David vivía en una casa sin nada especial. Dos pisos, un patio trasero con barbacoa y un columpio oxidado. Y una piscina.
Me muero de envidia, porque yo no tengo piscina.
Su dormitorio estaba en el piso de arriba.
Tobías, Rachel y yo pasamos sobre la casa a una altitud de unos quince metros. Entonces entendí por qué a Tobías no le gusta volar de noche. En la oscuridad, la vista de un halcón no es mucho mejor que la de un ser humano. Y cuando se pone el sol, desaparecen las corrientes de aire caliente que te ayudan a volar.
Así que nos costó trabajo aletear hasta cubrir las pocas manzanas que separaban el Burger King de la casa de David. Y además, ¿habéis intentado distinguir una casa de otra en plena noche a quince metros desde el aire? No, no es fácil.
David estaba en la piscina, nadando de un lado a otro. Su habitación estaba muy iluminada, y enseguida pude ver la caja azul encima de su mesa.
<¡Voy a entrar!>, anunció Rachel.
<Me parece que no —replicó Tobías—. Eres demasiado grande con ese corpachón de águila. No puedes entrar por la ventana. Marco y yo tenemos más posibilidades.>
<¡Vaya!>, se quejó Rachel. Pero hasta ella vio que Tobías tenía razón.
<Avísanos si David sale de la piscina>, dijo Tobías. Batió las alas y se estabilizó para planear directamente hacia el brillante rectángulo de la ventana.
Pero yo me las apañé para tomarle la delantera.
<¡Ja!>, dije.
<¡Marco! Ten cuidado si vas a ir primero. Tendrás que abrir las alas en cuanto entres para frenar, pero enseguida, si no quieres estrellarte contra la otra pared.>
<Oye, vale que no tengo tanta experiencia como tú, Tobías, pero tampoco soy tonto del todo.>
<No, eres tontísimo del todo>, observó Rachel, siempre tan amable.
Salí disparado en la oscuridad, apuntando hacia la ventana. Era genial. Como aterrizar con un caza en un portaaviones, de noche. Sólo un diminuto y brillante objetivo en las tinieblas.
<Sobre todo ten cuidado con el palo>, advirtió Tobías, que venía unos dos metros detrás de mí.
<¿Qué palo?>, pregunté. ¡Pero de pronto tenía la ventana en las narices! Por un efecto óptico, me había parecido que estaba mucho más lejos.
Intenté frenar, preparándome para abrir las alas en cuanto estuviera dentro… Y entonces vi el palo. Un palo que aguantaba la ventana abierta.
¡PAF! Di con el ala izquierda en el palo.
<¡Ay!>, grité.
¡BLAM! La ventana se cerró con un golpetazo tremendo.
¡PLAF! Tobías se estrelló contra el cristal.
¡CRAS! Yo me estampé contra la pared, demasiado confuso para abrir las alas.
Aterricé detrás de una cómoda. Estaba incrustado en un hueco de diez centímetro y no podía moverme. Lo único que podía hacer era deslizarme poco a poco hacia el suelo.
<¡Tobías!>, exclamó Rachel.
<Estoy bien —contestó Tobías—. El profesor Plum, en la galería, con el candelabro,>
Tobías estaba vivo. Pero se había tenido que dar un batacazo de espanto. Parecía estar reviviendo una partida de Cluedo.
Yo tampoco me encontraba muy bien que digamos. Iba avanzando de costado, centímetro a centímetro.
—¡Miauuuuuuuuuuuu!
¡Oh,oh!
Avancé más deprisa, cada vez más deprisa, desesperado por salir de detrás de la cómoda. Algo me estaba dando unos golpecitos en las garras, y yo sabía lo que era.
¡Por fin un ala libre! Y luego el cuerpo, y luego…
—¡SSSssssssssssssss! —dijo el minino.
Un minino enorme, un gato atigrado que enseñaba sus dientes afilados como agujas.
<Gatito bonito. Gatito bueno.>
Pero al minino no le hacía gracia tener pájaros grandes en su habitación, y mucho menos pájaros parlantes.
—¡Miarramiauuuuuuuuuuuuuuuu! —exclamó, explicándome sus sentimientos.
<¿La señorita Scarlet? ¿Estaba la señorita Scarlet con el profesor en el candelabro?>, se preguntaba Tobías.
<¡Marco, sal de ahí! —gritó Rachel—. He visto un gato.>
<No, si ya me he dado cuenta>, dije yo.
Todos hemos visto gatos caseros. Yo mismo he visto un montón. Pero la verdad es que parecen diferentes cuando uno es un pájaro, incluso siendo una enorme y aguerrida ave de presa.
¡FLASH! El gato lanzó un zarpazo hacia mi ala.
<Muy bien, gatito. ¿Quieres pelea? ¡Pues ahora te vas a enterar!>
El minino no se impresionó, la verdad. Dio un salto y en una billonésima de segundo aproximadamente pasó de estar a medio metro de distancia a cero metros de distancia.
<¡Aaaaaaah!>, chillé.
—¡Miarrrraamiiauuuuuuuuuuu! —dijo él.
De pronto todo fue un barullo de zarpas y garras y picos y dientes. Aquello debía de ser como cuando, en los dibujos animados, se pelean dos personajes, y sólo se ve una bola de polvo y estrellas de colores.
Por fin nos separamos, mirándonos y jadeando. Yo había logrado colocar algún que otro golpe, pero el minino era rápido, el condenado. El gatito de las narices me había arañado la tripa hasta los huesos, me había mordido el cuello, el ala, la otra ala y la pata izquierda. Todo en unos seis segundos, más o menos.
Yo no estaba dispuesto a un segundo asalto. No quería que mi obituario dijera: «Murió por las heridas recibidas en una pelea con un gordo gato casero». Quedaría fatal.
Podía transformarme de nuevo. O escapar.
¿Pero cómo? ¿Por la ventana cerrada? No.
¿Por la puerta cerrada? No.
Así que sólo me quedaba transformarme.
Justo entonces Rachel decidió rescatarme.
¡CRASH! ¡La ventana explotó! Una piedra entró disparada, seguida de un águila gigantesca con las alas plegadas.
El águila abrió las alas, que prácticamente se extendían de pared a pared y aterrizó en la cama.
—¡Rrrrrr! —exclamó el gatito, con tono muy sorprendido.
<¡Vámonos de aquí!>, gritó Rachel.
Y en ese momento la puerta se abrió de golpe y entró David. El gato lanzó un maullido y trepó de un brinco a las cortinas de la ventana.
<¡Por la puerta!>, indicó Rachel.
<¡Ya voy! —contesté—. ¡Pero tenemos que agarrar la caja!>
<Encárgate tú. Yo distraeré a David.>
Rachel empezó a destrozar los cojines, armando un revuelo de plumas en la habitación. El gato trepaba hacia el techo. Yo me acerqué dando saltos a la mesa. ¡El cubo! ¡Ahí estaba!
David se lanzó hacia la mesa como si fuera a atacarme, pero sólo abrió de golpe un cajón y sacó algo…
<¡Una pistola! —exclamé—. ¿Una pistola? ¿Este chico tiene una pistola?>
<La verdad, señorita Scarlet, yo creo que debería haber utilizado usted la llave inglesa>, nos llegó desde lejos.