina yeerk?>
<No, una piscina humana.>
<Jamás había oído hablar de una cosa así. ¿Son necesarias para la reproducción?>
<No, pero te ayudan a hacer amigos durante el verano.>
Por fin divisé una piscina azul, con forma de riñón, y viré hacia ella. Sí, parecía la que buscaba. Sólo que justo al otro lado de la calle había una casa idéntica con una piscina idéntica.
¡Ah! Tenía ganas de gritar. De pronto, por encima de nosotros, se oyó una voz telepática.
<¿Ax? ¿Y quién es el otro? ¿Marco? ¿Cassie?>
<¡Tobías! —exclamé—. ¿Qué estás haciendo ahí arriba? ¿Y cómo sabías que éramos nosotros?
<Lo que estoy haciendo es cabalgar esta excelente corriente de aire. Y cualquier idiota notaría algo extraño en un agilucho y un águila pescadora que andan por ahí asomándose a las ventanas de la gente. ¡Por dios! ¿Has oído hablar alguna vez de la sutileza?
<Oye, ya te burlarás de mí más tarde —repliqué—. Ahora tenemos que encontrar la casa de David. ¡Y deprisa!>
<Una manzana más al oeste —dijo Tobías—. Venid, os la enseñaré.>
Y se lanzó en picado, como un misil, sobre su objetivo. Ax y yo aleteamos para unirnos a él.
<¿Qué pasa?>, preguntó Tobías.
<David ha puesto la caja en venta en Internet. Ya tiene a alguien interesado. Ha enviado un e-mail que tenemos que interceptar. Pero me preocupa que tenga una contraseña de acceso. Por eso he traído a Ax.>
<Ya. Esto… si hay una contraseña, ¿por qué sencillamente no apagáis el ordenador?>
Me quedé tan de piedra que casi me estampo contra un tejado.
<Pues es verdad>, contesté. Me sentía el mayor idiota del mundo. ¡Apagar el ordenador, claro! O desconectar el cable del teléfono.
No me gusta nada sentirme como un idiota.
<Aun así, sería mejor que pareciera que el e-mail se ha borrado. Si David no obtiene respuesta pensará que el comprador no estaba interesado.>
<¿Cómo nos vamos a meter en la casa? —preguntó Tobías—. Todas las ventanas están cerradas. Yo no pienso estrellarme otra vez contra el cristal.>
Volábamos en círculos sobre la casa, tres aves de presa. Seguro que parecíamos buitres o algo así. Tobías tenía razón. Todas las ventanas estaban cerradas. La que Rachel había roto el día anterior estaba bloqueada con madera.
Yo estaba un poco más tranquilo. Nos quedaba algo más de una hora antes de que el e-mail se enviara. Había tiempo de sobra.
<Bueno, a ver qué os parece. Ax y yo nos transformamos en cucarachas y entramos por debajo de la puerta trasera. Tobías, tú te quedas vigilando para que nadie se nos coma.>
Ax y yo aterrizamos en el jardín trasero. Había una cerca alta, lo cual estaba bien. Habíamos mirado por todas las ventanas para cerciorarnos de que no había nadie en casa.
Recuperamos nuestra forma habitual junto al columpio oxidado, nos acercamos a la puerta y yo me agaché para mirar por la rendija. Sí, había espacio de sobra para una cucaracha.
—Venga, acabemos de una vez —dije. Puse mi mano en el pomo, preparándome para asumir la forma de una cucaracha. Pero en ese momento noté que el pomo giraba—. ¡Oye! ¡Se han dejado la puerta abierta! ¡Vamos!
<¡Noooooo!>, gritó Tobías, justo cuando yo abría la puerta.
—¿Qué pasa? —pregunté yo—. Está abierta, así que…
¡UUUAAAAAAOOOOOOOOO!¡UUUAAAAAOOOOOOO!
<¡La alarma! —chilló Tobías—. ¡Eso es lo que pasa!>
<¿Qué es ese sonido tan desagradable?>, preguntó Ax.
—¡Mi madre! —exclamé—. ¡Vamos, deprisa! ¡Tobías, avísanos si ves llegar a la policía!
Irrumpí en la casa, seguido de Ax. Atravesamos la cocina. Las pezuñas de Ax resbalaban sobre el linóleo.
¡UUUAAAAAAOOOOOOOO!¡UUUAAAAAAOOOOOOOOO!
Atravesamos el salón enmoquetado.
¡CRASH! Ax había tirado una lámpara de cerámica con la cola. La lámpara se hizo añicos.
¡UUUAAAAAAOOOOOOOO!¡UUUAAAAAAOOOOOOOOO!
Subimos las escaleras.
¡CRASH! ¡CRASH! ¡CRASH! La cola de Ax barrió de la pared tres pequeñas fotografías enmarcadas.
¡UUUAAAAAAOOOOOOOO!¡UUUAAAAAAOOOOOOOOO!
—¡Esto va de maravilla! —grité con rabia.
<¡Marco! ¡Ax! ¡Alguien viene!>
Entramos en la habitación de David. En la pantalla del ordenador se veía un salvapantallas muy mono. Me lancé hacia el ratón. El salvapantallas desapareció. Hice clic en el icono del correo.
¡RRRIIIING! ¡RRRIIING! ¡RRRIIING! En ese momento sonó el teléfono y yo pegué un brinco hasta el techo.
¡UUUAAAAAAOOOOOOOO!¡UUUAAAAAAOOOOOOOOO!
¡RRRIIING! ¡RRR…!
¡Alguien había contestado el teléfono! Miré a Ax. No había sido él.
¡UUUAAAAAAOOOOOOOO!¡UUUAA…!
¡Alguien había desconectado la alarma!
En el piso de abajo se oyó una fuerte voz masculina.
—Sí, estoy en casa. La alarma estaba sonando. (Pausa.) Ya me encargo yo de todo. (Pausa.) No, soy un oficial de la ley. No hace falta que envíe a sus hombres. Ya echaré yo un vistazo.
CLICK.
Era el padre de David, obviamente. Había vuelto del trabajo. De su trabajo como «oficial de la ley». Con su pistola.
Yo miré la pantalla. El programa del correo se abría muy despacio.
No podíamos esperar.
Teníamos que escondernos. Había que esconderme a mí, y a un chico ciervo con aspecto de escorpión y venido del espacio exterior. Y teníamos que escondernos de un tipo que sabía buscar.
Genial.
—¡Ax! ¡Métete en el armario y transfórmate en algo pequeño! —susurré.
Él se metió de un salto en el armario y yo me metí de un salto debajo de la mesa. Quería desconectar el cable del teléfono para estar seguro de que no se enviaba el e-mail.
Pero la mesa de David era una de esas mesas con un tablón en la parte de atrás.
No podía llegar a los cables.
—Muy bien, si hay alguien ahí más vale que salga y así no habrá accidentes —dijo el padre de David—. No quiero tener que disparar.
No podía llegar al cable del teléfono.
—¡Aaaaaggh! —exclamé furioso.
Me levanté de un salto, miré la pantalla, caí de rodillas y rodé debajo de la cama. Desde allí vi unos zapatos que entraban despacio en la habitación, y contuve el aliento.
Justo entonces me di cuenta de dos cosas terribles.
Una: al echar un vistazo a la pantalla del ordenador había visto algo raro. El reloj de la esquina inferior derecha estaba adelantado una hora. El e-mail de David sería enviado no dentro de una hora y tres minutos, sino en tres minutos.
Dos: la cobra de David dormía debajo de la cama.