20 DE ABRIL, JUEVES

Nervioso ante los acontecimientos que se avecinaban, apenas si pude descansar. El cinturón de seguridad IR, en automático, no advirtió presencia humana alguna en los alrededores de la nave, excepción hecha de un par de bandadas de aves que, casi al rayar el nuevo día, tuvieron la inoportuna ocurrencia de revolotear y posarse muy cerca de la pequeña laja de piedra, contigua a nuestro asentamiento.

Como la precedente, la jornada de aquel jueves, desde el punto de vista meteorológico, se presentaba radiante. Teniendo en cuenta que los íntimos de Jesús —si el anuncio de Juan Zebedeo no experimentaba alteración— podían haber entrado en Saidan al anochecer del miércoles, lo más conveniente a nuestros planes era aguardar hasta el mediodía o primeras horas de la tarde para hacer acto de presencia en el hogar de los Zebedeo. Después de tan larga y agotadora marcha por el Jordán, lo más probable es que los discípulos durmieran hasta bien entrada la mañana. A partir de mi ingreso en Saidan, como dije, debería mostrarme especialmente cauto y atento. Disponíamos, en consecuencia, de unas seis horas para rematar otras dos operaciones, no por prosaicas menos importantes. La primera, a cargo de mi hermano, consistía en la puesta a punto de las elementales piezas que —con un poco de suerte— deberían ayudarme a desmoronar el equívoco de la niebla y de mi nada recomendable condición de «ángel del Señor». Este simple «instrumental» (un par de esferitas de corcho de cinco centímetros cada una y un hilo de seda) debía ser complementado con la adquisición en Nahum de una barra de vidrio de regular tamaño, absolutamente común y corriente. Ninguno de aquellos materiales —perfectamente conocidos por los habitantes del lago— violaba las normas del código de Caballo de Troya.

El segundo cometido, vital para nuestra subsistencia y, en especial, para la de Eliseo, me obligaba a descender a la mencionada Kefar Nahum y, en uno o dos viajes, llenar la exhausta despensa de la «cuna». Cabía la posibilidad de que, una vez en Saidan, mi ausencia del módulo se prolongara durante varios días. Así que, aprovechando el frescor del amanecer, inauguré la que sería definitiva y cotidiana vía de descenso y ascenso desde el módulo a las poblaciones del lago. Ladera abajo fui a reunirme con la calzada en el «paso del precipicio» y, desde allí, en cuestión de 20 a 30 minutos, terminé por situarme a las puertas de la ciudad. Con el fin de no perder tiempo repetí el itinerario del día anterior. El ronroneo de la molienda del grano se hallaba en pleno apogeo, así como el ir y venir de los comerciantes y artesanos, ocupados en la apertura de sus industrias y bazares o en el atizado de los fogones sobre los que se doraban redondas tortas de harina o borboteaban negros calderos con humeantes y apetitosos guisados de carnero, gruesos rabos de oveja o elementales potajes de cereales y sémola de cebada. En mi camino hacia el taller de Azemilkos observé un mayor número de caballerías y camellos que en la jornada precedente, perfectamente alineados y sujetos a los bordillos agujereados de la calle principal y de las adyacentes. También aquello obedecía a una razón específica: la celebración del mercado semanal. Todo un acontecimiento económico-social.

El viejo jefe del taller de soplado me recibió con una exagerada reverencia, gratamente sorprendido por la prontitud de mi regreso. En un rápido repaso a la exposición comprendí que la compra de la pequeña barra de vidrio no resultaba un trámite tan trivial como habíamos creído. Obviamente, no tenían utilidad alguna y, en consecuencia, no se fabricaban. La única solución consistía en adquirir un jarrón de doble asa y, una vez en la «cuna», aserrarlas. De cara al «experimento» que me proponía ejecutar, la forma de la pieza de vidrio era lo de menos.

El siguiente objetivo —las provisiones— me llevó de nuevo al muelle. El tráfico de mercancías y el ajetreo de los cargadores y capataces no tenían nada que envidiar al del miércoles. Alguien me señaló el extremo oeste del puerto como el lugar donde, tradicionalmente, se asentaba el mercado. En efecto, al final del espigón, en el límite de Nahum, descubrí una plazoleta de unos 50 metros de diámetro, enlosada con lajas negras —idénticas a las utilizadas para el pavimentado de la vía Maris— y presidida en su zona más occidental por un muro de unos 3 metros de altura y otros 10 de longitud del que emergían seis gruesos caños de hierro. Por detrás se perfilaba el acueducto que arrancaba de los depósitos de Tabja y que traía el agua potable a la ciudad. El líquido, que brotaba incesante y cantarín por cuatro de las seis tuberías, quedaba remansado en una pileta rectangular, pasando de ésta a un largo y estrecho abrevadero, construido a la derecha de la múltiple fuente y en el que se apretaban, sedientos, asnos, mulas, camellos, bueyes y ovejas. Aquélla, como la que había observado a las afueras de Saidan, era la fuente pública de Nahum, siempre asediada por mujeres con cántaros apoyados en las caderas o en milagroso equilibrio sobre las cabezas. Una legión de niños chapoteaba en la pileta, jugando con trozos de madera o corcho o dando de beber a escandalosos y ariscos patos que, con toda razón, se resistían a participar en aquel caos. Las protestas e imprecaciones de los vendedores, salpicados o entorpecidos por la chiquillería y por las gruesas y agresivas matronas, eran continuas y, en cierto modo, formaban parte de ritual que envolvía tales «centros de reunión».

A todo lo largo del perímetro de la plaza, comerciantes y buhoneros llegados de los cuatro puntos cardinales exhibían sus productos y habilidades, en un enloquecido, permanente y atronador griterío, en el que nadie se quedaba atrás. Una patrulla romana apostada en el límite del muelle con la explanada seguía atenta las evoluciones de los regateos, irremediablemente adobados con aspavientos, golpes de pecho y juramentos que, en general, no pasaban de ahí. El fluir de galileos de largas barbas y bigotes rasurados, con sus cestas de la compra en la mano izquierda, atentos a las «novedades» llegadas de Tiro, de la Decápolis, de la Idumea o de la mismísima Ciudad Santa, fue incrementándose con el despertar de la luminosa mañana. Como en Jerusalén, en Nahum eran los hombres los encargados de efectuar las compras; en especial, todo lo concerniente a los víveres y artículos de primera necesidad. En una mezcolanza de arameo, griego, egipcio y otras lenguas caldeas y mesopotámicas, mercaderes de ropa, de calzado, barberos, alfareros, perfumistas, adivinos, sanadores, traficantes de ganado, pescaderos y hortelanos, entre otros gremios, obligaban a los curiosos a examinar, oler, degustar y palpar sus productos, polemizando y pujando para que el posible comprador no pasara de largo. Sobre alfombras y esteras de paja, los objetos importados de Roma, de la Galia, de las islas del Mediterráneo o de las remotas Ursa e India, gozaban de una especial predilección por parte de los vecinos de Nahum y de las aldeas y poblaciones próximas. Allí podía comprarse de todo. Lo más inverosímil, lujoso o pintoresco: desde un banco (un subselium) finamente labrado en madera de roble por los carpinteros del Tíber, hasta una especie de «caja fuerte» (un glosso-komon) en la que guardar el dinero o documentos, pasando por sagum o capas cortas, abiertas lateralmente, sin mangas, muy de moda entre la élite del Imperio. Allí encontré tabulas o bandejas para el servicio de mesa; mappas o manteles de seda y encajes de Palmira y Séforis; ropa interior para señora (unas túnicas cortas o kolbur, transparentes); calcetines de lana; sombreros y sandalias de Laodicea; velos blancos, de luto, para las viudas; flautas y arpas de Tebas o Creta; instrumental médico; sombrillas de colores para defenderse del sol en las gradas de los anfiteatros; preservativos egipcios, confeccionados con vejigas de antílope y gato convenientemente conservados en frascos de aceite; cestería beduina y mil modelos de enseres de barro y vidrio de Samos y Egipto, respectivamente. Aquel refinamiento me dejó atónito. El hombre del siglo XX, en su soberbia, cree haber alcanzado el límite de la comodidad y de la perfección cuando, en realidad, todo, o casi todo, está inventado.

En mitad del tumulto, un boquiabierto corro de niños, adultos y mujeres rodeaba a los «barberos-médicos-dentistas», asistiendo atónitos y morbosos a los rasurados, extracciones de muelas o al teñido de los cabellos. Fenicios, griegos, galileos y egipcios sentaban a sus clientes en pequeños taburetes o en mugrientos toneles, ablandando las barbas con agua caliente y, a falta de jabón, con espesos y negruzcos «purés» oleaginosos, deslizando sobre cuellos y mejillas unas largas navajas de hierro, de filos perdidos y mellados en su continuo ir y venir por los caminos del país. El tinte del pelo —en negro y rubio para los hombres y dorado para las mujeres— se practicaba, como digo, a la luz pública, sin el menor asomo de pudor y cuidando que las tintas cubrieran y ocultaran hasta la última de las canas. Pero el trabajo preferido de los curiosos —el más escalofriante y patético— era el arrancado de dientes y muelas. Concluido un rasurado o el entintado de una cabellera, el barbero acomodaba al temeroso paciente y, tras oír su problema, procedía a examinar la dentadura. A su lado, si disfrutaba de una cierta posición económica, uno o dos aprendices —generalmente esclavos— preparaban los ungüentos, anestésicos y el instrumental médico del «hombre de los dientes», como se los conocía popularmente. Aquellos «sanadores» disponían, en general, de un arsenal de cirugía relativamente aceptable: sondas, lancetas y escarpelos de diferentes modelos, cuchillos de hojas rectas o curvadas, agujas para el cosido de heridas, elevadores para el alzado de cráneos hundidos, hasta seis clases de fórceps (lisos o rematados por dientes y con protección o sin ella), catéteres, tijeras de cirujano (algunas, incluso, para cortar la sección enferma de la campanilla), espátulas para el examen de gargantas y hasta un trinquete para dilatación.

Si las encías presentaban úlceras (junto con las caries eran las afecciones más comunes), el «odontólogo» o sus ayudantes le aplicaban un emplasto a base de resinas de terebinto, leche de vaca, dátiles, algarrobas secas y otras plantas que no supe distinguir. O bien frotaban la mezcla en las zonas lesionadas u obligaban a su masticación. Cuando el deterioro de la pieza —siempre a juicio del barbero— recomendaba su extracción, el infeliz era amarrado con las manos a la espalda, de forma que sus convulsiones no entorpecieran la labor del «maestro». Como en los prolegómenos de una ejecución, la concurrencia guardaba un significativo silencio, pendiente de las maniobras y trapicheos del «verdugo» y de sus ayudantes. Uno de aquellos egipcios en particular, huesudo en extremo, gozaba de una habilidad y fuerza en sus dedos como jamás he visto. Mientras uno de los aprendices separaba la mandíbula, el «dentista» introducía un paño de tela en la boca del enfermo (generalmente un hombre o mujer de avanzada edad) y, asentándose con firmeza en el pavimento, hacía presa con el índice y pulgar en el diente, arrancándolo con un seco tirón. Como si de un número circense se tratara, el egipcio mostraba al público el lienzo con la pieza ensangrentada (de una o dos raíces), recibiendo entonces el aplauso y el beneplácito general. En el frecuente supuesto de que la extracción se viera acompañada de hemorragia, el sanador taponaba la cavidad con una pócima de senecio que, con suerte, actuaba como hemostático. Frenado el flujo de sangre, el paciente se aclaraba la boca con vinagre, abandonando el lugar con una bolsita de tela apretada entre los dientes. Al interrogar a uno de los «secretarios» sobre el contenido de dicha bolsa, un escalofrío me recorrió la espalda: grasa, miel, aceite de microbálano y excrementos de mosca…

Descompuesto, me retiré hacia los tenderetes de los hortelanos y tenderos, llenando dos grandes cestas con idénticas provisiones a las elegidas en la mañana precedente, a las que añadí unos quesos de Bitinia, espárragos, mostaza de Egipto, el fruto favorito de Jesús —pasas de Corinto— y mi pequeña-gran debilidad: las nueces. El regateo —cómo no— resultó correoso. Cada dos palabras, el campesino de Guinosar que me tocó en suerte levantaba sus brazos, jurando «por su cabeza», «por los cielos», «por Jerusalén», «por sus hijos» o «por la leche que le dio su madre», que aquellas habas, ajos o lentejas habían sido regados con su sangre y que bien merecían los «cuatro miserables denarios que me pedía a cambio». Hacia las 10 horas, con la cabeza como un tambor, lograba zafarme al fin de semejante manicomio, emprendiendo el camino de regreso al módulo. Una hora más tarde, con las dos esferas de corcho, una de las asas de vidrio de la jarra, el hilo de seda y la ampolleta de barro con el disolvente en la bolsa de hule, me despedía de Eliseo, dispuesto a enfrentarme a la que, sin duda, iba a ser la primera gran aventura de nuestra estancia en la Galilea. (Con el fin de redondear mi «representación teatral», mi hermano, después de meditarlo largamente, optó por incluir en mi liviana impedimenta un zurrón de arpillera en el que fue camuflado un reducido termo-congelador, programado para sostener una temperatura constante. En este caso, menos 80 oC. En el interior habían sido depositadas seis minúsculas barras de dióxido de carbono, esenciales para el «juego» que debería practicar). Y tras completar la protección personal, cubriendo incluso los dedos de las manos con la «piel de serpiente», salté al exterior[64].

De acuerdo con lo planeado por los especialistas de Caballo de Troya, si las apariciones del Maestro tenían lugar más allá de los límites establecidos para la conexión auditiva, mi compañero debería ser alertado de inmediato a través del láser, activando y dirigiendo a la zona en cuestión uno de los «ojos de Curtiss». Ninguno de los dos sospechábamos entonces que la primera de estas prodigiosas «presencias» de Jesús a orillas del yam se registraría antes de 24 horas…

La marcha a Saidan, en esta ocasión, resultó más entretenida. Hasta el puente sobre el Jordán tuve oportunidad de cruzarme con varias caravanas que bajaban por la ruta de Sidón, con destino a los puertos y núcleos comerciales de Nahum, Migdal y Tiberíades. Desde la línea fronteriza situada en el puente, en cambio, mi camino fue prácticamente en solitario. Poco antes de rebasar los mojones divisorios del territorio de Filipo, aquel viento del oeste se precipitó de nuevo sobre el lago, cimbreando las copas de los álamos y arrancando interminables susurros a las hojas verdiblancas.

Poco después de la hora sexta —esta vez por el portalón principal que se abría al pie del sendero que atravesaba la aldea— me presentaba en el gran patio del caserón de los Zebedeo. Los once, sentados en torno a un brasero cuadrangular en el que borboteaba un caldero de leche, conversaban animadamente. Por espacio de unos segundos me quedé quieto, con la «vara de Moisés» firmemente plantada sobre el adoquinado del piso. La vista de los íntimos me llenó de emoción. Un humo blanco, empujado por el viento de poniente, huía del fondo del hogar, difuminando los cuerpos de los discípulos situados a mi derecha. Evidentemente no se habían percatado de mi llegada. Pero, de pronto, se hizo el silencio. Los que se sentaban frente a mí alertaron al resto y los cuatro o cinco que me daban la espalda giraron las cabezas, clavando las miradas en el recién llegado. Y «algo» extraño planeó sobre aquellos corazones, endureciendo los semblantes. Fueron unas miradas muy significativas: mezcla de miedo, curiosidad y recelo. En aquel instante supe que las revelaciones hechas por Juan Marcos —aunque no lo confesaran— habían sembrado las dudas en el crédulo y supersticioso grupo. Tenía que actuar. La misión podía peligrar si no borraba, de raíz, la falsa idea de un «Jasón ángel», poco menos que «emparentado» con la Divinidad.

La tensa escena alcanzó su punto álgido cuando, de improviso, por la puerta que conducía al hogar de Zebedeo padre, apareció el benjamín. Portaba una vasija de barro, con pescado fresco, y, al descubrir mi presencia, sus ojos se abrieron espantados. Retrocedió pálido y tambaleante, como si tuviera ante sí a un fantasma, dejando caer el lebrillo, que se pulverizó con gran estruendo. Juan, desconcertado, se incorporó, encaminándose hacia el muchacho. Pero, antes de que llegara a su altura, Juan Marcos saltó por encima de los cascotes y tilapias, refugiándose en el corral. El Zebedeo dudó. Y, cambiando de dirección, salió a mi encuentro, rogándome que disculpara el frío e injusto recibimiento. El incidente quedó temporalmente olvidado y, tras un parco saludo general, los galileos reanudaron su conversación que, por supuesto, giraba alrededor de los extraordinarios sucesos vividos en Jerusalén. Rechacé la amable invitación para compartir el desayuno colectivo, manifestando mi deseo de visitar al enfermo. Juan accedió agradecido, mostrándome el camino. Me incliné para desatar las sandalias y, al proceder con las tiras de cuero de la pierna izquierda, el Zebedeo, retirando suavemente mis dedos de los nudos, me sugirió que empezase por la sandalia derecha. Le miré extrañado.

—Trae mala suerte —aclaró sin más explicaciones.

Acepté la sugerencia. Poco a poco iría familiarizándome con aquellas pequeñas supersticiones y manías que, naturalmente, estaba dispuesto a respetar.

En la alcoba del jefe de los Zebedeo me aguardaba una muy grata sorpresa: María, la madre de Jesús, se hallaba a la cabecera, en compañía de Salomé, la esposa del anciano, y de algunas de las mujeres de la casa. Los hijos del «patrón» habían cumplido fielmente mis prescripciones médicas y el paciente, aunque derrotado aún por los lacerantes dolores, presentaba un aspecto más relajado. Al verme en el umbral, Salomé y la Señora abandonaron las compresas de agua fría que administraban sobre la frente del enfermo y, con vivas muestras de alegría, me besaron en las mejillas, deseándome paz. Aquel gesto me reconfortó, devolviéndome la seguridad. La mujer del Zebedeo agradeció mis desvelos para con su marido, reprendiéndome después por el innecesario regalo de los víveres.

Me arrodillé en silencio junto al jergón y, sin prestar demasiada atención a las cariñosas palabras de Salomé, tomé las manos del Zebedeo, verificando el pulso. El buen hombre sonrió. Supliqué a Juan que me ayudara a incorporarle y, echando mano de la ampolleta de arcilla, vertí unas cuantas gotas del preparado en cada uno de sus oídos. A continuación, depositando el pequeño recipiente en las manos del discípulo, le informé sobre su contenido, modo y frecuencia con que debía administrarlo hasta nueva orden. Si todo discurría con normalidad, quizá el sábado o el primer día de la semana (el domingo) pudiera proceder a la disolución definitiva del cerumen. Tras un menguado parlamento con las mujeres, Juan y quien esto escribe regresamos al patio. Juan Marcos ayudaba a los gemelos de Alfeo en el asado de unas hermosas tilapias. El resto, con un excelente buen humor, daba cuenta del tardío desayuno, mojando unas crujientes tortas de harina en un plato hondo de barro lleno de aceite. Había llegado el momento de poner en práctica la idea de Eliseo. El benjamín, más sereno, dejó que me acercara. En señal de amistad le mostré el amuleto que me regalara en Jerusalén y que todavía colgaba de mi cuello y, en tono conciliador, le pedí que me escuchara. Los íntimos, que a pesar de su charla no me quitaban ojo de encima, bajaron el tono de voz, más pendientes de mis palabras que de las suyas. Midiendo las explicaciones, y de forma que todos pudieran oírlo, le recordé que, además de hombre de negocios y sanador, Dios me había concedido el privilegio de estudiar y practicar la muy noble profesión de «augur» y «mago». Al igual que los demás, el muchacho siguió mis aclaraciones con la duda reflejada en sus ojos.

—… Y para que veas que no miento, ahora mismo, si lo deseas —añadí sin perder la sonrisa—, estoy dispuesto a mostrarte algunos de mis «poderes»…

Juan Marcos, indeciso, desvió la limpia y profunda mirada hacia los discípulos. Felipe, el más permeable a las bromas y a la diversión, se erigió en espontáneo portavoz del resto, aceptando sin disimular su curiosidad.

Dispuesto a aprovechar el quizá irrepetible momento y la excelente disposición de los galileos, pedí a Juan que situara sobre el brasero un balde con agua. Por su parte, el benjamín, con idéntica celeridad, salió hacia el corral, a la búsqueda de un sencillo palitroque. Entretanto, ante la inquieta mirada del resto, procedí en un más que teatral silencio al amarrado de cada una de las esferas de corcho a otras tantas porciones (de unos 50 cm de longitud) del hilo de seda. Juan Marcos retornó al punto, entregándome un tosco palo de un metro. Lo partí en dos y, amarrando los improvisados péndulos a cada una de las maderas, me dirigí a los gemelos. Les rogué que se adelantaran hasta el centro del círculo formado por los expectantes galileos y, tras entregarles los palitroques, les recomendé que procuraran sostener las esferas en el aire, en total inmovilidad y protegiéndolas del viento con sus propios cuerpos. Felipe, nervioso, rompió a reír. Ordené silencio y, tomando el asa de vidrio, la froté enérgicamente con el filo de mi túnica. Levanté los brazos hacia el cielo y, pronunciando unas absurdas e ininteligibles palabras —con el único fin de «caldear» el ambiente—, me incliné hacia la esferita que sostenía Judas Alfeo. El efecto deseado no tardó en producirse. Al acercar la barra de vidrio a la bola de corcho, ésta, «obediente», se movió, aproximándose a la punta del asa. Un murmullo de admiración brotó de todas las gargantas. Y el gemelo, asustado, soltó el palo, escapando hacia la parrilla en la que se asaban las tilapias. La reacción de Judas provocó la hilaridad general. Repetí el sencillo experimento con el péndulo de su hermano Santiago y la esfera, nuevamente, como empujada por una mano invisible, se desplazó hasta tocar el vidrio. Observé a Juan Marcos y a Juan Zebedeo. Ambos, con la boca abierta y los ojos fijos en las oscilaciones del péndulo, parecían hipnotizados. (La experiencia, sobradamente conocida por los colegiales del siglo XX, se basaba en el natural proceso de electrización por frotamiento. Un elemental péndulo «electrostático» hacía el resto. Vidrio y corcho, electrizados con cargas opuestas, se atraen durante un espacio de tiempo. Después, cuando las cargas resultan del mismo signo, se repelen). Solicité de Juan Marcos que recogiera el péndulo de Judas. Como era de esperar, a los pocos minutos, al aproximar de nuevo el vidrio electrizado al corcho, la esfera se movió en sentido contrario. El jovencito, maravillado, no salía de su asombro. Cuando estimé que mis «poderes» como «mago» habían quedado claros, guardé las piezas y disimuladamente tomé las barritas de nieve carbónica, ocultándolas entre mis dedos. Afortunadamente, la «piel de serpiente» me protegió. (Como es sabido, el dióxido de carbono en estado sólido sólo puede mantenerse a una temperatura de menos 78 oC. Sin la debida protección, los dedos hubieran sufrido importantes quemaduras). El agua del caldero había empezado a bullir. Paseé la vista sobre el grupo y, con idéntica teatralidad, extendí los brazos hacia la boca del humeante balde, invocando a los dioses del Olimpo. Al levantar el rostro hacia el azul celeste del cielo, la casi totalidad de los galileos, intrigada, me imitó. En ese instante, con total premeditación, dejé caer el hielo prensado en el agua. Las cápsulas de CO2 (de 1 cm de diámetro y 50 mm de longitud) reaccionaron sin tardanza. Arrecié en mis invocaciones y conjuros y, como por arte de magia (nunca mejor dicho), una «niebla» blanca y densa —idéntica a la provocada por mi hermano en la cima del Olivete— comenzó a borbotear y a derramarse por las paredes del caldero. Algunos de los discípulos, ante el amenazador avance del «humo», retrocedieron entre lamentos, víctimas de un supersticioso pánico. Y el benjamín, abrazándose a mi cintura, suplicó para que cesara en tales demostraciones. La «niebla» fue disipándose. Recuperada la calma, Juan Zebedeo, con los ojos bajos, se disculpó públicamente, admitiendo que, en contra de lo que siempre había predicado el Maestro, había caído en el error de juzgarme. Un murmullo de aprobación ratificó las palabras del discípulo y, quien esto escribe, imitando el gesto de amistad favorito de Jesús, colocó sus manos sobre los hombros del apesadumbrado Juan, agradeciendo su nobleza de corazón. Nunca más se volvería a hablar de mi posible origen o naturaleza «angélica». El experimento resultó redondo.

Finalizado el desayuno, Simón, exultante y pletórico, polarizó de nuevo la atención general, arengando a sus compañeros para que, al igual que habían hecho en el viaje de Jerusalén al lago, salieran a los caminos a predicar la buena nueva y la inminente «llegada del reino». Su hermano Andrés, Tomás, el Mellizo y Mateo Leví —más cautos— desestimaron las sugerencias del fogoso Pedro, recordándole que, de momento, las órdenes del rabí eran otras: permanecer en la Galilea hasta que volviera a presentarse ante ellos. Las opiniones se hallaban divididas. Juan, Felipe y Bartolomé apoyaban incondicionalmente los deseos de Simón. Santiago se unió al parecer de Andrés y los gemelos, como de costumbre, se mantuvieron al margen, más atentos a las faenas domésticas que al problema de fondo. En cuanto al Zelote, mudo y cabizbajo, no hubo manera de arrancarle una sola palabra. El aguerrido patriota, a pesar de las evidencias, había caído en una nueva y profunda depresión. Nadie logró consolarle o infundirle un mínimo de aliento. Era inútil. La vergonzosa muerte de su líder y la desintegración del grupo y de sus viejos ideales de liberación política pesaban más que la propia resurrección y que las —para él— nebulosas promesas de Jesús acerca de un «lejano e incomprensible reino espiritual». A primeras horas de la tarde, ante el disgusto y el reproche de la mayoría, Simón el Zelote recogió sus cosas y, casi sin mediar palabra, con el rostro endurecido por la desesperanza, partió hacia su hogar, en la vecina Nahum. Aquella deserción —así fue calificada por Pedro— vino a trastocar los planes del grupo. Por espacio de una hora se enzarzó en otra de sus agrias y poco caritativas discusiones, tachando al Zelote de «indigno y poco fiable embajador del reino». Sólo Juan y Mateo protestaron. Pero Simón Pedro, que empezaba a despuntar como líder, acalló sus reproches, llegando a insinuar algo que me dejó perplejo: «era el propio Maestro, desde los cielos, quien alejaba al patriota de los auténticos elegidos, como el pescador honrado separa la pesca pura de la impura». (Mil veces me he preguntado por qué los evangelistas —Juan y Leví se hallaban presentes— ocultaron estas duras reacciones del «colegio apostólico», mostrando, a cambio, en la mayoría de las ocasiones, la falsa imagen de unos hombres tolerantes, generosos y fieles guardianes de las enseñanzas del Hijo de Dios).

Hacia las 15.30 horas, agotada la polémica, Pedro se puso en pie. Escudriñó el cielo y, en uno de sus típicos y bruscos giros de carácter, adoptando un tono amistoso y conciliador, propuso salir a «echar un rato». El grupo, deseoso de olvidar las recientes y amargas acusaciones, aceptó en bloque. ¿«Echar un rato»? La expresión resultó incomprensible para mí. Como si se tratase de algo rutinario y sobradamente conocido de todos, los diez se movilizaron al unísono. Felipe, el intendente, y los gemelos llenaron de agua un par de cántaros, recogiendo y guardando los restos del desayuno en dos saquetes de harpillera. Los Zebedeo y Pedro, por su parte, mientras los demás se alejaban hacia el corral, penetraron en la estancia situada a la derecha del portalón de entrada. Y yo, sin saber qué partido tomar, permanecí en el centro del patio, absolutamente confuso. Juan fue el primero en salir. Cargaba un par de cubos, repletos de tilapias y barbos, sumergidos en un aceitoso y putrefacto caldo. Me miró y, levantando levemente la cabeza, señaló la puerta del corral, preguntando:

—¿Vienes?

Sin esperar respuesta, dando por hecho que aceptaba, cruzó ante mí, en dirección al mencionado corral. Su hermano y Simón aparecieron inmediatamente. Entre los dos sostenían una voluminosa espuerta, cuyo contenido quedaba oculto por un manojo de duelas amarradas y empapadas en resina. No pude resistir la tentación y, tímidamente, los interrogué sobre sus intenciones. Santiago sonrió con benevolencia. Pedro, molesto ante mi torpeza, masculló algo irreproducible, añadiendo casi para sí:

—¡Qué va a ser!… ¡No todos somos ricos comerciantes, como tú!

Dolido por el desaire de Simón necesité unos segundos para reaccionar. Al poco, renegando de mi ingenuidad, corrí tras ellos. Al asomarme a los escalones que conducían a la playa intuí el verdadero significado de «ir a echar un rato». Los discípulos, junto a las redes y a las embarcaciones, habían empezado a desnudarse. Estaba claro: se disponían a pescar. Durante unos instantes, inmóvil sobre el último tramo de las empinadas escaleras, dudé. Todas las alertas mentales entraron en acción. Si los escritos de Juan, el evangelista, no estaban equivocados, la primera de las apariciones de Jesús en el lago debería producirse «después de una noche de estéril pesca». ¿Estaba asistiendo a los prolegómenos de dicho acontecimiento? Un cosquilleo estremecedor —señal inequívoca de que «algo» muy especial se cernía sobre el lugar— me recorrió el vientre. A partir de entonces debería mantenerme con los ojos bien abiertos…

Al principio mis escasos conocimientos sobre navegación y pesca en general fueron un problema. Me vi obligado a formular infinidad de cuestiones, muchas de ellas tan elementales que hubieran despertado la risa de los mismísimos hijos de los pescadores y marineros del yam. Por fortuna, no todos los discípulos eran tan secos como Pedro. Y a ellos recurrí una y otra vez.

La mayoría de los íntimos, como iba diciendo, se despojó de las vestiduras y del calzado, que quedaron amontonados en la orilla, permaneciendo en saq o taparrabo o, como mucho, con la túnica recogida y enrollada a la cintura.

En perfecta coordinación, los sais o jefes de cuadrilla —Pedro por un lado y Santiago Zebedeo por otro— fueron impartiendo las órdenes oportunas. (Innecesarias, a mi modo de ver, ya que cada cual parecía saber muy bien su cometido). Así, una vez repartidas las provisiones y el agua en las dos embarcaciones que flotaban a corta distancia de la orilla, Juan y Andrés se hicieron cargo de los cubos con el putrefacto pescado y, tras volcarlos en la arena, tomaron sendas piedras, iniciando una sistemática trituración de los peces. La pestilente y sanguinolenta carnaza era mezclada con arena húmeda, formando unas bolas que terminaban en el fondo de los cubos. Al mismo tiempo —bajo la atenta mirada de Santiago— Felipe, Tomás, Mateo Leví y Natanael (Bartolomé) se distribuyeron a uno y otro lado de una larga red que yacía extendida sobre la costa. Y con suma celeridad y precisión comenzaron a plegarla. Por las explicaciones del Zebedeo y por lo que deduje poco después, al verlos maniobrar, aquel aparejo —de unos 150 metros de longitud— actuaba como una red de arrastre. Recibía el nombre de jerem y tenía la forma de un rectángulo, trenzado a base de fuertes hilos de lino embreado, más ancho en su zona central (entre 5 y 6 m) que en los extremos (alrededor de 2,5 m). Las bandas más largas se hallaban cosidas a sendas cuerdas. Una (que en el agua quedaba en la superficie) aparecía provista de decenas de corchos y maderas. La otra presentaba un número parecido de piedras y plomos agujereados que, obviamente, servían de lastre. Dos varas de madera en los extremos de la red favorecían la verticalidad de la misma, una vez sumergida en el yam. De cada una de las puntas de las varas partían sendos cabos que confluían en un grueso nudo del que arrancaban otras tantas cuerdas, de unos 70 a 100 metros de longitud, respectivamente.

Pedro, entre tanto, embarcado en la lancha más grande, manipulaba los remos. De vez en cuando lo veía avanzar hacia proa y, con las manos a manera de visera, parecía buscar algo en el horizonte. El viento había cesado y la superficie del lago, azul y dormida, sólo era importunada por lejanos y esporádicos chapoteos de las aves que planeaban o caían en picado, atrapando su almuerzo.

Doblado y reducido a la mínima expresión, el jerem fue transportado a la popa de la lancha y uno de los largos cabos, meticulosamente enrollado por Simón Pedro en el fondo del barco. La segunda cuerda quedó en la costa, al cuidado de Felipe. Andrés y Juan, con las «bolas» de arena y pescado macerado, se adentraron decididos en las aguas, depositando los cubos en la proa de la embarcación. Santiago se apresuró a seguirlos y Tomás, el quinto tripulante, dirigiéndose a la piedra de amarre, soltó el cabo, esperando a que sus compañeros subieran a bordo. De improviso, señalando hacia mí, Juan intercambió unas frases con los sais. Pedro se encogió de hombros y el más joven de los Zebedeo, retornando a la orilla, me invitó a acompañarlos. Fue una oportunidad que, naturalmente, no desaproveché. El sol corría aún a 45 grados del poniente y, en consecuencia, no era previsible que ocurriera nada «anormal». Tentado estuve de anudar las sandalias al ceñidor. Pero, consciente de que aquel gesto de desconfianza podría molestar a los más suspicaces, opté por depositarlas, al igual que la «vara» y el zurrón, junto al montón de ropas y zapatillas. No me agradaba perder de vista el delicado instrumental, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Y, emocionado, me introduje en el yam. A pesar de la protección de la «piel de serpiente», cubriéndome hasta los tobillos, percibí el frescor de las aguas. Era la primera vez que entraba en contacto directo con el mar de Tiberíades. Y no sería la última…

La lancha se hallaba fondeada en un metro de agua. Salté al interior y, nervioso, les agradecí su gentileza. Nadie se dio por aludido. Pedro, encaramado sobre el jerem, ordenó que me sentara a proa. Obedecí con total sumisión. Era curioso: una vez embarcados, aquellos hombres —y muy especialmente Simón Pedro— cambiaban por completo de actitud. Se volvían adustos. Hablaban lo imprescindible y, sobre todo, utilizaban un lenguaje mímico, comunicándose así de lancha a lancha. El Mellizo fue liando el cabo de amarre. Caminó despacio hacia la barca y, una vez junto a la popa, empujó la embarcación. Acto seguido, ágil como un gato, trepó por el amasijo formado por el jerem, yendo a ocupar su sitio junto a Juan. En el centro habían sido dispuestas dos tablas, a manera de bancos. Andrés y Santiago, más corpulentos, ocuparon el más cercano a proa. Simón, arrodillado sobre la red, animó a los remeros para que bogaran. Cuatro remos negros y mugrientos fueron introducidos por los estrobos. Una vez sujetos a los toletes, lenta, silenciosa y coordinadamente, las dos parejas hicieron avanzar la embarcación. Ésta —de unos 8 X 2 m—, construida con tirzah (un pino «piñonero» duro y resinoso, muy abundante en los contornos del lago), no descollaba ni por su calado ni por un exceso de celo en su mantenimiento. Parecía abandonada o en desuso desde hacía meses. El entablillado, muy desigual, presentaba zonas abiertas y astilladas, con preocupantes pérdidas de las cuerdas de algodón que impermeabilizaban las junturas. La sentina, permanentemente inundada, era una catástrofe. Entre las cuadernas se amontonaban líos de cuerdas, varias lámparas de aceite, vacías y desconchadas, un cucharón (utilizado quizá en las comidas), un «vertedor» para achicar el agua (con una curiosa forma de plancha o de zapato, todo él en madera, cerrado por su parte posterior, con un mango en la zona superior y la «boca» a la medida de las cuadernas), trapos viejos y empapados, un cántaro de arcilla y un saco de hule que colgaba del tolete de estribor. A proa y popa descansaban dos piedras negras, planas, perforadas en sus extremos, que hacían las veces de anclas. Al principio no reparé en ello. Pero, conforme nos adentrábamos en el yam, me llamó la atención un diminuto mascarón, claveteado a la proa. Representaba la figura de una mujer-pez, con las manos sobre la cabeza y coloreada en un granate chillón. Más tarde, los galileos me explicarían que se trataba de la diosa Atargatis, adorada en Ascalón y en la costa fenicia, cuya presencia en la embarcación garantizaba una segura protección contra los vientos del este —súbitos y traidores— y la posibilidad de una excelente pesca. (Una de estas estatuillas sería descubierta por el investigador McLister en las excavaciones arqueológicas del tell Zakaria, en Eretz Israel).

Luego lo supe. Aquella primera fase de la operación de pesca era una de las más delicadas. Se necesitaban unos remeros experimentados, capaces de impulsar la lancha con un mínimo de ruido. Nadie hablaba. La embarcación fue alejándose, perpendicular a la costa, siempre unida a tierra por el largo cabo amarrado a uno de los extremos de la red. Desde la orilla, el resto del grupo seguía inmóvil y expectante las maniobras de la tripulación. A cosa de 40 o 50 metros del litoral, Pedro, permanentemente atento a la superficie del lago, levantó la mano izquierda. Los remeros dejaron de bogar y las miradas buscaron el punto que atraía la atención del guía. El silencio, apenas roto por el leve chorrear de las palas y los lejanos chillidos de las gaviotas, me impresionó. Yo también escudriñé la superficie del yam, pero francamente no vi nada especial o extraordinario. Diez segundos después, con un seco palmetazo en la borda de babor, Pedro ordenó un giro. Muy despacio, Andrés y Juan, sentados en dicha banda, hundieron las palas en el agua mientras sus compañeros de estribor hacían lo propio, bogando con firmeza. Rematada la ciaboga, la lancha se situó paralela a la costa y los cuatro prosiguieron el lento y silencioso avance. Así continuamos durante un trecho, con la única compañía del lastimero crujido de los estrobos y alguna que otra desacompasada respiración. Al alcanzar el lugar deseado, el sais levantó la mano por segunda vez. Y los remeros repitieron el alzado de las palas. La embarcación quedó a la deriva, mecida suavemente. Simón se puso en pie, con los ojos clavados en la superficie que se extendía entre nosotros y la orilla. A juzgar por lo que nos habíamos distanciado, aquella zona del lago no debía ser muy profunda: quizá oscilara alrededor de los cinco o seis metros. Pasaron unos minutos tensos e interminables. Nadie se movió. Quien esto escribe, acurrucado en el fondo de la barca, no se atrevía ni a respirar. De vez en cuando, empujada por el dulce balanceo, el agua de la sentina mojaba mis pies.

Y, de pronto, como un trueno, al tiempo que señalaba hacia estribor, Simón Pedro vomitó una maldición. A 15 o 20 metros del costado derecho de la lancha —hacia el interior del lago—, las aguas comenzaron a «hervir» y a espumear. El banco de peces que venía siguiendo el sais se había desplazado, burlando así a los galileos. Entre el borboteo de la superficie vi saltar algunos ejemplares, cuyos vientres destellearon como la plata a la luz de sol.

—¡Hijos de mil rameras!…

Las imprecaciones por parte del guía se sucedieron una tras otra. Jamás pude imaginar a un futuro «cabeza» de la iglesia católica tan desarmado y fuera de sí.

La primera operación —lo que los galileos del yam denominaban «situar la barca»— había fracasado. Atemorizado ante el pésimo genio de Simón llegué a lamentar el haber aceptado la invitación. Si cometía el más pequeño de los fallos, la carga de mal humor de aquel energúmeno me habría destrozado. Sin embargo, a ninguno de los remeros pareció molestarle la sarta de juramentos y palabras mal sonantes que escupía el hombre que, pocas horas antes, los había animado a salir a los caminos y predicar la paz y la fraternidad.

El espumeante banco de tilapias terminó por sumergirse y, como si nada hubiera ocurrido, la tripulación se concentró en un nuevo, silencioso y paciente rastreo de la zona, navegando siempre a una distancia máxima de 50 a 70 metros del litoral. Transcurrida una media hora, algunos esporádicos y solitarios saltos de peces entre la lancha y la orilla alertó al sais. Simón Pedro levantó el brazo, haciendo una señal a los de tierra, y la barca, briosamente impulsada por los remeros, comenzó a navegar con fuerza, sosteniendo un rumbo paralelo a la costa. Con los músculos tensos, perfectamente sincronizados, los cuatro galileos, animándose con pequeños gritos, se inclinaban hacia popa, tumbándose a continuación hacia proa, hasta que las espaldas llegaban casi a alinearse con las respectivas bordas. El jefe de la cuadrilla, inclinado sobre popa, fue soltando el jerem. Con gran destreza, las enormes y callosas manos de Pedro fueron arriando la red, al tiempo que, entre gritos e insultos, apremiaba a los remeros para que aceleraran el ritmo. A popa fue quedando un reguero de corchos y maderas, agitado por el bronco cabeceo de la barca. Los hombres situados en tierra comenzaron a jalar del cabo y la red empezó a curvarse. Cuando el aparejo estuvo prácticamente en el agua, el sais, volviendo la cabeza hacia sus compañeros, ordenó una nueva ciaboga. Y la lancha cambió de rumbo, enfilando la orilla. Pedro, con los pies sólidamente asentados en el fondo de la embarcación, desplegó todas sus fuerzas —que no eran pocas—, sosteniendo y arrastrando el segundo cabo. A 4 o 5 metros de la orilla, como impulsados por un resorte, los remeros saltaron al agua y, olvidando la lancha, se hicieron con la soga, tirando con ahínco hacia la arena. Deseoso de colaborar en algo los imité, jalando con ellos. Durante veinte o treinta minutos, las dos columnas de hombres se esforzaron sin interrupción, tirando de los cabos lenta pero firmemente. Y el jerem, formando una media luna, fue aproximándose a la costa. A unos veinte pasos del agua, cada jalador depositaba en tierra la porción de cuerda que le había correspondido, regresando sin prisas a la orilla. Allí, provisto de un corto cabo —una especie de estrobo—, con una piedra anudada en un extremo, enroscaba el canto en la maroma principal, tirando con el auxilio del referido estrobo. El aparejo —que podría identificarse hoy con el chinchorro— actuaba como una red «barredera». Los plomos y piedras la mantenían pegada al fondo, barriendo el yam como un muro vertical. Una pesca, dicho sea de paso, bastante destructiva, que terminaba con todas las especies y huevas depositadas en el fango.

Cuando las varas de madera flotaban a unos pasos de la costa, dos de los jaladores se precipitaron sobre los extremos del jerem, mientras el resto multiplicaba su esfuerzo, procurando que ambas hileras se aproximaran hasta llegar a unos 10 metros la una de la otra. Y la red, poco a poco, fue entrando en la costa. Los gritos de apoyo entre los jaladores fueron en aumento y así continuaron hasta que el zut o copo apareció a la vista. Bastó una simple ojeada desde tierra para que, con un escaso margen de error, los pescadores supieran del éxito o del fracaso de la faena. En este caso, la súbita interrupción del griterío y la furiosa patada propinada por Simón Pedro a la superficie del agua constituyeron unas señales que no dejaban lugar a dudas. El jerem, en efecto, llegaba vacío. El fondo de la red fue arrastrado hasta la arena y, entre maldiciones, los guías procedieron a su apertura y examen.

—¡Basura!

El calificativo de Simón fue el mejor resumen: el copo tan sólo encerraba fango, piedras, un amasijo de algas verdosas (del tipo de las Botricocum) y otras, bastante más nocivas (la Nostoc), cuya materia gelatinosa obstruía los «ojos» de la red, perjudicando y retrasando el trabajo de los esforzados galileos; algunas caracolas (la Melania tuberculata); una miríada de minúsculos cangrejos del grupo de los Cladocera y media docena de pequeñas y regulares tilapias, «tan estúpidas —según el Mellizo— como los pescadores que habían manejado la dugit» (la lancha).

La inoportuna expresión de Tomás desató la ira del sais que había conducido la embarcación y el fallido lance y, ante mi perplejidad, Pedro y el Mellizo se enzarzaron en una violentísima disputa. Tomás acusó a Simón de «viejo, inepto y ciego». Y Pedro, que no se quedaba atrás, la emprendió con el estrabismo del pobre Tomás, culpándole —como gafe— de tan desafortunada pesca. Algunos de los hombres mediaron en la ácida discusión, intentando apaciguar los ánimos. En el tercer «salto» tendríamos ocasión de comprobar cómo aquellos choques eran el pan nuestro de cada día entre las cuadrillas, llegando incluso a las manos. Una imagen tan real como lamentable, de la que tampoco se hacen eco los evangelistas…

Como por encanto, diluida la bronca, cada cual volvió a lo suyo. El jerem fue desbrozado de algas y, una vez liado, depositado nuevamente a popa. Maravillado, asistí a la más natural y absoluta de las reconciliaciones entre el sais y Tomás. Ambos, con el resto de los remeros, embarcaron como si nada hubiera ocurrido, reiniciando el rastreo y la «ubicación de la barca». En esta oportunidad, a pesar de las reiteradas llamadas de Juan para que me uniera a la tripulación, elegí permanecer en tierra.

El «barrido» se repitió dos veces más, con una sola diferencia: de vez en cuando, Simón Pedro metía las manos en los cubos, lanzando al agua las «bolas» de arena y pescado machacado. Deduje que se trataba de una fórmula para atraer a los peces. Pero la fortuna, a pesar de la carnaza y del continuo ir y venir de la barca, no estaba de cara. Ante la desolación general, el jerem sólo les proporcionó «basura».

Hacia las seis, con el sol vencido, los tenaces galileos enrollaron los cabos y, malhumorados, procedieron al lavado y extensión del arte sobre la costa. Allí quedaría hasta una nueva oportunidad. Se vistieron y, tras encender un fuego, se regalaron un respiro. Las «cerillas» utilizadas por los gemelos me causaron especial sorpresa. En el yam, entre los pescadores, estas pequeñas «cargas» de azufre eran de uso común y, por supuesto, más rápidas y efectivas que el hierro y el pedernal. No se trataba, obviamente, de una cerilla, tal y como hoy la conocemos, sino de unas pequeñas astillas de 8 o 10 centímetros de longitud, totalmente «bañadas» en azufre. Las «cargas» eran colocadas junto al pedernal y la chispa hacía el resto. Felipe descabezó y vació las entrañas de algunas de las tilapias, asándolas con la ayuda de un simple palo. «Entretenida el hambre» y dolidos en su amor propio, los hombres reemprendieron la faena. Esta vez participaron los diez, distribuyéndose en dos cuadrillas. Una, en la lancha capitaneada por Pedro. La segunda, al mando de Santiago Zebedeo, en una embarcación algo menor: de unos 6 metros de eslora. Cambiaron los aparejos, cargando en el barco de Simón una red que los nativos llamaban ambatan (māṣōd o meṣūdā́h) y un jerem o chinchorro de 100 metros en la del Zebedeo. El primero (gill-net en inglés), de origen babilónico, constaba de tres mallas. El «panzudo», como se le conocía familiarmente, era utilizado en aguas profundas y sólo durante la noche, con el fin de que los hilos de lino y algodón pasaran inadvertidos a los peces. La red central se hallaba cosida a las cuerdas o relingas que portaban los corchos y plomos, respectivamente. Las mallas exteriores —de 1,5 metros de altura cada una— presentaban unos «ojos» notablemente más grandes que los de la red central (unos 200 milímetros). La longitud total del aparejo no rebasaba los 32 o 35 metros. Al contrario de lo que ocurría con el jerem, el ambatan no tenía por qué tocar el fondo del lago. Se lanzaba también desde la popa o por cualquiera de las bandas, formando en el agua una especie de U. En general, los pescadores elegían zonas próximas a la costa, asustando al pescado de mil formas: golpeando el agua con los remos, con las manos o con ramas, haciendo arder bencina en la superficie, con la ayuda de perros especialmente adiestrados o, desde la costa, arrastrando cadenas. Los peces, asustados, huían del lugar donde fondeaban o navegaban las embarcaciones, precipitándose hacia la triple red. Atravesaban la primera malla, chocando de inmediato con la segunda —mucho más tupida—, que era arrastrada hacia la tercera. Al retroceder, el banco quedaba preso en el gran «saco». La red experimentaba entonces un «estremecimiento», que hacía rechinar los dientes de los habitantes de la costa. Los corchos se hundían y las cuadrillas se apresuraban a levantar el ambatan, vaciando el botín en el fondo de las lanchas. En una noche, el «panzudo» podía ser lanzado y recogido de diez a veinte veces, con un promedio de capturas que oscilaba entre los 50 y 100 kilos.

El yam no tardó en teñirse de rojo. En las poblaciones costeras fueron encendiéndose las primeras lucernas y nuestros amigos, rumbo a la desembocadura del Jordán, se difuminaron en las sombras del anochecer. De no haber sido por las antorchas amarradas a proa y popa de cada una de las barcas, ni Juan Marcos ni yo hubiéramos sido capaces de localizarlos en la oscura noche que se avecinaba. Una noche y un amanecer difíciles de olvidar.

Fueron unos minutos deliciosos. En paz. Durante largo rato, ni el benjamín ni yo intercambiamos una sola palabra. Sencillamente, disfrutamos del momento. Los últimos remendadores terminaron de colgar las redes sobre altas estacas y, sin prisas, desaparecieron hacia las amarillentas luces que parpadeaban en los patios y ventanucos de la aldea. Rezagadas tropas de gaviotas aleteaban con urgencia hacia el oeste, a la búsqueda de los acantilados de Tiberíades. Y el crepúsculo, sin rodeos ni preámbulos, pasó del malva a un azul taciturno. Fue una señal. En plena luna nueva, el firmamento se precipitó sobre el lago, cargado de estrellas y constelaciones. Jamás logré acostumbrarme a la serena majestad de aquellos cielos. Unos cielos que, precisamente con su blanca quietud, parecían presagiar «algo»…

El yam se cubrió de antorchas. Decenas de embarcaciones se concentraron frente a las ricas pesquerías de las costas de Kursi, Tabja y del litoral donde nos encontrábamos. Calculo que hacia las ocho u ocho y media de la noche, las inicialmente solitarias lanchas de Simón y Santiago quedaron confundidas entre las luces de otras barcas, procedentes en su mayoría del muelle de Saidan.

Inspiré profundamente, disfrutando del intenso perfume de algas que arrastraba la suave brisa de poniente. Y ante la vigilante mirada de Juan Marcos alcé los ojos hacia el mudo tintineo de las estrellas. Espontáneamente, como un juego, fui nombrándolas. Y a cada una, movido por la paz del lugar y —¿por qué ocultarlo?— por una ingobernable melancolía, le dediqué un improvisado recuerdo: «Sirio: mi ángel guardián… Carina: hoy al sur, recordándome mi tiempo… Orión: quizá mi verdadera “patria”…».

Curioso y ávido de conocimientos, el adolescente se unió a tan extraña plegaria, rogándome que le ayudara a identificar las estrellas. Pasé mi brazo sobre sus hombros y, como si de un hijo se tratara (el hijo que nunca tuve), fui marcando las más brillantes: la constelación de Leo, al este, con Regulus en mitad de la eclíptica. Al norte, Draco, la Ursa Mayor y la estrella clave de los navegantes: la Polar, muy cercana al polo norte celeste. Por debajo de Sirio, al sur, el Can Mayor. Y rozando las colinas del extremo meridional del Kennereth, el racimo destelleante de Vela.

—Y tú, Jasón —preguntó en su candidez—, ¿qué dices que son esos luceros?

Aproveché su excelente disposición y, dulce y sigilosamente, le conduje al «terreno» que me interesaba.

—El Maestro lo dijo…

Al mencionar al rabí sus ojos se clavaron en las ondulantes llamas. Me pareció percibir una sombra de tristeza.

—… En mi reino —proseguí con la vista fija en la inmensa mancha que blanqueaba el oriente del cielo— hay otras moradas.

El muchacho reconoció las palabras de Jesús y, perplejo ante aquella «nueva» interpretación, replicó con una segunda pregunta:

—Entonces, ¿ahí arriba también hay hombres, lagos y gaviotas?

Asentí sin poder reprimir un brote de ternura.

—¿Y el Maestro —continuó con vivas muestras de sorpresa— es el jefe de esos mundos?

—Algo así…

Guardó silencio, distraído por el súbito, negro y geométrico vuelo de unos madrugadores murciélagos.

—Ahora comprendo —murmuró con rabia—. Esos hombres de las estrellas deben ser mejores que nosotros. Si no, ¿por qué se ha ido?

Entendí que se refería al rabí.

—¿De verdad piensas que ha partido hacia esas moradas?

Tomó una rama y, azotando las rojizas lenguas de la hoguera, se encogió de hombros, añadiendo:

—¿Dónde si no…? Estaba muerto y ahora vive. Pero no está aquí, con nosotros.

Presioné, empujándole hacia mi objetivo:

—¿Tú deseas verle?

Dejó de juguetear con el fuego y, vibrando de pies a cabeza, se adelantó a mis pensamientos:

—Tú eres un mago. ¿Puedes hacerlo?

—No, hijo. Yo sólo consulto los astros y, como mucho, vaticino.

—Y qué dicen las estrellas —se precipitó Juan Marcos—. ¿Se presentará pronto?

Me hice de rogar, alegando que no convenía abusar de semejante «don». Finalmente accedí, poniendo en marcha mi pequeño e inocente plan. Yo sabía que en aquellas noches de abril —entre las 22 y las 03 horas— la Tierra atravesaba un núcleo de asteroides y que infinidad de «estrellas fugaces» (las Virgínidas) se precipitaba en las altas capas de la atmósfera, incendiándose. Aquello podía servir a mis propósitos. Me levanté y, con solemnidad, comencé a caminar alrededor del fuego. Atento y medroso me siguió con la vista. A la tercera o cuarta vuelta me detuve. Eché la cabeza atrás y así permanecí un rato, con la mirada fija en la Vía Láctea. Cuando estimé que la pantomima había tensado los nervios de mi amigo retorné a su lado y, dirigiendo mi dedo índice derecho hacia la estrella Hydra, pronostiqué:

—Esta noche, justamente ahí y durante la primera vigilia, verás caer muchas estrellas. No te alarmes…

Hice una estudiada pausa.

—Pero ¿veremos al Maestro?

—La respuesta a tu cuestión, hijo, tiene un precio…

Atónito, enmudeció. Palpó los pliegues de su túnica y, desolado, me hizo ver que no disponía de una sola lepta.

—No —me apresuré a intervenir—, no busco dinero…

Y antes de que pudiera malinterpretar mis palabras añadí con suavidad:

—Sabes bien de mi simpatía por Jesús. Estuve cerca de él en las últimas horas de su vida…

Sin terminar de comprender fue asintiendo con rápidos movimientos de cabeza.

—… Pues bien, deseo conocer a fondo sus enseñanzas. Todo cuanto hizo o dijo. Gracias a vuestra generosidad y paciencia, mi corazón se está llenando de su mensaje. Hay un punto, sin embargo, que aún permanece oscuro para mí. Sólo tú puedes saciar mis dudas.

—¿Yo? Ésos —me interrumpió señalando las antorchas que oscilaban al noroeste del lago— lo saben todo sobre el Maestro.

Negué con firmeza.

—Ésos jamás supieron qué sucedió en los montes de Jerusalén durante la jornada del cuarto día de la segunda semana de este mes de abril.

Refresqué su memoria. Aquel miércoles, 5, víspera del prendimiento de Jesús en la falda del Olivete, Juan Marcos acompañó al rabí desde primeras horas de la mañana al anochecer. Nadie logró sonsacarle dónde había estado ni qué sucedió durante la enigmática excursión. Era un día en «blanco» en las pesquisas de Caballo de Troya.

—Ése es mi precio —sentencié con una frialdad que pronto se transformaría en remordimiento. Aquello, en el fondo y en la forma, era un chantaje. Pero mi impetuoso deseo de averiguarlo todo sobre el Maestro acalló mi conciencia—. ¿Aceptas el trato?

La respuesta fue una dura mirada de reproche.

—Se lo prometí…

Traté de persuadirle, asegurando que mis labios quedarían sellados, llevándome el secreto a Tesalónica.

—Bueno —balbuceó—, después de todo, Él está muerto… No creo que ya importe demasiado…

Y tras hacerme jurar por mi vida que jamás lo revelaría a ser humano alguno me explicó que, en realidad, en aquella jornada de descanso en los montes que rodean la Ciudad Santa no pasó nada espectacular o prodigioso.

—… Paseamos sin rumbo fijo y yo aproveché la ocasión para confesarle mi tristeza y desilusión por no haber podido acompañarle en aquellos años de predicación. El Maestro —prosiguió Juan Marcos, entusiasmándose con los recuerdos— me recomendó que no me desalentase por los sucesos que estaban a punto de producirse. Y me profetizó algo.

Sus ojos brillaron de felicidad.

—Dijo que llegaría a vivir lo suficiente como para ser un «poderoso mensajero del reino».

—¿De qué te habló?

—Sobre todo de su niñez en Nazaret. Sus padres eran más pobres que los míos.

El muchacho desvió la conversación, centrándose en el punto que, lógicamente, iluminaba e iluminaría para siempre su corazón.

—… Cuando le pregunté cómo llegar a ser un «poderoso mensajero del reino», el rabí manifestó lo siguiente: «Sé que serás fiel al evangelio del reino porque conozco tu fe y amor, enraizados en ti gracias a tus padres. Eres el fruto de un hogar en el que el amor está presente, aunque, por fortuna para ti, tus progenitores no han exaltado en exceso tu propia importancia. Su amor no ha distorsionado tu corazón. Disfrutas del amor paterno, que asegura una laudable confianza en uno mismo, fomentando los normales sentimientos de seguridad. También has sido afortunado porque, además del afecto que se profesan mutuamente, tus padres han sabido actuar con inteligencia y sabiduría. Ha sido esa sabiduría la que los ha llevado a ser inflexibles con tus caprichos y debilidades, respetando a un tiempo tu personalidad y tus propias experiencias. Tú, con tu amigo Amos, me buscasteis en el Jordán. Ambos deseabais venir conmigo. Al regresar a Jerusalén, tus padres consintieron. Los de Amos se negaron. Aman tanto a su hijo que le negaron la bendita experiencia que tú estás viviendo. Escapándose de casa, Amos pudo haberse unido a nosotros. Pero esa actuación hubiera herido el amor y sacrificado la lealtad. Los padres sabios, como los tuyos, procuran que sus hijos no se vean forzados a herir ese amor o ahogar la lealtad, permitiéndoles, cuando llegan a tu edad, que desarrollen su independencia y que, gradualmente, vayan saboreando su libertad. No existe nada más desprendido y justo que el verdadero amor. El amor, Juan Marcos, es la suprema realidad, cuando es otorgado con sabiduría. Pero los padres mortales, lamentablemente, lo convierten en un rasgo peligroso y egoísta. Cuando te cases y tengas tus propios hijos, asegúrate de que tu amor esté siempre aconsejado por la sabiduría y guiado por la inteligencia.

»Tu joven amigo Amos cree en este evangelio del reino tanto como tú, pero no puedo confiar plenamente en él. No estoy seguro de lo que hará en los años venideros. Su infancia no ha sido la adecuada. Él es igual a uno de mis discípulos, que tampoco tuvo una educación basada en el amor y la sabiduría. Tú, en cambio, serás un hombre digno de confianza porque tus primeros ocho años transcurrieron en un hogar normal y bien regulado. Posees un fuerte y bien tejido carácter porque creciste en una casa en la que prevalece el amor y reina la cordura. Tal educación conduce a un tipo de lealtad que me inclina a creer que terminarás lo que has empezado».

¿A qué discípulo se refería Jesús? Sin poder evitarlo recordé al desafortunado Judas. ¿O se trataba de otro? En el fondo, mis indagaciones sobre el carácter y las familias de los llamados «íntimos» estaban por empezar. Juan Marcos no supo aclarármelo. El resto de aquel miércoles —según el benjamín— fue de lo más apacible. El rabí de Galilea siguió hablándole de la vida familiar, explicándole algo que los psicólogos conocen bien: «La vida futura de un niño será fácil o difícil, feliz o infeliz, de acuerdo con lo que le haya tocado vivir en su hogar a lo largo de esos cruciales primeros años de su existencia». Aunque no he tenido hijos, intuyo que el Maestro llevaba razón y que sus apreciaciones son tan válidas entonces como ahora. En «nuestro mundo», a pesar de sus comodidades y de la mayor información de los padres en general, los hogares dejan mucho que desear. Salvo excepciones, el amor se agosta bajo el peso del egoísmo, de las prisas y de una civilización (?) que no puede, no sabe o no desea evaluar la belleza y la trascendencia de los niños. Ciertamente, las familias disfrutan hoy de una libertad como jamás la hubo. Esa libertad, sin embargo, no obedece ni está generada por el amor. No la motiva la lealtad ni la dirige la inteligente disciplina de la sabiduría.

«Mientras los padres sigan enseñando a rezar el “padrenuestro” —aseguró Jesús a su joven acompañante—, sobre ellos caerá la tremenda responsabilidad de ordenar sus hogares de forma que esa palabra (padre) encierre y signifique un auténtico valor en las mentes y en los corazones de sus hijos».

De pronto, Juan Marcos enmudeció. Una verdosa estela rasgó el firmamento. Detrás, una segunda «virgínida», más voluminosa, irrumpió por encima de la brillante Spica, descendiendo vertiginosa entre la negrura. La espectacular lluvia de meteoros se prolongaría durante casi cinco horas. Y el muchacho, perplejo primero y atemorizado después ante la precisión de «mi vaticinio», terminó por agarrarse a mi brazo, temblando ante la posibilidad de que «alguno de aquellos demonios se abatiera sobre nosotros». Traté de convencerle de que no existía peligro alguno y de que «tales demonios» sólo eran piedras incendiadas.

—¿Piedras que arden?

Comprendí que, lejos de enmendar su error, mis explicaciones sólo contribuían a multiplicar su confusión. Sin darme cuenta estaba a punto de infringir una de las normas de la operación. Nuestro código prohibía el suministro o la más leve insinuación acerca de materias e informaciones que no correspondieran al marco cronológico en el que se desenvolvían los exploradores. Y la realidad de los meteoros y meteoritos fue sistemáticamente negada por los hombres de ciencia hasta bien entrado el siglo XVIII.

Allí murió el caudal informativo en torno a la jornada del miércoles, 5 de abril. Juan Marcos, bien por miedo, bien por puro agotamiento, se negó a proseguir. Y, rendido, recostó su cabeza en mi regazo, cayendo en un profundo sueño. Fue lo mejor. ¿Qué hubiera podido decirle respecto a la próxima aparición del Hijo del Hombre? Aun sospechando que Jesús cumpliera su promesa, presentándose en el yam, era imposible predecir el día, la hora y el lugar. Para colmo, el anteriormente citado texto de Juan, el evangelista asegura que el Maestro «se manifestó cuando estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos» (21, 2). Esto hacía un total de siete hombres, y allí, en aquellos momentos, pescaban diez. Algo no encajaba. ¿Quiénes eran esos dos anónimos testigos? ¿Había que esperar a que Pedro invitara a pescar a tan sólo seis de sus compañeros? Tal y como estaban las cosas, eso no parecía probable ni lógico. La intuición me decía que no: que la madrugada en cuestión tenía que ser aquélla… Y habituado a las imprecisiones y errores de los evangelistas, aposté por el próximo amanecer. Sin embargo —justo es que lo reconozca—, conforme avanzaba la noche, mis dudas se hicieron insostenibles. Las lanchas continuaban navegando por el noreste del lago. «Si la pesca no fuera fructífera —me repetía una y otra vez—, lo natural es que Santiago y Simón Pedro hubieran ordenado el regreso a la playa. ¿O no?». El evangelista era muy claro en este sentido: «… pero aquella noche no pescaron nada». ¿Significaba la larga permanencia en el yam que los discípulos estaban obteniendo un buen botín? En caso afirmativo, mi intuición habría errado… Sólo había una forma de despejar la incógnita: serenar los nervios y esperar el alba. Pero antes sería testigo de otro desconcertante «fenómeno», inconcebible desde un punto de vista racional y científico.