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—¡Eh! —le grité al chico de la caja azul.

No sé por qué le grité «¡Eh!». No soy de los que suelen ir por ahí gritando «¡Eh!». Pero es que no se me ocurrió nada mejor. Estaba muy ocupado con el infarto que me estaba dando para pensar en otra cosa.

Porque se suponía que esa caja azul había sido destruida.

Esa caja azul era más potente que la mitad de las armas del mundo juntas. Esa cajita azul podía dar a cualquiera el poder de la metamorfosis. Los yeerks harían cualquier cosa por apoderarse de ella. Y cuando digo «cualquier cosa» me refiero a cosas que más vale ni imaginarse.

Por eso le llamé.

—¡Eh!

El chico se detuvo y me miró como si me conociera de algo y no supiera de qué. Era más alto que yo, como casi todo el mundo, rubio, de ojos castaños y con una pinta un poco arrogante.

—¿Qué? —preguntó.

—Esto… No nos conocemos, ¿no?

—Soy nuevo.

—Ah —respondí. Normalmente soy un buen orador, pero tenía la mente en blanco. No hacía más que mirar hacia el pasillo, atestado de chicos, buscando a Jake o a Cassie o a alguien con dos dedos de frente. Cualquiera menos Rachel. Lo primero que seguramente se le ocurriría a Rachel sería meter a aquel chico en el armario más cercano, convertirse en un oso pardo y conseguir la caja azul de la manera más directa.

Pero no vi a Jake ni a Cassie. Ni siquiera a Rachel.

—Me llamo Marco.

—Yo David.

—¡David! Vale, buen nombre.

David me miró como a un idiota. Y la verdad es que no le estaba dando muchos motivos para pensar otra cosa.

—Hasta luego —se despidió, y empezó a alejarse.

—¡Eh, David! —le grité—. ¿Qué es esa cosa azul?

Él se volvió hacia mí.

—No lo sé. Me la he encontrado. Estaba en el solar en obras en frente del centro comercial, dentro de un bloque de cemento en un agujero en la pared. Como si alguien la hubiera metido allí o algo parecido.

—¿Sí?

—Sí. Muy raro. Para mí que es algo especial, ¿sabes? Me da que no es sólo una caja vieja. Tiene algo escrito. Como si fuera extranjero o algo así.

¡RRRRIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINNNG!

Era el sutil timbrazo que anuncia las clases. Pegué tal brinco que casi llego al techo.

—¡Eh! ¿Me la das? Es que parece rara y todo eso… Te puedo pagar…

Empecé a rebuscar en mis bolsillos. Saqué varias pelusas, un chicle de menta muy viejo…

—Te puedo dar un dólar y treinta y dos centavos —ofrecí, tendiendo el billete, las monedas y el chicle.

—Marco, ¿eh?

—Sí, soy Marco. Me alegro de conocerte.

—Pues yo me alegro de despedirme. Adiós.

Y se largó. En ese momento, demasiado tarde, vi por fin a Jake. Me acerqué corriendo, le cogí de la chaqueta y lo arrastré hasta el servicio.

—¡Un chico tiene la caja azul! —exclamé.

—¿Qué caja azul? —preguntó él, apartándose de un empujón.

—¡La caja azul! —me agaché para mirar por debajo de la puerta para asegurarme de que no había nadie más por allí—. La caja azul de Elfangor.

Jake se quedó pálido.

¡RRRRRRRIIIIIIIIIIIINNNNNNNNNNNNGG!