Al alba, vomité.
Llovía con fuerza.
Y al sudor frío, y al tormento del dolor de cabeza, se unieron el vértigo y la ansiedad. La cueva empezó a girar y yo, pálido, permanecí inmóvil, aferrado a la «vara de Moisés».
Quise pensar. ¿Qué me sucedía?
Y, sin querer, me vino a la mente la imagen de Eliseo, mi compañero, al enfermar en Damiya. ¿Me había intoxicado?
Intuí el peligro. Fuera lo que fuera, no era bueno que permaneciera solo.
Me alcé y, como pude, llegué hasta la boca de la gruta. Otra oleada de vómitos me detuvo. Al percibir sangre entre los restos de la cena, el sudor se hizo más abundante. Y temblé de miedo.
Me arrastré hasta la cueva del Anunciador. Había desaparecido. Quizá tomó el camino habitual, aguas arriba.
Tenía que hallarlo. Quizá él pudiera socorrerme. Ya lo hizo en dos ocasiones. Le debía la vida…
Y descalzo, con la cabeza a punto de estallar, empapado por la cortina de agua y con el paisaje girando en mi cerebro, logré entrar en el Firán. Sólo tenía que avanzar por el centro de la corriente. Quizá Yehohanan apareciera en uno de los recodos.
Le rogaría, le suplicaría…
Debía ayudarme a retornar a Salem. Con eso sería suficiente.
Pero las fuerzas fallaron y me derrumbé…
Sólo fueron segundos, los suficientes, sin embargo, para que el cayado escapara de los dedos.
El instinto me puso en pie. No podía perderlo.
Lo vi flotar, en mitad del diluvio.
¡Oh, Dios, de nuevo el Destino! Él, probablemente, me situó en la dirección correcta.
Cambié de rumbo y olvidé a Yehohanan. Tenía que hacerme de nuevo con la «vara de Moisés». Era vital…
La perseguí. Me arrastré. Caí y me levanté, una y otra vez. Todo me daba vueltas.
Y el cayado se alejó, arrastrado por la corriente…
Creí ver unas figuras que saltaban al arroyo.
¿«Ellos»?
Pero mi mente quedó a oscuras. El zumbido en el interior de la cabeza llegó al límite y me precipité en las aguas. Lo último que recuerdo fueron unos finísimos círculos de luz, concéntricos, que brillaban en la negrura de mi conciencia (?). Y en mitad de los círculos, la imagen de Jaiá, llorando e implorando:
«¡No vayas!… ¡He tenido un sueño!… ¡No vayas!».
Es posible que fueran las siete de la mañana de aquel viernes, 9 de noviembre del año 25. A partir de esos momentos, y por espacio de cinco semanas, no supe quién era, ni dónde me hallaba, ni por qué. Lo que he reconstruido de ese tiempo negro y terrible se debe a las informaciones que recabé a partir del domingo, 16 de diciembre, cuando el Destino me permitió recuperar mi identidad.
Las sombras que vi saltar al Firán eran mis amigos, los felah de Salem y Mehola. Ellos me descubrieron cuando avanzaba, entre caídas, por el torrente. Ellos atraparon el cayado y cargaron el cuerpo desmayado de este explorador en uno de los onagros, trasladándome de inmediato a la casa de Abá Saúl, en la referida aldea de Salem. Fue el solícito y providencial Ša’ah, «Tiempo corto», quien me salvó la vida…
Y fueron también los ancianos Saúl y Jaiá, su esposa, quienes se hicieron cargo de este maltrecho y, sobre todo, desamparado explorador. Todos contribuyeron —¡y de qué forma!— para que pudiera mantenerme vivo. Al comprender lo sucedido, al deducir que había perdido la memoria declarativa (la que conserva los recuerdos a corto y largo plazo), el terror fue aún mayor. ¿Qué habría sido de mí si la amnesia se hubiera presentado en plena búsqueda del Anunciador? ¿Dónde habría ido a parar?
Necesité tres días para recuperar el conocimiento. La gente de Salem no supo qué hacer. Al despertar, mis queridos anfitriones me colmaron de cariño. Yo, sin embargo, reaccioné asustado. No sabía quiénes eran Saúl y Jaiá. Por más que hablaron y explicaron, no supe qué lugar era aquél, ni por qué me encontraba allí. Pero lo más dramático es que, en esos treinta y seis días, no alcancé a descubrir una sola pista sobre mi personalidad, mi familia y mi trabajo. No supe quién era Jesús de Nazaret, ni tampoco Eliseo, ni Jasón de Tesalónica…
Me hallaba total y absolutamente desorientado, tanto en el tiempo como en el espacio.
Según Jaiá, quien esto escribe pasaba buena parte del día en silencio, pendiente del cielo. Toda mi vida se redujo a ver pasar el sol y las nubes, a través de una de las ventanas de la casa de Abá Saúl. En ocasiones, no muchas, reía y reía, sin sentido. Hablaba en una lengua extraña (probablemente en inglés) y confundía al anciano Saúl con un tal Curtiss, «un militar de lejanas tierras»… El pobre Saúl escuchaba pacientemente, pero no comprendía.
Después, en mitad de aquellos altibajos, emprendí una tarea que terminó de desanimar al matrimonio. De pronto me dediqué a contar los granos de las granadas. Me sentaba en la cocina y desgranaba los frutos, uno tras otro. Acto seguido proclamaba: «Dios respira números»…
Jaiá retuvo cinco de esas cifras, correspondientes a otras tantas granadas: 493 granos, 386, 397, 378 y 462.
La gente del pueblo me tomó por un poseso. Era lo que llamaban yad (una posesión). Y discutieron sobre el posible demonio que se había instalado en mi «segunda alma»[74]. Abá Saúl fue el único que no se pronunció. No creía en tales posesiones. Se limitaba a observar y a llorar…
Jaiá siguió el consejo de los bienintencionados, pero supersticiosos, vecinos, y consultó a cuantos kasday o astrólogos se pusieron a su alcance. Todos coincidieron: una de mis almas fue invadida por Lilit, el demonio-mujer que fuera expulsado del Paraíso, y al que ya me he referido en otras oportunidades. Para cerciorarse, los caldeos le recomendaron que alfombrara la puerta de entrada a la casa con ceniza bien tamizada. A la mañana siguiente, las huellas de Lilit quedarían impresas en el polvo. Eran inconfundibles —decían—, y similares a las de las patas de los gallos.
Según la buena mujer, esas huellas nunca aparecieron…
Por supuesto, jamás pensé en una «posesión diabólica». Lo que padecí fue una patología, a la que ya me había enfrentado en otras ocasiones, pero nunca tan de cerca…
El domingo, 16 de diciembre, fue un día especialmente luminoso, y no sólo por la transparencia del valle. Esa mañana, al despertar, supe quién era. La memoria regresó y, con ella, toda mi vida.
Saúl y Jaiá lo advirtieron y me abrazaron, entre lágrimas. Fue a partir de ese día, como digo, cuando tuve la posibilidad de rehacer la laguna mental, justo desde el momento en que fui recogido por «Tiempo corto» y el resto de los campesinos.
Todo encajaba. Los síntomas previos —desfallecimientos fulminantes, brevísimos períodos en «blanco», somnolencia, dolores de cabeza y abatimiento en general— fueron un aviso, pero, lamentablemente, no supe verlo. Todos mis buenos propósitos para demorar el mal que nos aquejaba quedaron reducidos a humo, ante la fascinación ejercida por Yehohanan. Fue mi culpa. Antepuse las indagaciones sobre aquel personaje a la toma obligada de los antioxidantes. Lo que llamábamos «resaca psíquica»[75] se presentó implacable, hundiéndome en una amnesia retrógrada, en la que el pasado fue borrado de un plumazo. Miento. Pasado y presente. Todo fue desintegrado[76]. Al eclipse total de lo vivido se unió el verdugo que me imposibilitaba para conseguir nuevos recuerdos. Durante cinco semanas viví en un permanente presente, sujeto, tan sólo, a la claridad del día y a la bondad de mis cuidadores. Fue entonces cuando experimenté el miedo más severo. Fue ese 16 de diciembre, al recuperarme, cuando comprendí lo cerca que había estado del final. ¿Cerca? Yo diría que entré en el túnel y, milagrosamente, logré salir…
Pero ¿cuánto duraría el nuevo período de calma? Si la destrucción neuronal continuaba, si el óxido nitroso seguía devorando nuestros cerebros, la catástrofe podía presentarse en cualquier instante.
¡En cualquier momento y para ambos, para Eliseo y para quien esto escribe!
Tenía que pensar. Tenía que evaluar la situación y decidir. Aquello no era un juego. Quizá habíamos ido demasiado lejos. Era menester hablar con mi compañero y adoptar una decisión. Pero ¿cómo explicarle la tragedia vivida? Él no estaba allí, no podía comprender, ¿o sí?
Me hallaba todavía débil y Jaiá no permitió que paseara solo. Se brindó a acompañarme y se lo agradecí, una vez más. Tenía que poner en orden las ideas.
Y caminamos hacia la suave colina que llamaban el «lugar del príncipe», el cerro en el que tuve el misterioso sueño y que Abá Saúl interpretó como un «encuentro» con Melquisedec.
Dediqué largo rato a meditar. Y el miedo siguió a mi alrededor, merodeando.
No debíamos arriesgarlo todo. Si éramos asaltados de nuevo por la «resaca psíquica», allí, en Salem, en Nahum, o en cualquier otro lugar, la misión —el segundo y tercer «saltos»— habría sido un fracaso; un fracaso, sobre todo, para el resto del mundo. Yo me consideraba sobradamente pagado, por el simple hecho de haber formado parte de Caballo de Troya y, especialmente, por haberlo conocido…
Teníamos que suspender la operación.
¡Dios mío!
¿Y qué sucedía con nuestros proyectos? Ambos, creo, estábamos entusiasmados. La aventura apenas había arrancado. El Maestro nos esperaba. ¡Había tanto por ver, tanto por aprender! No sabíamos nada de su vida pública…
Entonces se produjo la pelea. La intuición, en voz baja, recomendó ánimo. Él era prioritario. Él aguardaba. Él nos protegería…
La razón intervino a continuación e intentó demoler los sabios consejos. Era extremadamente peligroso. Podíamos quedar inválidos, aislados o muertos y en un «ahora» ajeno al que nos correspondía. Si esto llegaba a suceder, adiós a todo. Nadie recibiría la información acumulada hasta ese instante; una información incompleta, pero demasiado valiosa…
Jaiá me vio pelear conmigo mismo. Pero, prudente y amorosa, se limitó a sonreír. Una nueva «catástrofe» estaba a punto de ocurrir…
Era evidente que no había aprendido nada. Él solicitó confianza en el Hermón, y también después.
«Confía», reclamaba cuando me veía perdido.
¿Confiar? ¡Qué difícil palabra! ¡Qué lejos me hallaba de aquel maravilloso Hombre!
Era preciso pensar. Tenía que hallar una solución…
Pero, para eso, para determinar qué hacer, primero tenía que viajar al yam y conversar con mi compañero.
Sí, lo haría a la mayor brevedad…
Y el Destino siguió tejiendo y destejiendo.
Fue Jaiá quien me rescató del nuevo tormento. Y lo hizo con una pregunta muy oportuna; algo que había estado presente en la memoria de este explorador durante los cinco días de permanencia en la garganta del Firán…
—¿Quieres saber qué fue lo que soñé?
Y las misteriosas palabras de la anciana descendieron de nuevo sobre mí: «¡No vayas!… ¡Tuve un sueño!… ¡No vayas!».
La escuché con atención.
—Vi hombres. En el sueño llegaron a la casa y te obligaron a salir con ellos… Uno era Abner, el discípulo de ese hombre que predica en Enaván…
Reconocí lo sucedido en la madrugada del 3 al 4 de noviembre, cuando fui despertado bruscamente por la gente de Yehohanan. El gigante me buscaba.
Pero eso no fue un sueño. Ocurrió realmente…
Y la dejé proseguir.
—… Lloré amargamente… Yo sabía que ese hombre, Yehohanan, te causaría daño… Y esperamos ciento un días… Después llamaron a la puerta. Eran «Tiempo corto» y los otros. Abrieron paso y vi a un anciano… Cargaba a un joven entre los brazos… Entró en la casa y lo dejó en el suelo… Mi marido aproximó el oído a su pecho y negó con la cabeza. Estaba muerto… ¡Eras tú, Jasón! ¡El joven muerto eras tú!… Entonces, el anciano habló… ¡El anciano también eras tú, Jasón, pero más viejo!… ¿Cómo podía ser? Y dijo: «Él amaba a “K” y yo también»… Se dirigió a tu habitación, tomó el cayado, el tuyo, y se alejó…
Jaiá, la «Viviente», suspiró y concluyó la ensoñación:
—Intenté detener al anciano. La vara era tuya. No tenía derecho a llevársela… Entonces, Abá Saúl se interpuso. Abrió la puerta y, amablemente, lo invitó a seguir su camino, al tiempo que susurraba: «Deja que cumpla lo que está escrito… Él mismo lo dispuso así… Deja que el Destino haga su trabajo».
Fin del sueño (?).
Al poco, ante la sorpresa y desesperación de la mujer, quien esto escribe regresó, tomó la «vara de Moisés» y se perdió en la noche de Salem. Y recuerdo las lágrimas de Jaiá y las palabras del rabí, aconsejando a su esposa que dejara hacer al Destino.
¡Asombroso!
Parte del sueño parecía haberse cumplido. Pero ¿quién era «K»?
Trasteé en la memoria y no obtuve respuesta. «K» no tenía significado para mí. En hebreo y arameo, «ke» y «ka» forman una partícula inseparable, con diferentes significados: «como, igual que, según y cerca de», entre otros.
Algún tiempo después comprendí. Fue el Maestro quien despejó la duda…
«K» existía, naturalmente.
Interrogué a Jaiá sobre los detalles del «sueño», en especial sobre los dos hombres que identificó como «Jasón», el viejo y el joven. La coincidencia me desconcertó. En otros momentos de esta aventura, algunos de los personajes con los que llegué a coincidir aseguraron haber conocido a un Jasón anciano. ¿Cómo era posible?
Estaba a punto de descubrirlo…
De pronto, al solicitar más información sobre el «anciano del sueño», Jaiá palideció. Me observó con incredulidad y abrió los ojos, espantada.
El instinto tocó en mi hombro…
Después ocultó el rostro con las manos y permaneció así unos instantes.
Me asusté. ¿Qué le sucedía?
Retiró los dedos lentamente y sus ojos me recorrieron. Parpadeó nerviosa y, finalmente, lanzando un grito, se incorporó y huyó a la carrera.
La intuición, como digo, me salió al paso…
Yo también corrí hacia la casa de Abá Saúl. Allí estaba la respuesta. Jaiá, temblorosa, me ofreció un espejo de bronce.
No me equivoqué, esta vez no.
Al principio no me reconocí. Habíamos envejecido tras el tercer «salto», pero «aquello»… Necesité un segundo repaso. Aquel «Jasón» era otro…
¿Cómo era posible? Sólo tenía treinta y seis años…
No hubo palabras. La crisis, la «resaca psíquica», me había arrastrado también a un «encanecimiento súbito», ya anunciado en los informes iniciales de Caballo de Troya. Pero una cosa era saberlo, o intuirlo, y otra muy distinta, comprobarlo. Los cabellos, las cejas, y la revuelta barba quedaron blancos, como las nieves del Hermón. Había estrenado la ancianidad (al menos en el aspecto exterior) en cuestión de minutos. Eso fue lo que asustó a la buena mujer. Esa mañana, al levantarme, presentaba el aspecto de siempre: un hombre envejecido. Fue en la colina de Melquisedec (!) donde caí en picado…
Y comprendí las alusiones al «anciano Jasón», formuladas por algunos de los que rodearon al Maestro, y a lo largo de nuestro primer «salto» en el tiempo, en el año 30 de nuestra era. Paradojas del Destino. Fui joven después de ser un anciano.
No preguntaron, ni yo expliqué. No tenía sentido. Ambos lo atribuyeron «a mis penalidades». No era la primera vez que alguien encanecía de un día para otro. Abá Saúl conocía casos, especialmente entre los condenados a muerte.
Por fortuna, el aparatoso encanecimiento no se vio acompañado por una disminución de las fuerzas o por una caída de la memoria. Todo lo contrario. Poco a poco recuperé el temple, y el abatimiento de aquellas semanas se dulcificó. Y sucedió algo que tampoco estaba previsto, lógicamente…
Ni Eliseo ni quien esto escribe acertamos a desvelar lo ocurrido. Fue otro misterio, relacionado, posiblemente, con los efectos de las sucesivas inversiones de masa. Mi memoria siempre fue excelente. En el argot médico, esa notable capacidad para retener textos, imágenes, números o conversaciones recibe el nombre de hipermnesia[77]. Ésa fue otra de las razones por la que fui seleccionado para este proyecto. Pues bien, a raíz de ese 16 de diciembre del año 25, mi hipermnesia se incrementó, convirtiéndose en un fenómeno que podría aproximarse a lo que los especialistas llaman «memoria panorámica», una supermemoria, en la que el caudal mnésico experimentó una brusca actualización. Si lo deseaba, lo vivido hasta esos momentos aparecía en el cerebro, y con todo lujo de detalles. No importaba la antigüedad del recuerdo.
Toda una suerte, o una desgracia, según se mire…
Pero supe aprovechar esta nueva condición de la memoria. De regreso al Ravid repasé cuanto había escrito y redondeé las vivencias. Jesús de Nazaret y los diarios fueron los grandes beneficiados.
El resto de la jornada lo dediqué a conversar con mis salvadores, y a ponerme al día.
No debía lamentarme. A pesar de haber perdido el último par de sandalias «electrónicas», y casi la vida, el Destino fue benevolente, una vez más. Quería retornar a Nahum. Necesitaba verlos…
¿Me reconocerían?