PRIMERA SEMANA EN BEIT IDS

Quizá fue culpa mía…

Esa noche dormí profundamente, como pocas veces lo he hecho. Cuando desperté, el sol llevaba tiempo faenando. Él no estaba en la cueva. Sus cosas habían sido recogidas, a excepción de la escudilla de madera y la pequeña esfera de piedra, que continuaba en el fondo del «plato». La escudilla se hallaba sobre el lecho de paja en el que había dormido el Maestro. El saco de viaje, y la manta, fueron colgados de la viga.

Sí, quizá fue culpa mía. Me quedé dormido…

A mi lado, en un cuenco de barro, descubrí el desayuno, sin duda proporcionado por Él: media docena de bolitas blancas elaboradas por los badu, y que llamaban gebgeb. Se trataba de un queso salado, que devoraban a todas horas[181]. Un puñado de dátiles redondeaba la colación.

Agradecí el detalle. Así era el Hijo del Hombre…

Terminé el queso y me dispuse a reunirme con Él. Algo me inquietó. ¿Por qué no recogió la totalidad de sus enseres? Si nos disponíamos a partir esa misma mañana del martes, 15, ¿por qué colgar la manta de la viga de roble? A no ser que fuera prestada por los badu… ¿Por qué no guardó la escudilla y la esfera? Quizá pretendía almorzar en Beit Ids, y partir a continuación…

La mañana era radiante. Excelente temperatura, muy suave, y un cielo limpio y pacífico. No se movía una hoja.

Busqué con la mirada, pero no lo hallé. La zona de la fuente, la encina sagrada, y el bosque de la «luz» aparecían desiertos. En los alrededores tampoco detecté ninguna presencia humana.

Me extrañó.

El Galileo no hizo mención de sus planes durante la cena, o a lo largo de la conversación de la noche anterior.

Tenía que estar en alguna parte…

E inicié la búsqueda por el sur. Frente a la gruta, como dije, al otro lado de la senda que conducía a la aldea de El Hawi, el terreno descendía bruscamente. Los almendros se precipitaban hacia una vaguada por la que corría un río de invierno, un wadi temperamental, pero de escaso cauce. Allí no había nadie.

Me lo tomé con calma. No debía ponerme nervioso. Él sabía lo que hacía. Era yo quien tropezaba habitualmente…

Me aseé, y disfruté de la fría corriente. Aquello me serenó, creo.

Regresé a la boca de la cueva y repasé de nuevo el bosque de la «luz». Las flores blancas y rojizas hacía rato que habían despertado.

Ni rastro.

Caminé hacia la fuente de la welieh. Calculé la distancia a la cueva: siete metros y cincuenta y cinco centímetros. Rodeé el brocal, por si descubría la perdida lucerna de aceite. Tampoco tuve suerte. Y me estremecí al rememorar los extraños gruñidos. ¿Podía el Maestro correr algún peligro físico? Por supuesto, era un Hombre-Dios, pero ¿lo hacía eso invulnerable? ¿Por qué se me ocurrían cosas tan aparentemente absurdas? ¿O no eran tan ilógicas? ¿Qué podía suceder si era atacado por el jabalí? Mejor dicho, por el supuesto jabalí…

Y me entretuve en examinar el terreno. Junto a la fuente no había una sola huella que delatara el paso de un arocho. Estos cerdos salvajes son especialmente corpulentos; debería haber quedado algún rastro en la tierra. Pero ¿por qué me empeñaba en asociar la desaparición de la lámpara con el dichoso jabalí? Era ridículo, lo sé.

Después le tocó el turno a la carrasca sagrada. Las cintas, los cabellos y las cuerdas que colgaban de las ramas se burlaron de mí y de mi inspección. Que yo sepa, ningún jabalí trepa a la copa de una encina…

Sin embargo, tanto Él como yo oímos los gruñidos. Procedían del ramaje de aquel árbol.

Era raro. No había nidos… Y me pareció raro porque era el árbol que destacaba sobre el resto. A la hora de anidar, la encina ofrecía más garantías que el olivar o que los almendros.

Pero el «detalle» fue olvidado…

Pasó el tiempo, y no supe qué hacer. Caminé por la senda principal, hacia el este, pero tampoco fui capaz de localizarlo. Entre los olivos sólo vi silencio.

No quise alejarme. Podía regresar en cualquier momento, y desde cualquier dirección. La cueva se encontraba en el centro, prácticamente, de un total de seis colinas. ¿Hacia dónde dirigirme? Era más prudente esperar. No me hubiera gustado volver a perderlo, como ya sucedió en otras ocasiones.

Pensé en acercarme al poblado. El desayuno procedía de Beit Ids, con seguridad. ¿O no? Y empecé a dudar. ¿Fue Jesús quien depositó el gebgeb junto a este explorador? Y terminé desterrando la duda. Yo no creía en genios, ni en las welieh… Ése, además, era su estilo.

Y me refugié en la gruta, a la espera.

La repasé, una vez más, y sumé referencias. Me entretuve en medirla al detalle: 6,3 metros de anchura, por 14,57 de longitud, con una altura máxima de 3,2 metros.

Y, a pesar de los esfuerzos, empecé a notar un cierto nerviosismo. La situación no era normal. Eso me pareció.

Pero, decidido a no cometer nuevos errores, me entretuve con lo primero que se me ocurrió. Repasé mi saco de viaje. Le di vueltas al cilindro de acero, sin saber qué hacer con él, y dispuse tres antorchas, estratégicamente repartidas sobre la viga central. Las tablas de tola fueron el material perfecto. Arderían hasta el final, y con una luz limpia y olorosa.

Fue entonces, al manipular una de las teas, cuando la esferita de piedra que reposaba en la escudilla me hizo un guiño azul.

La tomé entre los dedos y sentí algo especial. No sé definirlo. Fue como si hablase. Aquel azul me resultaba familiar…

Y movido por la curiosidad, salí al exterior, con el fin de examinarla con mayor precisión.

Caminé hacia la fuente, y allí me senté, sobre el brocal de piedra. No perdí de vista, en ningún momento, la entrada de la caverna, y tampoco la senda. De eso estoy seguro. Y jugueteé con la esfera del Maestro. A cada giro, efectivamente, se producía el citado fenómeno de «adularescencia»: una «nube» azul, a veces plateada, escapaba del interior y saludaba. No era un cuarzo blanco, sino un feldespato, como ya mencioné. Concretamente, una ortoclasa, o feldespato potásico, de gran belleza pero de escaso valor como piedra preciosa. La refracción de la luz era continua y sugerente[182]. Yo también quedé prisionero de la «nube» azul…

Y al explorarla con detalle comprobé que no estaba equivocado. Lo que identifiqué como una inclusión natural, en el centro de la esfera, era, en efecto, una posible rotura (tipo listón), paralela a uno de los ejes de la esfera. De dicha fisura partían otras inclusiones laterales, de menor calibre. Pues bien, en dicho centro, en mitad de la fractura principal, se había formado una burbuja natural, consecuencia, probablemente, de la tensión sufrida por el material.

Quedé maravillado.

En el interior de la burbuja, de unos ocho milímetros de diámetro, «flotaba» un cuerpo extraño —otra inclusión, sin duda—, con una forma bien definida. No importaba la posición. La inclusión, en mitad de una carga de mercurio líquido, terminaba siempre por situarse verticalmente, obedeciendo la ley de la gravedad.

Y quedé maravillado porque ese cuerpo extraño era similar a un número, en arameo. Algo parecido a «755».

Hice girar la esfera una y otra vez y, además de la bellísima «nube» azul, siempre surgía el «número», o lo que fuera.

«755».

¿Encerraba alguna simbología? ¿Se trataba de un capricho de la naturaleza?

Y junto a estas preguntas aparecieron las que me formulé en la cueva, cuando descubrí la esfera por primera vez: ¿cómo llegó a manos de Jesús?, ¿por qué el Maestro la llevaba en sus viajes?, ¿guardaba algún significado especial para Él?

«557 o 755», según se leyera de derecha a izquierda, o al revés.

«755», en color negro, y en mitad del azul.

No supe qué pensar.

¿Una simple coincidencia?

Sé que el Destino no aprobó esta idea. ¿Por qué no supe verlo? El «negro» y el «azul», en el interior de una esfera…

Y aparté el nuevo enigma. Mis preocupaciones eran otras…

Finalmente, a eso de la hora sexta (mediodía), volví a la cueva. Quedaban unas cinco horas de luz…

Caminé por el breve túnel de entrada y, al llegar al final de la suave rampa, cuando me disponía a depositar la esfera en su lugar, en la escudilla, «algo» me dejó clavado al terreno.

Pensé en Él.

¿Había vuelto?

Pero no lo vi entrar en la gruta. De eso estaba seguro. Desde la fuente de la welieh se dominaba la senda y el arco de entrada de la caverna.

Además, de haber sido así, Él se hubiera hecho notar. Me habría saludado…

Me aproximé.

El fuego de las antorchas iluminaba la gruta con aceptable claridad.

Examiné el entorno, pero no distinguí al Maestro. Sin embargo…

Fue una sensación inconfundible. ¡Alguien me observaba! ¿De nuevo el jabalí? ¿En la cueva?

Me hice con la «vara de Moisés» y, despacio, alerta, me situé bajo la viga de roble. No estaba soñando. El saco de viaje del Galileo se balanceaba…

Allí había alguien.

E intenté racionalizar el asunto. Quizá exageraba. Pero no…

Aquel movimiento en el petate, colgado de uno de los clavos, no era consecuencia del viento. En el exterior no se movía una hoja…

Alguien lo empujó, o había tratado de descolgarlo.

A corta distancia, como dije, se hallaba la manta utilizada por Jesús, colgada igualmente de otro de los enganches. Pero permanecía inmóvil.

Entonces experimenté un escalofrío.

Me volví, rápido, hacia el túnel de ingreso, pero no vi nada. Sin embargo, juraría…

Sí, alguien me observaba, o lo había hecho.

Registré la totalidad de la cueva, pero no hallé nada extraño o sospechoso. Ni una huella.

Y durante un rato permanecí en el interior, pensativo. El saco de viaje se encontraba a un metro y medio de la tierra seca y esponjosa que alfombraba la cueva. Ningún jabalí tenía acceso a él. Además, como digo, ¿dónde estaban las huellas de las pezuñas? Pero, si el responsable del movimiento del petate fue un ser humano, ¿dónde estaban las huellas de los pies?

Volví a examinar el suelo con detenimiento. Negativo. Ni rastro de sandalias o pies desnudos.

No era posible. Alguien lo había movido. Alguien me había estado observando. ¿O se trataba de un pájaro? ¿Pudo entrar en la cueva y chocar con el saco? No me pareció probable…

Fue entonces, al verificar que no existía huella alguna, cuando sentí miedo.

Y las palabras de la beduina regresaron de nuevo:

«… y no molestes a la welieh de la fuente».

¿La welieh? ¿Qué era la welieh exactamente? Ningún genio, o espíritu, tiene la capacidad de hacer oscilar un saco en el aire… ¿O sí?

No esperé a resolver la duda. Huí de la caverna como un conejo asustado…

Cuando me di cuenta me encontraba frente a Beit Ids, el poblado de los badu.

¿Poblado? Como dije, ni eso. Beit Ids, al norte de la cueva, era una gran casa de piedra blanca, con numerosas dependencias menores, adosadas, como Dios les daba a entender, a la nuqrah, u hogar principal. Era una especie de hacienda, levantada con barro y caolín, que giraba en torno a la referida nuqrah, la única construcción que aparentaba seriedad y solidez.

No sé por qué dirigí mis pasos hacia el «poblado», pero allí estaba. E intenté tranquilizarme. Proseguí entre los olivos que rodeaban la hacienda e intenté pensar con rapidez. Buscaba al Maestro. Ésa era la verdad. Eso plantearía a los habitantes de Beit Ids.

Como dije, eran beduinos. Ellos me vieron mucho antes de que yo acertara a distinguirlos. Eran seminómadas, pero conservaban la agudeza visual, y el afilado instinto, de los legendarios hombres del desierto.

Vi correr a las mujeres. Gritaban algo. Entendí barráni («extranjero»). Detrás, como una piña, niños, muchos niños, con las túnicas de colores y los brazos en alto, no sé si tan asustados como las madres…

Se detuvieron en una de las puertas de la nuqrah. A juzgar por el arco, en roca labrada, podía ser la entrada principal.

Aminoré la marcha, pero continué decidido. No pude hacer otra cosa. Ellos ya sabían de los barráni, los extranjeros que habían pasado la noche en la gruta de la welieh.

Me señalaron una y otra vez, y prosiguieron con los gritos. Parecían hablar con alguien…

Me hallaba todavía a unos doscientos metros, y no acerté a precisar. Creí ver la figura de un hombre, sentado en la tierra, entre los olivos, y con una vestimenta blanca.

¿El Maestro?

A decir verdad, no sabía si se había cambiado de túnica. No llegué a verlo.

Y, de pronto, entre el guirigay, aparecieron ellos…

Me detuve. Y los dedos de la mano derecha se deslizaron hacia la parte superior del cayado. Si atacaban, no tendría más remedio que utilizar los ultrasonidos…

Se distanciaron del grupo y volvieron a detenerse. Me observaban con atención.

Y decidí continuar. Lo hice con calma; mejor dicho, con aparente calma, y con los dedos dispuestos…

Algo sabía de aquellos animales. En parte, eran parientes de los sloughi, los lebreles que vi en el pozo, cerca de la aldea de Tantur. Se trataba de dos galgos persas, llamados saluki por los beduinos. Eran animales muy rápidos, adiestrados para la caza, y capaces de derribar una gacela o un oryx en plena carrera.

Levantaron los hocicos y olfatearon.

Eran de estatura media (alrededor de 60 centímetros), con las extremidades altas, musculosas, y las colas largas, ahora ligeramente alzadas, y cubiertas de mechas sedosas. Uno presentaba un color isabelino, brillante como una perla. El otro era tricolor: blanco, negro y fuego.

Avanzaron de nuevo, y me preparé…

Si atacaban, lo harían de inmediato.

Tentado estuve de detener la marcha y echar mano de las «crótalos», pero no quise arriesgar. La sencilla operación de extraer las lentes de contacto, que facilitaban la visión del láser que «encarcelaba» los ultrasonidos, me hubiera distraído durante algunos segundos. Los saluki son perros muy inteligentes. No debía descuidarme. Y continué, atento a la posición de las colas.

Las mujeres y los niños, pendientes de los galgos, guardaron silencio.

Tragué saliva y fijé la mirada en los ojos de los saluki. Eran ovalados y de un ligero color avellana. No me perdían de vista.

Y las largas orejas, cubiertas de pelo sedoso, retrocedieron súbitamente. Comprendí: era una de las señales de sumisión. Y las colas descendieron igualmente. Entonces iniciaron una carrera y me rodearon. Al principio jugaron con quien esto escribe. Después, uno de ellos, el de color perla, más afable y dispuesto, saltó sobre mí, colocando las patas en mi pecho. Y me recibió con todos los honores: a lengüetadas. Lo acaricié, aliviado. Los saluki no supieron lo cerca que estuvieron de ser derribados…

El gesto de los perros, aceptando al barráni, fue decisivo. Las beduinas y los niños se retiraron y, al poco, me vi frente al hombre de las vestiduras blancas.

No era el Galileo, por supuesto.

Nos miramos brevemente. Creo que entendió que no buscaba problemas. Sabía que era uno de los extranjeros recién llegados a sus dominios, pero no dijo nada. Como buen beduino se limitó a observar, al menos durante los primeros instantes. Después siguió con lo que llevaba entre manos…

Saludé en árabe.

Es salām’ali kum! («Que la paz sea sobre vosotros».)

Ni siquiera levantó la vista.

Wa’ali kum… —replicó entre dientes, y sin dejar de manipular una cuerda—. Wa’ali

No entendí bien. No pronunció el saludo completo. En lugar del obligado «y que sobre vosotros sea la salvación», o «buenos días», lo dejó en la mitad.

No parecía muy comunicativo.

Decidí esperar. No convenía precipitar los acontecimientos. Era un badawi, y yo me encontraba en su nuqrah, en su hogar. Era él quien debía iniciar la conversación, y las posibles preguntas. Así eran las costumbres entre los badu.

Los perros, dóciles, se tumbaron a su lado y se dejaron acariciar por el tibio sol de enero.

El hombre continuó con la cuerda. Era una soga de esparto, de más de cincuenta metros, arrollada a sus pies. Hacía nudos, pero, antes de rematarlos, los desbarataba, y volvía a empezar. Presté atención, intrigado. No había duda: eran nudos marineros. Pero ¿por qué marineros? ¿Por qué en Beit Ids? Lo vi hacer el «ahorcaperros», en su versión más corrediza, así como la anilla de cabo, el «apagapenol», similar al cote de medio seno, la gaza corrediza y el nudo de «media llave», entre otros. Era muy hábil. Los trenzaba en cuestión de segundos, pero, como digo, nunca los terminaba. Y así, una y otra vez…

Al cabo de unos minutos alzó la mano derecha y, sin decir una sola palabra, indicó que me sentara frente a él. Así lo hice.

Y prosiguió con los nudos…

Por detrás, en la oscuridad de la gran puerta, oí las risas de las mujeres. Era buena señal…

En el arco —lo que llamaban qanater[183]—, había sido grabada una frase, en a’rab: «žmal ḍaṛ mṛa». Sonreí para mis adentros. La leyenda sintetizaba la filosofía del pueblo árabe: «camello casa mujer» (por este orden). Ésas eran las aspiraciones de los badu en la época del Hijo del Hombre. Un pueblo prácticamente ignorado por los textos sagrados (?) al que Jesús, sin embargo, prestó atención, tal y como espero narrar…

El arco, y las jambas, de acuerdo también con la costumbre, aparecían teñidos de sangre, al igual que la boca del mabat o medafeh[184] en el que nos habíamos instalado. Eso significaba que la casa era propiedad de un wely, y que el constructor, a la hora de levantarla, solicitó permiso, sacrificando los animales necesarios; cuantos más, mejor…

Continuamos en silencio. Estos rituales eran normales entre los beduinos. Y tenían razón: el silencio expresa más, y mejor, que las palabras…

Me hallaba ante un hombre rico. Las vestiduras, los ademanes, los perros y el lugar lo anunciaban. Vestía una dishasha (una especie de túnica) de seda, desde el cuello a los tobillos, en un color marfil inmaculado. Los pies, desnudos, se hallaban teñidos con polvo de al kenna, una planta que proporcionaba una ceniza amarilla, muy apreciada por los hombres y mujeres para maquillarse. Sobre la dishasha, envolviéndolo casi en su totalidad, el hombre de los nudos presentaba un manto blanco, vaporoso, en un lino finísimo. Era un jerd que, como digo, lo cubría por completo, incluida la cabeza. Quizá mantenía luto por alguien. El blanco era señal de duelo para aquellas gentes. Una faja, de piel de camello, también blanca, completaba el atuendo. Sobre el estómago, sujeta por el ceñidor, brillaba una seria, muy seria, daga curva, con una empuñadura en oro, muy trabajada. Era la khanja, el símbolo de virilidad entre los badu. Cuanto más ancha, y más llamativa, más hombre… No salían de la casa, o de la tienda, sin ella. Eran las armas propias para sacrificar animales a los dioses, o a los wely, y, por supuesto, las de las venganzas. Un auténtico badawi no mataba a un hombre con una espada, o con una maza. Lo hacían con la khanja. Curiosamente, todas presentaban la hoja con la curvatura hacia la derecha. Si alguien regalaba una daga con el hierro dirigido hacia la izquierda, ello significaba un insulto, y una más que probable declaración de guerra.

Entonces, satisfecho ante el prudente comportamiento de aquel extranjero, el hombre soltó la cuerda y fue a descubrirse.

Me observó y buscó la mirada de este sorprendido explorador. La sostuve, naturalmente. Eso le complació. No había peor cosa que no mirar a los ojos a un badawi.

Y quedé sorprendido ante la nobleza de sus rasgos. Los cabellos, negros, caían en largos bucles sobre los hombros. El rostro, tostado, no presentaba casi arrugas, aunque yo diría que rondaba los cincuenta años. Aparecía perfectamente rasurado, como correspondía a su condición de beduino libre, y con las pestañas maquilladas en un azul metálico. Entre las cejas destacaba una vieja quemadura, en forma de rombo, que los beduinos conocían por el nombre de wasm, una especie de «puerta» o «ventana» por la que podían entrar los genios benéficos, y curarlo, si era necesario. La marca, en cuestión, era hecha con carbones encendidos, y durante la infancia. Un hombre con una wasm entre los ojos era un badawi protegido, al que nadie intentaba agredir o robar.

Pero lo que más llamaba la atención eran los ojos. Eran verdes, rasgados, perfilados en negro por el khol, y con una característica que los hacía muy atractivos: según la luz, cambiaban a un gris plata, desconcertando a la persona que tuviera delante. A veces tuve la impresión de estar frente a dos hombres diferentes…

Estaba claro que se trataba de un sheikh, un jeque o jefe, aunque en esos momentos no supe si era importante[185]. Con el paso del tiempo se convirtió en una referencia para quien esto escribe. Fue un hombre clave durante la estancia en Beit Ids.

Sonrió y batió palmas.

Al momento, bajo el arco de la puerta principal, surgió un negro. Era un abed, un esclavo. Mejor dicho, peor que un esclavo. Los beduinos despreciaban a los negros, fueran o no libres, fueran ricos o pobres, sabios o necios, hombres o mujeres… Los abid no podían mezclarse con los badu. Comían y dormían aparte. Pertenecían al beduino de por vida, y lo mismo sucedía con la esposa e hijos del abed. Al igual que los žnun o yenún (espíritus malignos, opuestos a los wely, y a los que me referiré en breve), los negros carecían de categoría social. Más aún: los badu negaban que fueran seres humanos. No disponían de inteligencia —decían—, y menos de alma. Eran cosas que se movían, y que hablaban. Un error de la naturaleza, aseguraban…

El abed preparó un fuego. No se atrevió a levantar la mirada. No habló una palabra. Se limitó a soplar, y a fortalecer las llamas.

El hombre de las vestiduras blancas prosiguió observándome con curiosidad, pero permaneció mudo.

Acto seguido, por la misma puerta, apareció un segundo sirviente. Cargaba una tetera de bronce, ennegrecida por el hollín. Era otra manifestación de la hospitalidad del sheikh de Beit Ids: cuanto más tiznada, más evidente resultaba su generosidad…

Comprendí.

Debería formular mis preguntas cuando hubiera concluido la sagrada ceremonia del té. Así era el ritual. Después llegarían las preguntas —iniciadas por el anfitrión— y las noticias. Sólo las buenas…

Durante la operación Salomón, en los desiertos del sur, Eliseo y yo tuvimos la oportunidad de probar el té negro, fermentado, muy adecuado para frenar el proceso oxidativo que padecíamos. Los beduinos lo tomaban a todas horas. Era una forma de iniciar el contacto con los extraños, y con los propios nómadas. Esta vez, sin embargo, no sería el acostumbrado té lo que serviría el sheikh de los ojos verdes…

El criado depositó el recipiente sobre el tímido fuego, y dio un paso atrás. Inclinó levemente la cabeza y fijó los ojos en la tapa de la tetera. La oreja derecha presentaba una enorme perforación, a la altura del lóbulo. Deduje que era judío. Días después, cuando gané la confianza del jeque, lo confirmé. Era el único esclavo judío de Beit Ids[186]. Mejor dicho, el único judío de toda la zona. Llevaba muchos años al servicio del sheikh. Tenía familia en Beit Ids. Sus dos esposas eran badu, y también la numerosa prole. Tiempo atrás, antes de que se cumpliera el plazo legal de seis años, el judío renunció a su libertad, y el jeque, de acuerdo con la tradición, perforó el lóbulo de la oreja derecha. Así lo establecía la religión judía. Y el esclavo se convirtió, voluntariamente, en un siervo a perpetuidad. El gesto decía mucho a favor del amo, sobre todo si se trataba de un beduino… Conviene ser sincero. La mayor parte de los badu era mentirosa, ladrona, déspota y desconfiada. El sheikh que tenía delante era una excepción…

Y el supuesto té empezó a calentarse. Entonces se propagó un olor…, cómo diría, «familiar». Miré la tetera, sin dar crédito a lo que estaba suponiendo. Supuse bien…

Y a una orden del jeque, el esclavo judío se hizo con el recipiente. Lo tomó en la mano izquierda y se giró hacia la misteriosa puerta del arco. De inmediato se destacó un segundo negro, un niño, con una bandeja de plata en la que peligraban dos hermosas tazas de una porcelana roja como la sangre. Era otro abed, otro esclavo, de ojos enormes, curiosos y profundos. Se movió a la carrera entre el grupo, y fue a depositar la bandeja a los pies del sheikh. Entonces, sin poder remediarlo, niño a fin de cuentas, alzó la vista y contempló mis cabellos blancos, al tiempo que abría la boca, asombrado. El abed adulto lo reprendió, y el niño huyó hacia la puerta.

El esclavo judío aguardó. El hombre de las vestiduras blancas asintió con la cabeza, y el «té» fue servido.

No me equivoqué…

Primero llenó la taza del jeque; después la mía. Tomó la bandeja y me la presentó, invitándome a que me hiciera con el reducido recipiente, casi un dedal, sin asas.

El aroma me dejó tan confuso como feliz. ¿De dónde lo había sacado?

Y tomé la delicada taza, disfrutando del intenso e inconfundible perfume.

El sheikh percibió mi satisfacción y sonrió, complacido.

Entonces reparé en la pequeña taza. Era una porcelana dura, de pasta densa, vitrificada, y traslúcida, de un caolín magnífico. Cuando tuve oportunidad, le pregunté sobre el origen de la misma. Efectivamente, procedía de lo que hoy conocemos como China. Concretamente, de la ciudad de Jiangxi. Era muy antigua, de la época de los Han (unos doscientos años antes de Cristo). Mi anfitrión la heredó de sus padres, y éstos, a su vez, de los suyos. Formaba parte de una de las dotes aportadas a sus diez matrimonios. Y confirmé las sospechas: el hombre de los nudos era rico…

Y al saborearlo, entorné los ojos, desconcertado; gratamente desconcertado… Parecía café. ¿Cómo era posible? En nuestro «ahora», nadie conoce con certeza el origen de esta planta. Algunos afirman que apareció en la ciudad de Moka, en la actual Arabia, hacia el siglo XVI. Desde allí, dicen, se extendió por Oriente. A Europa llegó en el XVIII. Días más tarde, el sheikh aclaró el misterio. Lo llamaban kafia. Era conocido por los badu desde hacía tiempo. Al parecer crecía en los montes de Sidamo, Gamud y Dulla (actual Etiopía), por encima de los 2400 metros de altitud. Fue descubierto por casualidad, cuando un pastor de San’a (actual Yemen) comprobó los efectos del fruto en su rebaño de cabras. Los animales experimentaron una extraña reacción, comportándose con gran vitalidad y nerviosismo. Fue así —según el badawi— como se descubrió el kafia. Y desde los montes de Abisinia pasó al territorio de la península Arábiga[187]. Lo molían muy fino y lo mezclaban con agua hirviendo. El sabor, como digo, era delicioso. El sheikh lo tomaba amargo por razón del luto. Yo lo endulzaba con unas gotas de miel.

A la tercera taza, como recomendaba la buena educación beduina, hice oscilar ligeramente la porcelana vacía que sostenía entre los dedos, y di a entender a mi anfitrión que era suficiente para quien esto escribe.

Y empezó el turno de preguntas.

Como dije, las buenas maneras obligaban a los nómadas a preguntar en primer lugar.

¿Quiénes éramos? ¿De dónde veníamos? ¿Qué pretendíamos al acogernos a la hospitalidad de Beit Ids? ¿Éramos prófugos de alguna justicia? ¿Quizá la romana?

Afortunadamente, el sheikh habló en arameo. Se lo agradecí, aunque no fue fácil satisfacer su curiosidad. En parte porque casi nunca concluía una frase, obligándome a suponer y adivinar, y, sobre todo, porque ignoraba las intenciones del Maestro. Aun así, lo tranquilicé. Y mis noticias fueron excelentes (yo diría que excelentemente inventadas). Éramos mensajeros de un reino lejano. Él, mi amigo, era Hijo de un Rey especialmente bueno y generoso, un sheikh supremo, que gobernaba, incluso, sobre las estrellas.

El hombre de los nudos inacabados escuchó con incredulidad. Después, al mencionar el asunto de los cientos de «luces» que «anunciaron» la llegada del Príncipe a la región, se mostró interesado. Él también había visto el extraño fenómeno, ocurrido días antes, como ya referí. En realidad, lo vio todo Beit Ids, y toda la comarca. Para los badu fue una señal. Algo grande estaba a punto de suceder. No se equivocaron. Y durante unos minutos me extendí sobre el increíble espectáculo contemplado desde el meandro Omega.

El sheikh asintió con la cabeza, una y otra vez. Y me corrigió. No fueron cientos de «luces», sino miles. Ellos lo sabían muy bien porque, a la hora de hacer pan, las contaban…

Y refirió algo nuevo para este explorador. Apuró la enésima taza de café y comentó:

—Es la segunda vez que las veo en mi…

Supuse que hacía alusión a las misteriosas «luces».

—La primera fue hace ya mucho tiempo, cuando vivía en… Entonces, una noche… Fue en el verano…

«Verano» lo dijo en árabe (eṣ ṣif), y también la siguiente matización, agosto (ghusht o ġǔšt, no estoy seguro).

—Aparecieron miles de «estrellas»… Los judíos dijeron que había nacido un rey cerca de Belén, pero yo…

¿Un rey? ¿En Belén? ¿Miles de «luces»?

Intenté ajustar la fecha, pero no fue fácil. Afortunadamente, «verano» y «agosto» fueron pronunciadas en a’rab. De haberlo hecho en arameo, probablemente no hubiera prestado atención. Los judíos, como ya indiqué en su momento, utilizaban una sola palabra para mencionar dos meses, provocando numerosas confusiones. Enero, por ejemplo, se decía tébet o sebat. Los badu aborrecían la falta de precisión, y por eso utilizó el árabe a la hora de marcar la época y el mes. Y digo que no fue sencillo porque, como buen beduino, el sheikh de Beit Ids no sabía cuándo había nacido. Desconocía su edad, aunque recordaba lo que le contó su madre respecto al nacimiento. Se produjo, al parecer, en mitad de un gran terremoto, en el tiempo en que Herodes el Grande combatía a los nabateos[188]. Fue así, paso a paso, con una paciencia infinita, como llegué a la conclusión, siempre provisional, de que las «luces» vistas por el jeque pudieron aparecer en la noche del día 20 (repitió eshrīn: día 20) del mes de agosto del año séptimo antes de nuestra era. El sheikh se hallaba en las proximidades de Hebrón, al sur de Belén, cuando contempló los miles de «estrellas», moviéndose de sur a norte.

¡Ésa fue la víspera del nacimiento del Hijo del Hombre!

—Yo acababa de celebrar mi primer matrimonio con…

Pero ¿por qué no terminaba las frases? Tenía que averiguarlo. Quizá más adelante, cuando me hubiera ganado su amistad…

¿Y por qué hablo de noticias «excelentemente inventadas»? A decir verdad, inventé poco…

El sheikh, entusiasmado, me obligó a volver sobre el tema principal, y proseguí la historia del Príncipe. Conté que era un Hombre sabio, discreto, y con una hash («suerte») milagrosa. Era generoso y compasivo, como correspondía a todo buen jefe.

—¿Y qué busca un hombre así en mis tierras y en las de…?

Fue la parte comprometida. No quería mentir. Ignoraba si el Maestro deseaba permanecer en aquel lugar, o si sólo estaba de paso. Y me dejé guiar por la intuición.

—Él espera una señal…

—¿Aquí, en este lugar olvidado y…?

—Eso creo —retrocedí prudentemente—. Una señal de los cielos, de su Padre…

—¿Y para qué necesita una señal si…?

Traté de adivinar su pensamiento.

—No lo sé. Sólo soy alguien que camina a su lado, y que da fe de lo que hace, y de lo que dice…

—¿Tan importante es como para…?

—¿Como para ser acompañado por un escriba?

No le gustó que cerrase la frase. E inició otra, inmediatamente. Poco a poco fui aprendiendo…

Finalmente pude formular la pregunta clave, la que me había llevado a su presencia.

—¿Lo has visto?

El sheikh me contempló con incredulidad.

—¿Has perdido al Príncipe que, además, es…?

Se rió, burlón. Y los esclavos, el negro y el judío, rieron la gracia del amo. Al fondo, en la oscuridad de la puerta, las beduinas también rieron.

Soporté el reproche en silencio. Ellos no lo sabían, pero era merecido. Yo lo había perdido, en efecto, una vez más…

—No importa —se apresuró a suavizar el jeque—, si permanecéis en Beit Ids, yo os enseñaré a empezar, y a empezar, y a empezar, y…

En esos momentos no entendí. E insistí:

—Pero ¿lo habéis visto? ¿Está aquí?

Y a su manera, colgando las frases en el aire, sin rematarlas, explicó lo que ya sabía, más o menos…

El Maestro se presentó en la casa principal y saludó. Eso fue suficiente para obtener lo que denominaban el «vínculo de la sal»: la protección del solicitante, tanto a efectos de comida como de refugio y de seguridad. Era la hospitalidad beduina. Si alguien, nómada o extranjero, pronunciaba el célebre «es salām’ali kum» («la paz sea con vosotros»), automáticamente recibía la dorah, la total protección de la tribu. No había condiciones, al menos durante tres días y un tercio. Ésa era la norma de los badu. Ellos imaginaban que, durante tres días y un tercio, la comida del anfitrión permanecía en el cuerpo del invitado. Después, la dorah desaparecía. En esos momentos, la hospitalidad podía ser renovada, o no. Y lo llamaban «vínculo de la sal» porque, aunque el dueño de la tienda, o de la casa, sólo pudiera ofrecer un puñado de sal, el visitante quedaba bajo su protección, y a salvo de cualquier peligro, aunque fuera un delincuente.

El sheikh le garantizó «un lugar donde pasar la noche», un mabat, la cueva, y también comida. La anciana beduina que nos acompañó era su primera esposa, la principal. Después, como ya relaté, el Galileo volvió a Beit Ids. A partir de esa noche, en el poblado lo llamaron «Yuy». Supuse que por haber regresado dos veces. «Yuy» significa «dos» en árabe. Los badu eran así. Todos recibían un sobrenombre, fueran o no del clan. Yo también fui «bautizado»…

Y, tras no pocos rodeos, el sheikh me proporcionó una pista. En sus dominios, naturalmente, no se movía una hoja sin que él lo supiera. Su gente, esa mañana, vio a Yuy en las cercanías del monte de la «oscuridad». Eso creí entender.

¿Qué era el monte de la «oscuridad»?

Señaló hacia el nordeste, y mencionó un par de palabras decisivas: žnun, o quizá yenún, y «olivos». Era el único lugar en el que no habían sido plantados. Y recordé una colina, a cosa de dos kilómetros de la cueva, que, efectivamente, me llamó la atención en una de las tomas de referencias. Era la octava, según mi particular cómputo, y aparecía totalmente pelada. En aquellos momentos me pareció raro. ¿Por qué carecía de olivos? Yo la designaría posteriormente como la «778», de acuerdo con su altitud.

Cuando traté de profundizar en la información, el jeque evitó el tema, y pasó a otros asuntos. Después comprendí…

Žnun o yenún son el plural de zann y de yinn, respectivamente: los demonios, por excelencia, del mundo a’rab. El yinn no es fácilmente definible. Según los beduinos de Beit Ids, eran espíritus maléficos, siempre a la caza y captura del hombre. Eran invisibles, aunque podían adoptar múltiples formas: perro, cabra, gacela, mujer o serpiente. A diferencia del wely, siempre benéfico, el yinn sólo ocasionaba desgracias. Cuando alguien tropezaba, y caía, era obra de un yinn. Cuando entraba la enfermedad, o la ruina, en una tribu, era la venganza de los žnun. «Habitan el mundo antes que el hombre —decían—, y por eso se sienten celosos; por eso atacan sin descanso, y sin piedad. Son vistos en los precipicios, en las rocas, bajo los puentes, en los cementerios, o en cualquier lugar solitario». Asaltaban a los viajeros y los dejaban sin sangre, al igual que al ganado. Eran fácilmente reconocibles por los aullidos y, sobre todo, por el azf, un silbido sordo y característico que los precedía. Otros hablaban de cánticos melodiosos, de voces dulces, acompañadas de música, e incluso del furioso galope de una caballería. Lo habitual es que se manifestaran durante la noche. Realmente los temían.

Pues bien, la colina «778», conocida en Beit Ids como ḍḷlam («oscuridad»), era el territorio de los žnun en aquella comarca. Nadie se acercaba a ella. Por eso aparecía sin cultivar. En la cumbre vivían los diablos de patas de cabra. Los dioses se quedaron dormidos a la hora de formarlos, y por eso presentaban pies de burro, de cabra o de gallo. Eran siempre uno más que la mitad del poblado sobre el que ejercían el dominio. Habían elegido la «778» desde tiempos remotos, pero nadie sabía por qué. Con el paso de los años, la colina fue llamada «oscuridad» porque, si alguien se arriesgaba a entrar en ella, «quedaba a oscuras de por vida», suponiendo que regresase. «Quedar a oscuras» no significaba ceguera, sino locura. En Beit Ids tenían un ejemplo elocuente…

Los beduinos evitaban, por todos los medios, la pronunciación de žnun. Era una actitud similar a la de los judíos respecto a Yavé. Practicaban los circunloquios necesarios para no pronunciar el nombre maldito. Cuando hablaban de «monos», «de los que habitan la peña de la oscuridad», o «del que atiza el fuego», todos sabían que se estaban refiriendo a los demonios rojos, sin humo, capaces de atravesar paredes, o de caminar bajo tierra, y de practicar el canibalismo. Como es fácil de suponer, las leyendas en torno a los žnun crecían y se multiplicaban, de generación en generación. Eran los guardianes de fabulosos tesoros, robados a los caminantes y a las caravanas. Más de uno intentó llegar a la cumbre del peñasco de la «oscuridad» con el fin de apropiarse del oro de los žnun, pero el resultado fue catastrófico. Contaban la historia de un tal Hamú, que pretendió subir al monte prohibido. Pues bien, desapareció. Días después, alguien lo encontró en Ezion Geber, en el mar Rojo, a 180 kilómetros, y atado con cadenas a una columna. Nadie sabía cómo llegó hasta esa playa, ni quién lo encadenó. Vivió más de cien años, para que sirviera de ejemplo, comentaban los badu, convencidos de la autenticidad del relato.

—Si al Príncipe se le ocurre entrar en la «oscuridad» —resumió el sheikh—, puede darse por perdido y por…

No me inquietó la advertencia del jeque. No creía en žnun, como tampoco en la welieh de la fuente. Lo que sí me preocupaba era el aislamiento del Maestro. Lo más probable es que no hubiera comido en todo el día. ¿Qué le ocurría? ¿A qué se debía aquella actitud?

No era mucho lo que quedaba de luz. El sol, según los relojes de la «cuna», se ocultaría ese martes, 15, a las 16 horas y 54 minutos.

Traté de pensar. No me pareció sensato aventurarme, a esas horas, en la colina de la «oscuridad». Además, ni siquiera era seguro que hubiera ascendido a lo alto del peñasco. Era más prudente regresar a la cueva y esperar. Él tendría que volver…

Fue entonces, al intentar despedirme de mi anfitrión, cuando caí en la cuenta de que no disponía de comida. Y sucedió algo que jamás me había ocurrido: experimenté tal vergüenza que no dije nada. Llevaba dinero, pero me quedé mudo. Estábamos bajo la hospitalidad de los tres días, y eso incluía las viandas, pero no tuve el valor necesario para exponer mi problema. Por supuesto, subestimé al sheikh. Él sí se percató de la delicada situación, y actuó. Me hizo una señal, para que continuara sentado, y reclamó la atención del esclavo judío. Le susurró algo al oído, y el de la oreja perforada se apresuró a cumplir la orden del amo. Y el hombre de las vestiduras blancas rogó que siguiera informándole sobre mi amigo, el Príncipe «Yuy». Así lo llamó, y así lo llamaría en el futuro…

El Príncipe «Dos». No fue mal calificativo…

Y el cielo, supongo, me iluminó. Éramos mensajeros, en efecto, especialmente Él. Mi amigo Yuy tenía el encargo de «despertar» al mundo…

El jeque abrió los ojos, sorprendido, y el atardecer remansó el verde y lo transformó en gris.

—¿Despertarnos? Eso es nuevo y, además, tú sabes que…

Seguí con lo mío.

«Despertarnos», tomarnos de la mano, y alejarnos de la «oscuridad». Ése era su trabajo, y el mensaje del Sheikh supremo, su Padre, el «Jeque de las estrellas»…

Algo dijo sobre los žnun. Eran muchos y muy poderosos. ¿Cómo librarnos de la «oscuridad»? Imposible…

Pero continué, de la mano de la intuición.

—Por eso está aquí. Por eso se ha arriesgado a entrar en la «oscuridad» —seguí improvisando (?)—, y pronto contemplarás el resultado. La luz es el único Dios que merece la pena…

—¿Y por qué este lugar, tan remoto, tan débil, y tan…?

Acudí a su propia filosofía. Para los badu, la cualidad más honorable, la que resume la bondad y la belleza, es el as sime, imposible de traducir. Podría entenderse como la protección del débil, por encima de todo. Un beduino as sime es capaz de sacrificar su hacienda, familia, amigos y su propia vida, en favor de alguien inferior, o más débil.

—Así es el Príncipe Yuy. Ha venido porque es un as sime

Y subrayé:

—Él no cuenta estrellas, como vosotros. Las estrellas lo cuentan a Él…

—¿Y cuál es esa señal de la que hablabas y por la que debo suponer…?

—Te lo acabo de decir: las estrellas son suyas…

No fui yo quien habló. Eso lo sé ahora…

—Él se dispone a anunciar un nuevo tiempo, sin miedos. Tú y tu gente sois afortunados, sólo por haberlo visto… No es necesario oírle. Basta con verlo. Su poder es tal que levanta los corazones, aunque estén muertos. Yo lo estaba, y ya ves…

El esclavo judío interrumpió la extraña conversación. El jeque no terminaba ninguna de las frases, y yo hablaba por boca de otro…

Dejó a mis pies un canasto, delicadamente cubierto por un paño de tela, y sonrió.

Comprendí. El sheikh de Beit Ids hacía honor al vínculo de la sal. Quise darle las gracias, pero no lo consintió. Y exclamó:

—Permite que el débil muestre también su fortaleza. Un as sime nunca…

Saludó, a medias, y volvió a la faena de confeccionar nudos. Trenzó el llamado de cruz, pero lo deshizo…

Puro simbolismo, diría yo, y especialmente oportuno.

Retorné a la cueva —¿cómo definirlo?— extrañamente satisfecho. Pero ¿fui yo quien habló? Siempre me quedó la duda.

Nueva decepción.

El Maestro no había regresado. Revisé la gruta, la fuente de la welieh y los alrededores.

Negativo. Ni rastro.

Empecé a sospechar que la noticia apuntada por el jeque era cierta. Quizá decidió adentrarse en el peñasco de la «oscuridad». Y las dudas me asaltaron de nuevo. ¿Qué diablos hacíamos en aquel apartado paraje? (Nunca mejor dicho.) ¿Era el desierto del que hablan los textos evangélicos? Evidentemente, Beit Ids no era un desierto, aunque, según los badu, disponía de una notable colonia de demonios. ¿Qué tenían que ver los zˇnun de la colina «778» con lo supuestamente ocurrido después del «bautismo»? ¿Me estaba volviendo loco de nuevo?

Tenía que distraerme, y desterrar aquella mala tropa de estupideces.

Empezó a oscurecer.

Hice un buen fuego. Al principio, en el interior de la caverna. Pero, al poco, al recordar el incidente con el saco de viaje del Maestro, sentí cierta inquietud, y opté por trasladar las llamas al exterior, en mitad de la senda. Hoy puedo confesarlo: no fue inquietud, sino puro miedo…

Y me consolé: de esta forma, con un fuego en el camino, Él podría orientarse, en el caso de que decidiera emprender el regreso a la gruta. Otra excusa para sofocar esa naciente «inquietud» de la que hablo…

No sé explicarlo, pero supe que esa noche sería especial…

Y unos singulares fantasmas empezaron a rondarme. No sé si fue real o fruto de mi imaginación, pero todo, a mi alrededor, se transformó en «alguien» que me observaba.

Entonces empezaron los aullidos. En un primer momento, lejanos, hacia el norte, en las perdidas masas del olivar. Eran casi gemidos, agudos e interminables. Y la «inquietud» creció…

Recuperé el cayado y, cuando me disponía a salir de la gruta, la pequeña esfera de piedra me llamó con su «nube» azul. La atrapé y volví a sentarme junto a la hoguera. Y allí permanecí un tiempo, pendiente de los destellos de la ortoclasa, y de su secreto: el desconcertante «755» que flotaba en su «corazón». Lo dije. El solo contacto con la esferita me tranquilizaba. Era como si hablara…

Y los aullidos prosiguieron, ahora más rápidos y cercanos. Se respondían los unos a los otros. Yo sabía de la existencia de lobos en la región, los célebres lobos de pelaje rojo y collar blanco, veloces y gregarios. Los beduinos no tenían piedad con ellos. Cuando capturaban uno, vivo o muerto, las mujeres del poblado permanecían horas frente al animal, insultándolo y arrojándole piedras. Era la victoria del hombre sobre los žnun.

Y a pesar de la seguridad que me proporcionaba la «vara de Moisés», los aullidos, cada vez más próximos, me pusieron en tensión, y los vellos se erizaron.

Pensé en el Maestro. Si se hallaba en la colina de la «oscuridad», la manada estaba muy cerca. Tenía que oírlos. ¿Por qué no regresaba? Quizá lo hiciera durante la noche. ¿O no?

La colina de la «oscuridad»… ¿Por qué eligió semejante lugar?

Y, de pronto, coincidiendo con el ocaso lunar, casi a la una de la madrugada, los aullidos cesaron.

No sé qué me alarmó más: los lobos rojos de Beit Ids, o el súbito silencio.

No lograba entender. ¿Por qué cesaron los aullidos? Y tuve un presentimiento. Algo estaba a punto de ocurrir. Algo «familiar», que yo ya había vivido, y no muy lejos de allí…

Apreté la esfera entre los dedos, con fuerza, y me preparé. No sé cómo lo supe, pero lo supe…

Y el silencio se hizo espeso, como el miedo.

Casi no respiraba.

Miré a mi alrededor y, de pronto, comprendí. Me encontraba en la peor de las posiciones, claramente visible, junto a las llamas. Si alguien acechaba era un blanco fácil. Si los lobos habían llegado hasta la senda, y atacaban, estaba perdido. Tenía que buscar un refugio adecuado.

Pensé en la cueva.

Sí, eso haría…

Me hice con algunas ramas de almendro, prendí fuego y las situé, estratégicamente, en la breve rampa del túnel de entrada. Si los lobos intentaban penetrar en la gruta, primero tendrían que sortear las antorchas. No lo harían…

Después iluminé la cueva hasta donde fue posible y procuré tranquilizarme. Fui a sentarme en el túnel, entre las teas que clavé en el terreno, y esperé. En la senda danzaba la hoguera que había preparado inicialmente. Si alguien se acercaba, lo vería de inmediato…

Y pasó el tiempo, pero nada ocurrió.

Comprendí.

Me había precipitado, una vez más. Todo eran suposiciones y, probablemente, consecuencia de una imaginación calenturienta, alterada por la soledad y por las historias de los žnun.

Pero ¿y los aullidos? Eso no era mi mente…

Decidí permanecer ocupado. Era lo mejor. Y el estómago reclamó lo que le pertenecía.

Examiné la cesta y comprobé que el sheikh se había mostrado generoso: además de las habituales aceitunas, en salmuera, y de los dátiles, el jeque nos obsequió con un mensaf, dos patas de cordero, cocidas en leche fermentada y aromatizadas con especias. Al lado, una ración de malleh, otro pan típico de los badu, grande y fino como una sábana, obtenido sobre el sag, un instrumento de hierro abombado, de un metro de diámetro, que situaban sobre el fuego y en el que depositaban la masa, a veces empapada en mantequilla y miel. El malleh era un pan obligado con la carne. Lo doblaban delicadamente y lo consumían a pellizcos. Un buen malleh alimentaba a una familia durante una o dos jornadas. Y de postre, varias «pastillas» de halwa, otra de nuestras debilidades…

¿Qué hacía? ¿Seguía esperándolo? Era tarde. Él no se presentaría… ¿O sí?

Y opté por lo más sensato: devoré mi parte, y guardé el resto en la caverna, colgado de la viga central.

Después volví a mi posición. Me senté en el túnel, entre las nerviosas antorchas, coloqué el cayado sobre las piernas, y permanecí con la vista fija en la hoguera que ardía en la senda.

Todo era silencio.

Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Al poco, vencido por las emociones y por el cansancio, empecé a cabecear.

Desperté, sobresaltado, en una o en dos oportunidades.

Todo continuaba sin novedad, excepción hecha del silencio. No me gustó, no era normal…

Pero, sin posibilidad de gobierno, volví a inclinar la cabeza y caí en otro sueño.

Entonces soñé. ¿O no fue un sueño?

En la oscuridad, frente al arco de entrada de la cueva, surgió una sombra. La vi perfectamente, recortada contra la iluminación exterior. Inexplicablemente, no me alteré.

Era una sombra pequeña. Podía medir un metro y veinte centímetros, como mucho.

Permaneció unos segundos observando el interior del túnel. Dio un paso, y creí distinguir una figura humana, pero no estoy seguro.

Y siguió avanzando hacia quien esto escribe…

Después, nada. El «sueño» (?) se extinguió.

Al despertar (?) noté un sudor frío. «Otra pesadilla», pensé.

Pero…

¿Cómo era posible? Estaba a oscuras. Las teas se habían apagado, incluidas las del interior de la gruta.

¿Cuánto duró el «sueño»? ¿Había dormido más de dos horas, tiempo previsto para el consumo de las estacas y palitroques? No supe qué pensar. Era posible, pero…

Y salí al exterior.

La hoguera estaba muriendo. Sólo quedaban las brasas. Sí, me había quedado dormido…

Pero, no sé… El instinto me advirtió. Todo indicaba que las antorchas se consumieron por sí mismas. Sin embargo, la figura fue tan real…

Alimenté de nuevo el fuego y me senté frente a las llamas, desconcertado.

Al poco, obedeciendo un impulso, tomé una de las ardientes ramas y regresé a la caverna. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué no inspeccioné la gruta al despertar? Sencillamente, supuse que no había nadie en el interior…

Entré despacio, con la tea en la mano izquierda, y el cayado en la derecha, listo para ser utilizado.

Me detuve al final de la suave rampa y extendí la antorcha, tratando de controlar la oscuridad.

No aprecié nada extraño, al menos en el primer repaso.

Y caminé, atento.

Negativo.

Allí no había nadie. Los sacos, la cesta y la manta del Maestro seguían colgados del roble, inmóviles.

Y me dispuse a retornar a la senda.

Fue entonces cuando me di cuenta. Me agaché sobre la tierra y acerqué la improvisada tea.

Me asombró. Ésa fue la primera reacción. Después, al verificar que no era la única, sentí un escalofrío.

Alcé la mirada hacia la viga, e hice memoria. Estaba seguro. Yo las até, una por una, a los clavos. ¿Como era que habían caído? E intenté racionalizar el asunto. Al consumirse, las estacas que yo amarré a los enganches, lógicamente, cayeron al suelo de la cueva. Este explorador encendió cuatro y, ahora, todas se hallaban en tierra, apagadas. Pero…

Las examiné detenidamente. No era posible. Las teas, confeccionadas con las maderas de tola que hallé en la cueva, aparecían a medio quemar. Además, las cuerdas continuaban en lo alto, amarradas a los respectivos clavos de hierro…

Y volvió el escalofrío.

Alguien arrancó las maderas, literalmente, y las dejó caer. Pero no… Alguien apagó primero las teas y después las extrajo, dejándolas caer. Las cuerdas no presentaban quemaduras, y los nudos continuaban intactos. Alguien, como digo, se tomó la molestia de rescatar las tablas, limpiamente, y arrojarlas sobre el suelo seco y esponjoso de la caverna. No vi señales de hollín, y tampoco pisadas. Las antorchas, necesariamente, fueron apagadas cuando todavía estaban en la viga…

Y reparé en otro detalle, que me desconcertó, y que explicó, a medias, la falta de huellas. Como dije, entre la madera y la bóveda de la gruta, las arañas habían trenzado algunas telas. Pues bien, dos o tres aparecían destruidas. No cabía duda: alguien se movió sobre la viga…

No lograba comprender. ¿Cómo entró en la cueva? ¿Por qué se movía sobre la madera? ¿Por qué apagó las antorchas?

No me quedé a resolver el enigma. Salí de allí a toda velocidad…

Y al cruzar por el túnel me llevé las ramas que había clavado en la rampa. También se hallaban a medio consumir. ¿Cómo no me di cuenta? Alguien penetró en la gruta, probablemente cuando este explorador se hallaba dormido, y procedió al apagado de las antorchas. No disponía de otra explicación. Entonces, la figura que vi en la boca del túnel…

Me negué a aceptar a la welieh de la fuente. Yo era un piloto, aunque muy asustado, también es cierto…

Y prometí que no entraría en la caverna por nada del mundo. Al menos, en solitario…

¿Qué hacer? E hice lo único sensato: sentarme frente a la hoguera y permanecer vigilante, con la «vara» entre las manos.

Y así discurrió otra hora. Quizá dos. Todo pareció volver a la normalidad, incluido este torpe explorador.

La madrugada se presentó fría. La temperatura descendió, y tuve que consolarme con el fuego. La manta seguía en la cueva, pero, como digo, no tenía intención de tentar a la suerte.

Y la mirada, sin querer, voló hacia lo alto. El firmamento, espléndido, se hallaba casi al alcance de la mano. Lo disfruté. Ella estaba allí, quizá en la constelación de Leo, en Algieba, un sistema doble, como mi pensamiento: ella y yo. Una estrella amarilla, y otra anaranjada, como mi corazón. Amarillo por lo imposible, y naranja por la esperanza.

Ma’ch y yo. Dos y ninguno…

Y hacia la última vigilia de la noche —alrededor de las cuatro de la madrugada—, todo cambió nuevamente.

Los aullidos regresaron, y quien esto escribe descendió a la realidad, inquieto.

Se oían lejanos, como la primera vez, también en la dirección de la colina de la «oscuridad». Supuse que el fuego los hizo desistir de sus iniciales propósitos. ¿Por eso se alejaron?

Y la imagen de Jesús volvió a mi mente. ¿Habría pernoctado en el peñasco de los žnun? En realidad, eso poco importaba. Lo que me preocupaba es que los lobos rojos parecían menudear por la zona. Y me pregunté de nuevo: ¿corría algún peligro el Hombre-Dios? ¿Se hallaba sujeto, como el resto de los humanos, a las contingencias naturales? Me lo planteé alguna vez, pero ahora, al percibir el peligro, la duda fue más intensa.

Prometí averiguarlo, suponiendo que la noche terminara bien…

Y concluyó, naturalmente, pero no como imaginaba.

Al poco, a los lamentos de los lobos se unió la furiosa protesta de los perros de Beit Ids y de los alrededores. Los ladridos, atropellados, delataban la cercanía de alguien extraño.

Me puse en pie y busqué en la oscuridad del bosque de los almendros.

Negativo.

El lío de lobos y perros se incrementó, e imaginé a los badu entre los olivos, tan desconcertados como este explorador. ¿Qué sucedía? ¿A qué obedecía aquel escándalo?

Ajusté las «crótalos» y deslicé los dedos hacia la parte superior del cayado. Y mi cerebro «tradujo» los nuevos colores. El rojo de la hoguera se volvió azul, casi negro, y el blanco de los almendros se hizo plata, mezclada con un rojo sangre de las hojas.

No distinguí una sola criatura en los alrededores. Las «crótalos» hubieran detectado el menor cambio de temperatura[189]. Sin embargo, allí había alguien. Allí, o muy cerca… Los aullidos y ladridos no eran alucinaciones…

Quizá fue todo simultáneo.

De pronto, como un viejo conocido, apareció el acúfeno. Los pitidos en la cabeza se hicieron intensos. Recordé la garganta del Firán…

Y al levantar la vista las vi.

¡Dios! ¡Otra vez, no!

Eran siete «luces», como en el afluente del Jordán. Navegaban (?) en una formación impecable, en «cruz latina».

Me quedé embobado…

¿«Luces» de nuevo? ¿Qué misterio era aquél?

Brillaban con una magnitud próxima al 2, y se deslizaban lenta y ordenadamente, como si disfrutaran de inteligencia. Pero ¿qué tonterías estoy diciendo? ¡Por supuesto que alguien tripulaba aquellas naves! Porque de eso se trataba, sin duda…

Quien tenga oídos, que oiga…

Las vi surgir a la altura de la brillante estrella Spica. Desde allí volaron hacia la constelación de Leo. Fue un vuelo limpio, horizontal, que no dejó duda en la mente de quien esto escribe. Ningún meteorito se comporta así[190].

Y al alcanzar la posición de Regulus, la «escuadrilla» se detuvo.

Los perros y lobos, entonces, arreciaron en sus ladridos y aullidos.

Inspeccioné el bosque, pendiente de cualquier movimiento.

Negativo.

Cuando alcé de nuevo la vista, las «luces» habían empezado a moverse. Lo hicieron por turno. El líder se dirigió hacia la ardiente Sirio y allí «desapareció» (?). Quizá se solapó con la estrella. El resto hizo lo mismo: la segunda voló hacia Orión, la tercera buscó a la no menos brillante Aldebarán, la cuarta se «ocultó» (?) en Pegaso, la quinta fue hacia Capella, la sexta descendió en otro vuelo lento hacia Andrómeda y la séptima, y última «luz», se proyectó en dirección a la estrella Polar, y allí se «esfumó» (?). Y durante varios minutos, interminables, el firmamento recobró una aparente normalidad. Fui incapaz de distinguir las siete «luces», camufladas, como digo, entre el fulgor de las referidas estrellas y galaxias. Pero estaban allí. Yo lo sabía…

Los lobos, y los perros de Beit Ids, también lo sabían. Alguien vigilaba…

Algo estaba a punto de suceder.

Y sucedió.

La tercera «luz», la que se reunió con Aldebarán, la gigante anaranjada, dio señales de vida. Primero lanzó un destello. Fue como un aviso (?). Pero ¿a quién? Después se movió, e inició un descenso hacia el lugar en el que me hallaba. Lo hizo rápido, sin titubeos.

Y reaccioné. Me fui hacia la hoguera, y pateé las llamas, en un intento de apagar el fuego. Supuse que el resplandor me delataba. ¡Pobre idiota! ¿Cuándo aprenderé?

Al levantar los ojos, la «luz» había modificado el rumbo y se dirigía hacia el nordeste. Se movía más despacio, y con el mismo brillo blanco y radiante.

Los aullidos cesaron. ¿Qué pasó? Sólo los ladridos prosiguieron, aunque no tan encadenados. También los perros percibieron algo. Fui yo quien no comprendió…

La «luz» continuó el descenso, y la vi precipitarse sobre otra vieja «conocida», la colina «778», el peñasco de los žnun.

No hubo impacto. No oí el menor ruido. ¿Cómo podía ser?

Al alcanzar la cumbre, la «luz» provocó un gigantesco fogonazo, y todo, a mi alrededor, se iluminó en un color violeta: olivos, montes, firmamento, ropas, los restos del fuego… ¡Todo violeta!

Segundos después, el increíble violeta fue absorbido (?) por la oscuridad, y regresó la normalidad (?).

Era la primera vez que veía una noche violeta, pero no sería la última…

Los perros quedaron mudos, como mi ánimo. Intenté visualizar el peñasco de los žnun, pero me hallaba lejos. Desde la senda sólo se distinguía una masa informe, rodeada del negro de los olivos y de la madrugada. ¿Qué sucedió en lo alto de aquel monte?

Faltaban unas dos horas y media para el amanecer. Y tuve que sujetar la curiosidad, y los nervios.

Si el Maestro se hallaba en la colina de la oscuridad, era más que probable que hubiera sido testigo de la «luz» o, al menos, del resplandor violeta…

Y el Destino, sentado frente a mí, sonrió con benevolencia.

¡Es imposible ser tan torpe!

Alimenté el aburrido fuego, y esperé el alba. Hasta ese instante, todo fue silencio.

A las 6 horas y 38 minutos, los relojes de la nave indicaron el orto solar. Y se presentó un nuevo día, no menos intenso…

Me armé de valor. Entré en la cueva y tomé lo necesario: la cesta, con los restos de la cena, las mantas y la escudilla de madera del Galileo.

Y antes de partir me paseé brevemente por la caverna, a la búsqueda de algún otro indicio sospechoso. No detecté nada extraño. Los sacos de viaje continuaban colgados de la viga de roble. Pensé en cargar con ellos, pero, finalmente, desistí. Mi propósito era alcanzar la cumbre de la «778», e intentar ubicar al Maestro. Si tenía suerte, y daba con Él, trataría de convencerlo para que retornara a la caverna. De lo contrario, si no lo encontraba, esa misma tarde estaría de vuelta. No consideré oportuno trasladar dichos petates. Grave error…

Entonces, al recoger la escudilla que reposaba sobre la paja, la esfera de la «nube» azul brilló entre los dedos. ¿Qué hacía con ella? Decidí llevarla conmigo. Se la entregaría a su dueño y, de paso, preguntaría sobre el origen de la misma. Había empezado a tomarle cariño. La esfera destelló en azul, y comprendí. Era la forma de darme las gracias. La guardé en el ceñidor, con los dineros, y me alejé hacia el este. Poco después, sin perder de vista la «778», abandoné el camino principal, el que se dirigía a la población de El Hawi, y me adentré en los olivares, en dirección al gran peñasco pelado sobre el que vi caer (?) la «luz». Crucé entre las colinas «661» y «800», y fui a topar con un par de rebaños de ovejas, peludas y de largas orejas, que me miraron sin pudor. Ambos eran guiados por sendos burros. Los asnos iban a lo suyo, y no se detuvieron. Ésa era la costumbre en Beit Ids y alrededores: al ganado lo manejaba un onagro, previamente adiestrado. Salvé un riachuelo, de aguas cristalinas, procedente, al parecer, de la colina «800», y avisté mi objetivo: el peñasco de los diablos…

Tal y como había apreciado en las primeras observaciones, la colina de los žnun era un todo de piedra blanca, azul, amarilla o roja, según la luz del día. Una vez más, los badu exageraban. Allí no se cultivaba, no por la supuesta presencia de los demonios, sino por lo inviable de las rocas, que hacían casi imposible el avance de la más heroica de las matas.

Me detuve al pie del macizo e intenté averiguar cómo llegar a lo alto. No distinguí sendero alguno. Tendría que dejarme guiar por el instinto.

Y empecé a subir. El Maestro tenía que estar en la cumbre. ¿O no?

Entonces lo vi. Salió por detrás de una enorme roca. Era alto y de una flacura de pesadilla.

En un primer instante me alarmé.

Era un anciano, totalmente desnudo, y con la cabeza medio oculta por una olla de hierro, más oscura que la piel del infeliz.

Reía sin cesar, y saltaba, al tiempo que golpeaba el metal con una piedra. No entiendo cómo podía ver.

Lo llamaban ámar («luna»), porque «crecía y decrecía», según. Era un madjnoun, un poseído de los žnun; un individuo —decían— que desafió a los demonios de la colina de la «oscuridad», a la búsqueda de los pretendidos tesoros. Oí toda clase de leyendas sobre ámar. Todas falsas, muy posiblemente, pero en Beit Ids las creían, y permitían que se moviera con libertad. No era del clan. Nadie conocía su origen. Habitaba en los alrededores del poblado y se alimentaba de lo que le ofrecían, así como de la leche que ordeñaba. Para eso portaba el pequeño caldero, siempre sobre la cabeza.

Señaló hacia el cielo azul y gritó, entre risas:

Žnun!

El hombre había perdido la cordura…

Y añadió:

—¡Han vuelto!… Žnun!

No quise pensar. Los gritos del loco me recordaron las palabras de otro desequilibrado, en la garganta del Firán. Eso no era posible. Los žnun no existen…

Continué mi camino, acompañado por el anciano. En el poblado tenían razón: su desvarío era como la luna. Llegaba a un máximo, y menguaba. Después desaparecía durante un tiempo, hasta que lo volvían a ver. Ahora, ámar parecía en plena crisis.

Žnun!… ¡Llegaron anoche!…

Pero me hallaba tan absorto en la búsqueda de la cima, y en la localización del Maestro, que no le presté la menor consideración.

Y a media colina, supongo que aburrido, se quedó atrás, campaneando la olla sin interrupción. Lo vi descender, a saltos, como un suicida, entre risas y gritos…

Žnun!… ¡Han vuelto!

Me sentí aliviado.

Y coroné, al fin, el peñasco de la «oscuridad». Fue una sorpresa. La cima era pura roca, moldeada caprichosamente por los vientos y la furia de la lluvia. La «778» era similar a una fortaleza lunar, horadada como un gruyère, y en la que la brisa silbaba amenazante, por muy tímida que fuera. No era de extrañar que los naturales de Beit Ids evitaran semejante roquedal.

Me paseé, atento, pero, en un primer vistazo, no hallé al Maestro.

La erosión había dejado al descubierto buena parte del cemento de las areniscas abigarradas que formaban el «castillo lunar». Me entretuve, curioseando en las vetas rojas, verdes y amarillas de las rocas. En algunas se distinguían fósiles marinos, restos inequívocos del antiguo mar de Lisán, que cubrió la región diecisiete mil años antes.

¿Había vuelto a equivocarme? Allí no estaba el Hijo del Hombre…

Y me dirigí al norte.

Quizá debería haber preguntado al anciano. Rechacé la idea. El demente sólo hablaba de los diablos…

En su cara norte, la «778» aparecía cortada bruscamente. La roca se asomaba a un precipicio más que respetable, de unos ochenta o cien metros de profundidad. Me recordó el acantilado que rodeaba el Ravid. A lo lejos, entre las hileras de olivos, distinguí la ya mencionada aldea de Rakib.

¿Qué hacer? ¿Regresaba a la cueva? Era muy pronto. Hacía una hora escasa que había amanecido. Y opté por sentarme en el filo del precipicio. No lograba entender. Fue la intuición la que me condujo a la «778». Hubiera jurado que el Galileo se hallaba en mitad de aquella desolación…

Está bien. Regresaría a Beit Ids, y esperaría pacientemente. Él sabía lo que hacía. Yo sólo era un mal’ak, un pobre y más que torpe mensajero…

Entonces ocurrió. Es difícil explicarlo. Fue una sensación similar a la experimentada en la gruta. Era como si alguien me observara. Sentí, incluso, cómo los vellos de la nuca se erizaban. Alguien estaba a mi espalda. E, instintivamente, me aferré al cayado. En un segundo lo pensé todo. ¿Un animal? ¿Quizá uno de los lobos rojos que había oído la noche anterior? ¿El loco de la olla? ¿Algún pastor de la zona?

No, nadie, en su sano juicio, ascendía a la peña de la «oscuridad».

¿Un žnun? ¿Quizá uno de los tripulantes de la extraña «luz» que se precipitó sobre la «778»? Todo eso era ridículo…

Me volví, rápido y dispuesto a descargar el láser de gas, si era necesario.

Nada. Silencio. Sólo vi el silencio, una vez más, entre las rocas.

Pero yo juraría… Allí había alguien… Quizá huyó y se escondió entre las cavidades de la cima…

Tenía que salir de dudas.

Y me dirigí a los peñascos más cercanos.

A los pocos pasos, al rodear una de las moles de arenisca, quedé clavado al suelo.

¡Allí estaba! ¿Cómo no lo había visto? Lo tenía a cinco metros escasos…

Lo observé con atención, y disfruté de la imagen. Se hallaba tumbado en el interior de uno de los alveolos que formaba la piedra. Era increíble. Podía dormir en cualquier parte. Poco importaba que fuera una roca…

Extendí la mano, con la intención de despertarlo, pero me detuve. Regresé al precipicio, me hice con la cesta de la comida y volví frente a la oquedad. Y allí me senté, y lo contemplé a placer, como pocas veces lo hice.

El Maestro dormía profundamente. ¿Cuánto llevaba allí? Ni idea…

Vestía la túnica roja, y se cubría con el manto color vino. El ropón tapaba parte de la cabeza. Dormía sobre el costado derecho, su postura habitual, con la pierna del mismo lado extendida totalmente, y la izquierda, ligeramente flexionada. El brazo derecho ocultaba parte del rostro, mientras la mano descansaba sobre la región del hombro y del omóplato izquierdos. La respiración era dócil y pausada. Los ojos se movían bajo los párpados. Se hallaba en plena ensoñación. Y me pregunté: ¿cómo son los sueños de un Hombre-Dios?

Las suelas de las sandalias aparecían casi blancas. Era la concreción propia de la arenisca sobre la que nos encontrábamos: fundamentalmente, calcita y aragonito. Eso significaba que llevaba tiempo en la colina. Pero ¿por qué? ¿Qué tenía de particular el monte de la «oscuridad»? ¿Por qué nos habíamos detenido en Beit Ids?

Y así permanecí largo rato, velando el sueño de un Dios. Nunca estaré lo suficientemente agradecido…

Y hacia las ocho de la mañana percibí una suave brisa. El cielo continuaba azul, sin asomo de nubes. Cubrí los pies del Maestro con las mantas y decidí echar un vistazo a los alrededores. Mi amigo seguía dormido, y entendí que no debía interrumpir el sueño. Yo sólo era un observador. En realidad, «oficialmente», ni siquiera estaba allí…

Dejé la cesta frente al apacible Galileo y empecé a trazar círculos, tomando como centro el hueco en el que descansaba Jesús. Sentía curiosidad. Durante buena parte de la noche pude oír los aullidos de los lobos rojos, pero ¿merodearon por aquel peñasco? Y lo más importante: si la «luz» se precipitó sobre la cima de la «778», quizá había quedado algún resto…

¿En qué estaba pensando? ¿Restos de qué?

La intuición nunca traiciona. Al poco, en una de las elevaciones del terreno, descubrí excrementos de animales. Pertenecían a dos tipos de mamíferos. Unos, muy negros, con una de las puntas retorcidas en espiral, parecían de zorro. Probablemente había comido bayas de empetro, o hinojo marino, una de las escasas plantas que prosperaba entre las rocas. Los otros, similares a los de los grandes perros, de color gris, eran de lobo, sin duda. La arenisca había sido arañada con las patas anteriores, otra de las costumbres de estos carnívoros. Por más que indagué, no hallé huellas. El terreno era inapropiado. No importaba. Los lobos estuvieron allí, tal y como suponía. Pero ¿qué buscaban en un paraje tan inhóspito? Allí no había caza, ni tampoco nidos de rapaces. Tuve un presentimiento…

Entonces, cuando me disponía a regresar junto al Maestro, reparé en otro detalle que no era normal. Las heces aparecían sin olor, y totalmente deshidratadas, como si hubieran sido expuestas a una intensa radiación. No supe explicarlo, a no ser que…

Busqué entre las piedras y, efectivamente, la sospecha se confirmó. Los hinojos, habitualmente olorosos, se hallaban amarillos y muertos. Algo los había secado hasta la raíz.

Y en la memoria surgió el resplandor violeta…

¿Fueron los lobos atraídos por la «luz» que se precipitó sobre la colina? ¿Fue esa «luz» la que desecó las plantas y las heces de los animales? ¿Qué clase de radiación se adueñó de las rocas de la «778»? Y lo más importante: ¿existía alguna relación entre las «luces» y Jesús de Nazaret?

Pensé en recoger algunas muestras y trasladarlas a la «cuna». Los análisis podían ser reveladores. Así lo haría, suponiendo que fuera compatible con los planes del Galileo. ¿Y cuáles eran esos planes? Tenía que despejar la duda. No esperaría más tiempo. Se lo preguntaría ahora.

Y con esa intención retorné al abrigo en el que dejé al Maestro.

Sorpresa.

Jesús había despertado, y examinaba, curioso, el interior de la cesta. Al verme, sonrió y exclamó, aparentemente desilusionado:

—Por un momento, yo también creí en los milagros…

Señaló el mensaf, y redondeó:

—Parece que el Padre ha oído tu deseo: cordero, mejor que saltamontes…

Así era el Hijo del Hombre, de un humor inalterable.

Se sentó frente a las viandas y no esperó. La ración de malleh, los dátiles y el mensaf desaparecieron en un suspiro. Estaba hambriento. Y calculé: era muy posible que no hubiera comido en todo el día anterior. En total, más o menos, unas treinta y tres horas de ayuno.

Lo observé, complacido. Acerté al cargar la comida. En cuanto al delicioso cordero, la idea fue del jeque de Beit Ids, no del Padre… ¿O estaba equivocado? Lo que era cierto es que la sugerencia de «cordero en lugar de saltamontes» fue suya, durante la bendición, en la cueva. Pero guardé silencio. Yo también prefería el mensaf

Hallé un Jesús radiante y feliz. Y supe que deseaba hablar. Lo necesitaba.

Entonces pregunté sobre sus planes. ¿Qué pretendía? ¿Por qué se detuvo en aquel paraje? ¿Qué buscaba en la colina de la «oscuridad»?

Desplegó con mimo el paño que envolvía una de las «pastillas» de halwa, el apetitoso dulce beduino, y llevó el «turrón» a los labios, saboreándolo. Después se alzó y me indicó que lo siguiera. Caminamos hasta el filo del precipicio. Se sentó en el borde y me invitó a que lo acompañara. Así lo hice, un tanto preocupado por la cercanía del Maestro al vacío. Y la vieja idea rondó de nuevo: ¿podía sufrir un accidente? Por supuesto, guardé silencio. No me pareció oportuno interrumpirlo con semejante pensamiento. Y allí permaneció, con el halwa entre los dedos, y las piernas oscilando y jugueteando en el aire. Abajo, a una distancia mortal, el fondo del acantilado…

Esperó a terminar el postre. Jesús era así: cada cosa recibía el afán necesario, y siempre de una en una. Difícilmente emprendía dos asuntos a un tiempo.

Lo espié con el rabillo del ojo. La brisa despejó el bronceado rostro, lanzando hacia atrás los cabellos. Supongo que meditó bien sus palabras. Lo que me disponía a oír era una especie de «declaración de principios»: la esencia de lo que iba a ser su próxima vida pública.

Y habló. Y lo hizo con pasión, y convencido. Quien esto escribe se limitó a oír y a preguntar. Ojalá fuera capaz de transcribir lo que puso ante mí.

No todo fue simple. Parte de lo que dijo sigue siendo un misterio para este torpe explorador. Lo confieso. Algunos temas me desbordaron y, sencillamente, resbalaron por mi escasa inteligencia. Quizá el hipotético lector de estos diarios tenga más fortuna que yo…

Jesús me recordó algo que ya había intuido. Aquel lunes, 14 de enero, fecha de la inmersión en las aguas del Artal, fue el «estreno» —las palabras no me ayudan— del Galileo como Hombre-Dios. Como dije, el día del Señor, su «inauguración oficial» como Dios hecho hombre, o como hombre que recibe la naturaleza divina. A partir de ese mediodía, nada fue igual. El viejo sueño de Jesús —hacer siempre la voluntad de Ab-bā— se convirtió en algo inherente (inseparable) a la doble recién estrenada naturaleza del Hijo del Hombre. Hacer la voluntad del Padre Azul formó parte de su sangre y de su inteligencia. Le gustó mi definición: el «principio Omega». Pues bien, ésa era (y es) otra de las incontables ventajas del «principio Omega»: Él guía. Así llegó a Beit Ids. Fue su Padre quien lo llevó prácticamente de la mano. Y la elección, como iré relatando, fue un acierto, con una subterránea lectura simbólica. En eso, los evangelistas acertaron: «… y fue empujado por el Espíritu…». Sólo en eso…

Pero vayamos paso a paso.

Beit Ids fue el lugar elegido para frenar los naturales ímpetus de Alguien que sí estaba en posesión de la verdad, y que deseaba regalar parte de esa luz. Beit Ids, con sus colinas, sus badu y sus silencios, fue el paraje idóneo para que el Maestro meditara, sobre sí mismo, y sobre lo que pretendía. ¿Y cuál era su objetivo? Lo repitió por enésima vez: despertar al ser humano, zarandearlo, si era preciso, y anunciarle la buena nueva. No todo era oscuridad. No todo era miedo y desesperación. Él estaba allí para gritar que Dios, el Padre, no es lo que dicen. Él decidió quedarse en la Tierra para destapar la esperanza. Nuestro mundo, por razones que nos llevarían muy lejos, permanece en las tinieblas. Nadie sabe realmente por qué nace, por qué vive, y, sobre todo, qué le espera después, suponiendo que exista algo tras la muerte. Ésa era la clave. A eso vino el Hijo del Hombre: a mostrar la cara de un Dios-Padre que no lleva las cuentas, que no castiga, al que no es posible ofender, aunque lo pretendamos, y que, al imaginarnos, al crearnos, nos regala la inmortalidad. ¡Inmortales desde que somos imaginados! Había llegado la hora de disipar las tinieblas y abrirse paso hacia la luz: el Padre no era el invento de una mente enfermiza, o de un soñador. El Padre es real, como la roca sobre la que estábamos sentados, o como los olivos que nos observaban en la lejanía, desconcertados ante las hermosas palabras del Príncipe Yuy.

Lo miré, sobrecogido. Los ojos, color miel, se habían bebido el azul del cielo. Todo era suyo, porque suya era la verdad. Y ardía en deseos de bajar al mundo y de proclamar ese «reino» tan distinto, y distante, del que pretendían los seguidores de Yehohanan y del Mesías libertador. Un «reino» del espíritu, que sólo podíamos intuir mientras permaneciéramos en la materia. El «reino» del Padre, el que nos aguardaba después de la muerte: el gran objetivo, el único, el verdadero… Ése era nuestro destino: un camino circular. Habíamos partido de Ab-bā y a Él volveríamos, inexorablemente, una vez cubiertas las prodigiosas aventuras de la vida y de la ascensión por los mundos del «no tiempo» y del «no espacio».

No comprendí bien, pero lo acepté. Él jamás mentía. Si aseguraba que el verdadero destino, y nuestra auténtica forma, es espiritual (entendida como energía o luz), yo lo creía. Además de esperanzador, era lógico: el derroche de la vida sólo es comprensible en una «mente» (?) que vive porque imagina…

Pero todo esto —la revelación del Padre Azul a los seres humanos— debía producirse paso a paso. Lo he dicho alguna vez: la revelación es como la lluvia. El exceso o la sequía son perjudiciales. El Maestro lo sabía muy bien. Era necesario esperar, meditar y, en suma, sujetarse a la voluntad del Padre. Y creí entender el significado de las misteriosas palabras: ¿por qué el Hijo del Hombre demoraba tan espléndido trabajo? A mi mente llegó un nombre: Yehohanan…

Tenía toda la razón. Si Jesús hubiera iniciado su período de predicación ese mismo lunes, 14 de enero, ¿qué habría sucedido? ¿Cómo hubieran reaccionado Abner y el resto de los discípulos? Si el Maestro seleccionaba a sus propios íntimos, y arrancaba como predicador, ¿qué clase de reacción habría provocado en el grupo de Yehohanan? Los conceptos eran opuestos. El vidente creía en un Mesías «rompedor de dientes», en un Yavé vengativo, y en un «reino» bajo la hegemonía de Israel. El Maestro pretendía algo más trascendental y revolucionario: despertar la esperanza… para siempre.

No me equivoqué…

El Maestro, inteligentemente, optó por la espera. Sí, paso a paso… El Destino sabía lo que hacía.

Francamente, no envidié su trabajo. Los propósitos del Hijo del Hombre, al menos en aquel «ahora», estaban condenados al fracaso. Él lo sabía y, aun así, se sometió al «principio Omega». Recuerdo que le pregunté sobre el particular, y sonrió, con cierta amargura. «Es preciso», fue su única respuesta. Y mi admiración creció. Él estaba al corriente: los hombres habían hecho un negocio de los dioses, incluido el del Sinaí, y no resultaría fácil. ¿Alzar la voz y pregonar que existe un Padre, pero que nada tiene que ver con los treinta mil dioses del panteón romano o con el Yavé que defendía la pureza racial? ¿Cómo convencer a fenicios, egipcios, mesopotámicos, asiáticos o árabes[191], entre otros pueblos, de la inutilidad de sus creencias y de lo estéril de las divinidades a las que temían? Y, sin embargo, Él prendió la llama…

Creía conocer el porqué, pero lo pregunté. Y Él, dócil, lo explicó como si fuera la primera vez. Quizá lo fue (para mi «ahora»).

Todo tenía un origen único. Su encarnación en la Tierra era consecuencia del Amor.

—¿Amor?

Me observó, y me desnudó. Creo que enrojecí. Obviamente, nos referíamos a «amores» muy distintos…

Yo pensé en ella, pero me equivocaba. Él se refería a otra clase de Amor (con mayúscula). Mencionó la palabra áhab (más que enamoramiento).

Y torpe, como siempre, lo interrumpí. Mejor dicho, peor que torpe… No deseaba que preguntara por Ma’ch, y me las ingenié para desviar la conversación. Eché mano de la primera idea que cruzó ante mí. Y ocurrió que ese pensamiento fue la pequeña esfera de piedra que guardaba en el ceñidor. La extraje y se la entregué, al tiempo que me interesaba por su origen.

El Maestro no pareció sorprendido al recuperar la galgal, como llamó a la atractiva ortoclasa de la «nube» azul. La examinó y empezó a juguetear con ella entre los dedos. Me arrepentí al instante. Si la esferita escapaba de entre las manos, lo más probable es que se precipitara en el abismo…

Contemplé el fondo del acantilado, nervioso. Como dije, el precipicio era respetable: más de ochenta metros…

Jesús, divertido, siguió mareando la galgal.

¡Vaya!…

Después, cansado del examen, inauguró otro juego: empezó a lanzarla de una mano a otra…

Noté cómo el sudor apuntaba en mis sienes.

Pensé en rogarle que detuviera el inocente juego, o que me entregara la piedra. No fui capaz.

Finalmente, atento a los saltos de la ortoclasa, procedió a satisfacer mi curiosidad. La esfera le fue regalada en uno de sus viajes secretos por Oriente. Creo recordar que habló de Tušpa, en Armenia, en las proximidades del lago Van (actual Turquía oriental). Pero me hallaba tan desquiciado con la posibilidad de que la esfera se escurriera, y fuera a estrellarse con las rocas del fondo, que casi no presté atención.

—Esto —dijo— es un regalo…

Detuvo el juego y situó la esferita en la palma de la mano izquierda. Y allí la sostuvo, meciéndola. La galgal pidió socorro, a su manera. Estoy seguro. Y poco faltó para que me lanzara y la rescatara. Las «nubes» azules eran gritos. Pero la galgal, como Ma’ch, era otro amor imposible…

Al menos se había calmado. Y continuó:

—Esto, querido mensajero, es una muestra del amor humano, pero es el áhab, el Amor del Padre, el que lo ha hecho posible, y lo sostiene.

Entonces regresó a sus primeras palabras. Todo tiene un origen único, pero los humanos, limitados en la comprensión de Dios, no sabemos distinguir. Una cosa es el amor humano y otra, muy distinta, el áhab.

Cerró los dedos y ocultó la esfera. Entonces, pícaro, preguntó:

—Dime, mal’ak, ¿crees que tu «amiga» está ahí?

Lo miré, desconcertado. ¿Mi «amiga»?

Asentí con la cabeza, e intenté adivinar sus pensamientos. No lo conseguí. Olvidé que era un Hombre-Dios.

—Pero si no la ves, ¿cómo puedes estar seguro?

—La he visto…

El Maestro sonrió, satisfecho. Y volvió a abrir la mano, mostrándome la galgal. Entonces, auxiliado por el dedo pulgar, siguió agitándola sobre la palma.

Y volvió el nerviosismo. Casi no recuerdo su comentario. Sólo sé que la esfera peligraba, y que me lo transmitía en cada destello azul. El abismo la reclamaba. ¿Qué podía hacer?

—Así funciona el Amor del Padre —creo que dijo—. Está ahí, pero no lo veis…

Y continuó jugando y zarandeándola. Iba de una mano a otra, o corría entre los dedos, yo diría que tan aterrorizada como quien esto escribe.

Habló del áhab, y dijo cosas memorables, pero sólo retuve ideas. La voluntad, el corazón y mi flaca inteligencia estaban en otro lugar. Curioso: me interesaba más el regalo, el amor humano, que el Creador, y Sostenedor, del mismo. Así somos…

Dijo que el Amor del Padre era un «fuego blanco», la expresión que confundió a su hermano Judas («Hazaq») durante la ceremonia de la inmersión en las aguas del Artal. «Del Nombre —oyó— ha nacido el fuego del final». ¿Fuego, o quizá blanco? Y habló del áhab como una «llama» (labá) que no quema, que no es posible ver con los ojos materiales, pero que «incendia» la nada y proporciona la vida. Dijo que ese Amor es la «sangre» de lo creado. Nace del Padre y circula de forma natural, más allá del tiempo y del no tiempo, más allá del espacio y del no espacio. No es Dios, pero procede de Él, y sólo Él es capaz de generarlo. Sus palabras me recordaron lo que, en nuestro «ahora», conocemos como combustible. Eso podría ser el áhab divino: una gasolina que mueve y da vida, y que es mucho más que amor. No se trataría de un sentimiento, tal y como la mente humana lo interpreta, sino de mucho más: pura acción, puro combustible, puro «fuego blanco» que corre por las «tuberías» de lo creado, y de lo increado, pura fuerza (desconocida), sujeta a las leyes del universo del espíritu (más desconocido aún), pura «gravedad» nueva que mantiene y equilibra (totalmente ignorada). Ahora, en la distancia, me arrepiento de no haber prestado mayor atención a sus palabras. Y doy vueltas y vueltas a lo que manifestó, mientras practicaba el supuesto juego con la esfera de piedra, mi «amiga». Entendí que el Amor, como la gasolina, huele, pero ese olor no es la gasolina. Hoy, los seres humanos asociamos determinados sentimientos con el Amor del Padre. Estamos convencidos de que su Amor es eso: sentimientos químicamente puros. Sí y no. Lo que creí entender es que los sentimientos que identificamos como Amor divino no son otra cosa que una consecuencia de esa misteriosa e imparable «fuerza» que brota de la esencia del Padre: el olor respecto de la gasolina, como dije. Y todo, absolutamente todo, depende de esa «energía» (?); una «fuerza» (?), insisto, que está fuera del alcance de la comprensión del hombre, como el arco iris lo está para un ciego de nacimiento. No es posible aproximarse siquiera a la realidad del áhab, aquí y ahora. En consecuencia, ¿cómo pretender injuriar, o molestar a ese Amor? ¿Es que un insecto está capacitado para entender la naturaleza de un oleoducto y el sentido del mismo? Él lo insinuó: pecar contra el Padre, contra el Amor, es tan pretencioso como ridículo. El hombre está capacitado para ofender a sus semejantes, y a sí mismo, pero no a lo que está más allá de las fronteras de su inteligencia. De ser así, ese Dios sólo sería un dios.

Y dijo que el Amor, esa segunda «gravedad» que lo cohesiona todo, sea visible o invisible, se derrama sobre nuestra inteligencia, y surge la poesía, la solidaridad, el sacrificio, la bondad, la genialidad, la tolerancia, el humor y, por supuesto, el amor. Es un «descenso» lógico, y natural, previsto en las leyes físicas de lo invisible. Utilizó la palabra najat («descender»). Es literalmente correcto que somos una consecuencia del Amor, del áhab de Ab-bā. Somos porque Él desciende. Somos porque el Amor nos «incendia», como no podría ser de otra forma. Por eso la justicia es humana. En las «tuberías» de los cielos —eso entendí— sólo circula el Amor. La justicia implica falta de Amor, y eso es inviable en el Padre. Jesús de Nazaret lo expresó con nitidez: «Cuando despertéis, cuando seáis resucitados, nadie os juzgará. En el reino de mi Padre no existe la justicia: sólo el áhab».

El Amor, por tanto, sólo tiene una lectura: se derrama. Es la ley de leyes, la auténtica Torá. El que la descubre, o la intuye, entra en el reino de la sabiduría. Y dijo: «El principio del saber no es el temor de Yavé, como rezan las escrituras. Yo he venido a cambiar eso. El sabio lo es, precisamente, porque no teme». Ésa fue otra de las claves a incluir en su «declaración de principios»: el miedo no es compatible con el Amor. Él lo repitió hasta el agotamiento e, incluso lo gritó sin palabras al resucitar.

Pero yo, pendiente del amor, casi no presté atención al Amor. La esperanza estaba a mi lado, sentada en el borde del precipicio, pero no supe verlo…

Guardó silencio un rato y me dejó deambular entre los pensamientos, casi todos maltrechos por los nervios. Después volvió el suplicio. Sin decir una sola palabra, lanzó la esfera al aire, a cosa de un metro, y esperó la caída. La recogió con ambas manos, y con gran seguridad.

Mi corazón sí cayó al vacío, como un plomo.

Y repitió el juego.

Me hallaba al filo del abismo, y de un infarto…

Pero el Maestro, hábil, supo atraparla por segunda vez. Obviamente, no me percaté de la secreta lectura del «juego»…

Sonrió, extendió la palma de la mano izquierda y me mostró la galgal. Los destellos azules eran angustiosos, lo sé.

Entonces, en un tono grave, preguntó:

—¿Por qué te inquieta esta pequeña luz azul, si disfrutas de una infinitamente más intensa y benéfica?

—¿Una luz? —balbuceé—. ¿Dónde?

Señaló mi pecho y, más serio, si cabe, proclamó:

—En el corazón…

No usó la palabra aramea leb, sino lebab, con la que indicaban «corazón y mente», como un todo. Para los judíos, la mente residía en el corazón. En esos instantes, confuso por las peripecias de mi «amiga», no detecté la sutileza del Hijo del Hombre. Pero ahí permaneció, inmutable, en la memoria.

Ése no fue el único despiste. Tomé el comentario por las hojas y malinterpreté sus palabras. Sabía que Él sabía lo de mi amor, y me rendí. Imaginé que la referencia a la «luz», en el corazón, era una clara alusión a Ma’ch.

¿Una luz más intensa y benéfica? Ni siquiera me había atrevido a hablar con ella…

Era el momento. Lo supe. Tenía que vaciarme. Nunca más volvería a hablarle de aquel amor imposible. Y lo hice. Él me dejó hacer. Escuchó atentamente. Se lo agradecí…

No sabía cómo había ocurrido. La había visto anteriormente (en realidad, en el futuro), pero fue en el tercer «salto» cuando me enamoré. Sus ojos me acompañan desde entonces. Sabía que estaba condenado al silencio. Ni siquiera ella lo sabría jamás, aunque lo sabía. Las miradas también pesan, también caminan, también hablan. Sobre todo las de ella…

¿Qué hacer?

Por supuesto, no mencioné a Eliseo.

Sabía que regresaría a mi mundo, y que moriría sin que ella supiera de mis sentimientos. ¿O sí lo supo?

Era, y es, toda mi vida, aunque no la vea…

Inspiré profundamente. Me sentí notablemente aliviado.

Él, entonces, me abrazó con la mirada, y, apacible, habló así:

—Querido mal’ak, te contaré algo…

Fue así como supe de «K», alguien de quien ya había oído hablar por Jaiá, la esposa del anciano Abá Saúl, y por Yu, el chino. Este último la llamaba «Kui».

Escuché con especial atención y, estoy seguro, también lo hicieron los cielos, y los olivos, y las colinas de Beit Ids. Todos prestaron oído a una historia que, probablemente, es cierta.

«K», o «Kui», era una criatura perfecta, imaginada por el Padre Azul. Hoy la identificaríamos con un ángel, pero, a juzgar por las palabras del Maestro, era mucho más. No importa. Yo la imaginé a mi manera, y Él asintió. Por mucho que pudiera acertar, siempre me quedaría atrás. «K» no era varón, ni tampoco hembra. Era, simplemente. Reunía en su naturaleza —no material— todo lo que podamos estimar como complementario: luz y ausencia de luz, sonido y silencio, realidad y promesas, yo y tú, el uno que produce dos, la fuente que mana hacia el exterior y, sobre todo, hacia el interior, el haber y el no haber, el áhab que se basta a sí mismo, pero que no puede detenerse, lo cerrado, que sólo puede ser concebido si está abierto, la quietud y la aspiración, lo que actúa sin actuar, lo amarrado y lo instintivo, la mitad de cada sueño, la libertad y el Destino, lo inminente que nunca es, lo que vemos que, a su vez, nos ve, pensar y ser, el rojo del «adiós» y el azul del «vamos»…

Él insistió en el término qéren, que podríamos traducir por dual o dualidad. «K», en definitiva, sería lo que hoy entendemos como un ser (?) con la propiedad de presentar, o poseer, dos estados diferenciados e, incluso, opuestos, y mucho más…

Pero un día (?), «K» descubrió que existen el tiempo y el espacio, a los que jamás tuvo acceso. Sintió curiosidad y quiso experimentar. Y se asomó al tiempo. Entonces ocurrió algo nuevo: «K» se dividió en dos. Una parte se hizo mujer; la otra apareció como un varón. Eran las reglas del juego. Si deseaba vivir en el tiempo —es decir, en la imperfección—, tenía que aceptar la nueva dualidad («K» siempre vive en el «Dos»). Y muy a su pesar, «K» mujer, y «K» hombre, siguieron rumbos distintos. A veces coincidieron y vibraron, pero los encuentros fueron breves, y la vida terminó distanciándolos. Ella lo añora, y él, a su vez, la mantiene viva en su corazón, pero ninguno de los dos conoce el secreto de «K». El juego prohíbe la reunión definitiva, al menos en los mundos materiales. Él vive, y ella vive igualmente, y experimenta. Ella crece, y él crece. Ella lo ama, y él la ama, pero no saben por qué. Ignoran que fueron, y serán, «K». Y llegará el momento en el que mujer y hombre retornarán a su primitivo estado —la forma espiritual— y serán «K». Entonces, a su áhab natural, habrá sido añadida la vivencia humana, el amor, con minúscula.

Mensaje recibido.

Y me atreví a preguntar:

—¿«K» existe?

La respuesta fue rotunda:

Itay! («¡Existe!»).

—¿Y qué lugar es ése?

—No es un lugar, mi querido mal’ak: «K» no vive en el tiempo y en el espacio. De nuevo debo aproximarme a la realidad, pero no es la realidad. «K» vive en la eternidad…

Y empleó el término ‘alam, que en arameo quiere decir «tiempo remoto», en una aproximación, efectivamente, al concepto de eternidad.

Jesús advirtió mi sorpresa, y matizó:

—Todos seréis «K», algún día. A eso he venido: para anunciaros la esperanza. En realidad, la vida es un sueño…, pasajero. Cuando llegue el momento, tú, ella, todos, recuperaréis lo que, legítimamente, es vuestro…

Y puso especial énfasis en la palabra «legítimamente».

—¿Comprendes?

Negué con la cabeza. Estaba aturdido. Lo único que flotaba en mi corazón es que, si la historia de «K» era cierta, y Él, insisto, nunca mentía, mi amor por Ma’ch sí tenía sentido. Era imposible, pero sólo en el tiempo. Si ella y yo éramos «K», ella, o yo, esperaríamos en el ‘alam, en la eternidad.

—¿Comprendes por qué, al descubrir la esperanza, descubres que lo tienes todo?

Y recordé la plancha de madera, obsequio de Sitio, la posadera del cruce de Qazrin: «Creí no tener nada —había grabado a fuego—, pero, al descubrir la esperanza, comprendí que lo tenía todo».

Y creí entender, igualmente, el significado del extraño sueño de Jaiá, la mujer de Abá Saúl, en el que se presentó un doble Jasón: el viejo, vivo, y el joven, muerto. «Entonces —explicó Jaiá—, el anciano Jasón habló…, y dijo: “Él amaba a ‘K’ y yo también.” Los dos la amábamos, lógicamente…». Pero ¿cómo pudo soñar algo así? ¿Cómo supo…?

El Maestro leyó mis pensamientos, y sonrió, malicioso. Y se adelantó a mi pregunta:

—Yo no sé nada… No soy un tzadikim[192]. Sólo soy…

Dudó. Lanzó la esferita de la «nube» azul hacia lo alto, pero, en esta tercera oportunidad, fui yo quien adelantó las manos, y la atrapé.

—Sí, lo sé —intervine, feliz por la captura—, sólo eres un Dios sin experiencia. ¡Un peligro…!

Jesús mantuvo la sonrisa y, cómplice, añadió:

—Sólo recién llegado… Un Dios recién llegado, como sabes mejor que nadie… Y tienes toda la razón: en breve, seré un peligro…

Le devolví la ortoclasa y continuamos hablando. Fue una jornada muy instructiva. Allí, en la roca de los žnun, confirmé lo que había intuido: Beit Ids no era un lugar de paso. Beit Ids fue seleccionado, minuciosamente, para «calentar motores», si se me permite la expresión aeronáutica. En aquel olvidado paraje, lejos de todo, y de todos, en la única compañía de la naturaleza, de los badu y de un loco (¿o fuimos dos?), el Hijo del Hombre acometió la preparación de su gran sueño: descubrir la cara amable de Ab-bā, la única posible. Fueron treinta y nueve días de reflexión, de constante comunicación con el Padre de los cielos, y de lo que Él llamó el At-attah-ani. No he logrado traducirlo, y dudo que exista una aproximación medianamente certera, salvo para los grandes iniciados. Descomponiendo la expresión aparecen at (pronombre femenino que significa «tú»), attah (pronombre masculino, que también quiere decir «tú») y ani («yo»), todo ello en hebreo. At, en arameo, es una palabra de especial significación en lo concerniente a la expectativa mesiánica. Simboliza el «milagro», el «prodigio», o la «señal» que acompañaría a dicho Libertador de Israel. Pues bien, por lo que alcancé a comprender —y no fue mucho—, el At-attah-ani consistió en un «proceso» (?) por el que el At (lo Femenino, con mayúscula) aprendió (?) a convivir (?) con el attah (lo masculino), con un resultado «milagroso»: un ani (yo), integrado por la doble naturaleza anterior: la divina y la humana. Quedé tan perplejo como confuso. Fue otro de los misterios que no me atreví a destapar. Él lo dijo, y yo lo creo. Durante esas casi seis semanas en Beit Ids, las naturalezas humana y divina del Hombre-Dios aprendieron (?) a convivir y a ser «uno en dos». Ése fue el «milagro»: el «tú» (femenino) y el «tú» (masculino) se reunieron en una sola criatura, y apareció el Hombre-Dios. Como dije, escapa a mi ridícula comprensión, y ahí quedó, como un acto de confianza en la palabra de un amigo.

«Uno produce dos», dijo Yu. «Dos es Uno», añade quien esto escribe. De nuevo, la dualidad. De nuevo, «K»…

Como decía Él, quien tenga oídos, que oiga…

De todas formas, lo pregunté. Me quedé más tranquilo:

—¿Deseas que te acompañe, Mareh («Señor»)? No molestaré. Sólo te serviré, si lo permites. Mientras tú meditas, mientras haces At-attah-ani, mientras hablas con el Padre, mientras preparas la buena nueva, yo cuidaré de lo pequeño. Haré fuego. Conseguiré alimentos. Lavaré la ropa. Estaré atento para que nadie te moleste. Velaré por tu seguridad…

Dejó que me explayara.

—… Con una condición…

Me miró, divertido.

—No más ayunos… involuntarios.

Sonrió con dulzura y asintió en silencio.

—Yo seré el ángel que te sirva…

—No sólo me parece bien, sino, incluso, necesario. Haz como deseas, puesto que lo deseas con el corazón.

—Y otra cosa —lo interrumpí—, no más apariciones y desapariciones. Siempre deberé saber dónde estás…

—Tienes razón —comentó con un punto de ironía—, las apariciones y desapariciones son otro capítulo… En cuanto a mi seguridad, no temas, mal’ak

Señaló al cielo y me hizo un guiño, al tiempo que proclamaba:

—Mi gente está ahí, pendiente…

¿Su gente? Y asocié las palabras a las misteriosas «luces» que había contemplado. Pero no indagué. Fue lo más cerca que estuve de la verdad. Ni Él se extendió jamás sobre el particular, ni este torpe explorador insistió en el enigmático asunto. Creo que tampoco hace falta. El hipotético lector de estas memorias sabrá interpretar esos «signos» en los cielos, siempre tan oportunos…

En suma, la estancia en las colinas de Beit Ids fue un período de especial importancia para el Hijo del Hombre, en el que, entre otras cosas, hizo At-attah-ani, algo jamás mencionado y que, desde mi humilde punto de vista, aclara el porqué de su retiro, tras la inauguración «oficial» como Hombre-Dios.

Para quien esto escribe resultó una de las épocas más dulces y didácticas de nuestra aventura en aquel «ahora», a pesar de la welieh de la fuente…

Regresamos a la cueva y, tal y como acordamos, este explorador se ocupó de la intendencia y de lo menor.

A la mañana siguiente, jueves, 17 de enero, fui el último en despertar, como siempre. A decir verdad, estaba agotado, y con un considerable déficit de sueño. Fue normal que durmiera diez horas.

El Maestro, siempre considerado, tomó el desayuno y desapareció sin ruido.

Era lo pactado. Él se dirigiría a las colinas, y retornaría antes de la puesta de sol.

Inspeccioné a mi alrededor y me llamó la atención una de las tablas de agba, la tola blanca que se acumulaba en uno de los extremos de la caverna. El Galileo había pintado algo sobre ella, y la depositó en la cabecera de la manta sobre la que dormía este explorador. Utilizó uno de los carbones del hogar. En arameo y hebreo se leía: «Te dejo con la nitzutz. Estaré con mi gente».

Nitzutz, la única palabra en hebreo, podía ser traducida como «chispa», pero no en el sentido de chispa eléctrica, partícula incandescente que nace de una fricción, o de algo que se está quemando, o destello luminoso, sino como una «vibración» (?) producida por la letra yod, la primera del Nombre santo. Esa yod tenía «vida», y, según los iniciados, la «oscilación» la convertía en una de las letras más agudas y más cercanas a la divinidad. De hecho, como digo, forma parte del Nombre o Tetragrama: YHWH (Yavé) o , en hebreo.

¿Me dejaba con la nitzutz? ¿Qué quiso decir?

Tendría que esperar al atardecer para esclarecer el nuevo enigma, uno de los más sagrados que tuvo a bien revelarme…

Traté de pensar, y organizarme. ¿A qué prestaba prioridad? ¿Empezaba por la comida?

Y sonreí para mis adentros. Aquel Hombre hacía milagros, incluso cuando no estaba presente…

Allí me hallaba, sentado sobre la manta, en mitad de la gruta, y sin el menor temor. Y recordé los miedos de la noche anterior, los aullidos, y las estacas a medio consumir. Ahora aparecía sereno, y capaz de enfrentarme a todos los fantasmas de Beit Ids…

Imagino que el Destino, atento, sonrió burlón.

¿En verdad estaba preparado? No tardaría en descubrirlo…

Decidí ocuparme de las viandas. Las conseguiría en el poblado, como en la jornada anterior. Pero antes bajaría al wadi y me daría un buen baño…

Descolgué el saco de viaje. Lo deposité sobre la manta y procedí a su examen. Tenía que revisar la farmacia de campaña y, muy especialmente, las dosis de dimetilglicina, el antioxidante que luchaba contra el mal que nos aquejaba. Por cierto —pensé—, tenía que tomar una decisión sobre los «tumores». Si deseaba continuar a su lado, mi situación…

Los pensamientos huyeron.

Lo descubrí en esos instantes. No era posible…

Rebusqué entre las escasas pertenencias, pero no lo hallé. Estaba allí. Lo había visto horas antes… ¿O no? Y recordé que no quise trasladar los petates. Eso fue al amanecer del miércoles, 16. Al regresar no me preocupé del saco. Continuaba colgado de la viga. Acudí a Beit Ids. Me proporcionaron algo para comer, y quedé dormido. Entonces…

¡Maldita sea! En mi ausencia, mientras permanecí en la peña de los žnun, alguien abrió el saco y se lo llevó…

Pero…

Me negué a aceptarlo. Sin embargo…

Quizá lo guardé en otra parte —intenté tranquilizarme—. Quizá lo deposité en la caverna…

Negativo.

Yo sabía que no era así, pero puse la gruta patas arriba.

Negativo, negativo…

¡Tenía que encontrarlo!

Primero fue la lucerna, junto a la fuente. Desapareció. Oí gruñidos. Después, si no recordaba mal, fue el petate, oscilando. Nadie lo movió. A continuación, la sombra, las antorchas apagadas en el suelo de la gruta, y a medio consumir. Después, el miedo, y este explorador huyendo de la zona…

¿La welieh de la fuente?

Pensé también en el Maestro. ¿Pudo hacerse con él, y llevárselo? ¿Y por qué hacerlo? No tenía sentido, aunque Él fuera el principal interesado en que desapareciera…

No, no fue Él. Además, me lo habría dicho. Él fue siempre exquisitamente respetuoso con nosotros. Jamás intervino, o se pronunció, en asuntos puramente técnicos. Sabía muy bien quiénes éramos, y por qué estábamos en aquel «ahora», pero fue como si no estuviéramos.

Negativo.

Jesús de Nazaret no era así…

Bien. Me lo tomaría con calma… Primero acudiría al río, tal y como planeé. Eso me ayudaría a recordar. Lo más probable es que lo hubiera guardado en cualquier parte. Después, empezaría por el principio. Sacaría mis pertenencias y actuaría con frialdad.

Pero ¿y si no lo hallaba?

Muy simple. En ese caso interrogaría al sheikh de Beit Ids y lo reclamaría. Nadie robaba a un invitado. Era otra de las normas de la hospitalidad beduina.

Lo recuperaría. El cilindro de acero, con las muestras del Galileo y de los suyos, no podía caer en manos extrañas…

No fue así. No lo encontré. Los esfuerzos resultaron baldíos. El valioso contenedor se había disuelto en el aire. Eso no era posible. A no ser que estuviera sufriendo un nuevo ataque de amnesia…

No, nada de eso. Mis reacciones eran coherentes, y la memoria, igualmente fiel, o más. Tenía que aceptarlo. Alguien entró en la caverna y se apoderó del cilindro.

Examiné el suelo, y el petate, y llegué a una conclusión: el ladrón no llegó a descolgarlo. La maniobra fue ejecutada desde lo alto de la viga central. El tejido que formaba el saco no presentaba restos de la tierra seca y esponjosa que alfombraba la gruta. Fue izado y abierto. Después, con el cilindro en poder del ladrón, el petate fue colgado de nuevo del mismo clavo del que pendía. El intruso no dejó huellas. Sólo se movió sobre la madera de roble. Pero ¿cómo entró y desapareció? Y los pensamientos corrieron hacia un mismo lugar: las «chimeneas» que había medio inspeccionado, y que se abrían en el extremo izquierdo de la caverna. Por allí fluía el aire. Tenían que desembocar en el exterior. Quizá el ladrón escapó por uno de los misteriosos conductos.

Me aproximé a las bocas de los «tubos», pero tampoco vi rastros o huellas. La distancia al punto más cercano de la viga sumaba casi siete metros, en línea recta. ¿Cómo salvó ese espacio? ¿Se trataba de un murciélago gigante? Rechacé la idea. No tenía conocimiento de esta clase de mamíferos quirópteros en Israel. En aquel tiempo se contabilizaban más de cien especies, todas insectívoras, pero ninguna superaba los veinte o veintitrés centímetros de envergadura. Además, no conozco ningún murciélago con semejantes habilidades…

Y el recuerdo de la welieh me intranquilizó. ¿Qué era ese genio, exactamente?

Cabía otra posibilidad. El «ladrón» quizá alcanzó la viga central con la ayuda del techo. Me eché a temblar. Eso era peor que la idea del vampiro… Sólo una serpiente hubiera sido capaz de reptar por la bóveda y deslizarse por la madera. Pero ¿qué clase de ofidio sería capaz de izar un saco, abrirlo y llevarse un cilindro de acero de 18 por 9 centímetros? Eso era igualmente ridículo…

Introduje una de las antorchas en las «chimeneas», pero no acerté a distinguir nada anormal. ¿No acerté o no quise ver? La verdad es que el nerviosismo empezó a ganar la partida y, prudentemente, me retiré de la caverna. Seguiría con el plan previsto. Acudiría al poblado e interrogaría al sheikh.

Me puse en camino, pero, al poco, aminoré la marcha, y las intenciones empezaron a flaquear. ¿Qué podía decirle? ¿Que me habían robado unas muestras de sangre, cabellos y dientes? ¿Que eran las muestras de un Hombre-Dios y de su familia? ¿Que alguien, a su vez, pretendía robarlas y trasladarlas a otro «ahora»? Ni siquiera estaba en condiciones de explicar qué era un acero especial maraging

«Justo castigo —pensaría el beduino—. Han robado a un ladrón…».

Además, si los badu eran rigurosos, y echaban mano al ladrón, su destino era la muerte. La ley de la sal, de la hospitalidad, era implacable. Si alguien del clan violaba la referida dorah, su suerte dependería de la benevolencia del jeque. Lo mínimo que podía ocurrir es que lo sacaran del poblado y le cortaran las manos[193].

Olvidé el asunto.

Lo haría a mi manera. Yo buscaría al ladrón…

Demasiado tarde para dar la vuelta. Los saluki me salieron al encuentro, y el de color perla casi me arrastró hasta la casa principal. El hombre de las vestiduras blancas me recibió, como siempre, con la fórmula habitual del saludo beduino, pero cortado por la mitad. Continuaba en el mismo lugar, bajo los olivos, frente al arco de la puerta, y con la larga cuerda entre los dedos. Hacía y deshacía nudos. Los galgos se tumbaron a su lado, y se repitió lo acostumbrado: ceremonia del kafia, silencio y, después, las buenas noticias, si las había.

Empecé a sospechar algo raro. ¿Por qué siempre permanecía en el mismo sitio? No aparentaba sufrir ninguna dolencia que lo imposibilitara…

Le hablé del Príncipe Yuy, agradecí su dorah y, finalmente, me atreví a hacer una pregunta, relacionada con la cueva. ¿Alguien más tenía acceso a nuestro refugio?

El sheikh parecía esperar el sutil interrogante. Retiró el vaporoso jerd que lo cubría y apuró otra taza de kafia. Me miró directamente y, sin rodeos, preguntó a su vez:

—¿Te han robado, o es que…?

La sorpresa me dejó mudo. Y el jeque comprendió. Bajó la cabeza, y la luz de la mañana iluminó las largas pestañas azules.

¿Cómo lo supo?

Pero su actitud no fue de vergüenza, o repudio. Levantó el rostro, y, a su manera, sin concluir las frases, fue a explicar que debía considerarme un hombre afortunado. Había sido robado por la welieh de la fuente. Sucedía en ocasiones, cuando el invitado era notable…

—Pero…

No me permitió continuar. No era un robo vulgar y corriente —aseguró—. Debía sentirme feliz…

En cierto modo tenía razón. Lo sustraído no era común, aunque yo no me sentía demasiado feliz.

Y siguió sorprendiéndome.

Sabía que lo robado brillaba como un espejo (el cilindro era de un acero muy pulido). Siempre sucedía lo mismo. A la welieh sólo le interesaba lo luminoso. En otra oportunidad fue una hermosa daga, y también el espejo de bronce de una dama. Y recordé el robo de la lucerna. No salía de mi asombro. ¿Desde cuándo a una welieh le atraían los objetos capaces de reflejar o de producir luz? Más aún: ¿desde cuándo creía yo en genios benéficos? ¿Benéficos?

—Ya no te molestará más, porque tiene lo que quiere, y porque…

—Porque tú conseguirás que me lo devuelva…

Negó con la cabeza y sonrió con cierta amargura.

—No comprendo…

Y el jeque explicó que eso era imposible. Nadie debía acercarse a la welieh. Ella, además, no lo permitía. E insistió: yo era un hombre con suerte, un fal, alguien capaz de atraer la felicidad y la fortuna. Lo definió como sa dahu tayieb («el que tiene la mejor suerte»), y al que interesa tocar con la mano. Si el robo hubiera sido obra de los žnun, los espíritus maléficos, mi suerte hubiera sido otra. En ese caso —dijo—, quien esto escribe sería un da (más exactamente, da ab medawwer): un «pie torcido», al que todo le sale mal y del que conviene huir. Sólo con mirar, el da traía problemas…

Según el sheikh, jamás se había recuperado un solo objeto robado por la welieh de Beit Ids. Pero eso —insistió— no debía angustiarme. Él me compensaría, con la condición de que no la molestara…

—¿Molestar a la welieh? ¿Es que puedo verla?

—A veces ocurre, si ella lo quiere, y si tú estás…

¡Qué difícil resultaba acostumbrarse a la conversación con el jeque de Beit Ids! Pero no tuve más remedio que aprender a interpretar sus inconclusas frases. Días más tarde, cuando gané su confianza, supe el porqué de esta, aparentemente, absurda manía. En cierto modo, le asistía la razón…

Entendí que podía ver al genio, si me hallaba en el lugar indicado. Y me prometí que lo intentaría. Tenía que recuperar el cilindro.

Y el Destino se burló de mis secretos pensamientos.

¿En qué pensaba? ¿Ver a un fantasma?

El esclavo negro sirvió otro kafia, espeso, hirviente y oscuro como el futuro del cilindro de acero.

Tuve una idea. Resultaba sospechoso que los robos hubieran empezado, justamente, la noche de nuestra llegada a la cueva. ¿Estaba el sheikh compinchado con el ladrón? ¿Intentaban atemorizarnos y provocar la marcha de Beit Ids? En otras circunstancias, árabe, judío o gentil, ante la noticia de una welieh merodeando por los alrededores, no lo habría pensado dos veces. Lo normal es que hubiera «cortado la sal», alejándose de la zona. ¿Era esto lo que buscaba el hombre que nunca terminaba las frases? El instinto dijo que no. Aquella mirada verde y gris no era la de un chiquilicuatro. Pero me arriesgué…

Apuré la taza, y la situación.

—¿Podría negociar?

Y aclaré, naturalmente:

—¿Podría llegar a un acuerdo… con la welieh?

El jeque simuló que no comprendía.

—Quizá por tu mediación —me aventuré— pueda lograr que devuelva lo robado. Yo, a cambio, estoy dispuesto a…

Que no concluyera la frase le entusiasmó. La verdad es que ni yo mismo sabía qué podía ofrecer como contrapartida.

—No sé si ella quiere, pero podemos…

—¿Hablar? Sería buena idea, si tú…

—La welieh no habla. Ella no es…

—Lo sé, pero…

No supe por dónde respirar. Al jeque, sin embargo, aquel diálogo de locos le fascinó. ¡Al fin había encontrado alguien que lo comprendía!

—La welieh sólo gruñe —añadió el sheikh—, y a veces…

Entonces no lo soñé. Mejor dicho, no lo soñamos. Jesús y yo lo oímos desde la boca de la caverna. Los gruñidos procedían del ramaje de la encina sagrada…

—Confía en mi buena suerte. Sólo quiero hacer un trato con ella y, de paso…

—¿Un trato con un demonio? Sin duda eres un fal. Otro, en tu lugar, estaría con…

—Eso es —repuse, sin saber muy bien a qué me arriesgaba—, un trato. ¿Cuándo? ¿Hoy mismo? ¿Quizá al anochecer? ¿O debo esperar a que…?

—Veo que, además de fal, eres inteligente. Consultaremos, y después…

El sheikh hizo una señal al abed, el esclavo negro, y éste, a su vez, reclamó a gritos a una tal Nasrah. El nombre, en a’rab, significaba «gritona», o «mujer insoportable por el timbre de su voz».

—La faqireh —anunció el jeque— dirá si sí, o si…

La faqireh era una mezcla de adivina, hechicera, gobernadora en la sombra, controladora de dioses y espíritus, médico de urgencias, consejera, y, en definitiva, uno de los miembros más avispados del clan[194].

Estaba claro que las sorpresas, en aquella luminosa mañana, no habían hecho más que empezar. Por la puerta del nuqrah vi surgir a una antigua amiga, la anciana badawi de la vara de plata, que nos indicó el lugar donde se hallaba la cueva y que, justamente, advirtió al Maestro para que no molestara a la welieh de la fuente. Además de la primera esposa del sheikh, era la bruja de Beit Ids. Algo me advirtió en el interior. Debería extremar la prudencia con la faqireh. La noticia de alguien más poderoso que ella —caso del Príncipe Yuy— no creo que la hiciera feliz.

Presentaba la misma lámina: rostro maquillado como una máscara, todo en verde, el gran anillo, o nezem, que atravesaba la nariz, y el enorme collar, o tagah, de plata y coral amarillo sobre un negro e incómodo thob’ob.

Me examinó mientras se aproximaba al jeque, su marido. Se inclinó sobre el hombre de los nudos, y éste susurró algo a su oído. Hablaron en voz baja. No alcancé a descifrar el breve diálogo. Ella gesticulaba, y parecía negarse. Finalmente, entre maldiciones, fue a sentarse frente al fuego, a mi lado. El esclavo depositó un plato a su alcance, sobre la tierra, y Nasrah me arrebató la taza que sostenía entre los dedos. Lo hizo sin contemplaciones, y, evidentemente, disgustada. La propuesta, o la orden, del sheikh no le gustó. Miré al jeque, pero el hombre del lino blanco se limitó a levantar levemente las manos, indicándome que mantuviera la calma. Así lo hice.

La faqireh, entonces, volcó la porcelana sobre el plato. El escaso kafia que quedaba en la tacita se escurrió, denso y perezoso. ¿Qué se proponía?

Y esperó. Todos esperamos. El jeque, atento, olvidó los nudos. Sus ojos, ahora casi azules, estaban pendientes de la taza volcada sobre el plato.

El abed, no menos atento, aproximó un paño de tela a la beduina. Y la faqireh, sin prisas, fue empapando los restos del kafia, hasta que el plato quedó limpio. A continuación levantó el rostro hacia el enramado del olivar y cerró los ojos. Aguardó un par de minutos y, súbitamente, inició un cántico, a voz en grito, invocando a Dusares; a Il; a la diosa Ra’at; a los ba’al o protectores del hogar; a Halim, el dios de la clemencia; a Ta Lab, otra diosa con forma de cabra montés; a Awm; a Hilal, la diosa lunar; a Sahar y a Sami, los «únicos dioses que escuchan», y a otras cuarenta y cinco divinidades árabes, cada una con su pelaje y sus atribuciones.

Eran las reglas badu. Tenía que ser paciente, como había sugerido el sheikh. Estaba asistiendo a uno de los actos sagrados de la tribu: la liturgia previa al contacto con los espíritus…

Concluida la recitación, la faqireh tomó la pequeña taza de porcelana y, delicadamente, muy despacio, la fue despegando del plato.

Comprendí.

Allí quedaron los posos del kafia, en forma de luna negra. La beduina se disponía a «leer» en dichos posos. Era otra de las «técnicas» de adivinación practicada por los badu.

Situó la vara en el aire, a corta distancia del plato, y la hizo descender, hasta que el extremo entró en contacto con los posos. Después los removió, una y otra vez, siempre en el sentido de las agujas del reloj, hasta que formó una espiral. Retiró la vara y se acercó a los posos, examinándolos minuciosamente. Y me pregunté: ¿qué demonios estará viendo?

Y empezaron las muecas. Primero con la boca, y con los ojos. Después, a las contorsiones del rostro se sumó el baile de los dedos. Caían sobre el plato, y se elevaban, en una nerviosa danza. El sheikh, con el corazón encogido, apremió a la mujer.

—¿Qué dicen los dioses sobre ese acuerdo con la welieh y con los…?

No supe si reír o llorar, pero me contuve. Y la primera esposa, haciendo honor a su nombre, gritó un rotundo «no». Después, más alto, repitió la negación. Y así hasta doce veces, si no conté mal.

«Doce veces no».

Se alzó, y se dirigió al jeque, hablándole de nuevo al oído. Después corrió hacia la puerta del arco de piedra y desapareció. ¿Qué quiso decir con tanto «no»?

Interrogué al jeque. ¿Significaba que no había trato?

—La welieh —replicó el sheikh— no ha dicho no sino seis veces…

Tenía que adivinarlo. Era el juego del badawi. Además, se suponía que este explorador era un fal, un hombre con suerte y, por tanto, según los beduinos, doblemente inteligente.

Fue inútil. Me hallaba en blanco. Así que opté por una salida de emergencia, a la altura de las circunstancias…

—Entiendo —manifesté, como si hubiera comprendido, e indiqué la dirección de la colina «778», la de los žnun—, pero eso exigirá que ámar lo sepa y que…

La alusión al loco de la olla en la cabeza lo confundió del todo.

—¿Y por qué tendría que intervenir ese descerebrado[195] en un trato que sólo…?

No respondí. Lo dejé con la duda y pasé a otra cuestión.

El jeque sonrió, complacido. Ése era el estilo de los a’rab: confundir al que se interesa por algo. Y reconoció que aprendía con rapidez. Eso le gustó. Definitivamente, era un fal. Así me bautizaron. La gente del poblado y de los alrededores terminó acercándose a quien esto escribe, y solicitaba cualquier cosa que pudiera haber estado en contacto conmigo. Podía ser una piedra, o un trozo de pan. En ocasiones se limitaban a llegar hasta mí, saludar, tocar la túnica, o el cayado y salir corriendo. Si alguien deseaba emprender un viaje, primero acudía a «Fal». Así quedaba conjurado cualquier peligro. Si soñaban con personas peligrosas, o con un da («pie torcido» o gafe), me buscaban de inmediato y solicitaban el fal. Yo debía responder: tafawwal («tómalo»), y el peligro —decían— se esfumaba como el humo del nuqrah («hogar»). También me llamaban «Muṛa» (más exactamente, «Muṛa l – bab»), porque siempre caminaba detrás de mí mismo. En eso tenían razón…

Y, como digo, me las arreglé para desviar la conversación (?) sobre el robo. Tarde o temprano recuperaría el cilindro de acero. Eso pensé…

Quise agradecer, igualmente, su hospitalidad, y le hice ver que conocía el mundo de los nudos, y del mar. Si quería, podía enseñarle algunos…

Detuvo la elaboración del que tenía entre manos —un as de guía doble sobre el seno—, y me miró, incrédulo.

—Si supieras de qué hablas —sentenció con gravedad—, no te referirías a ella como un hombre, porque deberías saber que…

—Claro —reconocí mi error—, es la mar… Ella es una mujer que…

Asintió en silencio, y me invitó a que rematara el nudo que estaba trenzando. Lo hice encantado, y añadí una variante que el sheikh desconocía: pasé el cabo de unión por el seno, y le mostré un improvisado andarivel, con el que podía transportar una carga, o una persona. Conseguí el efecto deseado. El hombre que nunca terminaba las frases olvidó a la welieh, e indagó, gratamente sorprendido, sobre mi relación con la mar. El sheikh estaba enamorado, perdidamente enamorado, de la mar. Vivía en Beit Ids, pero sus pensamientos habitaban muy lejos. Vio el Mediterráneo cuando era un niño, y jamás pudo olvidarlo. Al hacerse adulto acudió ante el dios Dusares, y juró amor eterno a la mar. Cada primavera sacrificaba la mejor de sus ovejas, recogía la sangre y cargaba con ella hasta que llegaba a la orilla de la mar. Allí, en solitario, se introducía en las aguas y vertía el pellejo en el que transportaba la sangre del animal sacrificado. Era su «noche de bodas» con la mar. Una noche cada año…

Su obsesión por la magia de las olas, por el continuo movimiento de las aguas, y por el desdén de aquella «mujer» hacia el mundo era tal que quiso construirle un templo, en forma de barco, en lo alto de una de las colinas de Beit Ids. El proyecto no prosperó, y la madera terminó en el fuego. Parte del «costillar» languidecía en la cueva que nos había proporcionado. Eran las tablas de tola blanca que examiné en su momento. El frustrado barco tenía un nombre: Faq («Despertar»).

Sí, entendí. Todos tenemos un amor imposible…

Cuando pregunté por qué el barco no pudo ser rematado, el sheikh se lamentó:

—Ningún naggar («carpintero de ribera») creyó en mis sueños, porque dicen que…

—Quizá no has hallado al naggar adecuado para un…

—¿Tú crees que…?

—Estoy seguro, y te diré más…

—No es posible… Eso sería magnífico y…

—Puedo consultarlo, siempre y cuando tú…

—Haré lo que esté en mi mano y, además…

—No es necesario…

La «conversación» se prolongó mucho tiempo. Quien esto escribe no salía de su asombro. Al final, nos entendíamos a la perfección. Él quería materializar su sueño —construir un templo a la mar en Beit Ids—, y yo le sugerí algo…

Y casi con el día vencido conseguí separarme del sheikh y retornar a la gruta.

El Maestro no había regresado. Y lo dispuse todo para la cena. Encendí un buen fuego, de nuevo en mitad de la senda, y preparé las viandas, obsequio del jeque. La noche se presentaba tan fría como las anteriores, pero dispuse la fogata frente al arco de ingreso a la caverna, por «prudencia». No creía en la welieh, pero no estaba de más que estableciera cierta distancia…

Jesús apareció puntual, poco antes del atardecer, tal y como acordamos. Ese jueves, 17, el ocaso del sol se registró a las 16 horas y 56 minutos, de un supuesto «tiempo universal». Lo vi feliz. Procedía del nordeste, probablemente de la colina «778». Traía una vieja canción en los labios. La recordaba del mézah, el astillero de los Zebedeo en el yam: «Dios es ella… Ella, la primera …».

Me miró, sonriente, y entró en la caverna. Y seguí oyendo la canción: «… la que sigue a la iod… Ella…».

¿Qué significaba la misteriosa letra? ¿Dios es ella? Lo había pensado en el astillero: ¿Dios es una mujer? Tenía que preguntarle.

Cruzó ante mí y, a juzgar por lo que cargaba, deduje que deseaba tomar un baño.

«… Ella, la hermosa y virgen…, el vaso del secreto… Padre y Madre son nueve más seis…».

Y lo vi alejarse por el bosque de los almendros, en dirección al wadi que corría algo más abajo.

Era increíble. Parecía adivinar mis pensamientos. Conforme se distanció, el Maestro alzó la voz, como si deseara que no perdiera detalle del cántico…

«¡Dios es ella! —retumbó la voz profunda del Galileo entre los perplejos árboles de la “luz”—. Ella, la segunda , habitante de los sueños…».

Finalmente, se perdió por el desnivel y, entre las flores blancas y rosas, quedó prendido aquel extraño «Dios es ella»…

El sol, tan atónito como este explorador, optó por desaparecer, y yo le di los últimos toques a las verduras, al hummus, el sabroso puré de garbanzos, especias y aceite, y al felafel, otro plato típico de los badu, consistente en jugosos filetes de caza. Sólo eché de menos el vino, pero todo se andaría…

Cuando retornó, el Maestro se había cambiado de túnica. Ahora lucía la blanca, sin costuras, su vestimenta habitual, y yo diría que favorita; la túnica regalo de su madre, la Señora, testigo de sus mejores y de sus peores momentos. Se inclinó sobre el guisote de verduras y, tras olerlo, me hizo un guiño de complicidad. Y exclamó:

—Esto sí que es gloria…

Lo perdí en la oscuridad del túnel de la caverna. Y quedé pensativo. Yo juraría…

Al regresar lo confirmé. El Maestro se había perfumado con el kimah. La fragancia dominante era la del sándalo blanco. Y todo, a su alrededor, quedó conquistado por una paz que no percibí hasta esos instantes. Yo fui el primer afectado, sin duda. A lo largo de esa noche, mientras permanecí a su lado, la pesadilla del robo del cilindro desapareció. Fui otra persona. Me sentí sereno, relajado, y con la felicidad sentada en mis rodillas, como pocas veces había sucedido. A partir de ese día, el olor a sándalo en el Hijo del Hombre fue sinónimo de paz interior, o viceversa: ¿su intensa serenidad estimulaba el aceite esencial de sándalo?

Traía una de las maderas de agba en las manos. En ella, como dije, había escrito: «Te dejo con la nitzutz…».

Cenamos. Al principio, en silencio. La paz tiene esa ventaja: se expresa mejor sin palabras. Después, sin preguntarle, colmó mi natural curiosidad, detallando lo hecho en la roca de los žnun: fundamentalmente, hablar con su Padre, y hacer At-attah-ani. Se sentía lleno, y dispuesto a regalar. Yo fui el afortunado, en esos momentos, y así lo he trasvasado a este diario. Ojalá disponga de la inteligencia suficiente para saber transmitir tanta esperanza…

Nitzutz, como intenté explicar, es una palabra hebrea, no demasiado clara, ni siquiera para los tzadikim, o iniciados en la sabiduría secreta de les textos santos. ¿Por qué la escribió en los restos del barco del sheikh? ¿Qué quiso decir? ¿Por qué me dejó con la «chispa»? ¿Qué era esa «chispa o vibración» para el Hombre-Dios?

Pregunté, por supuesto, y Jesús rememoró los lejanos tiempos de Nazaret, cuando casi era un adolescente. Ahora, mi discreta reprimenda en la peña de la «oscuridad» le trajo recuerdos. ¿Reprimenda? Sólo recordé una cariñosa amonestación: «No más ayunos… involuntarios, y no más apariciones y desapariciones». José, su padre terrenal, también lo reprendió en alguna oportunidad, como consecuencia de sus escapadas a la colina del Nebi. Fue así como nació un juego, ideado por José, para saber qué hacía su imprevisible primogénito. Cada mañana, si Jesús se ausentaba de la casa, tenía que escribir una palabra, o una frase, que identificara el lugar al que pretendía dirigirse, o los propósitos de esa jornada. Y el juego terminó por convertirse en una especie de adivinanza. Jesús escribía una palabra, y el resto de la familia tenía que interpretarla. A la hora de la cena dialogaban y discutían sobre la cuestión planteada. La mayoría no sabía qué decir, y se quedaba como una estatua. De ahí el nombre final del juego: ṣelem («estatua»). El joven Jesús era el que más se divertía…

Y de esta forma, sin querer, entré a formar parte del ṣelem muchos años después. Él lo agradeció, y yo, infinitamente…

Cada mañana, al partir, el Maestro dibujaba en una de las maderas de tola blanca y me proponía una adivinanza. ¿Una adivinanza? Yo diría que mucho más que eso… Fue una experiencia única, del lado del secreto o tzad.

«Te dejo con la nitzutz…».

Agitó las llamas con la tabla que le había servido para el ṣelem, y cuestionó, al tiempo que elevaba los ojos hacia el firmamento:

—¿Crees que lo que distingue al ser humano es su inteligencia?

Siguió con la vista fija en las estrellas. Parecía esperar algo…

—Yo diría que sí…

La afirmación no resultó muy convincente, lo reconozco. Tampoco sabía qué se proponía. Quien esto escribe sólo preguntó por el significado de la «chispa».

Él percibió el recelo, y fue directo:

—Ha llegado el momento de abrir tus ojos. Eres un mal’ak, y deberás transmitirlo…

Asentí en silencio, pero con la atención puesta en las constelaciones. ¿Se presentarían las «luces» de nuevo? ¿Era eso lo que aguardaba? Creo que el ser humano, en efecto, no tiene arreglo…

—La nitzutz, te lo dije, está en el interior…

La oscuridad disimuló mi torpeza. Una vez más no prestaba atención a sus palabras…

—¿Recuerdas? ¿Por qué te inquietan las luces, si disfrutas de una infinitamente más intensa y benéfica?

Él, la jornada anterior, al filo del precipicio, hizo alusión a la «nube» azul, a la luz de la galgal. Tenía razón. En esos instantes, este explorador se hallaba pendiente de otras luces…

Y repetí lo ya planteado en la roca de los žnun:

—¿A qué te refieres, Señor? ¿Una luz en mi interior? No comprendo…

Y Él, efectivamente, me hizo el mejor regalo que pueda recibir un ser humano: la «chispa» —también utilizó la expresión nishmat hayim o «Espíritu de origen divino»— es el Padre, en miniatura. La «chispa», o «vibración», es lo que realmente nos distingue del resto de lo creado. La llamó también «regalo celeste» y «don del fuego blanco» (!).

—Estás hablando de la «luz» de la Torá —lo interrumpí como un perfecto estúpido—. El libro de los Proverbios dice que «ella es luz» (6, 23).

—No, querido mensajero. La «luz» de la que te hablo no puede ser generada por el hombre. En realidad, no es «luz». Te lo he dicho, pero sigues pendiente de otras luces. La «chispa» es Él, que desciende. Otro gran misterio: lo más grande, en lo más pequeño. Cada ser humano la recibe. Cada ser humano es depositario del Número Uno. ¿Recuerdas? El Amor (Áhab), lo que sostiene lo creado, concentrado en el interior: el Padre (Ab) y el Espíritu (hé) en el corazón y en la mente (lebab).

—¿Estás insinuando que el Padre está en mí?

—No insinúo, querido mal’ak: afirmo. Esa «chispa» es y no es Dios…

Sabía que no entendería, y acudió, presuroso, a un ejemplo:

—Lo que recibes, ese regalo azul, es el Padre, pero no lo es, de la misma forma que una gota de agua pertenece al océano, pero no es el océano.

Él habló de esto en las cumbres del Hermón, pero no con tanta minuciosidad.

—¿Una gota de Dios? ¿Y por qué en algo tan torpe y primitivo como yo?

Sonrió, malicioso, y replicó:

—Los filetes de felafel estaban en su punto…

Desistí. Ya lo había dicho: la presencia de la «chispa», o de la «vibración divina», o de la gota azul, era el misterio de los misterios. Él sabía por qué, pero no era el momento de revelarlo. Tampoco era la clave. Desde mi humilde parecer, lo importante era la revelación en sí misma: ¡el ser humano es portador del Padre! Para ser fiel a sus palabras: ¡portador de una fracción, de una «chispa», del Amor!

Y continuó hablando, lleno de ternura…

Esa «chispa», como dijo, nos distingue. Es la envidia de las criaturas que viven en la perfección. Sólo «desciende» en los seres del tiempo y del espacio. Algunos «K» —insinuó— se asoman a la imperfección de lo material para llegar a sentir al Padre en su interior…

Entonces, al formular las siguientes preguntas, noté que el perfume cambió. La esencia de sándalo blanco se extinguió, y percibí un claro, e intensísimo perfume a mandarina. ¿Estaba Yu en lo cierto? Y el refrescante olor fue asociado en mi memoria a otro sentimiento: el de la ternura.

—Nunca pude imaginarlo… No es la inteligencia lo que nos distingue del resto de lo creado, sino Él… ¿Y cómo se instala? ¿Cuándo llega? ¿Cómo puedo saber…?

No terminar las frases empezó a preocuparme.

Solicitó calma. Paso a paso. Volvió a elevar el rostro hacia el cielo, y meditó unos segundos. Supuse que no era fácil…

Me miró de nuevo y, en silencio, me entregó la madera de tola. La recibí, sin saber qué se proponía.

—¿Recuerdas tu niñez?

—Por supuesto, Señor…

—Bien, imagina que tienes cuatro o cinco años, e imagina que tienes un palo en las manos…

Empecé a temblar. Algo intuí… Y prosiguió, con un brillo especial en la mirada:

—Ahora supón que soy un perro…

—Pero…

El Maestro dibujó una sonrisa e intentó tranquilizarme.

—Sólo es un suponer…

—Está bien. Ya lo veo: eres un perro…

—¡Vaya, qué rápido! Pues bien, ¿cuál crees que sería la reacción normal en ese niño?

Esta vez, la sonrisa apareció en mi rostro. Levanté el trozo de madera y simulé que lo golpeaba.

Jesús reforzó la sonrisa, y exclamó:

—¡Pégame!

—¿Cómo dices?

—¡Que me pegues!

—¡De eso nada…!

Mantuvo la maliciosa sonrisa, e insistió:

—¡Pégame!

Palidecí. ¿Estaba hablando en serio? Y observé cómo su sonrisa se deshacía…

Me negué, nuevamente.

—Recuerda que eres un niño, con un palo, y yo, un perro…

—¡Ni hablar! ¡No lo haré!

Y arrojé la madera a las llamas.

Él, entonces, aclaró:

—Ese niño ha tomado una decisión, ¿no te parece?

Asentí, todavía con el susto en el cuerpo.

—Pues bien, mi querido mal’ak, ésa es la respuesta a una de tus preguntas: ¿cuándo llega la «chispa divina» al ser humano? Cuando el niño toma su primera decisión moral: «No pegaré al perro, porque no es correcto…».

Un suave movimiento, en lo alto, en la negrura del firmamento, desvió mi atención de las palabras del Maestro.

¡Lo sabía! ¡Las «luces» aparecieron! En esta ocasión fueron dos, también blancas, y de una magnitud próxima al 2,1. Las vi «navegar» por mi derecha, con aquel característico, y armónico, movimiento de vaivén. Una surgió a la altura de la estrella Antares. La otra, más al sur, amaneció en la región de Júpiter.

Bajé los ojos y contemplé al Maestro. Se hallaba sentado de espaldas a las «luces». En principio no podía verlas, pero…

Durante unos segundos permaneció con los ojos fijos en la madera que acababa de arrojar a la hoguera.

«Lástima —pensé—, esa frase no merece el fuego…».

Y con un creciente nerviosismo, siguiendo la evolución de las «luces» con disimulo, procuré no desengancharme de la conversación.

—Interesante, Señor…

Jesús lo notó. Dejó de contemplar la tola, devorada ya por las lenguas rojas, y me miró, aparentemente sorprendido.

—¿Conoces el tema? ¿Te he hablado de la «chispa»?…

—Sí —repliqué mecánicamente—, una vez, o quizá dos[196]

Las «luces» se reunieron en la estrella Spica, y allí se mantuvieron, inmóviles y camufladas.

—Esto es preocupante —se lamentó el Maestro—. Ahora resulta que no recuerdo lo que digo…

—No, Señor, es que una de las alusiones fue… Mejor dicho, será…

Me detuve, perplejo. «Será en el futuro», estuve a punto de decir. Y opté por guardar silencio. Mi mente no daba más de sí…

La tola blanca se consumió, y quien esto escribe formuló un pensamiento en voz alta:

—Ahora comprendo: «Te dejo con la nitzutz… Estaré con mi gente».

Jesús asintió, feliz.

Ninguno de los dos lo expresamos, pero sé que tuvimos el mismo pensamiento: su «gente» eran los de las «luces»…

—¿Decías…?

—Pensaba en tus ángeles…

—¿Pensabas en ti mismo?

—No exactamente, pero…

—Regresa a la «luz» principal, y olvida las otras…

Mensaje recibido.

Sí, todavía flotaban muchas dudas en mi corazón. Y, de pronto, movida por esa «fuerza» (!) que siempre me acompaña, apareció en la mente la imagen de Ámar, el anciano desequilibrado que me acompañó en el ascenso a la colina «778». Era una buena pregunta, y se la formulé con crudeza: ¿qué sucede con los seres humanos que no disfrutan de la capacidad de tomar decisiones morales? Los hay a millones. ¿Qué debía suponer respecto a los niños con deficiencias psíquicas? ¿Los habita la «chispa»?

El Maestro me reprochó la duda. No lo dijo así, pero lo sé.

—¿Crees que el Padre olvida a los mejores? Para ocupar esos puestos es preciso mucho valor… Casi todos son «K».

Y añadió, rotundo:

—En esos casos, el Amor desciende mucho antes…

Me sentí avergonzado, y cambié de asunto.

—¿Y dónde reside ese fragmento del Padre?

El Maestro iba de sorpresa en sorpresa. Movió la cabeza, negativamente, y preguntó a su vez:

—¿Por qué malgastas tu tiempo con esas cuestiones? ¿Qué importa cuál sea el escenario en el que habita la nitzutz? Te lo dije allí arriba…

Y señaló hacia la peña de la «oscuridad».

Cierto. Él mencionó el interior (lebab). Más exactamente, el corazón y la mente, a un tiempo. Y, obstinado, insistí:

—Pero ¿dónde?

Jesús, que no deseaba retroceder, decidió despabilarme:

—Si tú me dices dónde reside la inteligencia, yo te diré en qué lugar permanece la «chispa»…

Utilizó el término arameo sokletanu, y muy hábilmente. Sokletanu era sinónimo de «inteligencia», pero en el más amplio sentido de la expresión: capacidad para sobrevivir, sentido de la intuición, posibilidad de expresión en territorios como el de la belleza, la justicia o la generosidad, y facultad de comprensión.

Era imposible. Ni siquiera hoy, en nuestro «ahora», se sabe con seguridad qué es la inteligencia y, mucho menos, dónde descansa. Me rendí. Estaba claro que eran otras las cuestiones que merecía la pena plantear…

—¿Y para qué sirve? ¿Qué gano al recibirla en mi mente?

Jesús rió de buena gana. Supongo que me consideró incorregible. La verdad es que no fue una trampa. Lo de la «mente» se me escapó, sin más. ¿O fue el subconsciente?

—Está bien… tú ganas: en la mente…

—¿En la mente? Pero eso es como no decir nada…

Guardó silencio, divertido. En realidad, siempre era yo quien resultaba desconcertado en aquellos juegos dialécticos. Mejor dicho, en aquellos supuestos juegos dialécticos.

El Maestro recuperó el rumbo de la cuestión, y replicó:

—¡Me asombras, querido mensajero! ¿Podrías decirme para qué sirve que vosotros hayáis «descendido» hasta aquí?

No tuve palabras. Le asistía la razón. Aun así, haciéndose cargo de mi profunda ignorancia, maravillosamente compasivo, me proporcionó algunas pistas:

—¡Él es el Amor!… ¡Él te ha escrito en la eternidad!…

Fue subrayando las expresiones, y dejando que me empaparan lentamente. Creo que no he olvidado ninguna…

—… ¡Eres suyo!… ¡Le perteneces, porque Él te ha imaginado, y eres!…

Su asombrosa seguridad penetró hasta los huesos.

—… Dame una razón: ¿por qué tendría que olvidar lo que es suyo?

Silencio. Si era así, lo lógico es que esa fracción divina me habitara. Pero había más.

—¿Qué ganas al recibirla… —inició una pícara sonrisa y terminó la frase— en tu mente?

—Ni idea.

—De nuevo me veo obligado a aproximarme, sólo aproximarme, a la realidad, no lo olvides…

Aguardé, impaciente, al igual que las «luces» que se escondían entre los destellos azules de Spica. Ellas, como yo, no estaban allí por casualidad…

—El descenso del Padre en el ser humano provoca el nacimiento de otra criatura, de la que hablamos en el Hermón: el alma inmortal.

Lo recordaba. Él se refirió a la nišmah («alma», en arameo) en una de las inolvidables conversaciones en la montaña sagrada, a lo largo de la última semana en el campamento[197], en agosto del año 25.

—El alma —comenté—, una criatura interesante…

—Una «hija» de la «chispa», aunque ella no lo sepa, de momento…

—¿Qué quieres decir?

Tuvo que hacer un nuevo esfuerzo, lo sé. Las realidades que estaba enumerando no pertenecen al mundo de lo visible y, en consecuencia, no hay conceptos que puedan vestirlas. Se ajustó al mundo de los símbolos, el más adecuado, aunque lejano…

—El alma, como un bebé, nace ignorante, aunque amorosamente abrazada por el Amor. Necesitará tiempo para dar sus primeros pasos, ser consciente de quién es, y hacia dónde dirigirse. Como te digo, al aparecer, el alma no sabe que es inmortal. Lo descubrirá, pero antes debe ocuparse de crecer. Ella será el recipiente que acogerá la personalidad del nuevo ser humano. Ella es la materialización del nuevo hombre, o de la nueva mujer…

Algo sabía al respecto, pero quise oírlo de sus labios. Él jamás mentía…

—Alma inmortal…

El Maestro, consciente de la trascendencia del momento, dejó correr los segundos.

Empezó a notarse el frío de la noche. Me levanté, entré en la cueva y me hice con una de las mantas. Retorné frente al fuego, y cubrí los poderosos hombros del Hijo del Hombre. Después repetí el comentario…

—Alma inmortal. Eso quiere decir que, una vez imaginados, vivimos para siempre…

El Galileo aproximó las palmas de las manos a la hoguera y dejó que el calor lo recorriera. Me miró con dulzura y percibí el perfume del kimah, como una ola…

—Sí, lo hemos hablado… La inmortalidad es uno de los regalos del Padre. No depende de nada. Es un regalo del Amor. Como te he mencionado, el Amor actúa, sin más. No precisa condiciones. No pide nada a cambio. No pregunta, ni tampoco espera respuesta. El Amor sabe. El Amor te cubre, y te arropa, porque sí…

Inspiré profundamente y me dejé embriagar por aquella esencia. Él jamás mentía…

Y, sin palabras, lo abracé con la mirada, tal y como Él tenía por costumbre. Aquel Hombre me devolvió la esperanza. Ahora sí lo tengo todo…

¡Inmortal!

Y redondeó:

—Inmortal, aunque ella no lo sepa, o no lo acepte. El alma está destinada a Él. Terminará donde empezó, aunque no lo entienda. Ella ha sido dotada de lo necesario para elevar al hombre por encima de lo material y, muy especialmente, para buscar el Origen. Con ella nace el pensamiento. Ella es el naggar del barco interior. Ella es la responsable de la arquitectura de la personalidad. Ella está preparada para buscar, aunque no sepa qué. La «chispa» le ha concedido el magnífico don de la inquietud, y no descansará hasta que descubra quién es realmente, y de dónde procede. Ella está sujeta a la razón, pero sólo hasta que decida poner en funcionamiento lo que tú llamas «principio Omega»: hacer la voluntad del que la ha creado… Entonces, el alma será también intuitiva, e iniciará la magnífica aventura del sabio que, además, sabe quién es.

Allí mismo, esa noche del jueves, 17 de enero del año 26, supe que el Hijo del Hombre sería destruido. Jesús de Nazaret era un revolucionario del pensamiento. La nueva cara de Dios no sería bien acogida. Los hombres necesitan un Dios que castigue y que premie. Nunca recibirían con agrado a un Padre que regala, sin más. Ninguno de sus compatriotas aceptaría que el Eterno se convirtiera en una «chispa», capaz de acomodarse en el ser humano. Eso sería la peor de las blasfemias. Yavé estaba donde tenía que estar. Cualquier otra «aventura divina» era contraria a la razón y a la tradición judías. La propia interpretación del concepto «alma» era un caos para los ortodoxos. Conté, al menos, una docena de escuelas rabínicas que lo situaban a diferentes niveles[198], y con significados distintos. Sólo una minoría, prácticamente invisible, guardaba un remoto recuerdo de lo que es, y de lo que representa, la «chispa» o la «vibración» del Padre Azul. Esas enseñanzas eran conservadas por el grupo de iniciados al que ya me referí: los melquisedec, o «príncipes de la paz». Lo supe por Abá Saúl, uno de ellos. El enigmático Malki Sedeq (Melquisedec), como ya informé en su momento, apareció en la Tierra hacia el año 1980 a. J.C. Nadie supo quién era su familia. Fue el auténtico precursor del Hijo del Hombre. Él habló, por primera vez, de la realidad del Padre, y de la «chispa» que habita cada ser humano. Él se refirió al alma, que nace con la llegada de la «chispa», y enseñó que se trataba de una entidad inmortal. Abraham y Moisés heredaron este tesoro, pero, con el paso del tiempo, la torpeza y la mezquindad de los hombres deformaron la luminosa información de Malki Sedeq. Ruah, el espíritu, y nešamah o nišmah, el alma, para los judíos, son dos de los vestigios de aquella revelación[199]. Lamentablemente, casi todo se perdió.

Y, como sucede siempre, el perjudicado fue el pueblo llano. Nadie sabía a qué atenerse. Y el miedo fue el gran beneficiado. La muerte es incuestionable. Pero ¿y después? ¿Seguimos vivos? ¿De qué depende? ¿Es una cuestión de dinero, de posición social, de educación, de religión, de raza…?

Él lo explicó, como nadie. Y lo demostró. Yo fui testigo de excepción. Pero no adelantemos los acontecimientos…

Y el Maestro continuó saciando la curiosidad de quien esto escribe. El gran regalo del Amor —la «chispa»—, como habrá intuido el hipotético lector de estos diarios, era uno de sus temas favoritos. Cuando hablaba de Él no existía tiempo, ni medida. Ahora lo comprendo. Es la «llave maestra» que abre todos sus mensajes. El Padre nos imagina —Él sabe por qué—, desciende sobre nosotros, nos habita, nos regala una alma inmortal, y nos lanza a la más prodigiosa de las aventuras: buscarlo.

«¿Qué gano al recibir esa “chispa” en mi mente?».

Y siguió enumerando las ventajas…

Esto es lo que recuerdo:

La «chispa» o nitzutz —así lo entendí—, es una criatura (?) que contagia, por naturaleza. ¿Y qué transmite el Áhab o Amor? Todo, menos miedo. Por eso, el miedo sólo es viable en aquellos que todavía no han descubierto la «chispa». Para el que sabe que está ahí, en el interior, o, sencillamente, la intuye, la bondad es lógica, la acción es continua, la serenidad es irremediable, la misericordia es el paisaje, y la inteligencia es el «principio Omega». La «chispa» —insistió— lo contagia todo. Es su característica. Él es así. Y no hay antídoto. La inmortalidad no tiene retroceso, ni funciona con condiciones. Eres o no eres.

La nitzutz, o «vibración» del Padre Azul, es una jugada maestra. Él desciende, y controla. Él vive porque tú vives. Él recibe y emite, del Padre, y hacia el Padre. Hoy la llamaríamos «baliza divina». Él conoce cada milímetro de tu recorrido, porque así lo (te) imaginó, y porque lo hace contigo. Él sabe del número total de tus parpadeos, porque los cuenta. Él sí tiene información de primera mano. Él sabe cómo te llamas, aunque nunca te reclamará. Eres tú quien debe descubrirlo. Será el hallazgo de los hallazgos. Entonces comprenderás todos los «por qué». Él sólo lleva las cuentas de tus dudas, y cada una lo considera un éxito. Si Él deseara la certeza en tu corazón, no habría permitido que te asomaras al tiempo y al espacio. Él es el misterio, desgranado.

La «chispa» es el «piloto» del alma inmortal. Ella gobierna en el silencio, y en la profundidad de las emociones. Ella es la fuente de los sentimientos. Ella es la que susurra la piedad, y la que inspira la confianza. Ella es la intuición, la mirada del Padre. Ella es el cristal que te permite distinguir la belleza. Ella es el Espíritu que te mueve hacia los territorios de la generosidad. Ella es la voz que confundimos con la conciencia. ¿Desde cuándo la mente tiene voz? Ella mantiene el rumbo de tu destino, aunque no lo comprendas, ni lo aceptes. Ella, finalmente, te dejará el timón cuando la descubras (cuando comprendas).

La nitzutz es tu mar interior. En todos los seres humanos es diferente. En algunos, serena. En otros, bravía. Puedes navegarla, bucearla y, sobre todo, disfrutarla. Si la dejas hablar, serás un sabio. Por eso, al descubrirla, los hombres enmudecen. Y el silencio es la mejor de las respuestas. Ella es otro mundo (el verdadero), sin salir del tuyo. Ella es el «reino de los cielos», del que tanto habló el Galileo, y que muy pocos comprendieron. Ella no es Yavé, ni remotamente…

La «chispa» no es definible, como no lo es lo inmaterial. Lo «sin fin» no puede ser amarrado con las cuerdas del entendimiento humano, que siempre tiene fin. Todo cuanto me reveló es tan aproximado a la realidad como Omaha al sol. Pero mi deber es transmitirlo…

Y dijo también que la «chispa» —el gran regalo del Padre— es lo que queda cuando te han abandonado, o cuando estimas que el fin te ha alcanzado. Con la «chispa», la soledad nunca es negra, ni rabiosa. Ella siempre parpadea en algún momento, y hace el milagro: la esperanza está a tu lado, pendiente, y convierte la supuesta negrura en penumbra. Somos tan limitados, y poderosos, a un tiempo, que creamos la oscuridad y, en el colmo de lo absurdo, nos la creemos. «Chispa» y oscuridad son incompatibles. «A eso he venido —repitió una y otra vez—. Ésa es la buena nueva: el Padre está en el interior, hagas lo que hagas, y seas lo que seas…».

La nitzutz no depende de tu voluntad. Ella desciende, sin más. Eso es un Dios de lujo. No hay trueque. Las condiciones las pone el hombre y, obviamente, se equivoca. El Padre no requiere, ni necesita, no exige, ni tampoco espera. La «chispa» es suya, y a Él retornará cuando concluya la gran aventura del tiempo y del espacio. E insistió:

—¡Confía!

Es la «chispa» la que te hace fuerte, inexplicablemente. Es del azul del Áhab de donde bebes, y del que consigues la fuerza de voluntad, incluso cuando caminas detrás de ti mismo…

Es Ella el tronco del que florece la intuición. Cuanto antes la descubras, más y mejor disfrutarás de la característica humana por excelencia. Cuanto más próximo a la «chispa», más intuitivo. Cuanto más intuitivo, más certero. Cuanto más certero, menos necesitado de la razón. Cuanto más lejos de la razón, más al sur de la mediocridad. Cuanto menos mediocre, más tú…

La nitzutz, además, contagia la imaginación. Ninguna otra criatura mortal está capacitada para soñar despierta. Es otra de las distancias siderales que nos separan del mundo animal. Ellos, los brutos, jamás podrán crear, o prosperar, porque no disponen de la «gota azul» en el interior. Ellos, los animales, carecen, por tanto, del alma que elabora el «Yo». Ellos no saben quiénes son, ni lo sabrán jamás. Ellos no se hacen preguntas, ni buscan a Dios. No es su cometido. Su única inmortalidad está en nuestra memoria. Al practicar la imaginación, la «chispa» entreabre la puerta del futuro, y muestra cómo seremos: como Dioses (con mayúscula). Dioses creadores de universos que sólo nosotros imaginaremos. En realidad, eso es el Padre: la imaginación por encima del poder. Ahora no lo sabemos, pero nunca somos tan iguales a Él como cuando desplegamos la imaginación. Es la «chispa» la que desnuda la belleza, y hace concebir la poesía. Es Ella la que ordena los sonidos y los silencios, y dibuja la música. Es la nitzutz la que golpea la piedra y deja escapar el arte. Es Ella la creadora de unicornios azules. Es Ella la que provoca los sueños, y los archiva. Es Ella, con la imaginación de la mano, la que anuncia el «reino» del que procedes —tu «patria»—, y al que, necesariamente, volverás. Un «reino» del espíritu, en el que imaginar es ser. La nitzutz es la perla que sí hallarás en la amatista, si sabes buscar. Ella es el genio que no descansa, y que bombea ideas. No importa sexo, raza o condición. Es Ella la que nos hace espiritualmente iguales. La «chispa» es la clave. Ninguna «gota azul» es mejor o peor. El Padre, sencillamente, es. Todas las «chispas» son Él, y todas descienden de Él, aunque Él es mucho más…

Ésta fue la «piedra angular» que sostuvo el magnífico «edificio» levantado por el Hijo del Hombre. Pretender la superioridad, intentar acaparar la razón, o creerse en posesión de la verdad es no saber (todavía) que nos habita un Dios. Y lo que es peor: es no saber que esa «chispa» se reparte con el mismo Amor, y en la misma «cantidad».

Entonces, mientras hablaba, la noche cambió de perfume, y percibí la esencia del tintal, algo parecido al olor a tierra mojada. Y asocié dicha esencia con la esperanza…

No me equivoqué. Jesús comparó la «chispa» con el mejor de los «mensajeros». Y al llamarla mal’ak me miró intensamente.

Mensaje recibido.

Es la misteriosa fracción (?) del Padre Azul, que un día toma posesión de nosotros, quien se ocupa de sembrar esperanzas. Él las despabila, y las reparte. Y cada día se presentan ante nosotros. Otra cuestión es que alcancemos a verlas. Pueden ser inmensas, o esperanzas que caben en la palma de la mano. Eso poco importa. Lo fascinante es que, mientras hay «chispa», hay esperanza. Y es justamente la esperanza —la confianza en algo— el oxígeno de la jovencísima alma que ha llegado al paso de la «chispa». A más esperanza, más oxígeno. Cuanto más oxígeno, más felicidad. Pero el cargamento de esperanza no depende de nosotros. Cada ser humano nace con un cupo. Eso entendí. Después, tras la muerte, la esperanza deja de ser intermitente, y nos abraza. Ya no será el doble renglón del libro de la vida. La esperanza será el «ADN» del alma. Por eso no hay palabras. Por eso insistió, una y otra vez: «Confía». La esperanza es la sombra de la «chispa». La primera no es posible sin la segunda. «Confía». Sólo los seres humanos disfrutan de un sentimiento tan gratificante. ¿Has visto a un perro esperanzado? La felicidad de los animales es la sombra de la esperanza humana. «¡Ánimo, mal’ak! Cuando experimentas la esperanza —añadió, feliz—, lo tienes todo…». La esperanza es otra demostración de la existencia del Padre en el interior del hombre. Es un guiño del Amor. Sólo tú sabrás comprenderlo. Sólo el ser humano reúne las condiciones necesarias para acoger la esperanza, y abrazarla. Si te aproximas a esta realidad te habrás acercado a la mismísima esencia divina. «Confía, mal’ak». La «chispa», ahora, prepara al hombre para un estado de felicidad casi completo, tan incomprensible para la corta inteligencia humana como la estructura interna de la inmortalidad. «Confía…».

Es Ella, en definitiva, la que nos hace humanos. Es la nitzutz la que nos diferencia del resto de la creación. Ella es el milagro, y el gran enigma, no resuelto ni por los ángeles. Nadie sabe por qué, pero el Padre ha elegido lo más pequeño, y lo más primitivo, para acomodarse en el tiempo y en el espacio. Somos unos recién llegados con suerte. Por eso decía que nos envidian. Por eso, en parte, los «K» lo dejan todo, y descienden a la imperfección…

Es la «gota azul», que nos distingue, la que tira del alma hacia Dios. Es lógico que Ella se incline hacia sí misma. Sólo su presencia justifica la desbordante inquietud del ser humano por lo trascendente. Ningún animal se atormenta con las grandes preguntas: ¿quién soy?, ¿por qué estoy aquí?, ¿qué será de mí? Es el alma inmortal quien debe hallar las respuestas, siempre susurradas por la «chispa». Y llega el día, al intuir, imaginar, o descubrir que el hombre está habitado por el Número Uno, cuando la vida adquiere sentido. Entonces, «Omega es el principio». Entonces, al comprender, el alma se vacía por sí misma, y deja que la «chispa» la llene. Entonces, según el Maestro, al arrodillarse, y reconocer al Buen Dios que nos habita, es inevitable que nos sentemos en sus rodillas, y que dejemos hacer al Amor. Es lo que este explorador definió como el «principio Omega» (hacer la voluntad del Padre). Y en ese instante, Áhab hace el prodigio: la inmensa maquinaria del universo visible, y del invisible, se coloca al servicio del más humilde. Es el secreto de los secretos, al alcance de todos, aunque muy pocos llegan a destaparlo. «Confía, mal’ak. Existe un orden…».

Y la voz de la nitzutz se oye «5 × 5» (fuerte y claro): «Serás lo que Yo soy». A partir de ese prodigioso momento, cuando el ser humano se entrega a la voluntad del Número Uno, la voz de la «chispa» deja de ser un susurro. Y la esperanza, al fin, se convierte en huésped permanente del alma. Es un anticipo de la «gran aventura»…

Después la comparó con un «amigo fiel», algo difícil de hallar, casi único. Utilizó las palabras dod neemán, con un evidente, y al mismo tiempo, oculto significado. Según la Kábala, las letras de dicha expresión suman 155; es decir, Dios, como Señor, y como Amigo. Ahora, en la distancia, al analizar sus palabras con detenimiento, sigo perplejo. «155» es también «2», reduciendo la suma de los dígitos a un solo número. «Dos» era justamente Él: el Príncipe Yuy, el «amigo fiel», el mejor que he tenido, el «rostro» del Padre en la Tierra, el Dos que procede del Uno, como la «chispa»…

Miré a lo alto. Las «luces», supongo, continuaban camufladas entre los azules de la estrella Spica, tan desconcertadas como quien esto escribe. Tampoco se movieron. ¿Cómo hacerlo cuando alguien te obsequia una revelación de semejante naturaleza?

Algo sabía, no mucho. Algo apuntó meses atrás, en las inolvidables noches del Hermón. Pero mi alma —ahora sí debo hablar como Él me enseñó— solicitó más.

—¿Qué más?

El Maestro avivó las llamas, y dejó que mi corazón se sentara junto a la hoguera. Sonrió, y solicitó calma. No era su voz la que estaba oyendo, sino la del Padre, la de mi propia «chispa».

—Y así será —sentenció—, de ahora en adelante. Oirás mi voz, sí, pero no seré yo quien te hable.

Señaló mi pecho, y repitió:

—¿Recuerdas?

Asentí.

—Sí, Maestro… Una luz en mi interior. Ahora comprendo.

—No, mal’ak, no puedes comprender, pero no importa. Es suficiente con la confianza. Después, cuando llegue tu hora, transmite lo que el Padre te ha mostrado. Ahora no eres consciente: tu nitzutz se ha puesto en pie, en tu interior…

Dudó, pero, finalmente, expresó lo que se agitaba en su pensamiento:

—¿Tienes miedo?

En un primer momento no supe a qué se refería con exactitud. ¿Miedo a morir? ¿Miedo a no saber expresar lo que había vivido, y lo que, sin duda, me quedaba por conocer? ¿Miedo a fracasar?

—Miedo a saber —se adelantó, comprendiendo mi confusión—. ¿Te asusta ser el depositario de una revelación?

—Me asusta no saber…

Sonrió, agradecido, y tiró con fuerza de las palabras, sabedor de mi absoluta transparencia.

—Presta atención. Jamás miento…

E hizo un breve prólogo, en el que habló de nuevo de la nitzutz. Si no comprendí mal, el Maestro responsabilizó al fragmento divino que nos habita de todas y cada una de las revelaciones a las que tenemos acceso a lo largo de la vida. Ella, la «chispa», las dosifica. De Ella proceden. Y se vale de los medios más insospechados. No es la mente —criatura mortal y al servicio del alma— la que proporciona esas informaciones decisivas, que varían el rumbo de criterios y actuaciones. Es Él, el Padre, quien informa, y lo hace oportunamente. No son los hombres, ni tampoco los libros, quienes iluminan. Es Él, aunque, en ocasiones, pueda servirse de ellos. Y añadió: «Esa revelación llega por dos caminos. A través de la comunicación directa con el Padre, con la “chispa”, o porque así está establecido». Entendí que la primera vía es lo que llamamos oración, aunque al Galileo no le gustaba el sentido ortodoxo de la palabra. Prefería comunicación, o conversación, con la nitzutz. De ese diálogo, en definitiva, nacen las revelaciones. De ahí la importancia de pedir información, o respuestas; nunca beneficios materiales. De esto último se ocupa el Áhab, el «combustible» que todo lo sostiene en la creación, el Amor del Padre. Y no hay pregunta que quede sin respuesta, como tampoco hay sueño que no se materialice…, ambos, en su momento. E insistió: «Ahora, en esta vida, o después…».

En cuanto al segundo camino, prefirió no agotarme. Él sabía que no estaba a mi alcance. Si no he logrado encajar las piezas que forman mi propia personalidad, ¿cómo organizar el «puzzle» divino? Con su palabra fue suficiente. La revelación —sublime o doméstica— pasa siempre por la «chispa». Ella la autoriza, y la deposita en el alma, como una flor destinada a hablar en silencio. Es el alma inmortal quien deberá analizarla, y disfrutarla. A diferencia de las flores, las revelaciones no se marchitan jamás. Y mañana proporcionarán hijos…

La revelación, sin embargo, termina aislando a quien la recibe. El anciano Abá Saúl, de Salem, tenía razón: la verdad no está hecha para ser proclamada; no en este mundo. Cuando la revelación llega, si es de gran calibre, abre un enorme cráter en el ánimo del receptor, y queda mudo. Si se atreve a hablar, nadie le cree. Desde ese momento, el ser humano sólo crecerá hacia el interior. Entonces brillará con luz propia, pero nadie lo sabrá. Jesús lo llamó el «abrazo 3», el único que «abraza sin poseer». A pesar de todo, a pesar de la soledad del que recibe, la revelación es un paso del alma. El bebé está caminando…

—Presta atención, querido mensajero…

Era todo oídos. Pocas veces lo vi tan solemne. ¿Qué trataba de comunicarme? ¿Qué pretendía la «chispa»?

Dirigió el rostro hacia el firmamento. Pensé en las «luces». ¿Se moverían?

No lo hicieron.

—Así está establecido…

—No comprendo, Señor…

—Ahora es el momento. Ahora debes saber… Escucha mis palabras, para que lo que veas, y oigas, sea comprensible para ti y, sobre todo, para los que llegarán después…

Obedecí. Algo especial, y destacado, intentaba transmitirme, aunque no era fácil. De nuevo lo vi pelear con las ideas. Todo se quedaba pequeño; especialmente, las palabras…

—¿Sabes qué es el tikkún?

Asentí con la cabeza. Para los judíos, el tikkún era una especie de misión sagrada. La traían cada hombre y mujer al nacer. Según los muy religiosos, el tikkún tenía un objetivo básico: recuperar y reconstruir la Šeḵinah, o Divina Presencia, huida del Templo por culpa de los pecados de Israel, y en esos momentos en poder del invasor, Roma. Cumplir el tikkún era contribuir a la llegada del Mesías libertador, haciendo la voluntad del Santo. El tikkún, además, era el único camino para alcanzar la salvación. El hombre que cumplía su tikkún era bendecido por Dios. El que lo rechazaba, o descuidaba, quedaba maldito, y sujeto al estado diabólico. Lo llamaban «hombre qlifoth». Éstas, digamos, eran las líneas generales del tikkún. Por supuesto, cada escuela rabínica añadía nuevas interpretaciones y matizaciones. Ésta, como ya mencioné, era una de las ideas que motorizaba la vida de Yehohanan: derrotar a los impíos y recuperar la Šeḵinah. Más exactamente, arrebatar la «Luz Divina» a Roma, y depositarla en manos de los sacerdotes y doctores de la Ley. Ellos sabrían devolverle la primigenia unidad.

—También he venido para cambiar eso…

—¿Tú crees en esa misión sagrada?

—Es cierto que existe un tikkún para cada ser humano, pero no como lo interpretan los rabinos…

Aquello, en efecto, era nuevo para este explorador. Y Jesús avanzó un poco más, cautelosamente…

—El hombre no necesita ser salvado. La inmortalidad no depende de su tikkún. Recuerda que es un regalo del Padre. Eres inmortal desde que eres imaginado por el Amor. Eres inmortal sin condiciones.

Y matizó:

—El hombre y la mujer nacen con un tikkún: vivir, sencillamente…

—¿Vivir?

Algo había apuntado en el Hermón…

—¿Qué quieres decir?

—Asomarse a los mundos del tiempo significa experimentar la imperfección. Vivir lo opuesto a vuestra naturaleza original, la del espíritu. Es lógico que nazcas para vivir…

Algo nos dijo, efectivamente, en las nieves del Hermón. Es importante vivir porque ésta es nuestra única oportunidad. Después, tras la muerte, será distinto. Será otra situación, otro cuerpo…

—Sigo sin comprender…

—Te lo he dicho. También he venido a cambiar eso. He venido a proclamar que cada vida, cada tikkún, tiene sentido. Cada tikkún es una cadena de experiencias, enriquecedora. Nada es fruto del azar. Todo, en el reino de mi Padre, está sujeto al orden, y al Áhab

—¿Tiene sentido el dolor, la enfermedad, la oscuridad…?

—Me lo preguntaste en el kan de Assi, y te repito lo mismo. Hay lugares, como este mundo, en los que todo es posible, incluida la maldad. Es parte de un juego que no estás en condiciones de intuir. ¿Crees en mi palabra?

—Por supuesto, Señor…

—Bien, entonces, acéptala. Cada tikkún es minuciosamente planificado… antes de nacer. Y todo tikkún obedece a un porqué. Nadie es rico, o negro, o esclavo, o ciego, o paralítico, o ignorante, o pobre, o rey, por casualidad. Nadie vive las experiencias que le toca vivir, simplemente porque sí, o por un capricho de la naturaleza.

—¿Y quién decide que alguien viva en la sabiduría? ¿Quién establece que uno sea más y otro menos?

Jesús sonrió, malicioso. Empecé a aprender que aquella sonrisa, en particular, significaba «terreno peligroso». Pero respondió:

—Quizá tú mismo…

—¿Yo selecciono la pobreza o el sufrimiento? No lo creo…

La sonrisa permaneció, firme e inmutable. No hubo palabras. Fue la mejor respuesta. Después, tras el elocuente silencio, proclamó:

—A eso he venido, querido mal’ak: a traer la esperanza, la presencia de Ab-bā, a los que la han perdido. A eso he venido: a proclamar que cada vida, cada tikkún, obedece a un orden, aunque no podáis comprender…

—Y al nacer, todo queda olvidado…

El Maestro refrendó el comentario con un leve y afirmativo movimiento de cabeza. Él no fue ajeno a esa circunstancia. Necesitó mucho tiempo —casi treinta y un años— para saber quién era en realidad…

—Todo tiene sentido —proseguí, desvelando mis pensamientos—. Sólo es cuestión de vivir…

—Vivir en la seguridad de que todos son iguales, e importantes, para el Padre. Todos cumplen una misión. Todos camináis en la misma dirección, aunque no lo parezca…

—A eso has venido…

—Sí, a refrescar una memoria dormida. Y sé, igualmente, que mis palabras serán olvidadas, y tergiversadas…

—¿Y no te importa?

—Lo primero que debes aprender esta noche es que ningún tikkún es reprobable.

Cada persona, una misión. Cada ser humano, un destino. Ésa fue la revelación que recibí en aquella jornada, en Beit Ids, y que me apresuro a transmitir tal y como Él lo quiso. Yehohanan, su tikkún. Judas, el Iscariote, el suyo. Poncio, también. Cada hombre y mujer, el que hayan elegido —y lo remarcó—… «antes de nacer». Poco importa el porqué de cada tikkún. Estamos aquí, y ésa es la única realidad. Desde esa fría noche, frente a la cueva, no he vuelto a levantar el puño contra Dios, ni contra los hombres. No tiene sentido. Ahora creo entender muchas de las injusticias, o supuestas injusticias, que veo en la vida. Antes sentía piedad por los mendigos, y por los desheredados. Ahora también me conmueven, pero menos. Ahora sé que ellos lo han querido así, y debo respetarlo. Es un orden que escapa a mi corto entendimiento, pero que acepto, porque la información nació de Él.

Y aunque el Galileo fue todo lo claro que pudo ser, quien esto escribe, con su habitual torpeza, siguió confundiéndolo todo…

—Si dices que el tikkún es diseñado (?), y aceptado, antes de nacer, eso quiere decir que admites la reencarnación…

Un súbito destello, en lo alto, me distrajo. Pero las «luces» continuaron solapadas. Yo juraría que presencié aquel fogonazo. Blanco. Muy intenso. Él tuvo que verlo, necesariamente. Pero siguió a lo suyo. Mejor dicho, a lo mío.

—Dime, mal’ak, ¿mi Padre es santo?

—Tú enseñas que Ab-bā es perfecto, aunque no sé muy bien en qué consiste la perfección…

Se sintió satisfecho, y concluyó:

—Una de las características de la santidad, o de la perfección, como tú dices, es que no repite jamás.

Me invitó a contemplar el cielo estrellado y preguntó, de nuevo:

—¿Puedes indicarme dos criaturas iguales en la naturaleza?

Y pensé: «Ahora se repetirá…».

Pero no. El fogonazo no regresó. El firmamento permaneció sereno y rodante. ¡Lástima!

E insistió:

—¿Hay dos gotas gemelas? Ni siquiera las palabras que salen de tu boca son fruto de los mismos pensamientos. Ninguna es como la anterior…

Y sonrió, benevolente.

—No hagas a Dios a tu imagen y semejanza… Lo hablamos: sólo se muere una vez…

Y fue así como nos adentramos en el territorio de la muerte. Hablamos un tiempo. Después, vencido por el cansancio, Él se retiró a la gruta, y quien esto escribe se sumergió en el interior, intentando poner orden en las enseñanzas recibidas. No había duda. El Maestro utilizó el término guilúi («revelación»). Para mí fue un día grande. Mi alma creció, casi hasta la estrella Spica.

¡La muerte! ¡La gran temida! ¡La peor conocida! Él lo tenía absolutamente nítido: en el mundo material no hay otra forma más sabia de terminar. Alguien toca en el hombro, y el alma «abre los ojos». Eso es morir. En otros momentos de estos diarios he utilizado la palabra «resurrección». Seguramente me equivocaba. Él matizó, aunque era consciente de la anemia de las ideas humanas. Y digo que me equivocaba porque el alma, al ser inmortal, no puede ser resucitada. Digamos que experimenta (?) un proceso de «transportación» (?), y que amanece en los mundos «MAT»[200], con un soporte físico nuevo. Nadie la juzga. No hay premio ni castigo, en el sentido tradicional. En todo caso, una inmensa sorpresa. «MAT-1» no es el cielo, pero es infinitamente mejor que lo que ha quedado atrás. Y el alma comprende, al fin: sólo ha cumplido su tikkún. Ahora, en «MAT», debe proseguir, siempre hacia la perfección. El cuerpo es sólo un recuerdo, cada vez más difuso. En eso, las escrituras judías hablan con razón: «… Vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, el espíritu vuelva a Dios, que es quien lo dio» (Eclesiastés 12, 7). La materia orgánica (Él habló de «vestiduras» o begadim) es reemplazada por otro cuerpo físico, igualmente imaginado por el Padre; es decir, asombroso: sin aparato digestivo, circulatorio, ni respiratorio. Él habló de una maravilla que se mueve, que siente, y que también finaliza, pero sin el proceso de la muerte. En su lugar, el paso de un «MAT» a otro se registra por medios «diferentes». No pude sacarle mucho más. En esos nuevos «tramos», el alma continuará como «recipiente» de la personalidad. Sencillamente, creceremos. Y al final de los mundos «MAT», aunque ahora está fuera de toda comprensión, el alma podrá «valerse por sí misma». Eso significará que es «luz», y que habrá regresado a su «patria», el mundo del espíritu. Será entonces cuando veremos al Padre. Mejor dicho, será entonces, sólo entonces, cuando seremos como Él. «Omega es el principio». Y aquel lejano, y primitivo, ser humano iniciará su carrera como Dios Creador…

Y en ello estaba, tratando de ordenar las ideas, cuando las «luces» dieron señales de vida. Esta vez fue hacia el oeste. Primero observé un destello, en la posición que ocupaba Sirio. Y al instante, desde el cinturón de Orión, se encendió una especie de gigantesco faro, que recorrió el cielo, dibujando enormes círculos. Conté tres. ¡Tres círculos de nuevo!

Después, todo volvió a la normalidad. ¡Lástima! De haber sucedido poco antes, el Maestro lo habría presenciado…

Y, durante un tiempo, intenté en vano resolver el enigma. Allí, en lo alto, había alguien. Eso era obvio. Pero ¿quién? ¿Por qué sobre el lugar en el que habitaba Jesús?

Los «intrusos» (?) no se hicieron visibles, al menos esa noche. Pero la imagen del formidable haz de luz, barriendo la oscuridad, quedó grabada en la memoria para siempre, como ocurrió con otros sucesos similares. Tenía gracia. Minutos antes, el Maestro y quien esto escribe habíamos conversado sobre el valor de los recuerdos…

Una vez más me dejó perplejo. Si sus enseñanzas eran ciertas —y no lo dudo—, aquellas imágenes de las «luces» que volaban en solitario, o en formación, o la increíble esfera que descendió sobre la garganta del Firán, formarían parte de mi «equipaje» al más allá. Eso manifestó en el Hermón, y repitió ahora, en Beit Ids: sólo la dikron (la memoria) sobrevive a la muerte. Ése será el único «saco de viaje» autorizado. El resto, todo lo demás, grande o pequeño, valioso o insignificante, quedará en este mundo. Sólo el alma inmortal y la memoria (lo más exacto sería hablar de memorias, en plural) entrarán en los mundos «MAT».

Necesité tiempo para acostumbrarme a la idea. «Sólo los recuerdos son salvados…».

E imaginé al alma, con una maleta en la mano. Una maleta llena de vivencias.

Él, entonces, añadió:

—¿Comprendes por qué es tan importante vivir? Serás lo que sea tu memoria; lo que dictamine tu tikkún.

Y, peor que bien, pretendí recomponer el proceso revelado por el Hijo del Hombre. Vivir. Eso es lo que cuenta. El alma, bajo el «pilotaje» de la «chispa», se ocupa de almacenar dichos recuerdos, y de preservarlos. Parte de esa misteriosa, y delicada, labor de selección y archivo se registra durante la noche, mientras dormimos. No importa que los recuerdos se disipen y desaparezcan. Que olvidemos no significa que las memorias se hayan desintegrado. Después, al morir, el «cargamento» será custodiado por la nitzutz, y entregado al alma en «MAT-1», cuando «despierte». Y pregunté: ¿por qué la memoria es tan importante? Yo conocía parte de la respuesta: «¿Qué otra cosa puede sustituir a lo vivido?». Incluso el presente es memoria, un segundo después. En definitiva, vivimos para recordar, y recordamos porque hemos vivido.

Las brasas fueron agotándose, pero me resistí a retirarme. Estaba, sencillamente, desbordado. Nada de lo que me habían enseñado en nuestro «ahora» coincidía con lo revelado por el Maestro. En realidad, muy pocos entendieron su pensamiento y, mucho menos, su mensaje.

¡Era tan simple y tan sublime al mismo tiempo…!

Algo sabía sobre el funcionamiento del cerebro, pero, precisamente por ello, mi asombro no tuvo límite. Podía entender, con dificultad, que los recuerdos sean almacenados. Eso representa que una imagen, sea visual, táctil, acústica, olfativa, o gustativa, termina convirtiéndose en química. Un chorro de electrones (en realidad de swivels), porque eso es una imagen, modifica parte de su estructura, y queda «archivado» en el cerebro. Sí, lo comprendía, con enormes dificultades… Pero donde me perdí definitivamente fue en la segunda parte de la historia: el «rescate» de las memorias tras la muerte. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo asumir que esa «química», distribuida y «dormida» en las regiones de almacenamiento —hipocampo, cerebelo, etc.—, pueda ser «liberada» del cuerpo y transformada en «algo» susceptible de ser trasladado… a no se sabe dónde? ¿Qué hacer con los neurotransmisores, las proteínas y el ADN neuronal que, en definitiva, contribuyen a la fijación de la memoria? Todo desaparece con la muerte, sí, pero ¿cómo conservar la imagen del Maestro que yo acababa de ver, junto a la hoguera? ¿Cómo mantener «vivo» el recuerdo del Hijo del Hombre, en lo alto de un árbol, cubierto por la nieve, e intentando sujetar, desesperadamente, a un joven epiléptico? ¿Qué clase de genio es capaz de mantener el sonido de sus palabras, o la «imagen» de su perfume, una vez desaparecidas mis neuronas? Más aún: ¿quién establece los criterios a la hora de la selección de esas miles de imágenes[201]? ¿Quién disfruta de la suficiente perspectiva?

Sí, desbordado…

Por supuesto, sólo hay una respuesta: ese genio es Ab-bā, el Buen Dios…

Y Él lo dijo una y otra vez: «¿Por qué te preocupa el cómo? ¿No es más importante el porqué?».

Tenía razón, pero sólo soy un ser humano…

El resto de aquella primera semana en Beit Ids discurrió sin mayores sobresaltos. Él prosiguió las visitas a la colina de la «oscuridad», y quien esto escribe se limitó a observar y a cumplir lo pactado. Hablamos, y me hizo nuevas revelaciones, pero de eso me ocuparé a su debido tiempo, si así está escrito…

Continué la búsqueda del cilindro de acero, aunque, la verdad sea dicha, sin éxito. Nadie supo darme razón. Nadie parecía saber nada. Todos señalaron a la welieh de la fuente. Pero ¿de qué hablaban?

Del supuesto genio benéfico (?) no supe nada más, de momento. Y tampoco de las «luces»…

Pero las sorpresas no habían concluido, no señor…