8

No estábamos en nuestro mejor momento. Lo dejamos correr, nos reagrupamos, y decidimos intentarlo de nuevo la tarde siguiente, cuando David se hubiera calmado. Teníamos que conseguir la caja azul antes de enfrentarnos al problema mayor de salvar a los líderes del mundo.

Además, yo tenía que hacer un trabajo de ciencias para compensar por el trabajo que había olvidado hacer la semana anterior.

Al día siguiente también había clase. Ya sabéis: hay que levantarse tempranísimo, ducharse, vestirse, esperar el autobús con la habitual colección de cretinos, intentar empollar un poco para el examen de primera hora mientras el autobús da tantos botes que al final hasta te salen cardenales en el culo.

Y luego aparece por fin el colegio y, a mí por lo menos, se me cae el alma a los pies. Entonces ves a alguna chica guapa que todavía no te ha tachado de idiota y piensas: «Bueno, supongo que puedo aguantar un día más».

Aula. Clase. Clase. Almuerzo.

La larga espera en la cola, aspirando un aroma a bicho muerto. ¿Coles de Bruselas? ¿Berenjena? No, es coliflor.

—Te llamabas Marco, ¿no?

Di media vuelta, sin dejar de empujar mi bandeja por el mostrador. Era David. Di un brinco como si me hubieran pescado con las manos en la masa.

—Sí. Y tú eras David, ¿verdad?

Él asintió con la cabeza, y miró aquella bazofia apestosa y humeante.

—En mi otro colegio la comida era mejor.

—Te creo, porque peor sería imposible. A no ser que tu otro colegio fuera una cárcel.

David no se rió ni nada, sino que se me quedó mirando con cara rara.

—Todavía no tengo amigos aquí. Ayer me pasó una cosa rarísima. ¿Quieres que comamos juntos?

—Claro. ¿Qué te…?

—¿Coliflor o judías verdes? —me preguntó la camarera—. Venga, Marco, no te quedes ahí parado.

—Judías.

En cuanto nos sirvieron, nos abrimos paso entre el jaleo del comedor, que es peor que un zoo. Vimos un par de mesas vacías al fondo de la sala y nos sentamos en una de ellas.

Yo tenía que hacerme el interesante, fingir que no sentía mucha curiosidad por oír su historia. Pero era fácil porque básicamente ya la sabía.

—¿Te acuerdas de la caja azul que te enseñé ayer?

Yo hice como que pensaba.

—Ah, sí. Sí.

David se inclinó hacia mí.

—Pues anoche me la intentaron robar. ¿Y a que no adivinas cómo? Con unos pájaros amaestrados.

—¿Qué?

—Dos pájaros entraron en mi cuarto por la ventana para robarme la caja. Por suerte mi gato, Megadeth, atacó a uno de ellos.

—¿Tu gato se llama Megadeth?

—Ojalá mi serpiente hubiera estado suelta. Le hemos quitado el veneno, pero estoy seguro de que hubiera dado un buen susto a esos bichos.

—¿Una serpiente?

—Sí. Está muy bien. Es una cobra. Creo que no está permitido tenerlas en casa, pero mi padre me consiguió una. Viaja mucho al extranjero porque es un espía. Pero no se lo digas a nadie.

Aquello era demasiado. ¿Un gato llamado Megadeth, una cobra y un padre espía?

—Vaaale —dije.

—Oye, ya sé que parece muy raro, pero esos pájaros no eran normales. Uno de ellos abrió la puerta corredera. Me parece que era un águila.

—¿Y para qué iban a querer robarte esa caja azul?

David movió la cabeza.

—No lo sé. Pero debe de ser valiosa, ¿no? ¿Por qué si no iba alguien a enviar pájaros amaestrados y todo?

—Sí, parece lógico —ya, de lo más lógico: pájaros ladrones. A veces pienso que mi vida se ha convertido en tal locura que ya no sé lo que es una locura y lo que no lo es.

—Seguro que esa caja vale un montón. Voy a intentar venderla.

Yo sentí un escalofrío.

—¿Venderla?

—Sí. Anoche, después de lo que pasó, puse un anuncio en un par de páginas de Internet. Describí la caja con sus símbolos, esos que parecen escritura en algún idioma raro. Esta mañana he mirado el correo y ya tenía una respuesta. Un tipo que está dispuesto a pagar bien. Dice que quiere verla donde sea y como sea.

Entonces sentí algo más que un escalofrío. Se me cortó la respiración durante unos diez segundos.

—¿Qué has hecho qué?

—Estoy pensando que debería contar con refuerzos, ¿sabes? Alguien que me cubriera, por si surgen problemas, y tú eres la única persona que conozco aquí.

—No le darías a ese tipo tu dirección, ¿verdad?

David resopló.

—Oye, que no soy tonto. Podría ir a robarme la caja mientras yo estoy aquí en el colegio —David esbozó una sonrisa torcida—. He programado el correo de modo que mi e-mail con mi dirección no le llegará hasta que yo esté en casa.

—¿Lo tienes puesto en automático?

—Sí. Así que le envío el e-mail, el tipo viene a casa y yo te doy el diez por ciento por tu ayuda.

—Es un buen plan —repliqué, con toda la calma que pude. Pero por dentro estaba pensando: «¡ERES IMBÉCIL PERDIDO! ¿Sabes quién va a aparecer buscando la caja?»

Claro que eso no lo dije.

En ese momento vi que Jake se acercaba. Le hice una seña con la cabeza, y se alejó.

David no dejaba de hablar. Primero contando la historia de la invasión de los pájaros y luego sus planes para gastar el dinero que iba a conseguir. Pero yo no le escuchaba.

En un par de horas el e-mail sería enviado. Y muy poco después David recibiría una visita que no le iba a gustar nada.

Yo le miraba y pensaba: «¿Cómo demonios te voy a salvar la vida?»