El buen tiempo se puso, definitivamente, de nuestro lado. Las temperaturas mejoraron, y el cielo permaneció azul, y yo diría que atento a cada movimiento de Jesús de Nazaret. El Maestro no tenía prisa. Y prosiguió con sus paseos hasta la colina «778». Allí meditaba, «oía la voz de su Padre», y continuaba con la «puesta a punto» (?) del misterioso At-attah-ani. Era siempre el primero en despertar. Escribía en las maderas de agba, y desaparecía. Al atardecer, como dije, practicábamos el selem, el juego de la «estatua». Su humor era cada día más fino y contagioso. Conforme pasaban las horas, el Maestro logró algo que jamás conseguí entender: ajustar la pequeñez, y las limitaciones de la naturaleza humana, a la grandiosidad de su divinidad. Misterio, sin más…
Y fue creciendo, día a día, como Hombre-Dios, suponiendo que un Dios pueda crecer…
Quien esto escribe, abrumado por tales reflexiones, terminó ocupándose de asuntos menores. Eso, además, fue lo pactado. Y me dediqué a recorrer los alrededores de Beit Ids, explorando, tomando referencias, y, en definitiva, metiendo las narices en todo. Por más que indagué, por más que revolví entre olivos y peñascos, por más que consulté a propios y extraños, no obtuve una sola pista sobre el cilindro. Y me resigné, de momento. Cada mañana, casi como una regla de cortesía, me presentaba ante el sheikh, y manteníamos largas conversaciones; largas porque nunca terminaban, claro está…
Fue así como supe de la historia del jeque, y también del lugar. Beit Ids nunca fue mencionado por los escritores sagrados (?), como tantos otros lugares. En aquel paraje, sin embargo, sucedieron cosas extraordinarias, como espero poder relatar.
Al hombre de las vestiduras blancas y los impactantes ojos verdes lo conocían por «Yafé». Nunca supe su verdadero nombre. «Yafé» era un apodo. Significaba «guapo» o «hermoso». Para ser exacto, el sobrenombre completo, en a’rab, era «yafé she jutz mi ze lo joshev», que en una traducción aproximada equivale al «guapo que, además, piensa». «Yafé», naturalmente, era un calificativo inventado por las mujeres.
Beit Ids, o la «casa de Ids» (otros lo llamaban Idis o Idish), era el hogar fundado por un remoto ancestro, procedente del este (Yafé aseguraba que del sur, en Egipto), y del que partía todo su linaje. Según el «guapo», dicho príncipe pertenecía a la tribu de los Adwan, en aquel tiempo asentada en la región del río Najaniel o Zarqa, en la costa oriental del mar de la Sal (mar Muerto). Había llegado a Beit Ids hacía siglos, y allí prosperó[202]. Yafé era el sheikh número veintiséis, desde que el tal Ids dio nombre al nuqrah, u hogar, en el que vivían. Tal y como supuse, Yafé era un hombre rico. Era dueño de ocho colinas (las que rodeaban la gran casona y la cueva), incluida la de los žnun[203], y de cuanto contenían: más de cinco mil olivos, el bosque de almendros, cientos de animales, esclavos, seis esposas, diecisiete hijos vivos (había tenido un total de veinticinco varones), innumerables hijos ilegítimos, e incontables hijas[204], así como ciento cuatro nietos (el número de nietas era igualmente difícil de precisar). Era su ahel, su familia, en el que lo más importante era él, los hijos varones, y el ganado (por ese orden). Después figuraban la mar, los amigos y las mujeres (también en ese orden). Beit Ids era el ahel de Yafé porque, aunque muchos de sus hijos varones estaban casados, ninguno había tomado la decisión de montar su propia jaima, o tienda, o de levantar su nuqrah («hogar»)[205]. Todos continuaban viviendo bajo el amparo y la protección económica del padre. Era lo acostumbrado, y lo más honorable. Cuantos más hijos bajo su tutela, «más blancura de cara», decían: más honor. Si el ahel rebasaba los cien miembros —éste era el caso de Beit Ids—, los badu consideraban que se había hecho ḥila, una expresión que podría traducirse por «estratagema», y que ellos, en voz baja, consideraban como «dar la vuelta a los dioses». En otras palabras: engañarlos. Eso, según ellos, los beneficiaba. Al disponer de más de cien varones (el cómputo, como dije, sólo tenía sentido con los hombres), las desgracias serían mínimas. Y el alumbramiento del varón 101 era festejado con sacrificios, y con gran alegría. El recién nacido recibía el sobrenombre de mal’ak, o «mensajero».
Lo heredado por Yafé fue mucho, pero él supo multiplicarlo. Durante su juventud —eso contó, a su manera— fue un aqid, o «confederado», una especie de jefe de bandoleros, que organizaba razzias, o saqueos, contra extranjeros y, sobre todo, contra otras tribus badu[206]. Jamás fracasó en sus incursiones, y nunca derramó una gota de sangre. Eso dijo. También supo manejar los «impuestos». Cobraba prácticamente por todo: por la utilización de los pozos, por el paso de los ríos, por los caminos y, muy especialmente, por la protección de hombres y animales[207]. Los beduinos de Beit Ids no eran agricultores. Ese trabajo —decían— no era propio de hombres libres que, cada primavera, tomaban sus tiendas de piel de cabra y volaban con sus rebaños hacia el este y hacia el sur. En esa época, Beit Ids quedaba casi desierto. Sólo los esclavos y los felah permanecían en el poblado, atentos a las faenas del campo. Y junto a los campesinos habituales, los que residían en la zona, aparecían los murabba’y, también llamados «al cuarto», porque eran contratados por un cuarto de lo cosechado. El sheikh los autorizaba a entrar en sus tierras, les proporcionaba las herramientas necesarias, y la comida. En invierno desaparecían.
Cuando interrogué al sheikh sobre el origen del «camello del sueño», sonrió, malicioso y, creo, me remitió a los «odiados judíos». Así lo había establecido su Dios —manifestó con ironía—, mientras deambulaban por el desierto… Y recordó el pasaje del Éxodo (21, 23) en el que, efectivamente, Yavé defiende la venganza: «Pero si resultare daño —ordena a Moisés—, darás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal».
No era cierto. Que yo supiera, Yavé jamás estableció dicho impuesto, aunque en algo sí tenía razón: aquel dios del Sinaí, con minúscula, no me gustaba…
Fue entonces, al comprobar mi interés por lo judío, cuando Yafé, encantado ante la posibilidad de manifestar su desprecio por los hebreos, me contó otra singular historia. Nunca supe si era cierta o, como intuyo, otra manipulación de los árabes, ancestrales enemigos de los «invasores», como llamó a los judíos. Según Yafé, los judíos que salieron de Egipto no eran hebreos, sino badu. Todos eran beduinos, como él. Todos procedían de las diferentes ramas nacidas de Abraham, otro badawi. Nunca fueron esclavos. «Eso —aseguró, convencido— ha sido otra mentira…». Tampoco formaban doce tribus, sino muchas más[208], y en nombre de Yavé arrasaron unos territorios en los que vivían otras etnias. Y mencionó a los medianitas, edomitas, amalecitas, moabitas (de la que procedían los Adwan, su tribu), jebusitas, amonitas, amoritas, filisteos, cananeos, fenicios, y otras naciones que ocupaban las tierras de Gilead y el Bashan. En eso sí tenía razón. Mil trescientos años antes, lo que hoy conocemos como Israel no era propiedad de los judíos. En total, más de un millón de muertos. La conquista de la Tierra Prometida, amén de una empresa injusta, fue una carnicería, alentada por Yavé. Lo dicho: ese dios del Sinaí nada tenía que ver con el Padre…
Un día de aquéllos, ganada su confianza, me atreví a formular la pregunta clave: ¿por qué nunca terminaba las frases? Y el «guapo que, además, pensaba» me remitió a un suceso, ocurrido en su infancia, cuando apenas contaba siete años de edad. Se hallaba jugando en la cueva de la «llave», en la que pernoctábamos, cuando, súbitamente, se presentó ante él un wely, un genio benéfico. Lo describió como un hombre alto, de cabellos amarillos, muy llamativos, que descansaban sobre los hombros. Vestía como los persas, con pantalones ajustados a la altura de los tobillos, y brillantes como el damasco. En el pecho lucía un triple círculo rojo, bordado en oro. No era beduino. Su rostro era áspero, y la mirada dulce y penetrante a un tiempo. No se asustó.
La descripción del wely me resultó familiar. Yo la había oído anteriormente…
El genio (?), entonces, habló al pequeño Yafé y le comunicó que, en su momento, cuando él fuera sheikh, recibiría la visita en sus tierras de otro jeque principal, «al que obedecen las estrellas». Yafé no sabía de ningún sheikh con esas características, y preguntó cómo podría reconocerlo. El wely levantó la mano derecha, señaló el techo de la caverna, y exclamó:
—Será tu despertar…
No comprendí. Yafé me tranquilizó. Él tampoco logró entender el significado de las palabras del genio.
Pero ¿qué relación guardaba la supuesta aparición del wely con mi pregunta? ¿Por qué la costumbre de no concluir lo que iniciaba?
El hombre de las vestiduras blancas solicitó paciencia. Y prosiguió. El pequeño Yafé contó lo ocurrido, pero no fue tomado en consideración. Nadie sabía de un sheikh con tanto poder. Además —se burló la tribu— ¿qué podía buscar un jeque principal en un lugar como Beit Ids?
A raíz de aquel encuentro (?), el niño beduino empezó a padecer un mal que el faqir de los Adwan, su clan, asoció con la posesión de los žnun, los demonios, o genios maléficos de la zona, irritados por la «profecía». Y la versión de Yafé fue cobrando importancia, aunque nadie terminaba de esclarecer el porqué de semejante visita. Desde entonces, la caverna de la «llave» fue evitada por los moradores de Beit Ids, en la medida de lo posible. Según Yafé, desde aquel día no volvió a dormir.
Al principio lo consideré una exageración, típica de los badu. Nadie puede vivir sin dormir. Además, suponiendo que padeciera algún tipo de «agripnia», o insomnio[209], entendí que podía ser de tipo transitorio. Yafé no respondía a los rasgos típicos de un insomne crónico. Su carácter era dulce, acogedor y brillante. Todo lo contrario de los insomnes, en los que termina venciendo la miseria mental, la angustia y el cansancio. De ser como aseguraba, nada de lo emprendido en su vida hubiera prosperado. La lógica fatiga, provocada por el insomnio, lo habría arrinconado, hundiéndolo en la depresión, y disminuyendo su capacidad funcional (en todos los sentidos). Y, como digo, pensé que pretendía llamar la atención. Me equivoqué. Con el paso de los días, al observarlo atentamente, e interrogar a los habitantes del clan, descubrí con asombro que era cierto. Yafé, el sheikh de Beit Ids, apenas descansaba quince o veinte minutos al día. Jamás supe de algo igual, teniendo en cuenta que el número de horas que duerme el 65 por ciento de la población oscila entre 4,5 y 10,5 por día[210]. Era increíble. ¿Por qué no mostraba signos de somnolencia durante el día? ¿Cómo podía reponer fuerzas con un sueño tan breve? Lo interrogué y, aparentemente, el parto fue normal. Yafé nació a los nueve meses y, salvo el suceso de la cueva, su infancia se desarrolló discretamente, sin rasgos, o síntomas, que denotaran un desarrollo cerebral defectuoso. Supuse que la patología, muy extraña, tenía su origen en alguna lesión cerebral (concretamente, en el hipotálamo anterior)[211]. Quizá me encontraba ante un caso de insomnio idiopático, de comienzo infantil, aunque no contemplado en la literatura médica que yo conocía.
Según el sheikh, tras la experiencia con el wely, su vida cambió. Nunca más volvió a soñar o, al menos, no era capaz de recordar las ensoñaciones. Pasó por las manos de muchos brujos, que le dieron toda clase de consejos y «medicinas». Había bebido la orcaneta, una infusión a base de raíces, a la que se añadía vino blanco y jugo de rosas de Tharsis. Aquello lo convirtió casi en un niño alcohólico. Después fue el período del aceite de almendras, que debía ingerir por la nariz. Poco faltó para que lo mataran… Y ahora, por consejo de su primera esposa, la faqireh, se veía obligado a consumir, a diario, una dosis de neroli, un aceite difícil de obtener, muy caro, que le enviaban, directamente, desde Roma. Consistía en un aceite esencial, obtenido de las flores de las naranjas amargas, que tampoco hizo posible su más ferviente deseo: soñar. El neroli, sin embargo, excitó su apetito sexual (nunca dormido), con la consiguiente alegría por parte de sus esposas[212]…
Ninguno de los «remedios» hizo efecto. Yafé no lograba dormir. Durante el invierno pasaba los días frente a la gran casa, bajo el olivar, empeñado en hacer y deshacer nudos, siempre marineros. Fue en ese peregrinaje, de faqir en faqir, cuando adoptó la costumbre de no rematar las frases, y de intentar no concluir lo que iniciaba. La idea surgió tras la visita al «santuario» de la diosa nabatea Allat, de regreso de una de sus habituales «noches de bodas» con la mar. Allí tuvo acceso a una joven y bella hechicera badawi, desconocida hasta esos momentos, que escuchó su «visión» y le ofreció consejo para «romper el encantamiento». La faqireh, que respondía al nombre de «Ella canta» (Ka-tganni), explicó al sheikh de Beit Ids que, en el lenguaje de los genios, la palabra «despertar» significa mucho más que dejar de dormir. «Despertar —le dijo— es comprender. Pero “comprender” no es lo que tú crees… Comprender no quiere decir terminar, sino todo lo contrario: saber empezar, continuamente…».
Yafé interpretó que la «profecía» se cumpliría cuando fuera capaz de «despertar»; es decir, cuando fuera capaz de saber empezar, una y otra vez, constantemente… Por eso nunca terminaba lo que emprendía…
Lamentablemente, yo tampoco supe comprender. Fue más tarde, días después, cuando ambos «despertamos»… La presencia del Príncipe Yuy, sin embargo, lo alertó. Después fueron mis palabras, al hablarle del Padre de Yuy, el «Jeque de las estrellas», y de la misión de Dos: «despertar» al mundo. Todo aquello encajaba con el wely que se presentó en la gruta de la «llave». También el gran resplandor sobre la colina de la «oscuridad», observado igualmente por los habitantes de Beit Ids, y alrededores, lo dejó perplejo. Algo iba a suceder, aunque no sabía qué…
Entonces recordé. La descripción del genio de la cueva era parecida a la del «ser luminoso» que se presentó ante Isabel, la madre de Yehohanan, y también ante María, la Señora. ¿Se trataba del mismo ángel o mal’ak? ¿Era Gabriel? ¿Por qué se apareció por tercera vez? ¿Por qué a un muchacho árabe? ¿Por qué en aquel remoto paraje? ¿Por qué nadie se preocupó de averiguar lo sucedido durante las semanas que el Maestro vivió en la cueva de Beit Ids? Y si lo hicieron, ¿por qué no fue escrito? ¿Quizá porque eran badu y, por tanto, «oficialmente», gente impura e inferior? ¿Fue por eso por lo que situaron en el «desierto» (supuestamente Beit Ids) la presencia del diablo tentador? ¿Qué diablo? ¿Los žnun, quizá?
Debo contenerme, y seguir siendo fiel a los acontecimientos, tal y como se registraron…
Con la caída del sol, como dije, Jesús retornaba a la caverna. Conversábamos. Él me ponía al corriente de algunos de sus pensamientos y, sobre todo, me instruía, adelantándome la esencia de lo que, a no tardar, constituiría su período de predicación. Ahora lo sé. Todo estaba, y sigue estando, atado, y muy bien atado… Era mi tikkún, según sus palabras.
Y tras la cena llegaba el mejor de los momentos, el del «juego» (!) del selem, o de la «estatua». Era asombroso. Su palabra lo llenaba todo. Mi corazón, y la naturaleza, se detenían, y bebían desconcertados. Era un río de imágenes, gratificantes y sabias. La mayor parte de las veces, como era lógico, quien esto escribe permanecía mudo, como una estatua, intentando absorber hasta la última iod que brotaba de sus labios. Supongo que me llevé una mínima parte de lo que me regaló…
En total, veintitrés conversaciones, nacidas de otras tantas frases; las que Él escribía al amanecer sobre las maderas de tola blanca con las que Yafé, el sheikh, había intentado construir su Faq, su «Despertar»…
Cuando retorné al Ravid me apresuré a incluirlas en el diario de bitácora. Fueron veintitrés «visiones» del Padre, y del mundo, que me hicieron pensar y cambiar el rumbo de mi alma. Fue la «chispa», naturalmente, la que me habló…
He aquí dichas frases, en el orden en que fueron escritas sobre las viejas tablas de agba:
«Dios no está para ayudar».
Y el Maestro insistió en la inutilidad de solicitar favores materiales, y lamentó que los seres humanos se acuerden del Padre, única y exclusivamente, cuando «truena»… La «chispa», aseguró, tiene cometidos mucho más importantes…
«Morir es cuestión de tiempo. Vivir es lo contrario».
Los esclavos del tiempo —eso creí entender— viven para morir.
«El miedo, desde este momento, es cosa del pasado».
Si el Padre regala, ¿por qué temer? Los que odian sólo tienen miedo. ¿Y qué es el odio?: amnesia. El que odia no «recuerda» que fue imaginado por el Áhab, por el Amor. Miedo y odio —dijo— no tienen posibilidad en su «reino». Hay que hacerse a la idea…
«Vive más el que sueña».
Y me invitó a que aprendiera del alma de las mujeres. Ellas practican, mejor que los hombres, el arte de la intuición. Soñar sólo es eso: caminar un paso por delante de la razón. Y dijo más: en lo más recóndito, y escondido, de Dios «vive» lo femenino, el Gran Espíritu. No comprendí muy bien en esos momentos…
«No busques la verdad, porque podrías hallarla».
Deja la «luz» para cuando seas «luz». Deja lo sublime para el «no tiempo». El Padre —insistió— quiere que seamos santos, o perfectos, pero mañana. Hoy es suficiente con «renacer»…
«¿Desde cuándo la muerte forma parte de la vida?».
El Padre regala inmortalidad (vida). ¿Por qué nos empeñamos en confundir el puente con el río? ¿Quién termina desembocando en la mar, en el Amor: el puente, o las aguas de la vida?
«La verdad no grita. Susurra…».
La verdad es tan incomprensible para nuestra limitada naturaleza humana que, ahora, sólo conviene susurrarla. Y matizó: «Susurro interior, claro…».
«Es mejor hablar con los ojos».
Después de todo, es el «te quiero» más veloz.
«No juzgues, aunque tengas razón».
En la tabla de tola dibujó también la letra hebrea vav, que simboliza al hombre. Y reiteró: cada cual se limita a dar cumplida cuenta de su tikkún, su misión en la vida. Ni siquiera cuando seas espíritu deberás juzgar. Ni siquiera los Dioses lo hacen…
«Si descubres que vas a morir, continúa con lo que tienes entre manos».
No estamos en la vida para arrepentirnos, y mucho menos para pedir perdón a Dios. Los hijos deben caminar con seguridad y confianza, no con temor. Nadie tiene capacidad para ofender al Áhab. Ni siquiera los propios Dioses (y volvió a utilizar la mayúscula).
«Lo más hermoso está siempre por suceder».
Según entendí, ése es el gran secreto del Padre: experto en sorpresas, experto en cocinar el día a día (con amor). Y añadió: «Lo mejor que te ha ocurrido en la vida sólo es una abreviatura de lo que Él te reserva». Y pensé: «Ma’ch ya lo es…».
«La lucidez obnubila».
Cuanta más claridad mental (se refirió a claridad del alma), más lejos de la razón y más cerca del Áhab. Y lo desmenuzó como si fuera el alimento de un bebé (en realidad, lo era): cuanto más próximo a la nitzutz, cuanto más consciente de la presencia divina en tu interior, más huidiza y breve te resultará la realidad…
«Dios no duda, eso es cosa nuestra».
La ley básica de la imperfección es la duda. Sólo el Padre acierta. Por eso no podemos comprenderlo (ahora). Es la duda la que impulsa a caminar, no la certeza. Por eso Dios no se mueve. Nosotros, algún día, tampoco dudaremos. Jesús de Nazaret fue un «atajo», pero muy pocos llegan a descubrirlo.
«Cuando comprendas, tendrás que decir adiós».
Y lo representó con la iod, la letra hebrea que simboliza a Dios como «Ab-bā» (Papá), y como origen del Áhab. Ese «despertar» nunca podrá ser en vida. «Comprenderemos» cuando sólo seamos «interior»… Será la gran «despedida» de nosotros mismos.
«Dios no lucha, pero gana».
Es el Gran Brujo, que dispone el final antes que el principio. Si conociéramos el secreto del Padre, estaríamos por encima de Él. Y afirmó, rotundo: «Alguien lo está… Por eso gana, sin necesidad de pelear».
La revelación, como otras, me superó. No acepté lo que, evidentemente, estaba manifestando. No estoy preparado.
«Si tu dios pregunta, mal asunto».
Escribió dios con minúscula (ab-bā). Y explicó: las preguntas son propias de las criaturas del tiempo y del espacio. En la perfección, en el «reino» de Ab-bā, todo «es». Sólo la imperfección está capacitada para interrogar. No debemos confundir dioses con Dioses.
«La sabiduría es una actitud».
La auténtica, la que nace de la nitzutz, o fracción divina, es una forma de comportarse. Cuanto más sabio, más tolerante. Cuanto más sabio, más abrazo. Cuanto más sabio, más fluido. Cuanta más sabiduría, más amante. Cuanto más sabio, más intuitivo. Cuanto más sabio, más enemigos…
«Dios no pide nada a cambio. No lo necesita».
No hagáis caso de los hombres —proclamó—. Él, el Padre, está en cada uno de vosotros. Él concede antes de que puedas abrir los labios, y susurra de por vida. Él no perdona, porque no hay nada que perdonar. Él sabe, aunque tú no sepas. Él tiene, porque da. ¿Qué puede solicitar el Amor del amor? Me hizo un guiño, y aclaró: «Sólo que despiertes». E insistió, e insistió, e insistió: somos inmortales por naturaleza. Él ya lo ha dado todo. Algún día, cuando finalice nuestro tikkún, la felicidad nos ahogará… «A eso he venido, querido mal’ak: para recordaros que no hay condiciones…».
«La duda no es mal comienzo».
Ejercitarla es alimentar al alma. Dudar es el estado natural del hombre. Así ha sido dispuesto por los que no dudan. El que aprende a dudar respeta. El que duda desempolva su corazón. El que practica la duda multiplica. El que duda admite sus errores y, sobre todo, los de los demás. La duda, entonces, nos hará valiosos. La duda es un truco de la divinidad: cuantas más dudas, más recorrido. Dudar es el pacto obligado con la «chispa». Si el alma no dudara, ¿cómo podría crecer? La duda embellece porque nos hace más humanos. Dudamos porque vivimos. Dudamos porque buscamos. La duda es la mejor protección contra fanáticos, salvadores y ladrones de voluntades.
«El que adora se asoma a Dios».
O lo que es lo mismo: el que adora se asoma a la nitzutz. Adorar es descubrir que «viajamos» juntos. Se trata de la máxima expresión de la inteligencia humana. Sólo adoran los sabios; es decir, los que han «despertado», los que no dudan en empezar de nuevo, constantemente. Sólo adoran los que empiezan a saber algo de sí mismos…
Y comprendí: yo jamás había adorado a Dios. Confundí al Padre con la religión.
Adorar, en realidad, es un simple y bellísimo gesto de gratitud. Es lo menos que se debe ofrecer al que nos ha imaginado. Entonces, al arrodillar el alma, Él te levanta a la altura de sus ojos. Jamás, como criatura humana, podrás estar tan próxima al poder y a la fuerza. Es el instante sagrado que bauticé, acertadamente, como «principio Omega». Al adorar, al abandonarse a la voluntad del Padre, el alma entra en la edad de oro. Y repitió: la creación se enciende a nuestro favor. Ya nada es lo mismo. La primitiva criatura humana se ha declarado amiga del Número Uno. ¿A qué más puede aspirar un Dios?
«El que escucha, habla doblemente».
De eso doy fe. Nada de cuanto he escrito habría sido posible si no hubiera prestado atención a su palabra. Su presencia fue insustituible, y su mensaje, eterno. Yo, ahora, hablo doblemente, por su infinita misericordia. Hablo para mí, y para los que tienen que llegar. Nada de lo que contienen estos diarios es lo que parece. Es mucho más. Es el «doble».
Como repetía el Maestro: quien tenga oídos, que oiga.
«Enamorarse es perder la razón, al fin…».
Y dejó la cuestión, intencionadamente, para el final. Habló del amor humano como una interesante aproximación al Áhab. Y precisó: «Sólo una aproximación…». No debería sorprendernos, y mucho menos atormentarnos, la fugacidad del amor humano. Enamorarse es prender una vela que, tarde o temprano, se extinguirá. Pero, mientras dura, ilumina y nos aleja de la razón, la gran enemiga de la duda. Enamorarse es intrínseco a la naturaleza humana, al igual que dormir, o alimentarse. No debemos avergonzarnos jamás por experimentar lo que es inherente a la condición de la mujer y del hombre. Otra cuestión es que el ser humano, en su ignorancia, le quiera otorgar un carácter sagrado, que jamás ha tenido, como no lo tienen las funciones de imaginar, reflexionar, reír o llorar. Y me animó a «confiar», aunque mi amor por Ma’ch fuera imposible… «Lo imposible —sentenció— es, justamente, lo verdadero».
Y cada noche, al concluir la conversación, el Maestro, indefectiblemente, arrojaba al fuego la madera en la que había escrito la frase.
¿Por qué lo hacía? ¿Por qué destruía lo escrito por la mañana?
Y me vino a la mente una escena, no muy lejana, en la que Jesús reprendió al ingeniero por haberse apropiado de una escudilla de madera, en la que el Galileo escribió un mensaje, comunicándonos que regresaría al campamento del Hermón al atardecer[213]. Sólo hallé una explicación, la que Él nos proporcionó en aquella oportunidad: no convenía que el Hijo del Hombre dejara escritos, ni tampoco descendencia…
Entendí. Pura «normativa interna». Jesús también debía ajustarse al «manual de instrucciones»…
Mensaje recibido.