De aquellos días —del martes al viernes— guardo un recuerdo dulce y sereno. En nuestras ajetreadas aventuras, tanto en las que yo había vivido hasta ese momento como en las que nos deparaba el destino a Eliseo y a quien esto escribe, los días transcurridos en la aldea de Betania fueron los únicos de cierto reposo. E hicimos bien en disfrutar de ellos y en reponer fuerzas. Lo que nos esperaba a partir del lunes, 17 de ese mes de abril, iba a ser tan agotador como imprevisto. Pero vayamos paso a paso, según mi costumbre.
Ajustándonos a lo establecido en el plan de Caballo de Troya, apenas hecha la claridad en aquella mañana del martes, 11 de abril, me puse en camino. Las cuatro o cinco horas de sueño no habían sido suficientes, pero me di por satisfecho con el desayuno «a la americana» que, solícito como una madre, tuvo a bien prepararme mi hermano. El café y las patatas —desconocidos en aquel tiempo en Israel— fueron una bendición.
Y con los lienzos mortuorios prudentemente ocultos bajo mi túnica, me encaminé hacia la quebrada donde habían sido arrojados por el siervo del Sanedrín. La climatología no varió en aquellas horas. El viento racheado del este seguía soplando pertinaz, doblando las columnas de humo de los animales sacrificados en el Templo, tiznando y apestando la ciudad con un desagradable tufo a carne quemada.
En esta ocasión —a plena luz del día—, el descenso por la falda occidental del Olivete y el cruce del desfiladero del Cedrón, no revistieron el peligro de mi primera incursión, en la madrugada del domingo. Bordeé la ciudad por la muralla norte y, cuando me hallaba relativamente próximo al bosquecillo de algarrobos —cuyas encendidas flores rojas me sirvieron de guía y referencia—, experimenté una típica sensación. Me volví, pero no vi nada sospechoso. Y encogiéndome de hombros reanudé la marcha. Sin embargo, el extraño desasosiego —como si alguien me siguiera— no desapareció. Temeroso de que pudiera tratarse de algún esbirro del Sanedrín o, incluso, un «agente» del procurador, llegué a ocultarme entre la maleza, dispuesto a salir de dudas. No lo logré: «Quizá me estoy volviendo excesivamente receloso», me tranquilicé, días después comprobaríamos con espanto que la supuesta persecución había sido real, forzándonos incluso a adelantar el despegue de la «cuna», rumbo a la alta Galilea…
«Además —continué con mis razonamientos mientras me deslizaba sigiloso hacia el fondo del peñascal—, ¿qué interés podría tener para Poncio o para Caifás y su gente el seguir a un “inocente e infeliz» comerciante griego?”.
El incidente desapareció pronto de mi memoria. Deposité los lienzos en el lugar donde los había encontrado, procurando envolverlos en forma de hato, tal y como habían sido dispuestos por el sirviente del sumo sacerdote. Todo debía guardar una apariencia de normalidad. Como si nadie los hubiera tocado desde aquella mañana del domingo. Así lo exigía nuestro código.
Antes de retirarme, mientras contemplaba la mortaja, no pude evitar unos tentadores pensamientos que, supongo, no habrían gustado a Curtiss. Era una lástima que aquel «tesoro» —cargado de la evidencia física y constatable de un «más allá»— pudiera perderse o destruirse. Levanté los ojos hacia el límpido cielo azul, distinguiendo con inquietud el planeo circular de algunas aves carroñeras, quizá córvidos. Entraba dentro de lo verosímil que llegaran a descubrir el manojo de tela, siendo atraídos por el claro olor a sulibídrico, otro de los signos de la descomposición cadavérica del cuerpo del Señor. En ese lamentable supuesto, la valiosa reliquia podría resultar seriamente dañada.
«¿Y si hacía caso omiso de las normas de Caballo de Troya? ¿Qué podía suceder si, en lugar de olvidarlos, los entregaba a los íntimos del rabí?»
Me situé en cuclillas frente a la mortaja y, por espacio de varios minutos, mientras acariciaba la tela, luché conmigo mismo. En el fondo, era tan sencillo… Bastaba con pasar por la casa de Marcos o de José de Arimatea y ponerlos en manos de cualquiera de los dos. «Es más —seguí pensando, dominado por un creciente entusiasmo—, éste sería un excelente regalo a presentar a la familia del resucitado…»
Mi siguiente objetivo, como he dicho, era Betania. La hacienda de Lázaro.
¿Por qué no aprovechar semejante oportunidad y evitar el riesgo de que se perdieran?
Los tomé de nuevo entre mis manos y me alcé. Pero, en el último momento, mi sentido de la responsabilidad se impuso. Aún a riesgo de que llegaran a malograrse o, lo que era mucho peor, a perderse para siempre, no tenía derecho a interferir la flecha de la Historia. Y con harto sentimiento los deposité entre el ramaje, procurando —eso sí— que el fuerte viento no los arrastrase. Dispuse algunas gruesas piedras a su alrededor, camuflándolos bajo un macizo de gamones, de olor tan nauseabundo que eclipsó por completo el del lino.
Y con el sol en ascenso sobre los cerros de Moab, deshice el camino, situándome en la cima del monte de las Aceitunas. Mi paso al sur del calvero donde se asentaba la nave fue aprovechado por mi compañero de venturas y desventuras para recordarme que dedicaría aquélla y las jornadas siguientes a una mayor profundización en los datos recogidos en las investigaciones sobre el lienzo y que, aunque se encargaría de refrescar mi memoria, no debía olvidar mi nuevo ingreso en el módulo, previsto para el viernes, 14. Los preparativos para la última etapa de la exploración eran sumamente complejos…
—Por cierto —anunció al cerrar la conexión—, Santa Claus y yo hemos descubierto otra asombrosa coincidencia o «causalidad» (como tú llamas a estos asuntos), en relación al «nueve»…
Eliseo sabía de mi ardiente curiosidad y, divertido, me dejó con la miel en los labios. No consintió en adelantarme un ápice de lo encontrado por él y por el ordenador central. (Después me confesaría que el hallazgo había sido cosa de Santa Claus, única y exclusivamente.)
El «picotazo» de Eliseo despertó mis recuerdos sobre el curioso asunto del «nueve» y la vida de Jesús de Nazaret y tales pensamientos y elucubraciones acortaron mi descenso por la ladera oriental.
No podía comprender el porqué de aquella coincidencia. ¿O no era tal? Un «nueve» marcaba el nacimiento del rabí. Otro «nueve», su propia existencia y, de momento, un tercer «nueve», su muerte, resurrección y ascensión o desaparición de la Tierra: «999». Lástima no haber sido un experto en Cábala o en numerología para descifrar aquel enigma!
Lo único que sabía entonces es que el «999» era una cifra opuesta o contraria al apocalíptico «666» de San Juan, que era múltiplo de tres —otro esotérico símbolo de la Trinidad— y que, según mis cortos conocimientos, el «nueve» ha sido considerado por los iniciados como el número de la Humanidad o del Hombre. ¿Sería cierto lo que reza el viejo proverbio?: «Que Dios goza del número impar y que todo lo trino es perfecto.»
Pero la súbita aparición de la blanquísima aldea de Betania me devolvió a la realidad. Y al igual que mi paso, también mi corazón se vio alegremente acelerado. Ni Marta ni María sabían de mi regreso y ello hacía más excitante la siguiente fase de mi «observación».
Mi vuelta fue acogida con sorpresa. En mi despedida había intentado salir del paso, informando a Marta, la «señora», sobre el ineludible viaje que me veía obligado a emprender. Y así ocurría, en efecto. Pero, ante la imposibilidad de explicarle la naturaleza de semejante «viaje», al volver a ver a las hermanas no tuve más remedio que excusarme, alegando un repentino cambio de planes.
La razón fue perfectamente comprendida y elogiada por la nueva «jefa» de la familia del resucitado. (Lázaro, como fue dicho, había tenido que huir precipitadamente hacia el este —a Filadelfia—, a causa de las amenazas de muerte de Caifás.) La excusa en cuestión no fue otra que el prendimiento y ejecución del Maestro.
Marta y María —en especial la primera— pasaron de la sorpresa a un vivo contento. Sus corazones, sobre todo a raíz de los sucesos acaecidos en la hacienda en la mañana del domingo, se hallaban rebosantes de esperanza. David Zebedeo también se congratuló por mi llegada, interesándose por los últimos acontecimientos. Por supuesto, los allí reunidos estaban al corriente de las apariciones de Jesús en las casas de José de Arimatea, de Flavio, de la familia Marcos y de la registrada en el camino de Jerusalén a Emaús. La feliz circunstancia de que me encontraba presente en la última de las manifestaciones del rabí fue de gran ayuda para quien esto escribe. A lo largo de los días que siguieron a mi retorno a la hacienda de Lázaro —cumpliendo el plan de Caballo de Troya— debería desplegar una intensa investigación en torno a la juventud y a los no menos oscuros años que precedieron a la «vida pública» del Hijo del Hombre. El providencial hecho de contar en la casa con María, la madre de Jesús, y con varios de los hermanos carnales del rabí, era algo que no podía desperdiciar. Aquellas pesquisas e indagaciones, por otro lado, iban a resultar decisivas —como se verá— de cara a la última fase de nuestro trabajo, en Galilea. Mi tenaz seguimiento del Nazareno en sus últimas horas fue tomado por la familia y por los amigos del Cristo como una «definitiva prueba de mi amor y celo por el ajusticiado». Y sus corazones, agradecidos en cierto modo, se abrieron de par en par a mis muchas y en ocasiones «delicadas» preguntas. Santiago, sobre todo, que idolatraba a su hermano mayor, y con el que había compartido penas y alegrías, supuso una fuente de información que jamás podré valorar. Pero trataré de no perder el hilo de la cronología…
A decir verdad, cuando puse mis pies en la morada del resucitado amigo de Jesús de Nazaret, las opiniones sobre la vuelta a la vida del Galileo no eran del todo uniformes. Me explicaré. En la casa, junto a las dueñas, se alojaban David Zebedeo y Salomé, su madre; María y su segundo hijo, Santiago —ya citados— y otros cuatro hermanos del rabí: José, Simón, Jude o Judas y la más pequeña de Nazaret: Ruth.
Por antiguas y complejas razones que explicaré en el momento oportuno, parte de la familia terrestre de Jesús no compartía sus «ideas» y enseñanzas. De ahí que, al ser deshonrado públicamente, los viejos recelos sobre las «ansias de grandeza» del primogénito de María hubieran florecido, enfrentando a los unos con los otros. Una situación, en fin, tan corriente como humana en la vida de los hombres.
La segunda de las apariciones del resucitado en Betania —a la casi totalidad de los moradores de la casa en aquellos momentos— había rectificado las posturas en no poca medida. A pesar de todo, las dudas seguían flotando en varios de los hermanos de Jesús. No negaban la realidad de la extraña «presencia», pero, imbuidos de las ancestrales creencias judías sobre la muerte, comentaban que quizá lo que habían visto era una refaim: una especie de «sombra» que —de acuerdo con esas ideas— era lo único que subsistía después del fallecimiento y a la que, incluso, se podía invocar, tal y como relata el libro 1 de Samuel (XXVIII). (Este texto refiere cómo, a petición del rey Saúl, la bruja de Endor consiguió hacer visible la «sombra» de Samuel.) Para los hebreos de aquel tiempo, las refaim o «sombras» de los muertos «vivían» en el seol o «región de las tinieblas y de las sombras de la muerte», como cita Job. En el Antiguo Testamento —como es el caso de Job. XIV, 13—, se hace una alusión directa al seol, especificando que «está tan lejos de la tierra de los hombres que ni siquiera la cólera de Yavé puede alcanzarlos»[173]. La muerte —esto es importante para entender la postura de aquellos hombres— era el fin. Con ella se acababa todo. Así se repite más de cien veces en los libros sagrados del Antiguo Testamento. Cuando el «ángel de la muerte» que cita el Talmud «depositaba la gota de bilis amarga —primera señal, sin duda, de la putrefacción— entre los labios del difunto, le arrebataba el alma, desapareciendo». Era la señal última: la ruach o «alma» o «soplo de la vida» ascendía —como cita el Eclesiastés (111)— hacia los cielos. Y la respiración cesaba. A partir de la gráfica presencia del «ángel de la muerte», el cuerpo o baclar empezaba su descomposición, volviendo al barro.
Aunque pueda parecer increíble, las creencias de los hebreos sobre la muerte —tan ricas en otros aspectos materiales y espirituales— eran muy parcas. Casi asfixiantes para un espíritu medianamente sensible. En cuanto a la resurrección, como creo haber mencionado en otra ocasión, la Ley no se pronunciaba con claridad. Dejaba libre elección a cada secta. Cada cual podía creer o no creer en ella. Así, por ejemplo, la casta de los saduceos se negaba en redondo a aceptar la resurrección de los cuerpos. «No está en el Pentateuco», esgrimían en sus agrias y continuas polémicas con sus directos contrincantes: los fariseos. Y los samaritanos apoyaban este argumento. En cuanto al pueblo llano, como siempre, prefería consolarse con la poética posibilidad de un «más allá» más complaciente que su dura existencia.
Algunos maestros o rabíes se habían preocupado de predicar esta esperanza. Gamaliel, entre otros, forjó su creencia en la resurrección y en el «premio» o «castigo» divinos en base a citas sueltas de los profetas (Isaías, XXVI, 19, o Ezequiel, XXXVIII), del Deuteronomio (XXXI, 16) o en aforismos, como aquel que dice: «Y después que mi piel se desprenda de mi carne, en mi carne contemplaré a Dios» (Job. XIX, 26).
Este confusionismo, en suma, no contribuyó precisamente a asentar las cosas. El escepticismo de algunos miembros de la familia de Nazaret —al igual que había sucedido con los discípulos— era tan pétreo en relación a la resurrección de Jesús que, incluso, durante el sábado, discutieron la necesidad de «honrar la memoria del crucificado con un mínimo de decencia y dignidad». Se habló de la celebración en el primer día de la semana (el domingo) del llamado «pan de duelo»[174], citado por Oseas (IX, 4) y Ezequiel (XXIV, 17) y que venía a ser una comida fúnebre que la familia del muerto obsequiaba a parientes y amigos. María, la madre de Jesús, se mantuvo al margen. No sólo porque no estuviera de acuerdo (ella creía en la resurrección), sino por el hecho de que, como mujer, no tenía arte ni parte en semejantes decisiones.
Al principio, debido a lo heterodoxo y precipitado del enterramiento del Maestro, los más rigurosos en el cumplimiento de la Ley dudaron si debían dejarse crecer la barba y los cabellos desordenadamente, rasgar sus vestiduras y arrojar ceniza sobre sus cabezas, tal y como proclama el Talmud para asuntos de muerte. Finalmente lo llevaron a la práctica. Y las polémicas fueron tan ácidas como interminables. Era lógico. Marta, su hermana María, la madre de Jesús, Salomé y su hijo David creían que el rabí había regresado del mundo de los muertos. ¿Por qué someterse entonces a las exigencias del luto oficial? Desde un ángulo estrictamente exegético —aceptando por un momento la realidad de una resurrección—, los judíos se hallaban perdidos.
¿Debían oficiarse los rituales funerarios por una persona resucitada?
Lo más probable es que, de no haberse producido las apariciones en Betania —la segunda en especial—, los escépticos (por llamarlos de una forma caritativa) habrían seguido adelante con los preceptos marcados por la Ley para tales casos. Es decir, un duelo de 30 días; de los cuales, los tres primeros eran inhábiles para el trabajo, no debiendo responder siquiera a los saludos.
Tampoco podían bañarse ni afeitarse ni portar las filacterias[175] para la oración. Y si eran rigurosos en el cumplimiento de dichas normas, vestirían ropas viejas y sucias. (Se daban casos de viudas fieles que, en el momento de la muerte del esposo, se colocaban un saq o taparrabo de pelo de camello en señal de penitencia y con él vivían el resto de sus días.)
Gracias a Dios, el Maestro resucitó… Pero, como vemos, incluso después de muerto, fue motivo de escándalo y contradicción. Y lo que era más doloroso e incomprensible: en el seno de su propia familia. Cuando recibí cumplida información sobre estos asuntos no pude evitar una sensación de rechazo hacia los evangelistas por lo mucho que han silenciado a creyentes y no creyentes…
Mi corazón, sin embargo, recuperó el ánimo al escuchar los relatos de las mencionadas apariciones, de labios de los mismísimos testigos.
Esa mañana, a petición mía, Santiago me condujo al lugar donde aseguraba haber visto a su hermano resucitado. Nos dirigimos a la parte posterior de la casa, al frondoso huerto de unos cuatrocientos metros de fondo y, al llegar frente al peñasco en el que se abría el panteón familiar, el galileo señaló con su mano izquierda el punto exacto donde —según él— se había «formado la figura de Jesús».
Le dejé explayarse:
—Sería la hora sexta (las doce del mediodía). Todos estábamos muy nerviosos ante las noticias de la posible resurrección de mi hermano. Los rumores circulaban sin cesar. Yo, la verdad, tenía mis dudas. Fui testigo de muchos de sus prodigios y señales y aceptaba sus enseñanzas. Pero, de ahí a considerarle el Mesías y a creer en su vuelta a la vida…
Me miró buscando mi comprensión.
—Supongo que era lógico —prosiguió, apartando sus ojos acastañados hacia la losa que cerraba el sepulcro—. Ahora sé que estaba equivocado.
—¿Qué sucedió? —intervine al comprobar que estaba a punto de caer en un inescrutable mutismo.
—Sí, claro… La aparición —comentó volviendo en sí—. Verás, cuando los ánimos empezaron a encresparse, decidí salir de la vivienda. Y me vine aquí. No sé por qué… En esos momentos, mientras meditaba sobre estas cosas, llegó María, la de Magdala. Yo lo supe después. Y con no menos excitación empezó a relatar a Marta y a su hermana y a toda mi familia lo que había vivido y presenciado en la plantación de José. Por lo visto, concluido el relato de la Magdalena, algunos de mis hermanos salieron en mi búsqueda. Jude, incluso, marchó hasta Betfagé… Pero a nadie se le ocurrió mirar en esta parte del jardín. Entonces fue cuando sucedió…
Aquel hombre hecho y derecho —el 2 de ese mismo mes de abril había cumplido 32 años— se estremeció. A pesar de su corpulencia, casi tan notable como la de Jesús, percibí sus esfuerzos para contener el llanto.
—… Fue como una sensación —y tembló, cruzando sus velludos brazos sobre el pecho—. Es tan difícil de explicar! Tú me comprendes, ¿verdad?
Respondí que sí. Me despojé del manto y le cubrí. El cadim, imperioso, arreciaba, agitando los árboles con rachas silbantes y frías. Le sugerí regresar, pero se negó.
Fue como si alguien tocara en mi hombro.
Volvió a sufrir intensos temblores. Pero no supe a qué atribuirlos. ¿Se debían al desapacible tiempo atmosférico o a los electrizantes recuerdos?
—Me di la vuelta y lo vi…
—¿Qué?
—Me recordó una nube. O quizá humo… No sé. Era una «masa» brumosa que, partiendo de la cabeza, fue moldeando una figura. Espantado, no tuve fuerzas ni para huir. Y poco a poco, la nube se convirtió en un hombre.
El nerviosismo comenzó a trabarle la lengua. Intenté ayudarle.
—¿Estás seguro que se trataba de humo? Los finos labios del testigo se abrieron. Pero no logró responder. Asintió sin palabras y, después de llenar los pulmones con el viento del este, tartamudeó:
—Hu mo…, sí.
Inmóviles ante la losa de la cueva funeraria guardamos silencio los dos. Santiago trató de ordenar sus negros, lacios y largos cabellos, en los que blanqueaban abundantes canas, y, dominándose, prosiguió:
—La forma, entonces, me habló. Y dijo: «Santiago, te llamo para el servicio del reino. Únete seriamente a tus hermanos y sígueme.»
—¿Le reconociste?
Movió la cabeza negativamente. No quise acosarle con nuevas preguntas.
—Te mentiría si dijese que sí. Era imposible. «Aquello» no tenía nada que ver con el Jesús que conocí en vida. Era otra cosa. ¿Una niebla? ¿Humo? ¿Una nube?… Sólo la voz…
Creí adivinar lo que estaba a punto de decirme.
—Al escuchar mi nombre, «Santiago», entonces supe que era Él.
La «voz»… Resultaba significativo que los presuntos testigos de las apariciones coincidieran en lo mismo. Cuando se produjo aquella tercera «presencia», Santiago no podía conocer el sutil asunto. La de Magdala entró en la hacienda cuando el hermano de Jesús había salido hacia el huerto. Sin embargo, coincidía con ella, con las restantes mujeres, con los pastores de Meaux, con Simón Pedro, con los discípulos y conmigo mismo. Demasiada coincidencia para sospechar una maquinación…
—Era su voz, Jasón! La de siempre!
—¿Y qué hiciste?
—Aturdido y muerto de miedo pensé en postrarme a sus pies.
Y me señaló la hierba sobre la que había aparecido el «ser de niebla».
—Mi padre y mi hermano! Fue lo único que acerté a decir. Pero, cuando me disponía a arrojarme al suelo, Jesús me pidió que siguiera en pie.
Esta vez, las lágrimas —imparables— bloquearon su garganta. Fue a ocultar su rostro contra la peña sepulcral y, durante un rato, gimió y se desahogó como un niño. El profundo sentimiento de aquel galileo —mezcla quizá de alegría, turbación y reproche por sus antiguas dudas— terminó por entrar también en mi alma, colmándola de una tierna compasión.
—Entonces paseamos —añadió una vez recompuesto el ánimo.
—¿Hacia dónde?
—No lo recuerdo con exactitud… quizá hacia la casa.
De entre las nueve «presencias» que había logrado contabilizar en la jornada del domingo, tres presentaban aquella variante: el paseo junto al testigo. (Primero Santiago por la floresta del huerto. Después los pastores, durante más de cinco kilómetros y, finalmente, Simón Pedro, en el patio de los Marcos.) Muy interesante.., a todos los efectos.
—Hablamos unos momentos de las cosas que habían ocurrido y de las que… Santiago interrumpió sus explicaciones. Me miró de soslayo y, dando un brinco en el hilo de la narración, continuó:
—… tienen que suceder.
Estaba claro que acababa de esquivar «algo». Le presioné, pero fue inútil. Lo único que logré sonsacarle fue que el Maestro le había informado sobre «ciertos hechos» que debían producirse en un futuro y de los que no debía hablar.., por el momento. Me resigné, a medias. ¿A qué sucesos pudo referirse el «ser de niebla»?: ¿a la propia muerte de Santiago, acaecida catorce años más tarde? (en el 44 de nuestra Era). ¿Quizá a la necesidad de que su hermano en la sangre escribiera su propio testimonio? (Años más tarde aparecería un evangelio que la Iglesia católica clasificaría entre los «apócrifos» y que es conocido como el Protoevangelio de Santiago[176]). ¿Le predijo los acontecimientos que debían desarrollarse en la Galilea o le habló de su ministerio activo como embajador del reino y del que apenas si hay constancia en los textos canónicos?
Después de un rato —reanudó su narración— se despidió, diciendo: «Adiós, Santiago, hasta que os salve a todos juntos.» Y dejé de verle.
Había dos puntos que me interesaban: ¿cuánto tiempo caminaron? ¿Cómo desapareció? A la primera cuestión, el segundo hijo de la familia de Nazaret replicó con precisión:
—El que se consume en un reposado paseo de un estadio y medio, aproximadamente.
Los judíos echaban mano de estas comparaciones. Deduje que habían caminado alrededor de 280 metros; es decir, entre tres y cuatro minutos.
El otro asunto fue más complejo.
—De pronto dejé de verle… De ahí no hubo manera de sacarle.
—Y corrí hacia la casa, gritando: «Acabo de ver a Jesús! He hablado con Él! —Hemos conversado! No ha muerto! Ha resucitado!» Jude, mi otro hermano, volvió de Betfagé y creyó en mis palabras.
—¿Y el resto?
Se encogió de hombros.
—Al principio dudaron. Yo también lo habría hecho. Ahora, tú lo has visto, están convencidos.
Me agaché y examiné el pasto. En aquel punto, según Santiago, había plantado sus pies el resucitado. Desde allí le habló. Pero no encontré rastro alguno que revelara que la hierba, por ejemplo, de una cuarta de altura, hubiera soportado un peso de 80 kilos. Se hallaba erguida y brillante.
Por descontado, al no manejar conceptos comunes y corrientes, todo era posible. Incluso, que el «ser de humo» no pesara en absoluto…
«Sin embargo —me obstiné—, debería haber tronchado los tiernos tallos…».
—¿Seguro que fue aquí?
El hombre me escuchó sin comprender. Desvió los ojos hacia la peña del sepulcro y, como si tomase referencias, se situó en el lugar donde se encontraba en aquel preciso instante. Al final, asintió rotundo:
—Seguro!
Era desconcertante. Los puntos por donde habíamos caminado presentaban un pasto lógicamente hollado. La tupida alfombra vegetal del huerto —abatida o inclinada— ponía de manifiesto nuestras trayectorias. En el corro «ocupado» por el Maestro, en cambio, no descubrí una sola brizna aplastada.
De pronto, al advertir la espada de hierro, sin vaina, que ceñía bajo la faja, rememoré el extraño suceso ocurrido en la estancia de los Marcos. Mi cuestión le dejó perplejo. Entornó sus ojos, como si reconstruyera la escena, y acariciando la audaz y canosa barba, me facilitó un dato importante:
—Ahora que lo dices… sí que sentí algo raro en el vientre. Parecía como si tirasen de mí hacia Él.
Era suficiente. El singular fenómeno de atracción de los objetos de hierro parecía repetirse. Y lo tuve muy presente, sobre todo a la hora del manejo de la «vara de Moisés».
De camino hacia la casa, Santiago hizo un comentario. Después, al conversar con David Zebedeo, fue plenamente ratificado.
—Hasta esa hora —manifestó con satisfacción—, Jesús había sido visto por mujeres nerviosas y poco creíbles. Pero, como sentenció David, ahora era distinto: «también ha sido visto por un hombre valeroso».
Comprendí el engreimiento del hermano del Nazareno —realmente era cierto: Santiago era un individuo valiente— y su despreciativo gesto hacia las mujeres… Esa era la triste realidad de la sociedad judía de entonces. Como proclamé en páginas anteriores, las hembras no contaban para casi nada…
Mientras nos reuníamos con el resto de la familia, dispuesto a escuchar la segunda de las apariciones, me reproché a mi mismo no haber prestado mayor credibilidad a los escritos de Pablo. Caballo de Troya, al estudiar el conjunto de las apariciones cristológicas, se fijó también en la cita del apóstol de Tarso (1 Corintios, 15, 5–9), allí se dice que Jesús se mostró a Santiago. Pero el orden en que presenta estas apariciones —primero a Cefas, después a los doce y a más de quinientos hermanos y, por último, a Santiago— no nos pareció correcto, desechando dichas «pistas».
En fin, ya no tenía arreglo. De todas formas, ahora que lo menciono, los cristianos parecen no haber caído en la cuenta de otro curioso detalle. Pablo cita esta aparición a Santiago —se supone que al hermano de Jesús—, pero no así los evangelistas «oficiales». ¿Por qué? ¿Es que no la consideraron importante? ¿O es que había «mar de fondo» y un rechazo a la figura del hermano del rabí, quizá por no haber desvelado el misterioso mensaje del resucitado?
Claro que, después de lo que llevaba visto y oído, ¿por qué extrañarme de este nuevo «silencio» en los Evangelios canónicos? Cosas más graves me reservaba el destino, que tampoco fueron recogidas…
La hora del almuerzo se hallaba al caer y, en compañía de Santiago, me acomodé en torno a la espaciosa mesa que ocupaba el centro de la gran cámara rectangular en la que había entrado en otras oportunidades. En una de las esquinas, como siempre, chisporroteaban algunos troncos, alimentados por el fuerte tiro del hogar. Las mujeres fueron sirviendo el primer plato: una especie de sémola o puré caliente, confeccionada a base de gruesos granos de trigo molido. (Me recordó en cierto modo —no por el sabor— a la polenta de los italianos.) Cuando las veintitantas personas tuvimos delante nuestra correspondiente ración, Santiago —el más viejo entre los varones— se puso en pie. Todos le imitamos. Y con unas sencillas palabras agradeció los alimentos que nos disponíamos a consumir:
—Señor, provéenos de lo necesario.
Al sentarnos, el alborozo, el tumultuoso sorber de la «sopa» y las bromas fueron todo uno. Eché de menos a Marta. Pero, a los pocos minutos, se presentó en la sala-comedor con una canasta de mimbre cuidadosamente cubierta por un paño. Nos miramos mientras buscaba asiento y la «señora» bajó los ojos, ruborizándose. En aquel momento —torpe de mí!— no me percaté ni de la razón de aquella turbación ni del cambio en sus vestidos y peinado. La tosca túnica marrón que llevaba cuando me recibió en la mañana había desaparecido. En su lugar lucía un hermoso chaluk o túnica de seda bordada, en un verde oliva deliciosamente brillante. En aquel tiempo, la seda se utilizaba muy poco. Llegaba con las remotas caravanas de Oriente y resultaba carísima. Sus hombros aparecían cubiertos con algo que me recordó un chal, en lana blanca y anudado a los referidos hombros con hilos trenzados del mismo color.
También sus cabellos habían sido modificados. El pañolón oscuro con el que se tocaba en el momento de mi llegada fue sospechosamente olvidado. Y la «señora» se presentó con un nuevo peinado: el negro cabello, partido en dos, caía sobre el pecho, doblándose en las puntas, hacia afuera, con dos estudiados bucles. Su ancho rostro quedaba así enmarcado y «estilizado». Una casi imperceptible sombra de malaquita en los párpados redondeaba su maquillaje, dando mayor profundidad a sus ojos de azabache. Estaba realmente hermosa.
Por supuesto, la súbita y aparentemente inexplicable «transfiguración» de Marta no pasó inadvertida para las mujeres, que no cesaron en sus cuchicheos y pícaras insinuaciones. Yo, insisto, fui el último en enterarme. Durante un rato, mientras me explicaban los pormenores de la segunda aparición, la comida transcurrió en un respetuoso silencio.
Aunque se presentaron varios candidatos, con toda intención, rogué que fuera David Zebedeo quien condujera el hilo de la narración. El hermano de los «hijos del trueno» accedió con gusto. Y, con la seriedad que le caracterizaba, resumió así lo sucedido:
—Ocurrió al poco de llegar nosotros a la casa. Como recordarás, después de despedir a los mensajeros con la noticia de la resurrección del Maestro, pasé por la mansión de José, recogí a Salomé, mi madre, y nos encaminamos a Betania. No pasaría mucho de la hora nona (las tres de la tarde), cuando, aquí mismo, casi como ahora, nos encontrábamos repasando los sucesos que todos conocéis y, de repente, alguien gritó…
Los comensales, a pesar de haberlo contado una y otra vez, detuvieron incluso el trasiego de sus cucharas de madera. Fue un silencio espeso y elocuente.
—La puerta, ésa que ves ahí, estaba abierta, igual que en estos momentos y, ante los gritos, las miradas se dirigieron hacia donde señalaban los dedos. Era un hombre. Nos miraba desde fuera de la estancia, quizá a un paso del dintel.
Su figura, alta y atlética, se recortaba contra la claridad del patio…
—Un momento —le interrumpí—, ¿seguro que se encontraba «fuera» de la habitación? El Zebedeo movió la cabeza afirmativamente.
—Ni dentro ni bajo el marco de la puerta: fuera! Y todos pudimos oírle. Levantó su brazo izquierdo y nos saludó: «La paz sea con vosotros.» Nos quedamos mudos. Pero Él continuó: «Saludos para aquellos que estuvieron cerca de mí en la carne y en la comunión de mis hermanos y hermanas en el reino de los cielos. ¿Cómo habéis podido dudar? ¿Por qué habéis esperado tanto para seguir de todo corazón la luz de la verdad? Entrad en la comunión del Espíritu de la Verdad en el reino del Padre.»
David guardó silencio.
—¿Eso fue todo?
Mi pregunta no gustó. Pero el Zebedeo, comprensivo, concluyó:
—Cuando medio nos repusimos del susto, algunos se levantaron y corrieron a abrazarle. Pero se esfumó. Sirvieron el segundo plato: huevos cocidos con una apetitosa guarnición a base de habas crudas, muy tiernas, y unos bulbos y raíces del género de las estáquides. El almuerzo se animó de nuevo y, entre bocado y bocado, fui planteando a David y a los diecinueve testigos restantes varios de los «detalles» que me interesaban.
—Entonces, si decís que algunos de los presentes se levantaron e intentaron abrazarle es porque era de carne y hueso…
El Zebedeo, sagaz, me recordó que él no había dicho semejante cosa. Y añadió:
—Era un hombre. Sus ropas eran como las nuestras. Pero ¿quién puede sentenciar en verdad que tenía sangre y huesos como nosotros?
Santiago debió de leer mis pensamientos. E interviniendo en el asunto, aclaró:
—Como sabes, yo también estaba presente cuando ocurrió. Y puedo asegurarte que aquel cuerpo no era como el humo o la nube que te describí…
—¿Se distinguía el patio a través de dicho cuerpo?
Los comensales se miraron entre sí. Todos estuvieron de acuerdo en que no.
—¿Alguien lo vio formarse poco a poco, como le sucedió a Santiago?
Las respuestas fueron igualmente negativas. Cuando acertaron a descubrirla, la figura se hallaba completa, «como la de un ser humano», insistieron.
—Naturalmente —señalé con segunda intención—, tampoco le reconocisteis…
Al principio, David y los demás me miraron atónitos. Acto seguido, rompieron a reír. Interrogué al Zebedeo con la mirada. ¿Qué era lo que les había causado tanta gracia?
—Querido Jasón —me explicó David en tono benevolente—, ¿crees que somos ciegos?
—¿Cómo? —repliqué alarmado—. Entonces…
—Por supuesto que le reconocimos. Era Él.
No insistí. David Zebedeo era un excelente observador y hombre poco dado a visiones ni fantasías. Además, había otros diecinueve testigos…
Seguí comiendo en silencio, algo avergonzado por mis preguntas, aparentemente infantiles. Todo aquello resultaba confuso para mí. ¿Por qué en las primeras apariciones —a las mujeres y a Santiago— y en las últimas de aquel domingo —incluida la que yo viví— el «cuerpo» del resucitado no había presentado el aspecto y la morfología de un humano normal? Era estéril seguir en la búsqueda de una explicación racional. En el mejor de los casos, quizá encontrásemos la respuesta en las próximas y prometedoras apariciones… Pero eso quedaba lejos.
De pronto recordé las palabras de José de Arimatea, en el sentido de que, tanto la Magdalena como los demás testigos, no debían hacer públicas aquellas apariciones en la casa de Lázaro. Y armándome de valor interrogué a Santiago sobre el particular. Supongo que muchos de los presentes agradecieron mi pregunta. También ellos deseaban aclarar el porqué de esta consigna. Santiago no soltó prenda.
—Debo ser fiel a la promesa hecha a mi hermano y Señor… La sentencia cerró la cuestión.
Marta, oportuna, suavizó la momentánea tensión. Tomó el canasto y, canturreando algo que no entendí muy bien, pero que provocó el buen humor y la distensión, fue repartiendo unas bolitas de color achocolatado. Al llegar a mi lado, con el cutis encendido como una amapola, depositó seis en mi plato. Dos más que al resto. Le agradecí la gentileza y, curioso y preocupado ante lo que me disponía a ingerir, pregunté el contenido de las mismas.
—Almidón, extraído por cocción, rebozado en miel y perfumado con esencia de rosa y alfóncigo.
Lo probé intrigado. Sabía a bombón! Me recordó los bombones que los orientales denominan lukum. Fue un remate delicioso.
Pero mi trabajo en la hacienda de Betania no había hecho más que empezar. Y mis ojos y mi corazón se clavaron en aquella silenciosa hebrea de mirada atenta, de cabellos negros y lisos, cubiertos con un gran pañuelo negro: María, la madre de Jesús. La Señora.
Eran tantas las preguntas y cuestiones que debía consultarle! Tantas mis dudas, que no supe bien por dónde empezar… Y en el transcurso de aquellos días —felices y sosegados—, siempre con el apoyo de sus hijos, tuve la maravillosa oportunidad de ir desgranando un sinfín de noticias relacionadas con sus años en Nazaret y con su primogénito, que enriquecieron lo que ya sabía y conté.
¿Qué había sucedido a lo largo de la juventud de Jesús de Nazaret? ¿Por qué los evangelistas pasaron por alto esos casi 32 años anteriores a su vida de predicación? ¿Es que el Hijo del Hombre no hizo nada durante ese dilatado periodo? ¿Cómo fue su educación? ¿Quiénes fueron sus amigos? ¿Cuáles sus problemas y angustias? ¿Vivió siempre en la pequeña aldea de Nazaret? ¿Cuándo y cómo tuvo conciencia de quién era en realidad? ¿Por qué se lanzó a los caminos?
Éstas y mil preguntas más quedarían cumplidamente satisfechas durante mi estancia en Betania, a raíz de nuestra expedición a la Galilea y en la «tercera» aventura que —lo adelanto ya— fue libre y voluntariamente asumida por Eliseo y por quien esto escribe.
Y si aplazo ahora la narración de cuanto nos fue dado conocer sobre la edad adulta del Maestro es, simplemente, porque entiendo que tan fascinante y largo capítulo encaja mejor y más puntualmente entre las aventuras y correrías de estos «exploradores» por las altas tierras del norte…
Dicho esto, proseguiré con los sucesos que me tocó vivir a partir del viernes, 14 de abril de ese año 30 de nuestra Era. De acuerdo con lo trazado por Caballo de Troya, yo debía incorporarme a la «cuna» antes de la décima aparición, prevista para ocho días después del domingo, 9 de abril. Pero…
[NOTA DEL AUTOR
Como quizá recuerde el lector, en mi anterior obra —Caballo de Troya, página 494—, hacía mención al tema que acaba de exponer el mayor. En sus escritos, el oficial de la USAF, después de una conversación de tres horas y media en la casa de Juan Zebedeo en Jerusalén en la mañana del sábado, 8 de abril, con María, la madre del Maestro, desvelaba unas interesantísimas informaciones en torno al nacimiento e infancia de Jesús de Nazaret. Como digo en la nota a pie de página, por razones de orden técnico, me vi precisado a posponer dicho relato. Entiendo que éste es un buen momento para incluirlo.
Y antes de seguir adelante, una advertencia que me resisto a pasar por alto: como afirmo al principio de Caballo de Troya 2, algunos de los puntos que se exponen a continuación resultan tan «afilados» que recomendaría a los lectores de ideas y principios religiosos excesivamente conservadores abandonen la lectura…
Cumplida esta sincera aclaración, pasemos a esa parte de los documentos.]
… A partir de aquellos instantes —las ocho de la mañana, aproximadamente— y después que Juan Zebedeo le explicara quién era y por qué estaba allí, María accedió gustosa a hablarme de Jesús, de sus primeros años en Nazaret, de sus viajes por el Mediterráneo y de la muerte en accidente de trabajo de su esposo, el constructor y carpintero llamado José.
Intentando poner orden en mis ideas y en los miles de temas que se agitaban en mi mente, empecé por preguntarle sobre el nacimiento del gigante… Pero, a los pocos minutos, comprendí que debía retroceder en la Historia. El debatido asunto de la «concepción virginal» del Hijo del Hombre me intrigaba especialmente. O, para ser precisos, sentía curiosidad por conocer la versión de la interesada. Como resulta fácil de adivinar, María no podía intuir lo que de ella y de su primogénito escribirían los evangelistas bastantes años más tarde. Teniendo en cuenta que el fallecimiento de la Señora —así la llamaré también a partir de ahora— se registraría al año, más o menos, de la muerte de su Hijo, la versión del Evangelio arameo de Mateo (escrita quizá unos diez o quince años después del 30), podía ser, perfectamente, un puro relato de «oídas». En otras palabras, que Caballo de Troya albergaba serias dudas sobre lo manifestado por Mateo y Lucas en torno a estas cuestiones. ¿Fue real la pretendida y antinatural concepción de la Señora? ¿Se le apareció un ángel, como rezan las Escrituras?
Con el fin de no lastimar sus sentimientos con preguntas crudas y directas —al menos en este delicado terreno—, fui conduciendo la conversación por derroteros próximos, de forma que fuera ella misma quien, espontánea y sencillamente, abordara la cuestión. La estratagema dio resultado.
Así supe que María y José se conocieron cuando éste, como carpintero y «albañil», trabajaba en la ampliación de la vivienda de los padres de la entonces casi niña «Miriam» (verdadero nombre de María). La adolescente, que contaba unos once años, llevó agua a José. Era la primera vez que se veían. Y surgió una mutua atracción. Aunque ya lo mencioné en páginas anteriores, las costumbres de los judíos en aquel tiempo eran muy diferentes a las de hoy. A partir de los doce años y medio, coincidiendo con la primera menstruación, la niña alcanzaba la categoría de mujer, pudiendo pasar —por el casamiento— de la tutela del padre a la del esposo. (Y a veces no se sabía qué era peor.)
Los esponsales —una etapa que en la actualidad podríamos «maltraducir» por noviazgo— se prolongaron durante dos años[177]. Cuando José cumplió los 21, la segunda fase del ritual hebreo —el casamiento propiamente dicho— se festejó, con todos los honores y como mandaba la tradición, en el domicilio de María. El «contrato» se firmó en miércoles, ya que María era doncella, y a mediados del mes de marzo del año «menos ocho» de nuestra Era. (La luna llena traía buena suerte.) Como dote o mohar, Joaquín, el padre de la novia, recibió lo estipulado por la Ley —cincuenta siclos de plata— y la totalidad de los muebles del nuevo domicilio de los recién casados. Al contrario de lo que sucede en nuestros días, entonces no era el padre de la prometida quien cargaba con la dote. Era aquél quien debía recibirla del novio o del padre de éste. María, por tanto, tenía 13 años cuando «entró en la casa» de su esposo y éste, como dije, 21… La Señora sintió placer al recordar aquellos tiempos. Y me habló con gran cariño de la «casa nueva» de Nazaret, edificada por José y sus hermanos al pie de los cerros que dominan la comarca del Tabor y de Nain.
Antes de proseguir, quiero llamar la atención sobre esta fecha: marzo del año «menos ocho». En ese mes tuvo lugar la «boda» de los esposos.
La Señora se extendió gustosa en los detalles y pormenores de la modesta vivienda en la que iniciaron su azarosa vida de casados. (Con motivo de nuestro segundo «salto» en el tiempo, tendré oportunidad de volver sobre este curioso e interesante capítulo del mobiliario y de las costumbres de la pareja.)
Suave, prudentemente, me interesé también por José —¿Cómo era? ¿Qué clase de carácter tenía? ¿Cuál era su aspecto físico?
María, sonriente, sólo tuvo elogios para su fallecido esposo. Ésta fue su descripción:
—Fue un hombre de dulces maneras. Moreno. De ojos negros. Fuerte e incansable trabajador. Sus antepasados (padre, abuelo, bisabuelo, etc.) fueron carpinteros, contratistas, albañiles y forjadores. Al principio se dedicó a la carpintería de obra. Después entró en los negocios de las contratas. Pensaba mucho y hablaba poco. Era extremadamente fiel a las costumbres y prácticas religiosas de mi pueblo. Demasiado, para mi gusto… La dolorosa situación de Israel, bajo el yugo extranjero, le tenía afligido. Su familia fue numerosa, como la nuestra: ocho hermanos y hermanas. Cuando le conocí era alegre, pero, conforme fue pasando el tiempo (sobre todo a raíz de los primeros años de matrimonio), se volvió taciturno y fue presa de una aguda crisis espiritual… Poco antes de su muerte, cuando la nueva ocupación como contratista empezaba a mejorar nuestra situación económica, experimentó un considerable alivio y su Espíritu se entonó de nuevo.
Fue inevitable. Al tocar la muerte de José no resistí la tentación y pregunté las circunstancias de la misma. Ocurrió un martes, 25 de septiembre del año 8 de nuestra Era. Jesús tenía 14 años. Al atardecer de esa fatídica fecha, un mensajero llevó una trágica noticia al taller donde trabajaba Jesús. Su padre en la Tierra había caído desde lo alto de una obra, en la vecina ciudad de Séforis, encontrándose malherido. El primogénito de María acompañó al enviado hasta el domicilio de la familia, comunicando la desgracia a su madre. Jesús quería correr junto a su padre, pero la Señora se lo prohibió. Fue su hermano Santiago quien la acompañó hasta la residencia del gobernador donde, al parecer, había tenido lugar lo que hoy denominamos un «accidente laboral».
Jesús, muy a su pesar, tuvo que quedarse en Nazaret, al cuidado de la casa y de los pequeños. Para cuando María entró en Séforis, José había fallecido. Condujeron el cadáver hasta la aldea de Nazaret y allí, al día siguiente, 26, fue sepultado en la tumba de sus antepasados. «Causalmente», había vivido 36 años; la misma edad de su Hijo.
A raíz de este suceso, Jesús tendría ocasión de conocer a Herodes Antipas, uno de los hijos de Herodes el Grande: el detestable y degenerado «zorro» que, veintidós años más tarde, trataría de interrogarle… Pero ésta es otra historia, que deberé contar en un futuro.
Puesto que hablábamos de José, me atreví a indagar en su pretendida ascendencia davídica. En el Evangelio de Mateo (1, 1–16), se concreta la genealogía de Jesús y, en ella, como es notorio, el padre terrenal del Cristo aparece como descendiente directo del rey David.
Debo confesar que la Señora se sorprendió mucho ante la insólita pregunta.
—¿Y cómo sabes tú eso…?
—Luego es cierto —repuse, esquivando la cuestión de María.
—No, no lo es…
Su explicación me dejó atónito. José, lógicamente, se lo había contado. Mateo, una vez más, fue mal informado. Todo arrancaba de un antepasado de José —por vía de su abuelo paterno— que fue adoptado por un tal Zadoq, que si era descendiente directo de David[178]. Este ancestro de José, huérfano, fue tomado bajo la tutela de Zadoq y de ahí el error. A partir de entonces (sexta generación anterior a José), los sucesores recibieron el falso título de nacidos o pertenecientes a la «casa de David».
Más adelante, cuando pase a describir lo sucedido en la segunda exploración, daré cuenta de los errores cometidos en las genealogías que se atribuyen a Jesús de Nazaret. La mayor parte de esas «listas» de ascendentes —como muchas de las profecías mesiánicas— son posteriores a la vida del Galileo y, consecuentemente, «acomodadas» a los hechos que protagonizó Jesús.
En realidad, la auténtica descendiente directa del rey David era la Señora. Su linaje, por lo que me explicó, se perdía en la más rancia nobleza, contando entre sus lejanos antepasados con representantes de los hititas, sirios, egipcios, fenicios e, incluso, griegos. Para los que pretenden «ver» en María una «madre representativa de la Humanidad», éste, seguramente, constituye uno de los puntales en el que podrían basar su pretensión. Pocas mujeres judías de dicho tiempo llevaban en su sangre una mezcla tan noble y puntual de razas…
De acuerdo con su carácter, aunque la muerte de su marido la sumió en un corrosivo dolor, María no exteriorizó jamás su profunda tristeza y soledad.
Supongo que irá surgiendo de forma natural. Pero, aun así, no desperdiciaré la ocasión y comentaré algo que estimo importante en relación al temperamento de la Señora. Los cristianos de casi todos los tiempos parecen haber ido fraguando una imagen de «María» acorde con sus propias creencias, intereses y conveniencias. Así, a lo largo de estos dos mil años, no es difícil encontrar textos bendecidos por el Papado, por los Santos Padres de la Iglesia católica o por «preclaros» teólogos en los que se cuelga a la madre del Señor «etiquetas» tan absurdas y poco reales como las de «virgen permanente», «mujer sumisa y doña», «dechado de virtudes humanas y divinas», «corredentora», «mediadora entre Dios y el género humano», «concebida sin pecado original» y qué sé yo cuántos encomiables pero dudosos atributos…
Los propios sucesos que iré narrando serán la mejor prueba de que la Señora era una hebrea inteligente, pero, como cualquier ser humano, con defectos y limitaciones. Algunos, como el relacionado con su «profundo sentido del nacionalismo», harán temblar a los cristianos que parecen vivir «en las nubes».
Paso a paso, por lo que fui captando y por lo que recogí de cuantos la rodearon, llegué a la conclusión de que María era una mujer alegre. Inasequible al desaliento. Con una envidiable fuerza vital y una libertad de mente que la obligaban a expresar sus sentimientos y opiniones abierta y limpiamente. Sin tapujos. Sin rodeos. Sin hipocresías. En oposición a José, la Señora llevaba en los genes lo que hoy llamaríamos «sentido liberal de la vida». Su filosofía era ésa: «respetar todas las creencias y credos». Pero también era terca y obstinada. Esta postura le conduciría a más de un disgusto. En especial durante la juventud de Jesús.
Analizando el carácter del Hijo, uno deducía que buena parte de sus dones como educador y conductor de masas y su característica capacidad para la justa indignación habían sido heredados de la madre. Del padre, en cambio, tenía la dulzura y una maravillosa comprensión de la débil naturaleza humana.
En ocasiones, Jesús permanecía pensativo y con aire de tristeza ante los hombres que le rodeaban. Esa forma de ser, sin duda, guardaba una íntima relación con el temperamento de José. Pero, en la mayor parte de las veces, el Galileo se mostraba tan optimista y decidido como su madre. No creo equivocarme si —a manera de síntesis— digo que el carácter de la Señora imperaba con claridad en el de su primogénito. De José heredó también su amor por el estudio de las Escrituras hebraicas. María supo infundirle —quizá inconscientemente— un natural sentido del respeto y de la liberalidad.
Ambas familias —la de José y María—, además de disfrutar de posiciones económicas desahogadas, podían ser consideradas como «cultas», teniendo en cuenta el bajo nivel de la población en general. La Señora, tras el fallecimiento de su esposo, se preocupó especialmente de que sus hijos recibieran la necesaria instrucción. Aunque volveré sobre ello, también me sorprendió la extraordinaria habilidad de esta mujer para el arte del hilado. Fue una tejedora excepcional. Jesús siempre vistió las túnicas y mantos confeccionados por ella. En cuanto a sus dotes como ama de casa y mujer previsora —cualidades a las que se vio forzada ante la angustiosa situación económica en que quedó la familia con la muerte de José—, hablaré de ello con motivo de nuestra visita a la Galilea.
—Así que vuestras «nupcias» o bodas tuvieron lugar en marzo del año 746… (Obviamente, cité el cómputo romano.)
La Señora asintió, sin comprender hacia dónde me dirigía.
—Conversando con unos y con otros —añadí, procurando disimular— he sabido también de un suceso prodigioso, ocurrido antes del nacimiento de Jesús…
—¿Te refieres a lo del ángel?
—Perdona mi incredulidad, pero…
—Lo entiendo, Jasón —susurró resignada—. No es la primera vez que alguien duda de mí… Debía ser exquisitamente cauto, así que formulé las preguntas, poniendo mis cinco sentidos.
—¿Cuándo fue?
—Un atardecer, hacia mediados del octavo mes, en pleno marješván…[179]. (Eso quería decir noviembre.)
—¿Recuerdas el día exacto? —No…
Me pareció raro que una mujer no guardara en su memoria una fecha tan distinguida.
—… Me encontraba en la casa de Nazaret, atendiendo las faenas. José no tardaría en volver. De pronto, al lado de una mesa baja de piedra, le vi. Era un joven muy hermoso. Con luz por todas partes. Dijo llamarse Gabriel…
—Tengo sumo interés en saber qué te dijo… con exactitud. Eso sí había quedado grabado en su corazón.
—Sus palabras fueron éstas: «Vengo por mandato de aquel que es mi Maestro, al que deberás amar y mantener. A ti, María, te traigo buenas noticias, ya que te anuncio que tu concepción ha sido ordenada por el cielo… A su debido tiempo serás madre de un hijo. Le llamarás Yehosu'a (Jesús o “Yavé salva») e inaugurará el reino de los cielos sobre la Tierra y entre los hombres… De esto, habla tan sólo a José y a Isabel, tu pariente, a quien también he aparecido y que pronto dará a luz un niño cuyo nombre será Juan. Isabel prepara el camino para el mensaje de liberación que tu hijo proclamará con fuerza y profunda convicción a los hombres. No dudes de mi palabra, María, ya que esta casa ha sido escogida como morada terrestre de este niño del Destino… Ten mi bendición. El poder del más Alto te sostendrá… El Señor de toda la Tierra extenderá sobre ti su protección”.
Mi perplejidad fue en aumento. Aquellas palabras no guardaban parentesco alguno con las escritas por Lucas (1, 26–39). Como se verá, María no era virgen, en el sentido que parece querer darle —a toda costa— el evangelista[180].
Era imposible porque las «bodas», repito, se habían celebrado en marzo: ocho meses antes de la llamada «anunciación»! En mi opinión, los relatos —supuestamente «sagrados»— sobre tal acontecimiento fueron deformados e innecesariamente circunscritos a una situación —la virginidad física de la Señora— que envolvía el nacimiento del Señor en un halo de misterio y divinidad, muy propio de los orientales. «Algo» que no afectaba para nada a la trascendencia de la misión del Hijo del Hombre. Pero trataré de ir por partes.
En el mencionado Evangelio de Lucas (versículos 31 a 33) se lee: «… vas a concebir en el seno —le dice el ángel a María— y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.» Desde la pura lógica, resulta incongruente que las «fuerzas del Cielo» —que difícilmente contravienen el natural discurrir de la Naturaleza— programen una concepción en pleno periodo de «esponsales».
¿Por qué crear problemas innecesarios? Si el tema de la concepción misteriosa de Jesús iba a constituir una fuente de polémicas, recelos y disgustos en la propia familia de Nazaret, ¿por qué añadir «más leña al fuego» con una concepción «a destiempo»?
La «información» de Lucas es errónea, incluso, en el detalle del embarazo de Isabel, prima lejana de María. Según sus escritos, Gabriel se apareció a la Señora «al sexto mes» de la concepción no menos misteriosa de aquella. Cuando interrogué a María sobre el referido embarazo de su prima, sobre la aparición de Gabriel a dicho pariente y sobre el nacimiento de Juan, llamado el Bautista, las fechas no coincidieron con las de Lucas.
El ángel se presentó ante Isabel en los últimos días del mes de junio de ese mismo año «menos 8».
Es decir, para cuando el enviado celeste se apareció por segunda vez —a María—, Isabel estaba de cinco meses y no de seis, como escribe el evangelista. (Juan nacería el 25 de marzo del año siguiente: «menos 7».).De todas formas, con toda la delicadeza de que fui capaz, insistí en el íntimo asunto de su virginidad, en el momento de la presencia del ángel. La respuesta fue rotunda:
—Naturalmente que estaba casada con José y naturalmente que manteníamos relaciones conyugales normales…
La Señora no podía comprender el porqué de aquellas preguntas. Ignoraba, obviamente, lo que de ella se escribiría años después.
En lo que se mantuvo firme fue en la «concepción no humana» de su primogénito. Acepté su palabra. ¿Quién mejor que ella para saber si Jesús había sido fruto o no de su unión matrimonial con José? A estas alturas de la misión, no tengo dificultad para aceptar que Dios pueda llevar a cabo un acto semejante. En el siglo XX hemos empezado a asistir a otros fenómenos que resultarían «mágicos» para los habitantes del tiempo de Cristo o de la Edad Media: la inseminación artificial o los niños «probeta», por citar dos ejemplos.
—¿Y cuál fue la reacción de José ante el anuncio del ángel?
La Señora sonrió, mostrándome aquella espléndida dentadura blanca y equilibrada. Hizo un malicioso gesto con las cejas y comentó:
—Primero esperé…
En mi torpeza no caí en el sentido de aquella afirmación.
—¿A qué? —pregunté estúpidamente. María se sonrojó.
—¿A qué va a ser?… Debía asegurarme de que la visión del ángel no había sido un mal sueño o algo parecido. A las pocas semanas, cuando estuve segura de mi maternidad, hablé con él…
—¿Y qué dijo?
—Mi esposo siempre tuvo una gran confianza en mí. Pero, como era de esperar, se sintió mal. Desasosegado. No concilió el sueño durante días. Eso sí, jamás me acusó de nada impuro. Dudó, sí, de la historia de Gabriel. Sin embargo, poco a poco, creyó en mis palabras. Entonces surgieron otros problemas…
Le animé a que me los contara.
—Para José, lo más duro no era que hubiera podido ver y oír a un mensajero de los cielos o que, incluso, el Altísimo (bendito sea su nombre) obrara en mi un milagro semejante… Lo que le trastornó fue que un niño nacido de una familia humana tuviera un destino divino. Sin embargo, después de reflexionar y, sobre todo, a raíz de su sueño, cambió y aceptó los hechos.
—¿Un sueño? —intervine como si no supiera nada.
—Sí, una noche se despertó sobresaltado. Y me contó lo siguiente: un brillante mensajero le había hablado. «José, te aparezco por orden de aquel que reina ahora en los cielos. He recibido el mandato de darte instrucciones sobre el hijo que María va a tener y que será una gran luz en este mundo. En él estará la vida y su vida será la luz de la Humanidad. De momento irá hacia su propio pueblo. Pero éste le aceptará con dificultad. A todos aquellos que le acojan les revelará que son hijos de Dios.» Después de esta dramática experiencia ya no dudó.
Guardé silencio. Aquella versión tampoco se parecía a la del evangelista Mateo. En el capítulo 1, versículos 19–25, dice textualmente el escritor sagrado: «Su marido, José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: «Ved que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel», que traducido significa «Dios con nosotros». Despertado José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús”.
El pasaje en cuestión está lleno de posibles «manipulaciones», bien del propio Mateo o de quienes copiaron su versión original: la aramea que, como dije, se perdió.
Si era justo —podría esgrimirse—, ¿por qué iba a repudiarla en secreto? La justicia, en aquellos tiempos, se interpretaba como el estricto y «justo» cumplimiento de la Ley. Eso hubiera significado el «divorcio» fulminante y, quizá, la lapidación de María. Segundo problema: si Mateo hubiera consultado a María, difícilmente se habría atrevido a colocar en labios del ángel el calificativo del «hijo de David» para el esposo de la Señora. Tercero: aceptando que María y José se hubieran encontrado en el período de «esponsales», ¿por qué extrañarse del embarazo si las relaciones sexuales en dicha primera fase estaban toleradas? Por supuesto, en la versión original no se dice que «él salvará a su pueblo de sus pecados». El evangelista, como buen judío, suponiendo que hubiera tenido acceso al verdadero texto del mensaje, ignora la semiacusación del ángel al pueblo —el suyo— «que le aceptará con dificultad».
Por último, respecto a las supuestas profecías sobre el Mesías y la «virginidad» de su madre, teniendo en consideración las lagunas, manipulaciones y contradicciones de que había sido testigo, todo era posible.
Incluso, como manifesté, que fueran interpolaciones muy posteriores a la vida de Jesús, para «hacer cuadrar» la innecesaria virginidad. No soy teólogo, ni tampoco lo deseo. Pero, desde mi corto entendimiento, me hago una sencilla pregunta: ¿por qué la Iglesia católica y los cristianos se empeñan en sostener el secundario e intrascendente asunto de la virginidad permanente de María?
Lo único vital en todo esto —ése es mi criterio— son los frutos o el resultado final: la maravillosa maternidad de la Señora. En otras palabras: Jesús. Dando por hecho que la concepción fue de carácter misterioso o divino, ¿qué importancia encierra que fuera o no virgen, «antes, durante y después» de la gestación?
Al interesarme por las reacciones de las respectivas familias de José y María respecto al nacimiento del «niño del destino», como lo había llamado Gabriel, la Señora —en su respuesta— puso de manifiesto el grave confusionismo creado entre aquellas gentes acerca del verdadero papel que debería desempeñar el Maestro:
—Mis dos hermanos, mis otras dos hermanas y toda mi familia —comentó con melancolía— recibieron la noticia con escepticismo. Ninguno creyó que mi hijo fuera realmente el Mesías esperado…
Éste, sin duda, fue un craso error. En ninguno de los dos mensajes celestes —en el de Gabriel y en el del sueño de José— se menciona para nada que Jesús fuera el Mesías o el Libertador o que «Dios fuera a darle el trono de David», como puntualiza Lucas. Los judíos aguardaban al Mesías, cierto. Pero no era de origen divino! La creencia popular lo había asociado a un «líder o libertador político», que haría de Palestina una nación fuerte y poderosa. La pésima interpretación de las palabras de los ángeles constituiría una interminable y agria fuente de conflictos entre los que conocieron a Jesús, incluyendo a su madre y hermanos. Pero no quiero precipitarme ahora en este peliagudo y, fascinante problema. Al examinar el comportamiento de María, durante la juventud de su Hijo, tiempo habrá de comprobar cuanto digo.
Los enemigos de Jesús tenían razón en una cosa: el rabí de Galilea no podía ser el Mesías. Si el origen del Maestro era divino —como él mismo se encargó de refrendarlo pública y rotundamente—, su papel podía ser otro, pero no el de «Libertador del pueblo de Israel». Hoy, todos los que conocemos el mensaje del Cristo, estamos de acuerdo en esa premisa. Jesús de Nazaret, fue un «Libertador», pero en otro orden… tal y como anunció Gabriel. He aquí una prueba más de que sus inmediatos colaboradores no entendieron la amplia y esperanzadora misión del Galileo: difundir el mensaje de hermandad entre todos los hombres y la gracia de ser hijos del Padre. Si lo hubieran captado, ¿por qué Lucas y Mateo iban a insistir en el banal y «político asentamiento» en el trono del rey David?
Pero continuemos con los hechos, tal y como se registraron cronológicamente.
Ese año «menos 8» (746 del calendario de Roma), no provocó mayores sobresaltos a la pareja de Nazaret. La vida siguió con su rutina. Y la Señora, que guardaba en su corazón el anuncio de Gabriel sobre el embarazo de su prima Isabel, fue convenciendo a su marido para que le permitiera viajar a la región de Judea, al sur, y visitar a su pariente.
—No fue fácil —aclaró María— pero, finalmente, José accedió. Y en febrero del siguiente año pude abrazar a mi prima…
Ambas estaban impacientes por verse e intercambiar sus respectivas experiencias.
En realidad, la obra de Jesús en la Tierra fue iniciada por su primo lejano, Juan, cuya historia, al conocerla de labios de la Señora, de los «íntimos» del Bautista y, sobre todo, al conocerle a él, me llenó de perplejidad. Qué poco sabemos de este gigante de dos metros de altura y corazón sensible!
Zacarías, el padre de Juan, era sacerdote. Isabel, la madre, estaba entroncada en uno de los grupos más prósperos de la rama de María. Aunque hacía años que estaban casados, «ciertos problemas» —a los que aludiré en su momento— habían hecho inútiles los intentos de la pareja por tener hijos.
La aparición de Gabriel a Isabel tuvo lugar, como ya dije, en los últimos días del mes de junio del año 8 antes de la Era Cristiana. (María y José llevaban casados algo más de tres meses.)
—¿Qué le dijo el ángel a Isabel?
—La aparición fue a mediodía. Gabriel le habló así: «Mientras tu marido, Zacarías, oficia ante el altar, mientras el pueblo reunido ruega por la venida de un salvador, yo, Gabriel, vengo a anunciarte que pronto tendrás un hijo que será el precursor del divino Maestro. Le pondrás por nombre Juan. Crecerá consagrado al Señor, tu Dios y, cuando sea mayor, alegrará tu corazón ya que traerá almas a Dios. Anunciará la venida del que cura el alma de tu pueblo y el libertador espiritual de toda la Humanidad. María será la madre de este niño y también apareceré ante ella.»
—Pero —pregunté sin poder sujetar mi curiosidad, memorizando el pasaje de Lucas (1, 5-24) en el que se cuenta la historia de la mudez de Zacarías—, ¿el ángel no se presentó también al esposo de tu prima?
La Señora, que no terminaba de acostumbrarse a mis peregrinas cuestiones, me miró con extrañeza.
—¿A Zacarías? Que yo sepa, no. Sólo fue visto por Isabel.
«Entonces —me dije a mi mismo—, ¿todo ese intrincado asunto de Lucas…?»
—¿Seguro que no se quedó mudo?
Mi supuesta ocurrencia hizo gracia a María, que, de no haber sido por la tristeza que la consumía, quizá hubiera soltado una solemne carcajada.
—Zacarías jamás padeció mal de esa naturaleza…
Cambié de tema. Estaba claro que el evangelista se había dejado llevar de su imaginación o quizá sus pesquisas no fueron correctas. Aunque también cabía una tercera posibilidad: que Zacarías se hubiera «apropiado» de la aparición del ángel, añadiendo y modificando a su antojo… No hay que olvidar que aquél era el «imperio de los varones» y que las mujeres no contaban.
La Señora completó la información, asegurando que su prima sólo habló del ángel con su marido. Pero éste, escéptico, no empezó a creer hasta que Isabel dio las primeras señales de estar encinta.
—Teniendo en consideración la avanzada edad de mi prima —puntualizó—, era lógico que Zacarías no supiera a qué atenerse. Pero, al igual que José, nunca puso en duda la fidelidad de su mujer. Todo terminaría cuando, seis semanas antes del alumbramiento, mi primo tuvo un impresionante sueño. Entonces se convenció de que aquel hijo era también «obra divina» y que sería en verdad un precursor de mi Jesús.
Juan nacería en Judá el 25 de marzo de ese año 7 antes de nuestra Era. La alegría de sus padres fue indescriptible. Y al octavo día, como señalaba la Ley, fue circuncidado. Un sobrino de Zacarías partiría de inmediato hacia Nazaret, con la noticia del nacimiento.
Aquella visita a la aldea de Judá, a unos siete kilómetros al sur de Jerusalén, en las colinas, fue de gran importancia para ambas. Tanto Isabel como María se fortalecieron en sus respectivas creencias, al escucharse mutuamente. Tres semanas más tarde, la futura madre de Jesús regresaba a Nazaret, feliz y definitivamente convencida. Pero sus problemas, en realidad, empezarían con el nacimiento del «niño del destino».
Puede parecer increíble, pero faltó muy poco para que el nacimiento de Jesús se produjera en Nazaret. Si María hubiera sido realmente una mujer sumisa —tal y como pregonan muchos cristianos—, no habría habido viaje a Belén. Me explicaré.
Cuando me interesé por las circunstancias que rodearon el nacimiento de Jesús, la Señora recordó con añoranza sus discusiones con José. Ante mi extrañeza, puntualizó:
—Cuando se recibió en el pueblo la orden para empadronarse, mi marido lo dispuso todo para viajar a Belén. Pero solo. Sin mí. Yo sabía muy bien que no necesitaba acudir en persona ante el censo. José estaba autorizado a inscribir a toda la familia. Esas eran sus intenciones. Pero le dije que no…
—¿Por qué?
—Tenía miedo a quedarme sola y, sobre todo, a que el niño naciera en su ausencia. Además —precisó con un guiño de malicia—, Belén está muy cerca de Judá y ésa era una excelente ocasión para volver a visitar a Isabel… Así que la pareja —como ocurre también en nuestros días— se enzarzó en una larga polémica. José, más prudente, trató de convencerla para que se quedara en Nazaret. No le faltaba razón. La Señora estaba casi «fuera de cuentas» y no era conveniente que, en su estado, se lanzara a los caminos de Palestina. La concepción de Jesús, según los cálculos aproximados de su madre, tuvo lugar alrededor del 15 de noviembre.
Y la partida de ambos hacia la aldea de Belén se produjo en el amanecer del 18 de agosto del citado año «menos 7» de nuestra Era (747 del cómputo romano). Es decir, habían pasado nueve meses…
Sin embargo, tenaz y decidida, logró imponerse y su esposo no tuvo más remedio que claudicar. De nada sirvieron las recomendaciones ni las prohibiciones.
—Y alegres como niños empaquetamos provisiones para tres o cuatro días, saliendo hacia Belén.
Corría el alba del 18 de agosto. La pareja disponía entonces de una mula y sobre ella cargaron su impedimenta. La joven embarazada, que estaba a punto de cumplir los 14 años de edad, subió a la caballería y José, tomando las bridas, inició a pie una caminata que se prolongaría por espacio de dos días y algunas horas.
La aceptable memoria de la Señora me permitió reconstruir lo esencial de dicho viaje.
El esposo, buen conocedor de los peligros que amenazaban a los viajeros, eligió la ruta más corta, aunque no la más cómoda: la del Jordán[181].
En su primer día llegaron hasta el monte Gilboa. Allí, a orillas del río, acamparon y pasaron la noche.
—Recuerdo que nuestros pensamientos y el tema constante de conversación —precisó María— era el hijo que estaba a punto de nacer. José seguía reprochándome mi locura. No le faltaba razón. No sé qué hubiera sido de nosotros si el pequeño llega a presentarse al pie de aquella montaña…
Al día siguiente, de madrugada, reanudaron la marcha. María se encontraba perfectamente. Almorzaron junto al monte Sartaba, que domina el valle del Jordán, y, al anochecer, entraron en la ciudad de Jericó. No tuvieron problema para encontrar una posada.
—Después de la cena, José, otros peregrinos y yo hablamos de muchas cosas: de la odiosa ocupación romana, de Herodes, del empadronamiento y sus nefastas consecuencias para el pueblo y hasta de la influencia de Jerusalén y Alejandría como centros de estudio y de cultura judíos.
El 20 de agosto, también al alba, atacaron la última etapa de su viaje. Avistaron Jerusalén hacia el mediodía y, después de visitar el Templo, prosiguieron camino hacia el sur: a Belén.
—¿A qué hora llegasteis?
—Poco antes del ocaso…
Aquella parte de la narración resultaría igualmente esclarecedora.
—La posada estaba al completo —continuó la Señora— y, como la noche se echaba encima, nos dirigimos a la casa de los parientes de mi marido. Fue imposible. Todas las habitaciones se hallaban igualmente ocupadas. Decepcionados y cansados, volvimos al albergue. No sabíamos qué hacer. Allí nos informaron que, dada la gran afluencia de viajeros, habían decidido desalojar los establos situados en el flanco de la peña, justo debajo de la posada…
—¿Para qué servían esos establos?
María me observó indecisa. Pero, comprendiendo que era extranjero, pasó por alto tan absurda pregunta.
—¿Para qué podían servir?: para los animales de las caravanas y como almacén de grano.
—¿Y qué pasó?
La Señora notó mi impaciencia.
—¿Por qué tienes tanto interés, Jasón? Esta vez respondí con la verdad.
—Me interesa todo (absolutamente todo) lo relacionado con el Maestro. Me lo agradeció con una sonrisa y continuó.
—… Pues bien, José amarró la mula en el patio y, cargando los bultos (las ropas, la comida y demás), me ayudó a bajar las escaleras que conducían a la cueva. Montamos las lonas que nos servían de tienda frente a unos pesebres y nos dispusimos a descansar. Estábamos rendidos…
—Supongo que os instalaríais a disgusto…
La Señora abrió sus almendrados ojos verdes y, sorprendida, preguntó a su vez:
—¿Por qué? ¿Lo dices por el establo? No, hijo… Al contrario. Nos sentimos felices al haber hallado un lugar tan silencioso y agradable. Después de cenar, José comentó que pensaba empadronarse de inmediato. Pero, como te comentaba, yo me sentía muy cansada. Y, de pronto, empezaron unos fuertes dolores. Mi marido se asustó y dejó lo del empadronamiento para otro momento.
—¿Fuertes dolores? —repliqué, imaginando que podía tratarse de las primeras contracciones.
—Sí, espantosos… Después se hicieron más llevaderos. Pero ya no pudimos dormir en toda la noche.
—¿Cada cuánto te venían esos dolores?
—No lo recuerdo bien. Creo que cada media hora, más o menos.
La descripción podía encajar perfectamente en el proceso natural de apertura del canal cervical, cerrado durante el embarazo. Cada una de aquellas contracciones apretaría la pared superior del útero contra el cuello uterino, preparando así el deslizamiento del bebé. (Como se sabe, normalmente, el útero se encuentra firmemente anclado al fondo de la pelvis.)
—¿Se produjo entonces la «rotura de aguas»?[182].
—Hijo!, no puedo acordarme… Han pasado casi 36 años! Lo que no se me olvida es que estaba muy asustada. Algunas mujeres velaron conmigo y me confortaron. Una de ellas, incluso, pegó su oído a mi tremendo vientre (estaba gordísima!) y me dijo que escuchaba al niño… Cosas de mujeres!
—¿En qué momento te llegó la «hora»?
—Al alba empecé a sufrir de verdad. Los dolores fueron más intensos y seguidos. Poco antes de la hora sexta (las doce) creí morir… Los dolores se producían uno detrás de otro…[183]. Me ayudaron a curvar la espalda y una de las mujeres puso un lienzo en mi boca, ordenándome que lo mordiera con fuerza. Otras dos me tomaron por las muñecas y me incitaban a que empujase. Dios bendito!, cuánto miedo pasé!… Jadeaba, gritaba y sudaba!
—¿No te acordaste del ángel?
—Ni del ángel ni de nada… En esos momentos es difícil pensar.
—¿Y José?
—A mi lado, pálido como la cal, luchando por animarse. El pobre estaba más aterrorizado que yo… Se pasó las horas empapando un paño en agua fría y colocándolo sobre mi frente. No consentí que se separase de mí. ¡Al demonio las leyes!
La exclamación de María estaba justificada. En aquel tiempo, entre los judíos, era muy frecuente que al padre se le negase la opción a estar presente en el parto. Debía esperar fuera o en otro lugar a que le fuese anunciado el nacimiento, así se hacía de antiguo, cumpliendo el versículo de Jeremías: «—Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo: “Te ha nacido un hijo varón”, y le llenó de alegría!» (Jer., XX, 15). Ya dije que la Señora disfrutaba de un sentido muy liberal de la interpretación religiosa.
—Al fin, a eso del mediodía, apareció la cabeza. Yo estaba al límite de mis escasas fuerzas… Y mi hijo vino al mundo. Las mujeres lo lavaron y, tras frotarlo en sal, lo envolvieron en los pañales y se lo entregaron a su padre[184].
—Quizá no lo recuerdes, pero, cuando estuviste en condiciones de pensar, ¿qué te vino a la mente?
—Lo primero que hice fue revisar a mi bekor. Era precioso. Con una abundante mata de pelo negro y arrugadito como una pasa. Era perfecto. Y me sentí muy feliz. (Con la palabra bekor se designaba al primogénito. Al ser varón, la alegría de la Familia llegaba al colmo. Si era niña, en cambio, se recibía con tristeza o indiferencia.)
No pude remediarlo. Al escuchar las explicaciones de la Señora experimenté una gran ternura. Jesús había nacido como cualquier niño. Cuánto hubiera dado por asistir a tan histórico parto!
Ninguno de los «milagrosos» sucesos que cuentan las tradiciones y los Evangelios «apócrifos» sobre la Natividad del Señor parecen ciertos. Repito: aquel bebé tan especial vino al mundo como todos nosotros. Pero no quiero olvidar otro dato interesante: la fecha de dicho alumbramiento. Según estas noticias, Jesús «de Belén» nació hacia las 12 horas del día 21 de agosto del año «menos 7» o, 747 del calendario de Roma. Una fecha incomprensiblemente «olvidada» por los evangelistas y que, con el paso de los siglos, sería anclada en el mes de diciembre del año «uno». Todo un doble error[185].
Por supuesto, aunque cae por su propio peso, durante el parto no hubo ningún animal (los tradicionales buey y asno) en el recinto. Y siento defraudar igualmente a los que siempre creyeron en las «apariciones» de los ángeles a los pastores de las cercanías de la aldea de Belén. Por las informaciones de María, salvo sus amigos y parientes, nadie extraño acudió a conocer al Niño. El evangelista Lucas, al parecer, se sacó de la manga toda esa bella historia de los «coros celestiales» y del «anuncio a los referidos pastores». La única «visita» que, naturalmente, dejó confusa a la pareja de Nazaret fue la de los sacerdotes de Ur, identificados como los «Magos». Pero eso sucedería cuando Jesús tenía ya tres semanas de vida… Y tampoco fue como lo narra Mateo (2, 1–12). Antes ocurrirían otros sucesos no menos curiosos.
Aunque estimo que, como médico debería obviarlo, haré una concesión y tocaré de pasada el también polémico tema de la virginidad de María después del parto. Lo ideal, naturalmente, habría sido practicar un reconocimiento. Pero eso no fue posible ni yo me hubiera prestado a ello. Entre otras razones, porque la evidencia saltaba a la vista. Adelantándome a los acontecimientos, diré que la Señora tuvo más hijos, tal y como se afirma en los propios Evangelios: Marcos 3, 20–21, 30–35; Mateo 12, 46–50, y Lucas 8, 19–21. (De sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas, así como de sus hermanas, hablan también los vecinos de Nazaret en Marcos, 6, 3, y Mateo, 13, 55–56, por no citar a Juan (2, 12 y 7, 3–5). El propio evangelista Mateo, en 1, 25, deja el asunto sentenciado cuando afirma: «Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.» (La expresión «conocer», en términos bíblicos, significa mantener relaciones sexuales.)
Y volvemos al viejo problema. ¿Por qué ese miedo o pudor o escrúpulos de numerosos sectores de la Iglesia católica a aceptar que la Señora pudiera tener más descendencia, tal y como era la costumbre en las familias normales de aquel tiempo? Estos moralistas e hipercríticos de «lo ajeno» no ignoran que, en tiempos de Jesús, la esterilidad era poco menos que una maldición divina.
Las familias debían ser numerosas. Eso era lo normal y lo bien visto. Si partimos de la base de que la pareja de Nazaret fue en todo un matrimonio común y corriente, ¿por qué esos cristianos se empeñan en enmendar la plana a la propia Naturaleza, convirtiendo a José y a María en dos humanos «ilógicos» y casi al filo de la aberración? Parte de esa triste deformación mental que todavía padecen muchos cristianos en relación a este asunto habría que buscarla en un papa de nefasto recuerdo: San Siricio, encumbrado además a la santidad.
El tal Siricio (384 al 398) llegó a escribir al respecto en una carta dirigida a Anisio, obispo de Tesalónica, en el año de gracia de 392:
«A la verdad, no podemos negar haber sido con justicia reprendido el que habla de los hijos de María, y con razón ha sentido horror vuestra santidad de que el mismo vientre virginal del que nació, según la carne, Cristo, pudiera haber salido otro parto. Porque no hubiera escogido el Señor Jesús nacer de una virgen, si hubiera juzgado que ésta había de ser tan incontinente que, con semen de unión humana, había de manchar el seno donde se formó el cuerpo del Señor, aquel seno, palacio del Rey eterno. Porque el que esto afirma, no otra cosa afirma que la perfidia judaica de los que dicen que no pudo nacer de una virgen. Porque aceptando la autoridad de los sacerdotes, pero sin dejar de opinar que María tuvo muchos partos, con más empeño pretenden combatir la verdad de la fe»[186].
Resulta casi imposible introducir en tan pocas líneas tanto absurdo y desatino, fruto —¿quién sabe?— si de un carácter enfermizo o de un grado de demencia altamente preocupante. El desprecio de Siricio —me resisto a anteponerle el calificativo de «santo»— por la maternidad y por la extraordinaria manifestación de amor que supone el acto sexual se me antoja casi épico. Como tantas veces, el hombre se congratula en corregir la obra del Altísimo… Lo trágico es que la mezquina visión de aquel papa ha seguido imperando hasta nuestros días. Por fortuna, numerosos teólogos, exégetas y cristianos de mentes más abiertas y racionales han empezado a cuestionarse el problema, llegando a la importante conclusión de que lo vital no es si María fue o no virgen, sino la tremenda y hermosa realidad de su maternidad. Aunque sé que algunos se rasgarán las vestiduras, he aquí un avance sobre los hijos que siguieron al primogénito de María y de los que me iré ocupando poco a poco:
Santiago, nacido en la madrugada del día 2 de abril del año 3 antes de nuestra Era.
Miriam o María, nacida en la noche del 11 de julio del año «menos 2».
José, nacido en la mañana del miércoles, 16 de marzo del año 1.
Simón, en la noche del viernes, 14 de abril del año 2.
Marta, nacida el 15 de septiembre del año 3.
Jude o Judas, el miércoles, 24 de junio del año 5. (A causa de este embarazo, María cayó enferma.)
Amós, nacido en la noche del domingo, 9 de enero del año 7.
Ruth, en la noche del miércoles, 17 de abril del año 9 de nuestra Era. (Fue hija póstuma. José, su padre, había fallecido el año anterior.)
Junto con su hermano mayor —Jesús— hacen un total de nueve hijos. (De nuevo aparece el misterioso «nueve»).
Pero dejemos para otro momento la inevitable polémica sobre los «hermanos» del Hijo del Hombre…
En la aldea de Belén estaba a punto de suceder un hecho que alteraría la «brújula» de la Humanidad.
—En el mundo también hay gente buena.
Así resumió María el providencial hecho del cambio de morada de la pareja y el bebé. Al día siguiente del nacimiento de Jesús, su padre en la Tierra cumplió con sus obligaciones, empadronando a su familia.
—Y no de muy buena gana —advirtió la Señora.
La razón era simple. Los empadronamientos encerraban una secreta intención por parte de Roma: tener controlados a sus súbditos, con el fin de aumentar los impuestos en la medida de lo posible. En la provincia de Judea, la resistencia del pueblo y del propio Herodes habían demorado esta orden de Augusto en más de un año: el edicto del César fue promulgado en marzo del año «–8» (justo en el mes en que se casaron María y José). Hasta el «menos siete» no se llevó a cabo en Palestina. El caso es que, por mediación de un hombre al que habían conocido en su estancia en Jericó, José pudo entablar amistad con otro viajero que disponía de una habitación en la posada de Belén. Y éste, comprensivo y compadecido, aceptó permutar su alojamiento por el que ocupaba la familia.
—Fue un buen hombre —suspiró María.
De esta forma —hasta que encontraron acomodo en la casa de los parientes de José—, la pareja y su hijo disfrutaron de un lugar más idóneo que un establo. Su permanencia en el albergue se prolongaría por espacio de tres semanas. Desde el primer momento, la Señora se encargó de amamantar a Jesús. Y esta alimentación —por razones que detallaré más adelante— se prolongaría durante más de dos años. Como también era de suponer, María se dio prisa en avisar a su prima del feliz acontecimiento. El día 23 de ese mes de agosto le envió un «correo». La contestación de Isabel fue inmediata, invitando a José a que se presentase en el Templo, con el fin de informar a Zacarías. Y el flamante padre no tardó en acudir a Jerusalén. Por lo que deduje de las explicaciones de mi informante, tanto el matrimonio de Judá como la pareja de Nazaret estaban persuadidos —tanto en aquellos momentos como durante muchos años— de que «Jesús sería el Libertador político de los judíos y Juan, su brazo derecho y jefe de sus ayudantes». No me cansaré de insistir en esta circunstancia. Y como nueva muestra de cuanto afirmo —saltándome incluso el orden cronológico de los acontecimientos— voy a exponer un suceso acaecido en el año 11 de nuestra Era, cuando Jesús contaba ya 17 años de edad. Creo que merece la pena alterar momentáneamente la cronología si con ello se logra una más exacta visión de los pensamientos y sentimientos de la Señora y de su familia en relación al papel de Jesús. Los cristianos, como podrá deducirse de lo que relataré seguidamente, tienen un recuerdo equivocado y candoroso de María. Las cosas no fueron como a nosotros nos hubiera gustado que fueran…
En aquellas fechas —año 11— Jesús crecía en Nazaret. En todo Israel había empezado a desatarse un serio movimiento «antirromano». La agitación en Jerusalén y en la Judea contra el pago de los impuestos fue extendiéndose, llegando también al norte: a la Galilea. En el pueblo nació un clandestino y poderoso partido «nacionalista», que daría lugar con el tiempo a toda una organización «guerrillera», que ya había apuntado algunas acciones bélicas hacia el año seis, con un líder llamado Judas de Gamala, alias «el galileo».
Eran los «zelotas», que tenían prisa por independizarse de Roma y que no deseaban esperar la venida del Libertador o Mesías. Su filosofía podría resumirse en dos palabras: «rebelión política». Pues bien, este grupo apareció en Galilea, captando adeptos. Entró también en Nazaret y, dado el liderazgo y la brillantez del joven primogénito de María, fue uno de los primeros y principales objetivos de los «nacionalistas judíos». El futuro Maestro los escuchó, pero se negó a ingresar en sus filas. Aquella decisión influyó en muchos de los jóvenes de la villa, que —fieles seguidores ya de la atractiva personalidad de Jesús— terminaron por rechazar a los «zelotas». Y aquí surge lo increíble: María, que compartía plenamente las ideas de los «nacionalistas», sintiendo un absoluto rechazo por el yugo de Roma, luchó con todas sus fuerzas y argumentos para que Jesús aceptara y se enrolara en el partido. El hijo se opuso y la Señora, inflexible, llegó a recordarle la promesa hecha a José y a ella misma a su regreso de Jerusalén, después de la famosa «escapada» del muchacho, cuando contaba 12 años. (El primogénito, a raíz de aquel «incidente», aceptaría la orden de sus padres de acatar en todo sus disposiciones.)
Al oír la palabra «insubordinación», el hijo puso su mano sobre el hombro de María y, mirándola a los ojos, le dijo: «Madre, ¿cómo puedes pensar eso?»
La Señora se retractó de sus palabras, consecuencia de la tensión, pero continuó insistiendo —ayudada por Simón, uno de sus hermanos, y por Santiago, su otro hijo— en la necesidad de que Jesús meditara su negativa y se hiciera «zelota», abrazando así la noble causa nacionalista.
Esta crisis, unida a otros acontecimientos posteriores, determinarían que el Hijo del Hombre fijase su residencia en la vecina población de Cafarnaúm.
Las escisiones y polémicas se hicieron insufribles y Jesús, como digo, se vio obligado a marchar. Pero dejaré las cosas así. Los capítulos de la juventud y edad adulta del Maestro son tan importantes y sugestivos que merecen un tratamiento aparte…
Como se ve, la idea de la Señora respecto de la misión de su hijo no se hallaba muy clara.
A raíz de la visita de José a Zacarías se fraguaría una curiosa y hasta divertida historia que pasaré a relatar seguidamente. Pero antes, como contraposición a lo que verdaderamente sucedió en la presentación de Jesús en el Templo, veamos primero lo que, sobre este particular, escribe Lucas:
«… Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor» y para ofrecer en sacrificio «un par de tórtolas o dos pichones», conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.
“Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo.
“Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.
Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.»
«Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.» «Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.» (2, 22–39.).Ahora relataré los hechos, tal y como me fueron narrados.
Moisés, en efecto, enseñó al pueblo elegido que cada hijo primogénito —por mandato de Yavé— pertenecía a Dios. Pero, en lugar de ser sacrificados como en otras culturas paganas, podían ser «rescatados» por los padres, mediante el pago simbólico a los sacerdotes de cinco siclos. Otra de las leyes mosaicas establecía que las madres, después del parto, debían presentarse en el Templo, con el fin de cumplir con el ritual de la «purificación». En los tiempos de Cristo, ambas ceremonias solían unificarse en una sola. Así que María, José y el niño acudieron a Jerusalén, dispuestos a satisfacer las normas religiosas establecidas. (La verdad es que nunca terminé de entender a qué «impureza» podía referirse Yavé.) Días antes —se me olvidaba—, los padres de Jesús habían cumplido igualmente con el obligado requisito de la circuncisión del pequeño. Y se le impuso —oficialmente— el nombre de Yehošu'a”, que viene a significar «Yavé salva». (Quizá no tenga importancia pero Jesús jamás fue llamado «Jesús», sino Yehošu'a, rabí y Maestro.)
¿Por dónde iba?… Sí, la pareja entró en el Templo, efectuó las compras y el obligado sacrificio y, cuando se disponían a presentar a su bebé a los sacerdotes, ocurrió «algo» que los dejó perplejos. Un hombre y una mujer levantaron sus brazos al paso de la comitiva, señalando a la pareja que llevaba a Jesús. Entonces, el varón —un anciano cantante llamado Simeón y vecino de Judea— entonó un singular cántico. Decía así: “Bendito sea el Señor, el Dios de Israel. Ya que nos ha visitado y recuperado a su pueblo. Ha levantado su copa para cada uno de nosotros, en la casa de su servidor, David. Nos libra de nuestros enemigos y de la mano de los que nos odian. Hace misericordia a nuestros padres y recuerda su santa alianza: el juramento a Abrahán, nuestro padre.
Que permitirá después de liberarnos de la mano de nuestros enemigos, servirle sin pavor, con santidad y rectitud ante él todos los días de nuestra vida. Sí, y tú, hijo de la promesa, serás llamado el profeta del Altísimo, ya que irás ante el Señor para establecer su reino, para dar a conocer la salvación de su pueblo, en remisión de sus pecados. Gozad de la misericordia de nuestro Dios, pues la luz de arriba nos llega para iluminar a aquellos que se hallan en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Para conducir nuestros pasos por el camino de la paz. Y ahora, deja a tu servidor partir en paz, oh Señor!, según tu palabra. Mis ojos han visto tu salvación, que has dispuesto ante todos los pueblos. Una luz para alumbrar hasta los gentiles y la gloria de tu pueblo, Israel.” Tal situación, como es natural, turbó a María y desconcertó a José. De regreso a Belén, ambos estuvieron de acuerdo en que «aquello» había sido tan excesivo como prematuro. Y se preguntaban cómo era posible que el viejo cantante hubiera adivinado que su hijo era el Mesías. Algún tiempo después sabrían la verdad. Isabel se la contaría a su prima, mostrándole, incluso, el texto del cántico que había guardado su marido, el sacerdote. Zacarías era un antiguo conocido de Simeón y de la mujer que también alzó su brazo al paso de Jesús. Esta se llamaba Ana. Era de Galilea y gustaba de la poesía. Ambos —Ana y Simeón— eran asiduos del Templo. Se hacían mutua compañía y, con el tiempo, entablaron una buena amistad con Zacarías. El caso es que éste —que ardía en deseos de comunicar su secreto sobre Juan y Jesús— terminó por contárselo al cantante y a la poetisa. El esposo de Isabel sabía de antemano qué día acudirían José y la Señora al Templo. Y se puso de acuerdo con Ana y Simeón para que, al paso del niño, levantaran sus brazos en señal de saludo y reconocimiento. Para tal ocasión, la poetisa compuso un poema y Simeón se encargó de recitarlo.
Esta fue la sencilla historia, de la que podrían sacarse sabrosas conclusiones. En especial, en lo que concierne al evangelista ya citado —Lucas— que quizá escuchó una versión altamente deformada con el paso de los años, tomándola por buena… Ni Ana era profetisa, ni Simeón habló de «espada alguna que atravesase el corazón de María», ni sus palabras eran de su cosecha, ni fue movido por el Espíritu para acudir al Templo en aquellos momentos ni tomó al niño en sus brazos…
Y yo me pregunto de nuevo: ¿cuantos pasajes de la vida de Jesús habrán sufrido la misma suerte?
Si el Altísimo me sigue bendiciendo con su luz y su fuerza, quizá llegue a contar nuestras experiencias y aventuras en las aldeas de Belén y Judá y, en las que —gracias a su bondad— pudimos verificar muchos de los sucesos que ahora estoy escribiendo de forma apresurada.
Otro de los singulares acontecimientos del que fui informado por la Señora hacía referencia a los famosos «Magos».
María no salía de su sorpresa.
—¿Cómo sabes tú —me preguntó— todas esas cosas? Pero sigamos con lo que importa…
También en este asunto tuvo algo que ver el bueno y deslenguado de Zacarías. Hubiera dado lo que fuera menester por haberle conocido. Pero, para cuando nosotros «llegamos» a Palestina (año 30), el anciano sacerdote —que debía de rondar los setenta u ochenta años— había fallecido.
Todo empezó con la aparición en la ciudad caldea de Ur[187] de un misterioso «educador» religioso que, al parecer, informó a unos sacerdotes-astrólogos de dicha población de un «sueño» que había tenido y en el que se le anunció que «la luz de la vida» estaba a punto de aparecer en el mundo, en forma de «niño» y entre los judíos.
La Señora siguió su relato en los siguientes términos:
“… Aquellos sacerdotes se pusieron en camino y, después de varias semanas de inútiles pesquisas por toda la ciudad de Jerusalén, cuando estaban a punto de renunciar y regresar a su patria, tropezaron en el Templo con mi primo Zacarías. Y les informó que, en efecto, el Mesías había nacido en Belén. Les indicó el lugar donde nos encontrábamos en aquel momento y acudieron prestos con sus regalos. Después se fueron y ya no volvimos a verlos…
La visita de los caldeos no pasó inadvertida para el rey Herodes. Sus «espías» y «confidentes» estaban por todas partes. Y los hizo llamar. Los sacerdotes de Ur ya se habían entrevistado con José y María y, en efecto, confirmaron al «edomita» el nacimiento del «rey de los judíos». La noticia conmovió al receloso y ya decrépito Herodes el Grande. Pero los «Magos» —posiblemente porque lo ignoraban— no supieron darle demasiadas referencias. Tan sólo que el niño había nacido de una familia que acababa de llegar a Belén para el empadronamiento. El astuto rey les despidió con una buena bolsa de dinero, rogándoles que lo buscaran para así poder conocerle y adorarle, ya que —según manifestó— «él también estaba convencido de que su reino era espiritual y no temporal o transitorio». Pero los tres sacerdotes no volvieron. Y Herodes, desconfiado, siguió dando vueltas al incómodo asunto del «otro rey». Él sabía que era un usurpador y que había arrebatado el trono a su legítimo rey: Antígono[188]. Mientras reflexionaba sobre estas cosas llegaron nuevos informes. Sus agentes le trajeron noticias de lo sucedido en el Templo durante la presentación del niño. Incluso le proporcionaron parte del cántico entonado por Simeón. Herodes estalló, calificando a sus «espías» de inútiles, por no haber localizado a los padres del recién nacido. Y destacó a nuevos agentes, encargados de la específica misión de localizar a la familia de Nazaret.
Esta vez, Zacarías actuó providencialmente. Al tener conocimiento de los manejos del rey, advirtió a José y él mismo —temiendo por su hijo Juan— se retiró de Jerusalén, permaneciendo junto a Isabel y lejos de Belén. Ante la grave amenaza de Herodes, María y José escondieron al bebé en la casa de los parientes de éste, en la citada aldea de Belén.
—La situación fue angustiosa —comentó la Señora, estremeciéndose al recordar aquellos momentos—. Nuestros recursos se agotaban rápidamente y, en vista del peligro, José dudaba si debía o no buscar trabajo y quedarnos en el lugar… Un año más tarde, desesperado ante la infructuosa búsqueda de sus esbirros y con la sospecha de que el niño seguía oculto en Belén, Herodes ordenó el registro fulminante y sistemático de todas las casas y la ejecución a espada de cuantos infantes varones, menores de dos años, pudieran ser hallados. Por fortuna, entre los que rodeaban a Herodes había algunos que creían en la llegada del verdadero «libertador» de Israel. Y uno de ellos se las ingenió para dar el aviso a Zacarías. Este lo puso en conocimiento de José, y la misma noche de los asesinatos, la pareja abandonó Belén precipitadamente.
En total soledad y con los fondos proporcionados por Zacarías, la familia se dirigió a Egipto. Concretamente, a la populosa ciudad de Alejandría, donde José tenía parientes.
La matanza alcanzó a 16 niños[189]. Era el mes de octubre del año 6 antes de la Era Cristiana. Jesús contaba entonces catorce meses de edad. Y antes de que nos adentráramos en esa otra ignorada etapa de la vida de Jesús —la estancia en Egipto—, quise despejar un par de dudas que seguían planeando sobre mi mente.
—¿No fue un ángel quien advirtió en sueños a José que debía huir de Belén? María replicó al instante:
—Sí… un «ángel» llamado Zacarías, mi primo.
Mateo había vuelto a fallarnos. Y tuve que aceptar la reprimenda de la Señora, que calificó mi imaginación de «calenturienta y poseída por locos demonios».
Sonreí para mis adentros. En el fondo, la amonestación habría que hacérsela al confiado y sin par evangelista… La segunda cuestión fue recibida con idéntica perplejidad.
—¿Una estrella?
—En efecto —insistí—, cuentan que aquellos sacerdotes de Ur fueron guiados por una estrella de gran brillo…
—Algo escuchamos, si, pero nosotros no vimos nada tan extraordinario… quizá José, si viviera, podría darte más detalles. Lo siento.
Tuve que resignarme. La historia de la no menos célebre estrella de Belén quedó en suspenso. Más tarde, como ya mencioné, en nuestra exploración por las colinas situadas al sur de la Ciudad Santa, ésa y otras incógnitas quedarían despejadas. Por ejemplo, la sangrienta matanza de los infantes. ¿Cómo se llevó a cabo?
¿Se salvaron más niños, además de Jesús? ¿Cómo reaccionó la aldea ante el brutal exterminio? Pero quedaban tantos temas por tocar…
¿Qué ocurrió en Alejandría? ¿Cuánto tiempo permanecieron en la ciudad egipcia? ¿Qué sucedió en los viajes de ida y vuelta? ¿Cómo fueron aquellos primeros años de la vida de Jesús?
El tiempo apremiaba y centré mis preguntas en la huida a Egipto…
[NOTA DEL AUTOR
El destino parece burlarse nuevamente de mí y de mis propósitos. Por segunda vez y por idénticas razones —de estricto carácter técnico—, me veo obligado a interrumpir aquí la información del mayor sobre la infancia y juventud del Maestro. Espero que el resto pueda ver la luz en un futuro… Suplico disculpas. Proseguiré ahora hasta el final de los documentos.]