23 DE ABRIL, DOMINGO

Debo reconocerlo. La misión también se vio humillada por los errores y fracasos. Algunos, como el de aquel 23 de abril, primer día de la semana para los judíos, pudieron costarnos muy caro. Supongo que muchos de estos problemas fueron inevitables. Aun así, dada la naturaleza de nuestro trabajo, no tenemos justificación. Como se verá, un despiste o una simple falta de coordinación podían originar una catástrofe e incluso la muerte de los exploradores.

En realidad, yo no tuve conciencia de lo ocurrido hasta bien entrada la tarde. Todo empezó esa mañana…

Al examinar el programa del día nos vimos enfrentados a un dilema: ¿habían finalizado las apariciones del Maestro en la Galilea? De ser así, ¿cuáles eran los pensamientos e intenciones de los discípulos? ¿Regresarían a Jerusalén?

Los textos de Marcos y Lucas —incluyendo los llamados Hechos de los Apóstoles— refieren un doble acontecimiento que, evidentemente, no había tenido lugar: la postrera presencia del Señor en la Ciudad Santa y su ascensión (?) a los cielos. En los Hechos (1, 3 y 2, 1) hallamos unas posibles pistas, en relación a la fecha en que pudieron suceder tan extraordinarios sucesos. «A estos mismos (a los discípulos) —reza el versículo 3 del mencionado primer capítulo de los Hechos—, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días…». Desde la madrugada del domingo, 9 de abril, momento de la resurrección, hasta la segunda aparición en el yam, habían transcurrido dieciocho días. Si Lucas, posible autor de los Hechos, estaba en lo cierto, la última de las presencias de Jesús y su enigmática ascensión deberían registrarse alrededor del 18 de mayo. Esta fecha venía corroborada, implícitamente, por el primero de los versículos del capítulo 2 del citado texto de Lucas: «Al llegar el día de Pentecostés…». Es decir, concluido el período de cincuenta días existentes entre la Pascua y la referida fiesta de la siega y de la renovación de la Alianza. Por tanto, la jornada de las supuestas «lenguas de fuego» (?) sobre las cabezas de los discípulos era posterior a la ascensión.

Aceptando como buenos los textos sagrados (una suposición problemática, a la vista de los errores y contradicciones consignados), todo esto significaba que, a partir de aquel domingo, 23, Caballo de Troya disponía de una treintena de días para el remate de la segunda fase de la exploración. Un período de tiempo minuciosamente contemplado en el que, sin embargo, las «líneas maestras» de la investigación debían ajustarse al natural devenir de los hechos. Pero ¿cuáles iban a ser esos acontecimientos? Los evangelistas, como de costumbre, son parcos en sus narraciones y ese periodo de un mes se hallaba «en blanco». La primera medida a adoptar, evidentemente, consistía en averiguar los propósitos de los íntimos. Nuestras actuaciones ahora, insisto, dependían de sus movimientos. Por ejemplo: si optaban por regresar de inmediato a Judea, los planes tendrían que ser modificados. Uno de los trabajos —la visita a Nazaret— constituía una pieza clave en la reconstrucción de la infancia y juventud de Jesús.

Así que, de mutuo acuerdo, convenimos en que mi presencia en Saidan era obligada y urgente. Además, el asunto de la dolencia del padre de los Zebedeo seguía en pie.

Y con el frescor del amanecer abandoné el módulo, encaminándome a buen paso hacia la vecina aldea de pescadores. El error, fruto de las prisas, estuvo en no coordinar nuestras respectivas actividades para dicha jornada. Eliseo —eso entendí— permanecería en la «cuna», entregado a la clasificación, estudio y codificación del voluminoso material científico obtenido en la reciente aparición del rabí. ¿Quién iba a imaginar que cambiaría de idea?

En la bolsa de hule, después de no pocas meditaciones y quebraderos de cabeza, fue incluido un sencillo artilugio, destinado a solventar el acusma que padecía el jefe de los Zebedeo: una «jeringa auricular» de tosco hierro, de 20 centímetros de longitud por 5 de diámetro, provista de una «aguja» hueca, del mismo material, apoyada por un émbolo macizo de madera. El instrumento no rompía los modos y maneras de la medicina de entonces, que conocía desde muy antiguo esta clase de «aparatos». (El papiro de Ebers —1550 años antes de Cristo— habla de «jeringuillas», a manera de «lavativas», muy comunes, por ejemplo, en el tratamiento de obstrucciones intestinales).

Debí figurármelo. Aquel tránsito de gente no era normal. Procedentes de la ribera occidental del lago, de Nahum y de los caminos del norte y del este, hombres, mujeres, ancianos y niños marchaban presurosos hacia la apacible Saidan. En grupos, en solitario, a pie o a lomos de caballerías, todos se dirigían al hogar de los Zebedeo, con un objetivo común: comprobar la veracidad de los rumores que, inevitablemente, se habían propagado por el Kennereth. Esas noticias —por lo que pude ir captando en la marcha hacia Bet Saida— hablaban de las apariciones, a orillas del yam, del discutido «constructor de barcos». Las opiniones, como es fácil imaginar, eran de todos los calibres. Los había que aceptaban dichas «presencias milagrosas» a pie juntillas, recordando a los incrédulos «otros muchos prodigios» del rabí. Algunos, en especial los letrados sacerdotes al servicio de las sinagogas de Nahum y Migdal, se mostraban reticentes. La mayoría guardaba silencio, a la espera del testimonio de los discípulos.

Hacia las 07 horas, al pisar la calle principal de Saidan, quedé impresionado: decenas de curiosos se agolpaban frente a la hacienda de los Zebedeo. Fue imposible alcanzar el portalón. Éste, sólidamente atrancado, cerraba el paso a la muchedumbre que, de vez en cuando, lo aporreaba, clamando para que los propietarios les franquearan la entrada y explicaran lo sucedido. Cautelosamente volví sobre mis pasos, descendiendo hacia la playa. Al cruzar cerca de los restos de la fogata me estremecí. De seguro, de haberme aproximado, hubiera descubierto las huellas en la arena de las sandalias del Maestro. Pero mi objetivo era otro. Por fortuna, el flanco sur del caserón se hallaba despejado. Remonté los peldaños, pero, al empujar la puerta de servicio, la encontré igualmente bloqueada… y vigilada. A mis golpes, la chirriante portezuela se entreabrió. Lo primero que vi fue la reluciente hoja de una espada. Detrás, el renegrido rostro del Zelote, con los hundidos ojos negros saturados de recelo. Dudó. Pero Juan, que había acudido presto a la llamada, ordenó que me dejara pasar. En el centro del patio, los íntimos, las mujeres, el padre de los Zebedeo (evidentemente repuesto), Assi, el «auxiliador» esenio, y la servidumbre participaban en una acalorada asamblea.

El Zebedeo me susurró «lo último». Simulé no estar al tanto de la aparición del Maestro en la montaña de la ordenación, interesándome por los detalles. Pero, rogándome paciencia, se reincorporó a la discusión. Aquella «cumbre» de los hombres de Jesús de Nazaret resultaría altamente instructiva y, en cierta medida, premonitoria. Sin yo saberlo estaba presenciando el nacimiento de una ruptura —que sería total al cabo de una semana— entre los íntimos. También entre aquella veintena de galileos las opiniones eran dispares. El motivo era muy distinto. Todos, por descontado, aceptaban la realidad de las apariciones. Lo que estaba en juego, como digo, era mucho más profundo: ¿había llegado la hora —como defendía Pedro— de salir a los caminos y proclamar la buena nueva? ¿Qué debían hacer con el gentío que los reclamaba?

En aquel choque dialéctico se debatía, además, otro asunto de vital interés. Con la excepción de Juan Zebedeo, Mateo Leví y Andrés, el resto propugnaba el inmediato retorno a Jerusalén. (Santiago, el hermano de Juan, como de costumbre, se reservó su opinión). Simón Pedro, por ejemplo, estaba convencido de que Jesús «se hallaba definitivamente junto al Padre y de que no regresaría en un tiempo». El intuitivo Juan, basándose en «algo» que el Resucitado les había insinuado en la última de las apariciones y que, francamente, nosotros no captamos, defendía lo contrario: la permanencia del grupo en la Galilea «hasta que no se produjera esa tercera presencia del rabí». La insinuación de Jesús resucitado debió de ser tan sutil que, por lo que pude comprobar, la mayoría no reparó en ella, enfrentándose a la propuesta del Zebedeo. Presa de uno de sus ya familiares ataques de fervor y entusiasmo, Pedro terminó por auparse por encima del vocerío y, gesticulando y vociferando, empezó a renegar de los disidentes. Con su mordaz lenguaje humilló inmisericorde a su hermano e, indirectamente, a Mateo y a Juan por atreverse a dudar de sus explosivos discursos. No me cansaré de insistir: estábamos asistiendo al nacimiento de un líder y, lo que era más penoso, a un distanciamiento ideológico entre los íntimos. Algo muy humano en toda asociación, pero que, obviamente, no fue transmitido por los evangelistas.

La encendida polémica se prolongaría durante más de dos horas. Al final, la obstinación del trío representado por Juan —que amenazó con separarse del grupo— los condujo a una especie de pacto. Es curioso. Aquél, en mi humilde opinión, constituyó otro de los graves trances por los que atravesó el naciente «colegio apostólico». El pacto, promovido por Pedro a manera de «ultimátum», consistía en un margen de espera de una semana. Si llegado el siguiente sábado, 29, el rabí no se había manifestado, «él mismo (Simón Pedro), sólo o acompañado, abriría los ojos del mundo, predicando la buena nueva».

La «tregua» fue aceptada por ambos bandos. Y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, el impulsivo sais —quizá en un intento de dejar constancia de la firmeza de sus propósitos— se encaminó al portalón de entrada. Con un violento y malhumorado puntapié desatrancó la viga que apuntalaba la puerta, abriendo la doble hoja de par en par. El gentío, al verle, arreció en sus confusas peticiones. Y Pedro, alzando los brazos como un iluminado, ordenó silencio. Sus compañeros, confusos y temerosos, se mantuvieron al principio a una prudencial distancia, con las espadas dispuestas ante cualquier posible contingencia. Aquel arrojo del irreflexivo Pedro sería una de las claves de su posterior éxito como «cabeza visible» y «portavoz» de los «embajadores del reino»…, o de lo que quedó de ellos.

En un tono grandilocuente y valeroso —también conviene resaltarlo— expuso a la muchedumbre «parte» de lo que habían visto y oído, tanto en la playa de Saidan como en el monte de la ordenación. Y digo «parte» porque, astutamente, silenció las conversaciones por parejas. Sus vibrantes palabras fueron interrumpidas en diferentes ocasiones. Unos, para burlarse descaradamente de los «visionarios». Otros, solicitando detalles y, en especial, para suplicarle que les dijera qué debían hacer y cómo encontrar el reino del que les hablaba. No por falta de ganas, sino obligado por los imperiosos tirones de ropa que le propinaban sus compañeros desde atrás, Simón no tuvo más remedio que zanjar el improvisado discurso, emplazando «a cuantos lo deseasen a una próxima asamblea multitudinaria, en aquella misma playa, a la hora nona (las tres de la tarde) del próximo sabbat. Entonces —concluyó— os hablaré con más calma».

El portalón volvió a cerrarse y las gentes —un tanto defraudadas— se enzarzaron en mil debates. El desfile humano, a pesar de la promesa de Simón Pedro, no se extinguiría hasta bien entrada la noche. El irreflexivo gesto del sais fue recriminado al punto por Andrés y el resto de los Zebedeo, acusándole de «inconsciente». El enfado de estos hombres era tal que, por espacio de algún tiempo, se negaron incluso a dirigirle la palabra. Cuando los ánimos volvieron a su cauce me las ingenié para aislarme en el interior de la casa con el apesadumbrado Juan y con Assi, el esenio. Les expuse mi deseo de reconocer al jefe de la familia y, si daban su consentimiento, someterle a la definitiva eliminación del mal que le aquejaba. A los pocos minutos, el Zebedeo conducía a su anciano padre hasta la alcoba donde me disponía a llevar a cabo la sencilla «intervención». Alegó que se encontraba mucho mejor, pero, dócil y sonriente, se doblegó a mis sugerencias, sentándose frente al ventanuco orientado al este. Solicité de Juan que calentara agua y, de inmediato, ayudado por Assi, transportaron hasta la estancia un curioso brasero de hierro cuadrangular. El artilugio —un authepsa— era uno de los escasos enseres importados de Italia (posiblemente de Pompeya). En el centro, un brasero manteía caliente el agua almacenada en las huecas paredes, así como en las cuatro torretas que emergían de las esquinas.

Ante la curiosa e inquisidora mirada del «auxiliador» examiné los oídos del Zebedeo. Como suponía, el rígido tratamiento de aquellos días había hecho efecto: el cerumen, reblandecido, «flotaba» prácticamente en el conducto auditivo externo. Cuando estimé que el agua había alcanzado una temperatura idónea (alrededor de 20 grados centígrados), rescaté la «jeringa» de la bolsa y procedí a su llenado. A una indicación mía, Assi, cargado de buena voluntad, sostuvo una escudilla de madera bajo la oreja derecha del paciente anciano. En principio procuré que el Zebedeo no viera el grueso artilugio. Traté de tranquilizarle, anunciando que no experimentaría dolor alguno y avivando su confianza en aquel médico y amigo. Juan me guiñó un ojo, animándome. Introduje la «aguja» de metal en el oído y, suave y lentamente, inyecté el agua caliente. El anciano, al notar el flujo, cerró los ojos. Pero se contuvo. Al momento, una negra «bola» de cera —grande como una alubia— saltaba sobre el plato. El esenio sonrió maravillado. La segunda extracción fue tan rápida y certera como la primera. Guardé de nuevo el «instrumental» y, tras una rutinaria exploración de los ya libres conductos auditivos, le mostré los molestos tapones. Los contempló atónito y alzando los azules ojos, me sonrió, agradeciendo en silencio mi supuesta pericia como sanador. ¿Quién podía imaginar entonces que aquella elemental «curación» me franquearía las puertas de su confianza… y de su gran secreto?

Digo yo que fue la Providencia. Quién sabe…

Los objetivos en la aldea de pescadores se hallaban cubiertos. El cerumen fue paseado como un trofeo, ganándome —dicho sea sin ánimo de presunción— las felicitaciones de la parroquia y el cariño de los anfitriones. En cierto modo, aquellas muestras de afecto fueron una inyección de oxígeno. Sencillamente, me sentí feliz. Conocía, además, las intenciones del grupo: permanecer en el lago, al menos hasta el sábado, 29. Ello facilitaba las cosas. Si no surgían contratiempos, parte de lo planeado por Caballo de Troya podría desarrollarse a lo largo de los próximos seis días. Más concretamente, la meticulosa investigación —«sobre el terreno»— en la no muy distante Nazaret. Una exhaustiva verificación, en suma, de los muchos datos reunidos hasta esos momentos acerca de la infancia y juventud del Hijo del Hombre.

Con el sol brillando en el cenit, cuando me disponía a retornar a la «base madre», ocurrió algo providencial. Como decía, uno ya no sabe qué pensar.

Cargado de razón, Bartolomé —cuya familia residía en Caná— anunció su intención de viajar hasta la mencionada aldea, al oeste del yam, y abrazar a los suyos. La iniciativa tuvo un efecto multiplicador. Los gemelos aplaudieron la idea, comunicando al resto que, por su parte, harían otro tanto, desplazándose a la granja de sus padres, en las cercanías de Gerasa. Juan Zebedeo trató de abortar la «espantada», recordándoles la posibilidad de que el Maestro se presentara de improviso. Sus pretensiones se vendrían a pique cuando, haciendo causa común, Leví —apacible pero contundentemente— le hizo ver «que llevaban muchas semanas sin saber de sus mujeres e hijos y que justo era que atendieran también los asuntos terrenales».

—Nosotros, después de todo —reprochó Felipe al Zebedeo, apoyando así las razones del ex publicano—, estamos en casa…

El asunto quedó sentenciado cuando la Señora, dirigiéndose al contrariado Juan, intentó persuadirle de algo que, en el fondo, parecía elemental: su Hijo, casi con seguridad, en el caso de que volviera a presentarse, lo haría ante la totalidad de los discípulos. Nunca ante unos pocos. Paradójicamente, el que se había manifestado acérrimo defensor de la permanencia en Saidan, claudicó, comprometiéndose incluso a «escoltarla» hasta Nazaret. También la madre de Jesús deseaba visitar a los suyos, y Juan, que no olvidaba las palabras del rabí en la cruz, renunció a su idea, disponiéndolo todo para el alba de la siguiente jornada. En principio, por tanto, la Señora, el Zebedeo y Natanael harían juntos el camino hasta Caná. Ni que decir tiene que me apresuré a unirme a la expedición. El Zebedeo acogió mi propuesta con tanta alegría como alivio. «Los caminos —argumentó burlón— no son seguros y la compañía de un mago siempre es una garantía…». Encajé la broma con deportividad. Concretada la reunión en el muelle de Nahum —después del alba—, abandoné el caserón y la aldea. ¿Qué más podía pedir? Inspeccionar Nazaret al amparo de la Señora era una suerte. Pero antes, esa misma y esquiva fortuna me reservaba una amarga experiencia.

El viaje de vuelta, esta vez en compañía de Mateo y el Zelote (ambos tenían sus residencias oficiales en Nahum), fue bien hasta la citada ciudad. Hablamos poco. Los discípulos, embozados en sus ropones para evitar ser reconocidos por los caminantes, tenían prisa por llegar. A eso de las 14.30, hora y diez minutos después de nuestra partida de Saidan, avistamos la «ciudad de Jesús». Nos despedimos con frialdad. Yo proseguí por la calzada, a la búsqueda del camino habitual de acceso a la «cuna», por el filo sur del promontorio. La tragedia planeaba ya sobre nosotros.

Rebasada Nahum, muy cerca del desvío que conducía a la bifurcación, empecé a presentir algo. Al efectuar la rutinaria conexión auditiva, con el fin de alertar a Eliseo de mi retorno, no obtuve respuesta. Perplejo, presioné una y otra vez mi oído derecho, repitiendo la llamada. Era imposible que no me recibiera. En segundos, por mi mente desfiló un sinfín de posibles explicaciones. ¿Fallaba la conexión auditiva? ¿Se había registrado alguna caída de energía en la nave? Sin querer me trasladé al dramático momento del desmayo de mi hermano, en pleno descenso sobre el Olivete. ¿Habría sufrido otro desvanecimiento? Mi corazón se aceleró. Tenía que llegar al módulo cuanto antes. Pero nada más iniciada la carrera, atajando por el sendero que desembocaba en el circo rocoso, un lejano vocerío me contuvo. Por aquella misma pista polvorienta descendía un grupo de gesticulantes y, a primera vista, alterados galileos. Retrocedí. Fue instintivo. El cruce, en tan comprometida vereda, con alguien de Nahum o de los alrededores no era recomendable. La seguridad de la «cuna» podría haber corrido un riesgo innecesario. Me precipité sobre la calzada, desapareciendo en dirección a Tabja. No puedo estar seguro pero creo que no fui detectado por el referido grupo. Más tarde comprendería las razones de su indignación. En tan críticos instantes no reparé en otro detalle, altamente sospechoso: los posibles vecinos de Nahum no traían la dirección de la cima de la colina. ¡Bajaban por el ramal que moría en la menguada explanada existente frente a la cripta funeraria!

Ataqué la ladera sur y a cosa de cien metros del punto de contacto, con las moles basálticas que rodeaban el cementerio a mi derecha, me detuve sin resuello, ajustándome las lentes especiales. Al invadir el área de seguridad IR, la conexión auditiva empezó a vibrar. Los sistemas, por tanto, se hallaban en automático. La conexión funcionaba. Pero ¿y mi compañero? No lograba entenderlo. ¿Qué había sucedido en mi ausencia? Al visualizar el fulgurante módulo, el corazón, bombeando intensamente, casi se detuvo del susto: la escalerilla hidráulica había sido activada. Evidentemente, Eliseo tenía que ser el responsable de aquello. Pero ¿por qué?

Me introduje en la nave como un ciclón. En efecto: mi hermano había desaparecido. Bregando con la incertidumbre era difícil serenarse. Tenía que pensar. ¿Qué podía haber ocurrido? Revisé los paneles de control. Todo funcionaba a la perfección. «Santa Claus» tampoco aportó información sobre el asunto. Los únicos indicios eran el traslado de la alerta infrarroja al sistema director —que respondió con precisión— y la presencia en tierra de la escalerilla. Algo estaba claro: mi compañero portaba su propia conexión auditiva. Es más: el hecho de haber fijado en 300 pies el límite del escudo protector me tranquilizó un poco. Si hubiera albergado la intención de alejarse a una mayor distancia, lo prudencial habría sido establecer el alcance de la radiación IR en un radio superior. Eso era lo obligado y, por supuesto, la meticulosidad de Eliseo estaba fuera de toda duda. Estos razonamientos, sin embargo, fallaban en un punto. Si Eliseo se encontraba dentro de ese radio de acción de 300 pies, lo lógico es que el computador central, como en mi caso, le hubiera alertado. El «intruso» —que en aquellas circunstancias era yo mismo— no habría pasado inadvertido. Eso, naturalmente, admitiendo que su ubicación fuera correcta. En previsión de que tales deducciones estuvieran acertadas, me instalé frente a los paneles de mando, abriendo el canal de la conexión auditiva. Aquélla era otra de las deficiencias del programa: mientras el explorador que permanecía fuera del módulo no tomara la iniciativa, activando su «cabeza de cerilla», el receptor —en este caso el piloto situado en la «cuna»— se veía incapacitado para establecer contacto. (A raíz de este «incidente», Eliseo rectificaría los dispositivos, consiguiendo que dicha conexión auditiva pudiera ser abierta y emprendida por ambas partes, indistintamente).

La espera fue angustiosa e interminable. Insisto: no lograba comprenderlo. Si mi hermano —como así debía ser en buena lógica— había recibido las señales de «Santa Claus», advirtiéndole de la irrupción de un ser vivo en las inmediaciones de la «base madre», ¿por qué no hacía acto de presencia o, cuando menos, por qué no intentaba una rutinaria conexión con la nave? En sus cálculos debía figurar que aquel intruso podía ser yo. «A no ser que…». La hipótesis de que hubiera sufrido un accidente fue rechazada. Pero la semilla de la duda estaba sembrada. Y un sudor frío me acompañó en aquellos dramáticos momentos. ¡Tenía que actuar! ¡Tenía que salir en su búsqueda! Pero ¿hacia dónde?

En un postrer intento por hallar algo de luz chequeé los discos del ordenador, comprobando que la codificación de los informes y estudios sobre el «cuerpo glorioso» del Maestro —labor en la que le había dejado inmerso en el instante de abandonar la nave— se hallaba detenida en el impresionante capítulo del «supercerebro». Lo confieso. En esos momentos de ansiedad no tuve la percepción necesaria para captar que quizá aquellos abrumadores hallazgos podían ser la causa de tan brusca e inexplicable desaparición. ¿Cuándo aprenderé a oír la sutil voz de la intuición? Lo único que saqué en claro es que dicho trabajo había sido interrumpido hacia las 10 horas. Teniendo en cuenta que los cronómetros del módulo señalaban en aquellos instantes las 16, cabía la posibilidad de que llevara en el exterior… ¡seis horas! En tan dilatado período de tiempo podía haber caminado mucho más allá de Saidan, de Migdal o de Corozaïn, por poner algunos ejemplos. ¿Qué tonterías estaba pensando? Ninguna de esas marchas guardaba relación con nuestros planes. ¿Y si hubiera sufrido un percance, perdiendo la memoria? No, no debía caer en la trampa del tremendismo… Sin embargo, aquella alteración en el segundo aterrizaje…

Tratando de racionalizar mis cada vez más perdidos pensamientos —mientras aguardaba ansioso una comunicación que no llegaba—, dibujé en mi mente un «inventario» de los posibles lugares a los que podía haberse dirigido. Rechacé la cripta funeraria. Aunque sus visitas al cementerio habían menudeado en las últimas jornadas, contribuyendo a completar los análisis antropológicos, la autonomía de la potente linterna no daba para tantas horas de investigación.

¿Habría descendido a los depósitos de Tabja? Las reservas de agua eran todavía abundantes. Además, ese paraje se hallaba a unos veinte minutos del módulo y, en consecuencia, fuera del límite IR.

¿Nahum? Mucho menos… ¿Y si hubiera intentado localizarme en Saidan? Pero ¿a cuenta de qué? En la «cuna» todo marchaba como un reloj. Desestimé también esta posibilidad.

A las 16.30, definitivamente confuso, decidí salir en su busca. El segundo lamentable error por mi parte fue no revisar el compartimiento de las herramientas. Hubiera ahorrado tiempo y disgustos.

El rastreo por la colina fue infructuoso. No supe identificar ni la más leve huella de su paso. Y no sé muy bien por qué, el presentimiento de que pudiera hallarse en Tabja o Nahum fue cristalizando en mi angustiado ánimo. Así que, sin pérdida de tiempo, me presenté en la zona de los molinos. Nakdimon, el funcionario encargado de las aguas, se encogió de hombros. No había visto a nadie de las características de Eliseo. Desalentado, deshice lo andado y, al encontrarme de nuevo en la estrecha embocadura de la calzada, al pie del talud que me servía de referencia para ascender por la ladera hacia la nave, cambié momentáneamente de planes. Sí, antes de proseguir hacia Nahum, echaría otra ojeada a la «cuna». Merecía la pena perder unos minutos frente a los controles, aguardando la ansiada comunicación.

«Quién sabe —me animé a medias—, quizá se halle de regreso y todo esto no sea más que un malentendido…».

Pero el módulo, lo sabía, continuaba desierto. Y la voz de mi compañero siguió muda.

Ahora, meditando sobre el particular, me asombro de mi propia entereza. No hay duda: fuimos magníficamente entrenados. No comprendo cómo no me derrumbé. Sentado en mitad de aquel horrible silencio, solo y sin poder creer lo que estaba sucediendo, debería de haber enloquecido. ¿Qué hubiera sucedido de no aparecer Eliseo? ¿Qué habría sido de la operación? Yo solo habría tenido demasiadas dificultades…

Gracias a los cielos, mi coraje estaba vivo. Más que vivo, rabioso. Y dispuesto a todo salté de nuevo a tierra.

Serían las 18 horas. Recuerdo que la amenaza del anochecer se cernía ya por el horizonte. Apenas si quedaban treinta minutos de luz. Y con un nudo en el vientre tomé el rumbo de Nahum. Ciego de rabia, capaz de destrozar a quien pudiera lastimarle (el código ético de Caballo de Troya me importó un comino en aquellos momentos), trepé por los negros bloques de basalto del circo, mentalizándome para remover Nahum de arriba abajo. Y si eso no fuera suficiente, peinaría Saidan, Migdal y lo que hiciera falta. Mi hermano era lo primero.

Crucé la pequeña explanada y, al pisar la vereda que llevaba hacia el este, una imagen —¿o fue una sombra?—, fugaz como un relámpago, me clavó al polvo del camino. En mi obcecación estuve a punto de no distinguirla. Tiemblo sólo de imaginarlo. Dudé. «No es posible…». La excitación empezaba a jugarme malas pasadas. Era preciso controlarse. Contuve la respiración, temeroso de volver el rostro y descubrir lo que creía haber descubierto. Y al momento, por asociación de ideas, la escena de los galileos descendiendo por la colina apareció en mi memoria. Fue una secuencia rápida y confusa. No sé cómo pero en ese espacio infinitesimal de tiempo supe lo que había ocurrido. Y la angustia se abrió como un pozo sin fondo, erizándome los cabellos.

Giré despacio. Lentamente. Con la respiración agitada. Rezando para que aquella impresión no fuera cierta. Lo era, lamentablemente…

«¡Oh, no!».

En efecto, la enorme muela —que no pudimos desplazar en su momento— había sido rodada hasta su lugar, sellando la cripta. Sólo cabía una explicación: alguien, nunca supimos quién, descubrió la profanación, poniendo sobre aviso a los posibles propietarios del panteón, que se personaron en el circo rocoso y lo clausuraron de nuevo. Aquel grupo de indignados galileos tenía que ser el responsable del cierre. Pero ¿y mi hermano? ¿Cuál había sido su suerte? De encontrarse en el interior, en cualquiera de las dos plantas, de seguro que tendría que haber oído y sentido las voces, los pasos o el rugido de la losa en su roce con la fachada. Si era así, al verse enterrado vivo, ¿por qué no había solicitado auxilio a través de la conexión auditiva? ¿O es que no se hallaba en la cripta? ¿Y si hubiera sufrido un ataque por parte de los vecinos de Nahum? Eliseo, que yo supiera, no iba armado. Me negué a aceptarlo. El lugar era sagrado para los judíos. Difícilmente lo habrían mancillado con un derramamiento de sangre. Pero ¿quién podía asegurarlo? Aquellos fanáticos eran capaces de todo.

Me pegué a la piedra circular, intentando captar algún sonido procedente del interior. Lo único que escuché fue el retumbar de mi corazón, a punto de escapar por la garganta. No podía permanecer en aquella duda. No había otra solución que descalzar la muela y aventurarse en la gruta. Peleé con la cuña de madera y, al fin, jadeando, conseguí arrancarla. Y empujando como jamás lo había hecho, la roca rodó por el inclinado canalillo hasta empotrarse entre bramidos en el flanco oeste de la fachada. Descompuesto me asomé al corto pasillo que conducía a la primera de las cámaras.

—¡Eliseoooo!…

El eco devolvió la llamada. Esperé. Nada. Silencio. La cripta, negra como boca de lobo, parecía solitaria. «¿Y si estuviera equivocado?». Quizá mi compañero había tenido el atinado sentido de no proseguir con los estudios. Quizá estaba perdiendo el tiempo. «Debería haber continuado mi camino hacia Nahum…».

A pesar de aquel forcejeo conmigo mismo seguí caminando, descendiendo a tientas hasta la antecámara. «Además, allí no se veía nada… En todo caso, debería regresar a la nave y proveerme de alguna antorcha». De pronto, un miedo cervuno me obligó a retroceder. «¿Y si aquellos energúmenos se presentaban de nuevo y volvían a sellar la tumba?». La macabra idea secó mi último aliento. En ese caso podía darme por muerto… y enterrado. Un solo hombre, desde el interior, no tenía posibilidad alguna de desplazar aquella roca, una vez calzada en el canal. Sentí frío. Un frío seco, consecuencia de mis propios miedos.

—¡Eliseoooo!…

Si estaba allí, ¿por qué no respondía? En el fondo, aquel silencio, apenas roto por mi desordenada respiración, era un buen síntoma. «Seguramente estoy equivocado…».

Dispuesto a desafiar mi propio pánico, con los brazos extendidos, agitando la «vara de Moisés» en el tenebroso vacío a manera de improvisado bastón de ciego, penetré en la primera de las cámaras funerarias que desembocaban en la referida antecámara. No había forma de acostumbrar las pupilas a la espesa negrura. Repetí las llamadas. Golpeé el suelo, las paredes y los rincones en un vano intento de localizarle o de encontrar algo que me sirviera de ayuda. Los nichos o kokim se hallaban perfectamente cerrados, tal y como los habíamos dejado. El rastreo se repitió en las siguientes salas funerarias y con idéntico fruto. No sabría explicar por qué, pero la idea de descender a la galería inferior me torturaba. Lo achaqué al miedo. Nunca me gustaron los cementerios y menos en aquellas circunstancias. Pero debía bajar.

Tanteé los peldaños con el canto del cayado. El camino se hallaba libre. Y una vez en la espaciosa segunda cueva me detuve indeciso, con el pulso acelerado y un imposible deseo de perforar las tinieblas.

—¡Eliseoooo!…

Elegí el muro de la derecha y, pegándome a la fría roca, fui avanzando con lentitud, reconociendo por el sonido de los golpes los diferentes sarcófagos de piedra que reposaban en los arcosolios. El corazón latía vigorosamente, en un esfuerzo por mantener despejado el cerebro. Ahora entiendo a las personas que se desvanecen como consecuencia del terror. La lengua, como el esparto, fue incapaz de modular una nueva llamada. Completé el recorrido y, al retornar al punto de partida, a los escalones, respiré aliviado. Si no recordaba mal no había quedado un solo rincón por escudriñar. Eliseo, definitivamente, no se hallaba en el cementerio. Pero entonces… La presión psicológica se duplicó. ¡Estaba a cero! ¡Como al principio! ¡Dios…!

Olvidando lo macabro del lugar —¡qué podía temer de aquellos cientos de esqueletos!— fui a sentarme en los últimos peldaños. No debía rendirme. Aquella pesadilla sólo podía ser eso: un fugaz mal sueño. En cualquier momento, cuando menos lo esperase, despertaría —quizá en el módulo— y mis ojos reconocerían al diligente Eliseo. Pero no estaba soñando. Mi hermano había desaparecido.

Aquél fue uno de los escasos momentos, en toda la operación, en el que di rienda suelta a mis sentimientos. Y lloré con rabia. Con amargura. Con desesperación. Pero la Providencia es la Providencia…

Súbitamente, en la lejanía de la maldita fosa, creí escuchar algo. Levanté el rostro, sintiendo cómo los escalofríos me devoraban.

—¿Qué ha sido eso?

Me puse en pie, presintiendo un peligro. Juraría que el extraño sonido había brotado del fondo de la galería. «No es posible». Esa zona también fue batida por la «vara». «¡Alucinaciones, Jasón!», me reproché al momento.

Una segunda oleada de escalofríos fue la inmediata y fulminante respuesta a un nuevo y más nítido «crac». Intenté tragar saliva. Imposible. El miedo me tenía preso. Era un sonido seco. Como el del entrechocar de huesos… Las rodillas se doblaron. ¿Huesos? «¡No, calma, Jasón! Los muertos no resucitan… Bueno, algunos sí…».

Los confusos crujidos cesaron. No había duda: llegaban del fondo de la cueva. «Pero…». De pronto recordé: «¡Maldición!… ¿Cómo no me había dado cuenta?». Temblando de pies a cabeza avancé un par de pasos por el centro de la galería. Otro sonido me paralizó nuevamente. Esta vez no fue como los anteriores. Parecía un gemido… «¡Dios de los cielos!: ¡el pozo!, ¡la fosa común! ¡La había olvidado!».

A un metro del osario, consumido por la incertidumbre, tropecé con algo… metálico. Me agaché y, palpando en la oscuridad, reconocí el «obstáculo»: ¡era el foco y la batería que lo alimentaba!

—¡Eliseo!…

Quebrada por el pavor, mi voz apenas obedeció.

—¡Aquí!…

¡Era él! ¡Era mi hermano!

Hecho un manojo de nervios, activé la lámpara. La carga se hallaba prácticamente exhausta. Pero la mortecina radiación residual fue suficiente para ubicarlo. Eliseo, caído sobre los huesos y calaveras, tenía el rostro ensangrentado. A su lado, el gran saco de las herramientas. Me arrojé al fondo del osario, abrazándole. Fue la primera vez que le vi sollozar y hundir su rostro en mi pecho.

Al examinar la frente comprobé que presentaba una brecha y que la sangre había coagulado. ¿Cuánto tiempo llevaba en aquel lugar? ¿Qué había sucedido? No eran momentos para interrogarle. Pregunté tan sólo si podía caminar. Asintió y, tras ayudarle a salir del pozo, pasando su brazo izquierdo sobre mis hombros, cargué con él y con el instrumental, huyendo de aquel infierno.

Una vez en la seguridad de la nave, practicada una primera cura de urgencia, me explicó lo ocurrido. Efectivamente, a eso de las diez de la mañana, desazonado por los descubrimientos, optó por interrumpir los estudios sobre el «cuerpo glorioso» de Jesús.

—Lo reconozco —confesó—, no calculé los riesgos y decidí aliviar la tensión con un trabajo más «terrestre».

Así fue cómo penetró en la cripta, dispuesto a continuar las investigaciones antropológicas.

—Todo estaba bajo control, Jasón: el cinturón IR en automático, mi conexión… Pero, hacia las trece horas, la segunda batería empezó a fallar. Me disponía a retornar cuando, inesperadamente, oí ruidos en la galería superior. Recogí precipitadamente el material —prosiguió con amargura— y, sospechando que pudiera tratarse de algún nativo, corrí en la oscuridad, con ánimo de ocultarme en lo más profundo de la gruta. La linterna rodó por el suelo y, en mi nerviosismo (¡viejo amigo!, ¡cómo eché de menos tu serenidad!), olvidé esa traicionera fosa, cayendo en ella como un fardo. Después no recuerdo… Al recobrar el sentido apareciste tú.

Me estremecí horrorizado. No sólo ante la comprometida situación que se hubiera planteado, en el caso de haber sido descubierto, sino, muy especialmente, al pensar en las consecuencias de una caída como aquélla. Por otra parte, ¿quién podía asegurar que no había sido detectado por los galileos?

Hundirle en nuevos sufrimientos no era justo. Así que no mencioné el cierre de la tumba. Jamás supo que había sido enterrado vivo.

Todo aquello explicaba por qué no captó las señales de «Santa Claus» y, lógicamente, su largo silencio.

El golpe, por fortuna, no revestía trascendencia. Sin embargo, en previsión de una siempre posible infección, le apliqué, tópicamente, un antibiótico de penetración rápida (fusidato sódico) y una dosis de recuerdo, por vía subcutánea, antitetánica. Casi no volvimos a hablar de aquel lamentable incidente. Eso sí: sirvió de lección. A partir de entonces, por muy nimias e intrascendentes que pudieran ser o parecer, nuestras acciones fueron sometidas a una exposición y análisis previos. En cada momento de la exploración (hasta que sucedió lo que sucedió) supimos dónde se hallaba el otro, con qué objetivos y cuáles eran los límites geográficos y temporales de cada maniobra. Aun así —no nos engañemos—, hubo sus más y sus menos…

Aunque la recuperación de Eliseo fue rápida, el resto de la jornada no fue fácil para quien esto escribe. Mis propósitos de viajar a Nazaret a la mañana siguiente se tambalearon. No me atrevía a dejarle solo. Y no por miedo a que cometiera otra torpeza —yo era mucho peor en ese sentido—, sino ante la duda de que se presentase cualquiera de las numerosas formas de tétanos conocidas. (Las heridas, en general, son susceptibles de este tipo de infección. Tanto si las ha provocado una arma como el impacto con una piedra, huesos, etc. En especial, si se han visto contaminadas por la tierra o el estiércol).

Mi silencio no pasó inadvertido. Y al requerir información sobre mi estancia en Saidan percibió la causa de mi inquietud. Eliseo no buscó convencerme o animarme para que continuara con el plan previsto. En silencio, con gesto decidido, puso manos a la obra, preparando el equipaje.

Le dejé hacer. Yo sabía que, una vez tomada una decisión, difícilmente rectificaba. Por supuesto, aunque tampoco le dije nada, yo también adopté una resolución: esperaría al amanecer del lunes. Si su estado inspiraba confianza, partiría. En caso contrario, nada ni nadie me obligaría a seguir a la Señora y al Zebedeo.

En realidad, el pequeño saco de viaje que debía cargar no contenía gran cosa: un par de sandalias de repuesto, una frugal partida de frutos secos (de alto poder calórico) —higos prensados, pasas y nueces, fundamentalmente—, una calabaza ahuecada con la pertinente ración de agua previamente filtrada y hervida[83] y, eso sí, una docena de fármacos, perfectamente camuflados en sendas ampolletas de arcilla[84]. En la bolsa de hule que colgaba del ceñidor, lo acostumbrado: las «crótalos», los dineros —cada vez más mermados— y el último salvoconducto de Poncio.

Puesto a punto el petate nos miramos en silencio. Creo que ambos sabíamos de los pensamientos del otro. Pero, muertos de cansancio y fulminados por las emociones del día, nos retiramos a las literas, dejando que fuera el Destino —como tantas veces— quien marcara la pauta a seguir. Y el Destino, una vez más, se mostró férreo e inflexible.