DEL 5 AL 9 DE NOVIEMBRE

Desperté relajado. De la reciente angustia sólo quedaba el recuerdo, arrinconado ahora en lo más remoto de la mente. Me negué a pensar en lo ocurrido. Sentía algunas molestias, pero me puse en pie y procedí a explorar el lugar en el que había amanecido.

Era lunes, aunque eso, a decir verdad, poco importaba.

El Bautista, una vez más, había desaparecido. Me hallaba, como ya comenté, en una cueva no muy grande y desnuda. El sol, mucho más madrugador que este explorador, penetraba con cautela en el nacimiento de la gruta.

No distinguí rastro alguno de Yehohanan, a excepción de unos restos calcinados de madera. Aparecían fríos. No creo que fueran utilizados en el día anterior. Quizá llevaban allí un tiempo. Quizá no tenían relación con el predicador.

Fue entonces, con una rodilla sobre el polvo que cubría el suelo de la «cueva uno» (así denominé la oquedad ubicada al filo de la corriente), cuando reparé en mi pie izquierdo.

¿Cómo no lo había visto antes?

Tanteé el cuello como un tonto. Allí, lógicamente, no estaban.

¡Había perdido las sandalias «electrónicas»!

No tuve más remedio que rememorar los desagradables sucesos de la jornada anterior. Ante la orden de Yehohanan me había descalzado, anudando las sandalias y colgándolas del cuello. ¿Se perdieron en la caída? Era lo más verosímil…

E, instintivamente, inspeccioné la pequeña bolsa de hule que colgaba del cuello. Las «crótalos» y la ampollita de barro, con los «nemos», no sufrieron daño aparente. Pero aquello no me tranquilizó. El extravío de las preciosas «electrónicas» era imperdonable. Como dije, siempre fueron de gran ayuda en nuestra misión. No podía permitir que desaparecieran. Era el último par. El primero se hundió en las agitadas aguas del torrente que bajaba del monte Nebi, en Nazaret, cuando intentaba cruzar un arruinado puente de troncos. Mi pierna izquierda se precipitó por un hueco y perdí el saco de viaje, con el referido primer par de sandalias [3].

Volví a registrar la cueva. Negativo. Ni rastro. Revolví el polvo. Fue igualmente inútil. Y pensé en el Anunciador. Él rescató la vara. Quizá recogió también el calzado. De no ser así, ¿dónde buscar? Pudieron quedar enganchadas en la maleza o, lo que era peor, quizá flotaron en las aguas del tributario. En este último supuesto —yo diría que más que supuesto—, las «electrónicas» podían hallarse a mucha distancia, quién sabe si en el propio río Jordán, o retenidas en las orillas, sin olvidar la posibilidad de que alguien las detectara y se hiciera con ellas.

El frente nuboso había desaparecido. El cielo, azul, me recibió sereno. Una tímida brisa, casi de puntillas, jugueteaba en la garganta, obligando a cabecear a los cientos de narcisos amarillos de las paredes. Y el perfume, intenso, me hizo olvidar, momentáneamente, el pensamiento principal.

Yehohanan, el Anunciador, se hallaba a corta distancia, aguas abajo, en mitad del aprendiz de río. Entré despacio en el cauce y permanecí atento. No lograba entenderlo, una vez más. ¿Qué era lo que hacía?

El gigante de dos metros de altura, con la corriente a media pierna, golpeaba las transparentes aguas con el talith que lo cubría habitualmente. Había plegado el manto y sacudía la superficie con violencia y sin descanso. Y, a cada golpe, repetía:

—¡Soy de Él!… ¡Ábrete!

Me vio llegar, pero continuó con lo suyo.

¿Qué pretendía?

Y de pronto se detuvo. El talith de pelo humano chorreaba y su pecho oscilaba arriba y abajo. Sudaba y jadeaba. Percibí el desagradable olor a sudor, pero me contuve.

Entonces miró a su alrededor y, finalmente, repitió aquel gesto, solicitando silencio. ¿Silencio? Eso era lo que sobraba en aquel apartado paraje. Pero ¿a qué o a quién se refería? Allí sólo estábamos él y yo…

Lo imité, explorando los alrededores con la vista. Sólo las aves y la brisa nos prestaban atención, y no mucha.

—¿Los oyes? —susurró—. No te dejes sorprender. Tienen delatores en todas partes…

¿A quién tenía que oír? ¿Delatores? Yo no oía sonido alguno, salvo el de su voz queda y ronca.

¡Dios mío!

Y las sospechas se multiplicaron…

—Estamos en el Querit, un lugar sagrado… Ellos lo saben y vigilan…

Creí entender. Yehohanan se refería al torrente de Querit o Kěrīt, mencionado en el libro primero de Reyes (17, 3) y en el que, supuestamente, se refugió el profeta Elías por orden de Yavé. No estaba seguro, pero me pareció que el Anunciador cometía un error. El Querit era otro afluente de la margen izquierda del Jordán, posiblemente más caudaloso y localizado algo más al norte, en las proximidades de la ciudad helenizada de Pella. Entonces, al recordar el texto del citado pasaje del libro primero de Reyes, caí en la cuenta de otro asunto, no menos delicado. Ahora estaba mucho más claro. Ahora comprendía también el porqué de aquella actitud tan extraña, golpeando las aguas con el talith

Procuré serenarme. Tenía que pensar. Era menester actuar con prudencia y abandonar aquel lugar lo antes posible…

¿Un lugar sagrado? Por eso el Anunciador ordenó que me descalzase. Para él, aquella garganta y el arroyo habían sido testigos de la presencia del Santo. Y antes de que prosiguiera con el batido del supuesto Querit me aventuré a interrogarlo, interesándome por las sandalias. La respuesta me dejó perplejo:

—Aquí no son necesarias… Puedes pedirme otra cosa, lo que quieras…, antes de que sea apartado de ti…

¿Pedirle? Sólo quería mis sandalias. Y así se lo hice ver. ¿Apartado de mí? En un primer instante, no caí en la cuenta. Yehohanan, de nuevo, hacía suyo un texto bíblico que no le pertenecía. Y lo que era peor: usurpaba el puesto del auténtico protagonista, Elías…

—Sólo busco mis sandalias —balbuceé sin dar crédito a lo que estaba pasando.

—Difícil cosa has pedido… Si cuando yo sea arrebatado de ti me vieres, así será… Si no, no será.

No esperó contestación. Alzó el manto por encima de su cabeza y golpeó de nuevo la superficie de las aguas, al tiempo que gritaba:

—¡Soy de Él!… ¡Ábrete!… ¡Ábrete!

Me alejé confuso y desalentado. El hombre que me rescató de una posible muerte manifestaba un preocupante desequilibrio. Las últimas palabras, aparentemente absurdas e incongruentes, eran una señal. Su mente, al parecer, experimentaba otra grave crisis. La alusión al arrebato, entendido como un rapto o secuestro por parte de Dios (?) o de sus «carros de fuego» (?), no era una expresión suya. Fue extraída de los antiguos textos bíblicos. Concretamente del segundo libro de Reyes[4]. Yehohanan, como también era habitual en él, la manipuló. Y lo mismo puede decirse del furioso ataque a la superficie del arroyo. Yehohanan imitaba al profeta Elías, tal y como se deduce del mencionado segundo libro de Reyes (capítulo 2). Fue entonces cuando se hizo la luz en mi cansada mente. Y asocié lo observado en el bosque de las acacias, en las proximidades del vado de las «Columnas», con lo que tenía a la vista. Según la Biblia, Yavé sacó a Elías del pueblo donde vivía, Tišbé, en las alturas de Galaad, no muy lejos de donde nos hallábamos, y le ordenó que se escondiera en el torrente que llamaban Querit, al este del Jordán. Allí le dijo: «Beberás del río y encargaré a los cuervos que te alimenten». Y dice la tradición que los pájaros le llevaban pan por la mañana y carne por la tarde.

«¡Pan por la mañana!»…

Ahora entendía el singular comportamiento del predicador junto a los nidos de los herrerillo[5]. En cuanto al misterioso trasvase de harina de una cántara a otra, igualmente contemplado por este explorador entre las acacias o karus del río Yaboq, la posible explicación había que buscarla de nuevo en los relatos que hablan de Elías y, obviamente, como digo, en un desfallecimiento de la salud mental del Anunciador, por utilizar una expresión poco dolorosa. Según el primer libro de Reyes, capítulo 17, cuando el Querit se secó, consecuencia de una de las muchas sequías que padecía Israel, Yavé se dirigió nuevamente a su profeta y le ordenó que se dirigiera a la ciudad de Sarepta, en la costa fenicia. Elías conoció allí a una mujer que le proporcionó comida. Y se registró otro prodigio, según los textos bíblicos: la harina contenida en una de las tinajas no se agotó, y tampoco el aceite de la orza, hasta que terminó la sequía.

«Porque así habla Yavé… No se acabará la harina en la tinaja… No se agotará el aceite en la orza hasta el día en que Dios conceda la lluvia sobre la Tierra».

Y recordé la desesperación y contrariedad de Yehohanan cuando contemplaba las cántaras vacías, lógicamente agotadas después de cada trasvase.

«Todo es mentira…».

Y el instinto me previno. No debía confiar en él. Los signos de perturbación eran cada vez más alarmantes. Sentí miedo. Tenía que proporcionarle los «nemos» y alejarme. Ya había visto suficiente…

Continué rastreando el río, consciente de lo estéril de aquella búsqueda. Las sandalias podían estar en cualquier parte.

Y mi mente regresó a la noche anterior.

¡Lo había olvidado!

Fui sorprendido por aquel sueño de plomo cuando Yehohanan se disponía a revelarme su secreto. No lo hizo y tampoco volvió a mencionarlo. ¿Se trataba de otro de sus desvaríos? Y la duda frenó mis iniciales deseos de abandonar la garganta. Esperaría un poco más, no mucho. Aquélla, quizá, era una excelente ocasión para profundizar en su compleja mente. Nos hallábamos solos. Él, además, me consideraba uno de los suyos, bendecido por Dios. Y una mezcla de sentimientos me desconcertó. La intuición estaba avisando. La razón, por otra parte, me dictaba calma. Eran muchas las preguntas que deseaba formularle y, sobre todo, necesitaba despejar una incómoda interrogante: ¿por qué la obsesión con Elías? El rudo y aventurero profeta había aparecido en escena hacía casi novecientos años[6]. Su historia, aunque sujeta a infinidad de leyendas y elucubraciones, era bien conocida por los judíos. Todos lo consideraban el «brazo armado de Dios» y el que retornaría, a no tardar, para anunciar la era del Mesías libertador. De hecho, en la fiesta de la Pascua, los hebreos colocaban una copa de vino sobre la mesa, en recuerdo de Elías, y abrían la puerta, simbolizando así la inminente llegada del que degolló personalmente a más de cuatrocientos profetas y sacerdotes de los dioses Baal y Asera. Elías, para muchos, era el responsable de separar a los puros de los impuros, a la hora de entrar en el reino de Dios[7]. En la época de Jesús, Elías seguía siendo un héroe, aunque sólo supe de un hombre que lo imitara hasta el extremo de vestir, de hablar y de pensar como él. Ese hombre fue Yehohanan…

El menguado afluente escapó de la garganta y corrió más ancho y remansado hacia el Jordán. Yo seguía vadeando y examinando las riberas, empeñado, como dije, en una búsqueda con escasas posibilidades. Pero no todo fue negativo en aquella jornada…

Más o menos hacia la hora quinta (once de la mañana), la Providencia me reunió con ellos. Ahora, en la distancia, al conocer el final de nuestra gran aventura, sólo puedo asombrarme. La vida de cada ser humano está perfecta y milimétricamente diseñada, desde el nacimiento a la muerte, aunque, naturalmente, no lo sepamos.

Los oí en la lejanía. Alguien daba voces en el bosque. Me aproximé con precaución. Sabía de la existencia de bandidos al este del río Jordán, pero tenía entendido que las partidas se movían más allá de lo que llamaban las «colinas de yeso», en el corazón de la Decápolis.

Permanecí un buen rato en la orilla derecha, medio escondido entre el ramaje.

Distinguí cinco o seis hombres y dos jovencitos. Uno de los adultos se hallaba entre las ramas de un corpulento egoz, a casi veinte metros del suelo. Se balanceaba, agitando parte de la copa. Creí entender. Era una cuadrilla de felah o campesinos, dispuesta a recolectar un máximo de nueces. Dos asnos, con grandes cestos sobre las grupas, aguardaban en la penumbra de la arboleda, más que indiferentes, aburridos. Como medida precautoria, las bocas aparecían cubiertas con sendos sacos de recia estopa, hábilmente sujetos por detrás de las orejas, sobre la crinera. De esta forma no era posible que los animales devorasen las drupas que se acumulaban en tierra.

Ayudándose con las manos, y con otros cestillos menores, los agricultores recogían el fruto y lo amontonaban en las proximidades de los onagros. Allí, si la había, los muchachos procedían a la separación de la cáscara. La nuez era depositada en una de las canastas y la corteza, verde y negra, en otra.

Reconocí a dos de los hombres. Los había visto en la aldea de Salem. Eran amigos de Abá Saúl y de Jaiá, su esposa. A uno lo llamaban Ša’ah («tiempo corto», en arameo), por lo rápido que trabajaba. Nunca caminaba. Siempre se movía a la carrera o a paso ligero. Del otro no recuerdo el nombre…

Los observé despacio. Parecían buena gente, sencilla y trabajadora. Después, a lo largo de aquellos días, supe que acudían al bosque del «perfume» con regularidad. Las drupas del nogal eran muy apreciadas. De las cáscaras y de las hojas obtenían tintes y un barniz especialmente atractivo a la hora de pintar muebles y maderas (nogalina). La nuez era transportada al villorrio y oreada durante un tiempo. El sol y el viento terminaban de sanearlas y eran exportadas en largas caravanas a los cuatro puntos cardinales. El alto índice de contenido graso de la almendra (alrededor de un 60 por ciento) era bien conocido en aquel tiempo. Los cocineros la buscaban sin cesar y también las amas de casa. Si un niño padecía lombrices intestinales, lo mejor era suministrarle nueces, ricas en aceites con propiedades vermífugas. Jaiá preparaba una infusión con las hojas del egoz que «hacía remontar al espíritu abatido». Lo probé y puedo dar fe de que era cierto. Ella no lo sabía pero dicha infusión era hipoglucemiante; es decir, reducía los niveles de azúcar en la sangre, combatiendo el agotamiento. También la madera era muy estimada. Una vez al año talaban parte del bosque. Era el egoz sagrado que ardía en el fuego del altar, en el Templo de Jerusalén. Los propios sacerdotes y levitas se personaban en el lugar, fiscalizando el corte y el transporte.

Y ya que he citado la palabra agotamiento, bueno será que haga referencia a mi estómago. Llevaba horas sin probar bocado y, por lo que acerté a contemplar en la cueva uno, no parecía tener muchas posibilidades de encontrar comida, al menos mientras permaneciese en el supuesto torrente del Querit. Ignoraba si Yehohanan disponía de alimentos. Lo más probable es que recurriera a la miel de la colmena ambulante, como era habitual.

Tenía que arriesgarme…

Necesitaba entrar en contacto con aquellos felah y reponer fuerzas. Ellos, seguramente, podrían auxiliarme.

Pero, a punto de abandonar la corriente y de saltar a la orilla, algo me detuvo entre los largos racimos de flores de los tamariscos.

No disponía de dinero. Todo había quedado en Salem… ¿Qué podía ofrecer a cambio? Es más: ¿qué pensarían al verme salir del río, en un lugar tan remoto? ¿Cómo recibirían a aquel extranjero?

La solución al dilema fue tan simple como imprevista…

Al rectificar el intento de salto sobre la ribera, una de las ramas enganchó la túnica. Traté de zafarme pero, más pendiente de no ser visto por los felah que de liberarme de la inoportuna rama, terminé rasgando el tejido. El ruido y la agitación del tamarisco no pasaron desapercibidos para los perspicaces campesinos. El que se hallaba en lo alto del nogal, alertado por sus compañeros, confirmó la presencia de alguien entre los matorrales. Y al punto, armados con palos, me rodearon.

No tuve que dar muchas explicaciones. El tal Ša’ah me reconoció, y también el segundo felah. Eso hizo bajar los bastones.

Les dije la verdad. Me hallaba en el Querit junto a Yehohanan. Era «Veinte», uno de sus discípulos. «Tiempo corto» intercambió algunas palabras con el resto, confirmando lo que decía. Todos sabían de la presencia del Anunciador y de su grupo en los lagos de Enaván. Los jovencitos y los otros cuatro adultos vivían en la aldea de Mehola, algo más al sur.

Entonces, uno de los felah me interrogó sobre lo esquivo y sospechoso de mi actitud, ocultándome entre la maleza del Firán. «No era propio de gente de Dios…».

Y acudí igualmente a la verdad. Tenía hambre pero, al verlos en el bosque, no supe qué pensar.

«Tiempo corto» corrió hacia los asnos y regresó con una hogaza de pan negro y una generosa ración de queso. No hubo más cuestiones durante algunos minutos. Ellos retornaron a sus faenas y quien esto escribe, agradecido y hambriento, dio buena cuenta del almuerzo. De vez en cuando, el campesino que siempre corría regresaba hasta mí y se interesaba por mi apetito. No me equivoqué. Era gente de buen corazón. Siempre les estaré agradecido…

Y fue en una de esas breves conversaciones cuando Ša’ah me sacó de mi error. Había oído perfectamente. Uno de los recolectores, al interrogarme, mencionó la palabra Firán, refiriéndose al arroyo. «Tiempo corto» insistió. Aquél no era el Querit, como suponía. Me encontraba en el arroyo de los «ratones» (eso significaba firán en badu o beduino). En arameo lo conocían como ’attun, un riachuelo caliente, como un horno, en referencia, supongo, a las altas temperaturas que se alcanzaban en la angosta garganta durante los meses estivales. El Querit, como dije, era más río y discurría a cierta distancia, hacia el nordeste.

¿Era un error de Yehohanan? ¿Estaba inventando, como sucedió en el vado de las «Columnas», en el río Yaboq?

Algún tiempo después, cuando «todo se enderezó», quien esto escribe consultó en la «cuna». «Tiempo corto» y los campesinos tenían razón. Aquel agreste paraje era El-Firán, famoso por las colonias de ratones que excavaban sus galerías en la dura roca caliza de los acantilados. Yehohanan, según su conveniencia, modificaba el nombre del escenario. Allí jamás estuvo Elías…

Pregunté por mis sandalias. Nadie sabía nada.

Y cercana la nona, a cosa de dos horas del ocaso, hice acopio de nueces y retorné a la cueva uno. Prometí regresar junto a los felah, siempre que mis «obligaciones con el vidente me lo permitieran». Entendieron. Fui yo el que no comprendió mi propia justificación. ¿A qué obligaciones me refería? No tenía ninguna. Si estaba allí era por curiosidad. El Anunciador prometió mostrarme su secreto. De momento, sin embargo, nada de eso había ocurrido.

Yehohanan parecía esperarme. Lo divisé sentado en la orilla del Firán, frente a la cueva uno, y con los pies en el agua. Se cubría con el chal o talith amarillo.

Me aproximé con cautela, sosteniendo las nueces en los bajos de la túnica. Era todo lo que tenía, junto a media hogaza de pan de trigo, obsequio también de la gente de Salem y Mehola.

Vadeé el cauce y fui a detenerme frente a él, a corta distancia. No levantó la cabeza. La colmena de colores se hallaba a un paso, sobre la ribera. Oí el zumbido de las abejas. Parte del enjambre se había lanzado sobre las flores amarillas de los narcisos y los racimos blancos y oscilantes de los tamariscos. Y recordé la escena, cuando se hallaba sobre la pilastra del puente, en el vado de las «Columnas». ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo logró que la masa de abejas se desplazara a su mano y brazo derechos? ¿Por qué no fue atacado por los insectos? Como insinué, necesitaría un tiempo para resolver el misterio. Los inquilinos de aquel «barril», pintado en sucesivos anillos rojos, azules, amarillos y blancos, eran especialmente agresivos. Se trataba de la Apis mellifica adansonii, una abeja africana, probablemente transportada desde los oasis de Egipto y la actual Etiopía, famosa entre los apicultores por su notable capacidad para la producción de miel y también por sus frecuentes ataques y pillajes a otras colmenas[8].

Aguardé en mitad de las aguas. Yehohanan no reaccionó. Yo sabía que me había visto, pero continuó acariciando aquel bulto. Era la primera vez que lo veía. Que yo supiera, no formaba parte de su impedimenta. Lo que fuera, se hallaba guardado en una especie de saco embreado, negro y de un olor fétido. La envoltura en cuestión no superaba el metro de longitud. Era estrecha. Los extremos fueron amarrados con sendas cuerdas de esparto, igualmente teñidas en aquella sustancia oscura y aceitosa.

Yehohanan, como digo, lo mantenía sobre las rodillas y lo acariciaba con los largos dedos de la mano izquierda. Por más que me esforcé, no llegué a imaginar el contenido del saco. No en esos momentos…

Una idea me vino a la mente. ¿Era el secreto que me invitó a compartir? ¿Qué guardaba con tanto celo? ¿Por qué no tuve noticias de aquel bulto? Abner, el pequeño-gran hombre y segundo de Yehohanan, no me habló de ello. Nadie, entre los discípulos, comentó algo al respecto. Y desde esos instantes, lo reconozco, el saco negro y pestífero se convirtió en un desafío. Otro más…

De pronto alzó levemente la cabeza y, desde la penumbra del embozo, clamó con aquella voz ronca y quebrada:

—¡He aquí que envío a mi mensajero, que preparará el camino delante de mí!

Por un momento creí que se dirigía a otra persona. Pensé, incluso, en los felah, que recolectaban aguas abajo. Fui tan necio que volví la cabeza, pensando en la proximidad de alguien. Allí, claro está, no había nadie. Sólo quien esto escribe, cada vez más desconcertado.

—¡Mi mensajero! —repitió sin dejar de acariciar el saco—. Y el Eterno, bendito sea su nombre, a quien buscáis, vendrá en seguida a su Templo, mediante el mensajero del secreto…

¿Se refería a mí? ¿Era yo el mensajero del secreto? Pero ¿qué secreto? ¿Tenía que preparar su camino? ¿Qué se proponía?

—… ¡He aquí que viene, dice el Eterno de los ejércitos! ¿Pero quién podrá soportar el día de su advenimiento, y quién podrá estar de pie cuando aparezca?

Entonces, tomando el saco, lo blandió como una maza por encima de su cabeza. Contenía algo rígido y de poco peso.

—… ¡El Santo de los ejércitos!

Di un paso atrás, ciertamente atemorizado. ¿Pretendía golpearme?

—… ¡Porque es como el fuego del refinador y purificador de la plata!

Se puso en pie y mantuvo el bulto en actitud amenazadora. Mi mano derecha se deslizó hacia lo alto del cayado. No permitiría que aquella mente enferma me agrediera…

—¡Y purificará a los hijos de Leví y los purgará como el oro y la plata!… ¡Y allí estarán los que ofrezcan al Eterno, bendito sea su nombre, holocaustos de justicia!

No, no se refería a mí. Eso entendí. Yehohanan, en otro de sus acostumbrados arranques, volvía por sus fueros, exhibiendo los apocalípticos mensajes y la escasa estabilidad emocional que ya había percibido en otras oportunidades. El texto era del profeta Malaquías o Malají, como lo llamaban en aquel tiempo. Yehohanan utilizaba estos textos como Dios le daba a entender y en los momentos más insólitos. Ahora, sabiendo lo que sé, no le culpo…

Bajó el «arma» y dio un par de pasos en el arroyo, aproximándose a este explorador. Mis dedos acariciaron el clavo de los ultrasonidos. Poco faltó para que soltara la túnica y, con ello, las escasas viandas. Si atacaba, necesitaría las dos manos…

Se inclinó hacia mi rostro y, bajando el tono de voz, prosiguió con el capítulo tercero del referido Malají:

—Y me acercaré a vosotros en juicio…

Adiviné el lupus blanco de su cara entre las sombras del talith.

Esta vez no retrocedí.

—… ¡Y seré un testigo veloz contra los adivinos, y contra los adúlteros, y contra los que juran en falso, y contra los que oprimen al jornalero en sus salarios, a la viuda y al huérfano…, y no me temen, dice el Eterno de los ejércitos!

El olor a sudor fue casi peor que la amenaza del saco. No lograba acostumbrarme.

Repitió la última frase, como una advertencia:

—¡Eterno de los ejércitos!… ¿Sabes a qué me refiero?

Negué tímidamente. La verdad es que tampoco deseaba un enfrentamiento, ni siquiera dialéctico, con aquel personaje. Supuse que hablaba de Yavé y de su cólera…

Entonces agitó el saco negro en el aire y añadió:

—¡Pronto te será revelado!… ¡Sus ejércitos!

Y de acuerdo también a su costumbre, se hizo a un lado y avanzó entre la corriente, aguas abajo. Se detuvo y orinó por enésima vez.

Era inútil. Me costaba comprender sus oscuras palabras. ¿Ejércitos? ¿Pronto me sería revelado?

Como digo, no sabía de qué hablaba. No puedo decir lo mismo del Destino. Él sí lo sabía…

Salió del agua. Lo vi trepar por el acantilado y desaparecer en la oscuridad de lo que llamaba «cueva dos», a escasos metros por encima de la primera oquedad. Ascendió por los espolones con agilidad y cierta prisa. Por supuesto, ni me miró.

Las dudas regresaron. ¿Estaba perdiendo el tiempo? ¿Qué hacía en aquella garganta? Ni siquiera había tenido la oportunidad de interrogarlo. ¿Debía volver con Abá Saúl? El anciano doctor de la Ley sí merecía la pena…

Me equivoqué, también por enésima vez.

Y durante unos segundos me distraje con la visión de la boca de la cueva dos. No había tenido ocasión de visitarla. Parecía el refugio habitual del Anunciador. ¿Qué guardaba en su interior? Y la tentación empezó a rondarme…

Me contuve y fui a sentarme en la ribera izquierda, junto a la entrada de la cueva uno, la que, definitivamente, sería mi hogar durante aquellos días. Y me entretuve en abrir y limpiar las semillas del egoz, dejando que el Destino hiciera su papel. Las nueces, muy sabrosas, me hicieron olvidar, momentáneamente, a Yehohanan. De vez en cuando levantaba la vista y escrutaba la misteriosa gruta dos. Silencio. Sólo se oía el remoto trinar de los pájaros en el bosque del «perfume» y el casi mecánico zumbar de las abejas entre las cercanas flores del talud rocoso. Y reparé en la colmena de colores. Seguía a escasos metros, de pie sobre la tierra de la ribera y, aparentemente, olvidada. La había contemplado muchas veces. Después del tiempo dedicado al estudio de estos asombrosos himenópteros, durante una de mis estancias en la nave, creía conocer la sencilla estructura interna del «barril» que escoltaba permanentemente al hombre del taparrabo de gacela. Lo que no podía sospechar es que dicha colmena ambulante llegara a jugar un papel tan decisivo en mi relación con el de las «pupilas» rojas…

Nunca supe por qué interrumpí la apertura de las nueces y me aproximé a la colmena. Paseé lentamente a su alrededor, moviéndome como recomiendan los buenos apicultores: muy despacio, sin bracear y evitando cualquier sonido[9]. La túnica blanca me favorecía. El color negro, al parecer, las irrita. Yo portaba la «piel de serpiente», en esta ocasión hasta las clavículas, y eso me tranquilizó, relativamente. Si el enjambre se enfurecía y caía sobre mi cabeza o manos, podía tener problemas, aunque sabía igualmente que el veneno, para que tuviera efectos graves, debería ser inyectado por un mínimo de quinientas africanas. Eso no sucedería, pensé. El torrente estaba allí mismo. Si tuviera la mala fortuna de verme atacado, me lanzaría de inmediato a las aguas. Quien esto escribe, además, no sufría de desórdenes cardiovasculares o renales[10]. Estas dolencias sí pueden complicar un ataque masivo por parte de las abejas.

Y el Destino me dejó hacer…

Se trataba de un elemental barril de madera, trenzado con duelas muy finas, de algarrobo, que daban forma a lo que llamaban «yaciente», una colmena rústica, muy común en aquel tiempo. A lo largo de mis correrías por Israel observé miles de ellas, tanto fabricadas en madera, como en paja, arcilla o aprovechando, incluso, los troncos huecos. La de Yehohanan disponía de panales movibles. Alrededor de once, dispuestos verticalmente y en paralelo. Tal y como había visto, bastaba abrir la cubierta superior del tonel para extraer los panales y recolectar la miel. Por debajo, supuse, se hallaba la cámara de cría, con el «pollo» o conjunto de huevos y larvas. Según mis cálculos, en aquellos momentos, a principios del mes de kisléu (noviembre), la colmena podía reunir un mínimo de 28 000 o 30 000 ejemplares[11]. El valle del Jordán, con sus altas temperaturas y la constante floración, era un paraíso para estas laboriosas criaturas. Era muy raro que los enjambres descendieran por debajo de los 20 000 individuos.

Observé atentamente la piquera o entrada a la colmena, practicada en la parte inferior del barril, a cosa de veinte centímetros de la base y en mitad del anillo blanco. Era un agujero por el que entraban y salían decenas de obreras. Allí permanecían también las guardianas o «policías», atentas al reconocimiento de cuantos pretendían entrar o salir. Interceptaban a las pecoreadoras y las palpaban con las antenas, tratando de identificarlas por el olor. Si resultaba ser un extraño, allí mismo era fulminado. Debía, pues, no perder de vista el pequeño y, para mí, peligroso orificio.

Se presentó a los pocos minutos. Al verme tan cerca de la colmena pareció sorprendido. La verdad es que todos huían, o ponían tierra de por medio, cuando la divisaban, incluido el grupo de sus íntimos o discípulos. Era lógico. Las adan, fácilmente distinguibles por el amarillo rojizo de los tres primeros segmentos del abdomen, son temibles. Sus aguijones son estiletes dentados que, una vez en el interior, deben ser extraídos por la fuerza[12].

Seguía con la cabeza cubierta. En la mano izquierda sostenía el misterioso saco negro y rígido. De la derecha colgaba una escudilla de madera. Entonces caí en la cuenta: Yehohanan iba armado. Era la primera vez que lo veía con una daga al cinto. Era una sica no muy larga, curvada, devorada por la herrumbre y sin vaina. ¿Por qué ese cambio? ¿Temía por su vida? Quien esto escribe, supuestamente, era su heraldo número veinte. ¿Qué podía temer de mí? Y a partir de esos momentos procuré mantenerme mucho más alerta. Sin querer, una imagen se presentó ante mí. Era la de Jesús de Nazaret. Jamás vi al Hijo del Hombre empuñando una espada o con una daga en la cintura. Nada coincidía en aquellos dos hombres. ¿Por qué recibió el título de precursor?

¡El Hijo del Hombre!

Me hallaba tan lejos de Él que, en esos instantes, pensé que no volvería a verlo. ¿Fue un presentimiento? ¿Por qué me alcanzó aquella absurda idea?

—¿Tienes hambre?

Fue lo primero medianamente sensato que le escuchaba desde que descendimos a la garganta de los «ratones» (aunque lo de «descender», en mi caso, era mucho decir).

Me encogí de hombros, sin atreverme a reconocer que sí.

—Ábrela —ordenó, señalando el barril con el extremo del saco embreado—. Puedes comer…

Yo lo había visto. Cuando sentía hambre, el Anunciador destapaba la colmena y extraía uno de los panales, desoperculando los alveolos y sorbiendo literalmente la miel. En ocasiones masticaba incluso la cera…

Era todo lo que comía.

Pensé en la colonia de las africanas. Como ya mencioné, allí anidaban alrededor de 30 000 ejemplares, a cuál más receloso y violento. Yehohanan tenía un extraño poder sobre ellas. Alzaba los brazos, y parte del enjambre, dócil y obediente, lo cubría. No tenía ni idea de cómo lo hacía y tampoco pretendía parecerme a él.

Negué con la cabeza y me retiré junto a las nueces y el cayado.

—No temas —exclamó, convencido—. Ellas trabajan para mí… No te harán daño. Tú, además, eres «Ésrin»…, uno de los míos. El Santo, bendito sea su nombre, te ha puesto aquí por algo muy especial… No temas…

En eso tenía razón, aunque no supiera quién era yo y por qué estaba allí. Sin embargo, me resistí. Agradecí la invitación y le mostré las drupas. Era suficiente para mí.

No me permitió terminar.

—¡Ábrela!

La orden fue seca y terminante. Estaba claro. No tenía alternativa. Si no abría el barril, quién sabe de qué podía ser capaz. Y opté por obedecer. Tomé la vara e intenté pensar lo más rápidamente posible. ¿Qué hacer? En caso de apertura, ¿cómo evitar la lógica reacción de las abejas africanas?

¿El río? Era una solución. Sin embargo…

No, ése no era el camino. Él esperaba que fuera valiente. Él, en su locura, no aceptaba otra realidad que no fuera la suya. Obviamente, Dios no tenía nada que ver en aquel lance. ¿O sí?

Y ese Dios, supongo, me iluminó.

Las abejas son «sordas». Cuando vuelan no captan los sonidos. Se orientan con otro sistema[13]. En el interior de la colmena son los pelos o sedas los que hacen de «oídos». Es a través de los objetos, palpándolos, como reciben las vibraciones y, en consecuencia, la información.

Sí, aquello podía funcionar…

No me perdió de vista.

En esos críticos instantes no fui consciente de la importancia de lo que estaba a punto de ocurrir. Importante para Yehohanan y, consecuentemente, para mí…

Rodeé el barril y me posicioné en el lado opuesto a la piquera. No debía dar facilidades al enjambre.

El continuo zumbar de las adan, merodeando en torno a la colmena o regresando, incansables, con el néctar de las flores, me hizo dudar nuevamente. La idea era sólo una idea. Podía equivocarme. Podía fallar. En ese caso, si los miles de insectos reaccionaban contra el intruso[14], mi credibilidad, y lo que era peor, mi integridad física, quedarían maltrechas.

Traté de serenarme. Si perdía los nervios, si no era capaz de calcular cada movimiento, si empezaba a sudar, sencillamente, las africanas lo percibirían y transmitirían la «orden» de ataque. Mi cabeza y manos se hallaban al descubierto, no debía olvidarlo. Las 20 000 o 30 000 abejas, una vez recibido el «mensaje», caerían sobre mí de forma masiva, seleccionando, en primer lugar, las áreas con movimiento; es decir, ojos, brazos, manos, etc. E implacables, cada vez más excitadas, tratarían de inyectar los aguijones. Ése era otro momento decisivo. Aunque me hallaba prácticamente blindado, el pánico podía pasar factura…

Ni siquiera disponía de un ahumador. El humo, espeso y frío, introducido en la cámara de cría, hubiera provocado el desalojo del barril. Las abejas, desconcertadas, reaccionan siempre ante estos imprevistos con un movimiento reflejo: se lanzan sobre las reservas de miel y se atiborran, huyendo a continuación.

Observé fugazmente al Anunciador. Podía improvisar un ahumador con parte de mi túnica. Bastaba con humedecer el tejido, prenderle fuego y acercarlo al orificio de entrada a la colmena. Desistí. Ni tenía cómo prender la supuesta tea, ni Yehohanan lo hubiera permitido. Sus abejas, como veremos, eran sagradas…

Seguía inmutable, a dos o tres pasos de este descompuesto explorador.

Inspiré profundamente y llevé la mano izquierda sobre la rústica cubierta de madera que cerraba el barril.

¿Y si me negaba de nuevo? Quedaban unas dos horas de luz. Disponía del tiempo suficiente para refugiarme en el bosque del «perfume» e, incluso, llegar a Salem.

¿Qué clase de juego se traía entre manos? ¿Qué hacía yo en aquel lugar? Mi corazón estaba muy lejos…

No entendía, pero, como digo, algo singular y ajeno a mí me mantenía preso de aquel hombre. Todo tenía su porqué. Ahora es fácil de comprender.

La idea era sencilla. Lo intentaría con la «vara de Moisés».

Yehohanan, como suponía, prestó atención a mi mano izquierda, imaginando que me disponía a descubrir la colmena.

Sí y no.

Aproveché esos segundos de distracción para graduar la escala de uno de los clavos de cabeza de cobre, que activaba el dispositivo de los ultrasonidos. Mis ojos siguieron fijos en la tapa del tonel. La maniobra pasó desapercibida para el gigante, cada vez más interesado en aquella mano, aparentemente firme y serena.

Prolongué la espera unos segundos más. Era importante. Si todo salía bien, el factor sorpresa jugaría a mi favor…

Y los ultrasonidos fueron fijados en la escala de 18 000 Herz, con una velocidad de propagación de 1000 a 1600 metros por segundo[15]. Lo estimé suficiente para mi objetivo. No se trataba de dañar al enjambre. Como mencioné, los pelos o sedas de las antenas de estos prodigiosos insectos hacen de «oídos». Es a través de dichos órganos como captan las vibraciones. Para ello, la abeja tiene que estar en contacto directo con un sólido que, a su vez, transmita esas vibraciones. Pues bien, ésa era mi intención: asustarlas con los ultrasonidos. Al captar este tipo de ondas mecánicas, lanzadas directamente sobre los panales, las africanas —supuse— registrarían los ultrasonidos y entrarían en alerta, descendiendo hacia la cámara de cría. Mientras devoraban la miel compulsivamente, quien esto escribe tendría tiempo de extraer un panal y clausurar de nuevo la colmena.

Aparentemente, todo sencillo…

Yehohanan arrojó la escudilla y el saco a sus pies y, sin dejar de mirarme, acarició la empuñadura de la sica. Sentí un escalofrío. Aquella actitud no me gustó.

Era el momento.

Los dedos se cerraron sobre el lazo de esparto que coronaba la cubierta del barril y tiré de ella muy lentamente. La mano derecha estaba preparada. Ambas acciones debían ser casi simultáneas.

Al descubrir la colmena pulsé el clavo y entró en funcionamiento el «cilindro» de los ultrasonidos, conservando una longitud de onda superior a 8000 armstrong. Ello, como ya indiqué, hacía invisible el citado «tubo» o «cilindro» que encarcelaba el flujo ultrasónico. No necesité las «crótalos». Los panales estaban a la vista. La operación, además, era breve. Tenía que serlo, necesariamente…

Un intenso olor a geraniol[16] me hizo sospechar que la colmena se hallaba casi al completo. Probablemente, más de 30 000 abejas.

Examiné los panales. Eran de «exposición caliente»; es decir, distribuidos en paralelo respecto a la piquera. Así se obtenía una doble ventaja. El interior quedaba protegido del aire y de los intrusos, y la miel, al ser más caliente la zona superior, se almacenaba con más abundancia en las celdas hexagonales de dicho extremo.

No me equivoqué. Las africanas percibieron las vibraciones y se precipitaron hacia la cámara de cría, atiborrándose de miel. Eso las calmaría, momentáneamente.

El Anunciador, lógicamente ajeno a la manipulación, me vio extraer uno de los panales. La vejez los había ennegrecido. Aparecían repletos de miel. La colmena podía disponer en esos momentos de dos o tres kilos, más que suficiente para el resto del «invierno», aceptando que la floración pudiera decaer en dicha estación.

A pesar de la precisión de los ultrasonidos, algunas abejas, sorprendidas sobre las celdillas de la rústica lámina de cera virgen, siguieron aferradas al panal. Los aguijones no tardarían en aparecer. Tenía que actuar con precisión y rapidez.

Miré a Yehohanan. Los dedos ya no acariciaban la daga. Ahora se aferraban a la empuñadura. No vi su rostro. Continuaba en la sombra. Mi supuesto valor no había pasado desapercibido para el de las siete trenzas…

Y me concentré en la última fase, quizá la más delicada. Tenía que limpiar el panal de los racimos de adansonii que no habían descendido al fondo del barril. No eran muchas. Quizá medio centenar. E hice lo único que se me ocurrió. Desvié la «vara de Moisés» hacia las adan y proyecté los ultrasonidos sobre las nerviosas abejas. Al instante, perturbadas, emprendieron el vuelo, liberando el panal. Me apresuré a dejarlo en tierra y cerré el barril. Misión cumplida…

¿Misión cumplida?

Las feromonas de alerta se dispararon y las agresivas africanas zumbaron a mi alrededor, con toda la razón del mundo.

Fue visto y no visto.

Las abejas, excitadas, cayeron sobre quien esto escribe, enredándose en el pelo y en la desordenada barba. Me faltaron manos para palmotear e intentar desprender a las atacantes. Pero ¿quién fue el instigador? Y recibí el justo castigo a mi insolencia. Percibí los primeros estiletes en el cuero cabelludo, en el cuello y en el rostro. Y un dolor agudo apareció al momento. Como ya referí, al clavar los aguijones, las abejas abren las glándulas de defensa y las feromonas se transmiten de unas a otras. Si la colmena o el enjambre está cerca, el resultado puede ser catastrófico. Miles de abejas caen sobre el intruso. Miles de aguijones…

Y me comporté al revés de lo que se debe hacer en estos casos. Grité asustado. Braceé, golpeé a diestro y siniestro y pisoteé a varios de los insectos.

Lo reconozco. Perdí el control.

El cayado rodó por el suelo y, presa del ardiente dolor, incapaz de salir de aquel atolladero, me dejé llevar por el instinto. Salté al arroyo y me sumergí en las aguas. Y allí permanecí largo rato, hasta que conjuré el peligro y recuperé un mínimo de sangre fría.

El dolor quedó mitigado, pero no así la reacción cutánea, con las correspondientes hinchazones. Fue difícil extraer los aguijones y el líquido urticante del veneno se difundió por los tejidos en un reflejo automático. En esos instantes no disponía de ningún remedio. La farmacia de campaña, con los antihistamínicos, había quedado en la casa de Abá Saúl, en la aldea de Salem. Y tuve que echar mano del agua, del barro, de las cebollas que me proporcionaron los felah del bosque del «perfume» y de mi propia orina. Durante algún tiempo, mi aspecto fue lamentable…

Pero no todo fue negativo. Yehohanan quedó satisfecho. Ninguno de sus discípulos se atrevió jamás a descubrir la colmena ambulante y, mucho menos, a extraer los panales. Sencillamente, estaba maravillado. El enjambre, en eso tenía razón, me había respetado. Según sus palabras, «sólo alguien muy especial, tocado por el Santo, podía intentar una cosa así». Del comportamiento final, y del puñado de africanas que se lanzó sobre mí, no dijo nada. Para lo que no le interesaba era especialmente olvidadizo…

Cuando regresé a la orilla, más dolorido por el aparente fracaso que por los aguijones, el Anunciador se hallaba en pleno vaciado del panal. La sica le servía para la perforación de las celdillas. Quizá me equivoqué. Quizá me precipité al malinterpretar la daga en su cinto. Quizá no…

Observó mi maltrecho rostro pero no hizo el menor comentario. Fue llenando la escudilla con la densa y anaranjada miel y, una vez concluida la operación, retornó junto a la colmena y depositó el alza en su lugar. Después volvió a sentarse. Introdujo los dedos de la mano derecha en el cuenco y se llevó la miel a los gruesos y sensuales labios. Lo vi relamerse, absorto y feliz. La hora de la comida era uno de los escasos momentos en los que se sentía alegre y complacido. Sin embargo, jamás reía.

No me ofreció. Me senté frente a él y di buena cuenta de las nueces.

Fue entonces, al ver cómo devoraba la miel, cuando tuve la idea. No quise precipitarme. Tenía que madurarla. Supuestamente, había tiempo…

Quien esto escribe sí le tendió algunas de las tiernas drupas. Casi me las arrebató de las manos y, en silencio, dejó caer el talith sobre los hombros. El sol se ocultaba entre las copas de los nogales. Sólo entonces descubría el rostro. Y la mirada de halcón, agresiva, siempre acusadora, me interrogó sin palabras. La agotada luz del atardecer iluminó las cicatrices en forma de mariposa y lastimó las «pupilas» rojas. Parpadeó inseguro y volvió a cubrirse con el «chal» de cabello humano. Sentí lástima. Aquel hombre no era normal, ni lo sería nunca…

—¿Cómo es que no te dan miedo?

La pregunta me sorprendió. Y me puso en guardia.

—Ellas —matizó, al tiempo que señalaba la colmena—. ¿Sabes que trabajan para mí?

Lo recordaba. Yehohanan lo anunció en el vado de las «Columnas», al regalarnos un cuenco de miel de espliego. Fue en esas circunstancias cuando me «bautizó» con el sobrenombre de «Ésrin» o «Veinte», su heraldo o discípulo número veinte. En aquellos momentos no comprendí, y ahora tampoco…

E improvisé, inventando algunas andanzas en el país de Rub al Jali, al norte del actual Yemen. Allí, en el wadi Hadramawt, célebre por sus apicultores nómadas, aprendí cuanto conocía sobre abejas. Eso le dije y, aunque no sabía de qué parte del mundo le hablaba, supongo que me creyó. Es más: al empezar a relatar algunos detalles sobre las características y la vida «social» de estos insectos, Yehohanan dejó de comer. Retiró de nuevo el manto amarillo y escuchó cautivado, con una curiosidad casi infantil. Y el nistagmo de los ojos (oscilación del globo ocular en sentido vertical, provocada por espasmos involuntarios de los músculos motores) se hizo más acusado. Lo tenía atrapado.

Al principio no reparé en lo que estaba sucediendo. Después, conforme avancé en las sencillas, casi pueriles, explicaciones sobre las abejas, empecé a intuir que el Destino acababa de abrir una interesante «puerta»…

Puedo asegurar que no dejé pasar la oportunidad. Y durante cuatro días le hablé de abejas, con una condición que aceptó inmediatamente y, creo, sin doblez. Alternaríamos la información. Quien esto escribe le brindaría sus conocimientos sobre los referidos insectos y él, a su vez, respondería a mis preguntas.

Fue así, inesperadamente, como tuve acceso a su corazón o, al menos, a una parte del mismo. Y conseguí despejar algunas de las incógnitas que no supo resolver el bueno de Abner, su segundo en el grupo de seguidores. Yo lo había oído en público. Tenía una cierta seguridad sobre sus ideales. Sabía qué opinaba del Mesías judío, pero ¿eran ésos sus pensamientos más íntimos? Ésta, como digo, era una ocasión única. No la desaprovecharía. La cuestión era cómo formular las dudas…

Y lo dejé en las sabias manos del Destino. Algo se me ocurriría y ocurriría…

Ahora entiendo por qué seguí sus pasos hasta la garganta del Firán. Tenía que conocerlo mejor, mucho mejor, sobre todo por lo que sucedería algún tiempo después. Pero no adelantemos los acontecimientos. Necesariamente, esta historia debe ser contada paso a paso, aunque, en ocasiones, arda en deseos de suprimir determinados sucesos y avanzar; avanzar hacia Él. El hipotético lector de estas memorias sabrá disculparme…

Al amanecer, Yehohanan abandonaba su cueva, la que yo denominaba «cueva dos», y se introducía en el arroyo. No saludaba. Jamás lo hacía. Quien esto escribe espiaba sus movimientos desde la penumbra de la «uno», en la que yo pernoctaba.

Alzaba los brazos y recitaba la «plegaria», las diecinueve Šemoneh esreh, la oración obligada a todo judío varón y mayor de edad[17].

—¡Dios grande!… ¡Poderoso!… ¡Terrible!

La voz, rota, hacía despabilar a las colonias de aves, que huían atolondradas hacia las copas del bosque del «perfume».

El tono, siempre idéntico, era de sumisión y de temor.

—… ¡Tú haces vivir a los muertos!… ¡Perdónanos porque hemos pecado!… ¡Proclama nuestra liberación con la gran trompeta y alza una bandera para reunir a todos nuestros dispersos!… ¡Que no haya esperanza para los delatores…!

A veces, terminadas las Šemoneh, continuaba con otros textos bíblicos, recitados como una súplica al justiciero Yavé. Uno de sus preferidos pertenecía al profeta Samuel:

—¡El Santo da muerte y vida!… ¡Hace bajar al šeol (infierno) y retornar!… ¡Él enriquece y despoja!… ¡Él abate y ensalza!

Así permanecía horas, inmóvil y tronando a los cielos.

—… ¡Y los malos perecerán en las tinieblas!

Sólo una vez le oí proclamar un texto que no acerté a identificar. Decía, más o menos:

—¡Oh, Dios, límpianos del pecado!… ¡Acude a mostrar tu gloria!… ¡Enséñanos tu amor!… ¡Deja que tu Šeḵinah (Presencia Divina) santifique mi corazón!… ¡Y hazme tuyo, una vez más!

Fue, como digo, una de las pocas veces que oí la palabra «amor» en sus labios. No sería la única sorpresa en esos días…

Así rezaba Yehohanan. Su actitud y disposición hacia Yavé, siempre cruel y vengativo, no guardaban relación alguna con las que nos había enseñado el Maestro. Jesús nunca rezaba de aquellas maneras, ni tampoco en ese tono. En el tiempo que el Destino me permitió vivir a su lado, jamás le oí una sola invocación de los textos bíblicos. Cuando rezaba lo hacía casi siempre en privado e improvisaba, estableciendo un diálogo con «Ab-bā», su Padre. «La oración —decía Jesús— debe ser una manifestación íntima. Es un parpadeo del espíritu que sólo Dios entiende…».

Cada vez estaba más claro para quien esto escribe. El Anunciador se hallaba en el polo opuesto a mi querido y admirado Jesús de Nazaret. De momento, nada de lo visto y oído me satisfacía. E insisto: no lograba entender por qué la tradición cristiana cambió su imagen. ¿O sí lo comprendía?

Después se alejaba, río arriba, y permanecía oculto entre los árboles. Dos o tres veces lo divisé en mitad de la corriente. Golpeaba las aguas con el talith, y tan furiosamente como la primera vez que lo vi. A cada golpe, gritaba con desesperación:

—¡Ábrete!

¡Dios santo! Estaba conviviendo con un iluminado…

Cuando me cansaba, interrumpía las observaciones y me alejaba, arroyo abajo, al encuentro de los felah de Salem y Mehola. Los ayudaba y me compensaban con algunas viandas y, sobre todo, con una compañía más regular y agradecida. Nunca imaginé la trascendencia de estas esporádicas visitas al bosque del «perfume». Así son las cosas…

Sólo una vez me atreví a subir a la «cueva dos». Yehohanan había desaparecido aguas arriba. Tenía tiempo para indagar.

Revisé el zurrón blanco, pero no encontré nada especial, salvo los collares de conchas marinas que solía colgar del cuello. Y me detuve en el verdadero objetivo de aquella intromisión: el saco negro y pestilente que acariciaba con tanta delicadeza.

¿Qué escondía?

Sólo tenía que desanudar las cuerdas. Con uno de los extremos era suficiente…

Olfateé intrigado. La peste era nauseabunda, pero no conseguí localizar el origen de la misma.

Casi no tenía peso. Lo palpé. Contenía algo rígido. Pensé en algún tipo de piel de animal. También podía tratarse de una vestidura. ¿Quizá algún saq o taparrabo como el que utilizaba habitualmente[18]?

Seguí con el reconocimiento, cada vez más intrigado.

En uno de los tanteos creí identificar una vara. Era tan larga como el saco; alrededor de un metro.

No lo dudé. Me lancé sobre las negras cuerdas e intenté soltarlas. Los nervios me traicionaron…

El bulto, apoyado en las rodillas, escapó de entre los dedos y rodó hacia el polvo que cubría la caverna.

Me pareció oír un ruido…

Quedé paralizado. Si era él, si había regresado de improviso, ¿qué le decía? ¿Cómo justificaba mi presencia en su cueva?

Y en esos momentos de tensión me vino a la mente la sica curva y oxidada que portaba en el cinto de cuero. El imprevisible Yehohanan podía utilizarla contra cualquiera. ¿O no? ¿Estaba exagerando, como consecuencia del súbito miedo?

Entonces sentí aquella mirada, fija en la nuca.

Volví a estremecerme.

¿Estaba alucinando?

Reconocí que no actuaba correctamente. Había aprovechado su ausencia, o supuesta ausencia, para invadir su intimidad y, lo que era peor, para registrar sus pertenencias. Lo que fuera a suceder lo tenía merecido…

Olvidé el saco y me volví hacia la boca de la gruta.

Nadie. Allí sólo flotaba la luz. Pero yo juraría haber oído un crujido…

En cuanto a la sensación, sí, no me equivocaba. Alguien me había estado mirando. En esas circunstancias, el instinto no suele confundirse…

Y perplejo, con los pensamientos en desorden, me asomé al exterior.

El corazón casi se detuvo. Allí abajo, en la ribera, se hallaba el Anunciador. ¿Cómo era posible? Yo lo vi caminar por el torrente, aguas arriba…

Era obvio que había regresado. Poco importaba la razón. La cuestión era otra. ¿Ascendió hasta la cueva y me descubrió en el interior? Si fue así, ¿por qué no reaccionó? No era propio de él. A no ser…

Y me agarré a la nueva posibilidad.

A no ser que hubiera permanecido en la orilla, sin moverse.

Dudé. Aquel pensamiento no me tranquilizó. Con Yehohanan nunca se sabía…

Instintivamente me agazapé. Se hallaba de espaldas a las cuevas. Se cubría con el talith, como era habitual a esas horas de la mañana. Como digo, permanecía inmóvil. De vez en cuando giraba la cabeza a izquierda y derecha, como si buscase. Y volvieron las dudas. «Puede que me esté buscando —pensé, en un más que dudoso intento por acallar mi conciencia—. Quizá no me haya visto…».

Al poco se alejó de nuevo, remontando el «Firán». Esta vez me aseguré. Y cuando lo vi perderse en uno de los recodos del arroyo, escapé de mi escondrijo y, como un gamo, me alejé en sentido contrario, hacia la zona en la que faenaban los felah. Allí esperé hasta la hora nona (las tres de la tarde). Después, con el ánimo más reposado, opté por regresar al improvisado campamento.

Hacía tiempo que me esperaba. Eso manifestó al verme. No adiviné segundas intenciones en sus palabras. No hubo alusión a lo ocurrido en la «cueva dos», aceptando que me hubiera visto. Sinceramente, quedé más preocupado que antes.

Yehohanan había extraído la diaria ración de miel y, prácticamente, estaba concluyendo. Me senté frente a él y guardé silencio, pendiente de cada gesto. Durante un largo rato permaneció con la cabeza baja. Los dedos iban y venían sobre la arpillera del enigmático saco negro. Lo acariciaba con mimo. Las cuerdas seguían anudadas e igualmente fétidas. Pero ¿qué guardaba en aquella envoltura? ¿Por qué era tan preciosa para el gigante de las «pupilas» rojas?

A partir de esa mañana del martes, 6 de noviembre, el saco siempre fue con él. Nunca lo perdía de vista. Más de una vez estuve a punto de interrogarlo sobre el misterioso contenido, pero fui prudente y esperé. No deseaba caer en nuevos errores. Lo averiguaría a su debido tiempo. Y así fue…

La obsesión de Yehohanan por el referido saco, justa y sospechosamente desde el día en que traté de abrirlo, me llevó a deducir que sí fue testigo de mi irrupción en sus dominios. Por eso no volvió a abandonarlo. Su reacción, sin embargo, fue fría y calculada. No podía fiarme…

—¡Háblame!

La orden llegó «5 X 5» (fuerte y clara). Era la palabra clave. Era el momento en el que me aventuraba en el mundo de las abejas. Yo hablaba y él escuchaba. A veces preguntaba. De vez en cuando, quien esto escribe también lo interrogaba y él replicaba, a su manera y según sus luces. Como dije, fueron horas intensas, en las que ambos aprendimos; sobre todo, yo. Por mi parte, me limité a esbozar una serie de «detalles» que lo fascinaron y que, en mi opinión, no alteraron excesivamente sus conocimientos; un saber no tan limitado, a decir verdad.

Con la llegada de la noche, ambos nos retirábamos a la soledad de nuestras respectivas cuevas. Así fue hasta aquel trágico viernes, 9 de noviembre del año 25 de nuestra era. ¿Trágico? Quizá fue peor que eso…

Empecé por lo primero que me vino al pensamiento. Le hablé de los ojos de deborah, la abeja. Ellos conocían sobradamente la distinción entre la reina, las miles de obreras y los cientos de péred, como llamaban a los zánganos, los únicos machos del enjambre. Lo que no intuían siquiera era la forma de los ojos de estas criaturas. Y me centré en los de la reina, explicándole que, en realidad, no eran dos, sino ocho mil[19]; cuatro mil, más o menos, por cada ojo.

El nistagmo de Yehohanan se aceleró. Era buena señal. Estaba interesado. Me dejó hablar. Cuando estimé que era suficiente, y me disponía a cambiar de asunto, el Anunciador intervino, y proclamó sus muy particulares conclusiones:

—Así es el Santo, bendito sea…

No comprendí. No podía tratarse de una broma. Jamás reía o sonreía. Su mente parecía mutilada para lo frívolo y para el difícil arte de «hacer girar las cosas boca abajo», como definía el Maestro el sentido del humor. En eso, Yehohanan también era opuesto a su primo lejano…

—El blanco de los ojos del Santo, bendito sea su nombre —aclaró, solemne—, forma cuatrocientos mil mundos… Mucho más que el ojo de deborah.

Torpe de mí, no reaccioné. Y me reafirmé en su locura.

—… Trece mil veces diez mil mundos nacen en la cabeza del Santo… Y de esa cabeza brota el rocío, como está escrito: «Pues mi cabeza se llenó de rocío»… Y ese rocío es luz, la que proviene del blanco del ojo del Santo.

Invocaba el Cantar de los Cantares. Su humor era nulo, pero no su memoria. Lo que leía una sola vez quedaba registrado en la memoria para siempre. Prodigioso.

Y, sin proponérmelo, me vi envuelto en otro asunto no menos interesante: el concepto de Dios, según Juan o Yehohanan, conocido hoy como el Bautista y, entonces, como el Anunciador.

Esta vez fui yo el que escuchó, perplejo.

Para Yehohanan, el Santo (Yavé) tenía diferentes rostros. Era varón, naturalmente. Según el momento, así era su cara. Cuando marchaba al frente de los ejércitos era «Seba’ot». Nadie podía mirarlo. Sus ojos arrojaban fuego. La ira era su barba, flotando al viento. «Según mis hechos me llamo —se refugió en el Éxodo (34, 6)—. A veces me llamo “El Šadday”, a veces “Seba’ot”, a veces “Elohim” y a veces “YHWH”. Cuando juzgo a las criaturas me llamo “Elohim” [plural mayestático de “Él” o Dios]; cuando olvido los pecados de los hombres, “El Šadday”, y cuando me apiado de mi mundo, me llamo “YHWH”, pues “YHWH” es misericordioso, tal como está escrito: “YHWH”… “YHWH”…, Dios clemente».

En aquellas definiciones flotaba el miedo. Todo era castigo, justicia, venganza, y, en definitiva, total y absoluta lejanía.

«Ehye ašer ehye» (Soy el que soy) había terminado por convertirse en sinónimo de «no preguntes». Dios, para aquel hombre, como para otros muchos judíos de la época del Maestro, era un ser autoritario, al que no convenía molestar. Pecar era natural. Indagar y aproximarse al Santo era peor que pecar. Dios estaba donde estaba. Convenía no moverlo. Para el Anunciador, el Santo era un anciano (quizá debería escribirlo con mayúscula) que se dolía permanentemente por las miserias humanas. Los pecados del hombre eran tantos, y de tal magnitud, que el Anciano olvidó reír. Y continuaba sentado en su trono de fuego, esperando el día de la venganza. En definitiva, ésa era la esperanza de Yehohanan: el día del Eterno, el día del ajuste de cuentas.

No pregunté. No merecía la pena. Estaba muy claro. Era la visión apocalíptica que expresaba en sus sermones. Su pensamiento —digamos íntimo— era el mismo. Quizá por eso no reía. Si el Anciano no reía, nadie debía hacerlo. Así se expresó, rotundo, despreciando a los que manifestaban algún tipo de alegría. «No saben —dijo—. Son ignorantes. Yo soy de Él…».

Mostró la palma de la mano izquierda y me enseñó la cicatriz, la «señal» que lo acreditaba como «consagrado a Dios»: «Suyo» (en hebreo, literalmente, «Yo, del Eterno»)[20].

Creí entender, pero no. Yehohanan prosiguió y anunció algo que me puso en alerta.

—Ellos me hablaron…, en el desierto.

No hubo más. Me traspasó con la mirada y se precipitó en otro de sus acostumbrados mutismos.

¿«Ellos»? ¿A quién se refería? ¿Hablaba de los treinta meses que pasó en el desierto de Judá, tras abandonar a sus amigos, los nazir de En Gedi, en la costa occidental del mar Muerto? Esos dos años y medio eran otro enigma para quien esto escribe. Abner, el hombre de confianza de Yehohanan, no quiso hablar de ello. Recuerdo que mencionó el desierto existente al sur de la Judea, como «un lugar en el que se registraron sucesos extraordinarios». No lo saqué de ahí. Como digo, el pequeño-gran hombre fue fiel a su ídolo o, sencillamente, no supo aclarar mis dudas. Aquél era un buen momento para tratar de sonsacarle. Lo intenté. Lo interrogué. Creo que fue contraproducente. Me miró con desconfianza y, en silencio, se puso en pie. Tomó el saco negro y se alejó, trepando por el talud. Instantes después se perdía en la oscuridad de la cueva dos.

No fui hábil.

Me resigné. Volvería a intentarlo. Deseaba reconstruir la vida de aquel hombre, en la medida de mis posibilidades. Intuía que era importante por sí misma y, especialmente, para comprender mejor el pensamiento y las futuras actuaciones del Hijo del Hombre. Acerté…

¡Qué enorme distancia a la hora de concebir a Dios!

Para el Maestro, el Santo era «Ab-bā», más que un Padre. Jesús lo llamaba «papá». Era el amor incondicional, por encima de cualquier otro atributo. Era un amigo…

Para el Anunciador era un ejecutor, pendiente de la gran venganza.

Lo dicho: conceptos opuestos…

Y me pregunté por enésima vez: ¿era Yehohanan el precursor del Hijo del Hombre? Algo no cuadraba…

En otra de las conversaciones a orillas del Firán —no sé si en el orden que estoy estableciendo en el presente diario— surgió el tema de la mujer; todo un «problema» para Yehohanan, tal y como tendría oportunidad de verificar…

El asunto arrancó por casualidad (?) cuando, al proseguir con mis enseñanzas sobre las abejas, mencioné a los zánganos, los únicos machos de la colmena, y su labor como reproductores. Los apicultores de aquel tiempo sabían también de la función sexual de dichos zánganos, aunque, como es lógico, desconocían muchos de los detalles. Y con sumo tacto, midiendo las palabras y los conceptos, le hablé de la unión, una vez en su vida, entre la abeja reina y el macho o machos que lograban aparearse con ella en el vuelo nupcial[21]. Yehohanan lo había visto en primavera y verano. Sabía de qué le hablaba y conocía también el triste destino de los machos. En invierno, los doscientos o trescientos zánganos que lograban sobrevivir eran expulsados o aniquilados por las obreras. Y Yehohanan hizo una mueca de desagrado. En un primer momento la interpreté como un lógico rechazo a la desafortunada e injusta muerte de los machos. No fue ésa la razón del gesto de repulsa. E, incapaz de contener la rabia, manifestó:

—Aunque sean abejas, es injusto…

Acepté el noble sentimiento. Mejor dicho, el supuesto noble sentimiento. Y aclaró:

—Es injusto porque lo femenino está a la izquierda.

Debió de percibir mi sorpresa y se vació.

En un tono áspero y cargado de resentimiento, Yehohanan expresó lo que sentía por las mujeres. Algo había visto en las ceremonias de inmersión, cuando el aspirante a ingresar en el «reino» era una hembra. El Anunciador jamás les dirigía la palabra. Las miraba con indiferencia o, lo que era más habitual, ni siquiera las miraba…

Al escucharlo, experimenté de nuevo aquella profunda tristeza. Yehohanan no era normal. ¿A qué se debía su aversión hacia el sexo femenino?

Para el Anunciador, la mujer era algo negativo porque fue creada a partir de una de las costillas del costado izquierdo de Adán (!). Se trataba, en efecto, tal y como sospechaba, de una muy personal interpretación de los textos bíblicos. Los doctores de la Ley de Moisés aseguraban que Dios creó los cielos con la mano derecha y la Tierra con la izquierda. Así aparece en el Génesis y así fue escrito por el profeta Isaías (48, 13): «Mi mano (suponían que la izquierda) cimentó la tierra y mi diestra desplegó los cielos; los llamé y aparecieron juntos». De ahí a las más variopintas elucubraciones sólo hubo un paso. La mayoría estimó que cielo y Tierra eran una sola cosa y que, lógicamente, había un lado derecho y otro izquierdo. Lo bueno —la tierra de Israel, los cielos y el Mesías, por ejemplo— se hallaba a la derecha del Santo. Lo malo estaba a la izquierda o tenía su origen en ella. Un principio, por cierto, que todavía perdura en nuestro «ahora»…

Estas absurdas ideas fueron alimentadas por los sabios, que interpretaron el principio femenino —el del rigor— siempre a la izquierda.

Y el Anunciador, como digo, elaboró su propia versión, dando por hecho que el Génesis situaba a la mujer en un plano inferior (a la izquierda), en el territorio propio de lo negativo, en el que se hallaban «los impíos, el infierno y los tibios», según sus propias palabras. La realidad era otra. El Génesis no especifica si la costilla fue extraída del lado izquierdo o derecho. Es más: para algunos expertos en las Sagradas Escrituras, esa torcida teoría de Yehohanan hubiera sido motivo de risa y de condena. «Adán —decían— fue hombre y mujer al mismo tiempo. Macho y hembra los creó. Adán tuvo dos rostros, hasta que el Eterno, bendito sea su nombre, los separó». Otra de las escuelas rabínicas, más sensata, en mi humilde opinión, defendía que, «aunque el varón es más parecido a Dios», sólo en la unión de hombre y mujer se conseguía la perfección. Sólo entonces podía hablarse de una «criatura celestial». Sólo entonces —aseguraban—, la Šeḵinah (Divina Presencia) se hacía presente. Sólo entonces, en la unión carnal y bendecida, éramos dignos del Eterno[22].

Pero el delirio del Anunciador no terminaba ahí. Uno de sus sueños, por lo que deduje en aquellas conversaciones íntimas, consistía en crear un grupo de treinta y seis «justos», sus discípulos, que formarían el «estado mayor» del nuevo «reino» y prepararían la llegada del Mesías, «rompedor de dientes»[23]. He hizo hincapié en los treinta y seis «justos», todos varones…

Casi lo había logrado, a juzgar por el grupo que lo escoltaba permanentemente.

Todos varones…

Aquél era otro concepto de Yehohanan, diametralmente opuesto al del Maestro, a quien, supuestamente, debía abrir camino.

Jesús de Nazaret sí elevó a la mujer a la altura del varón, ganándose con ello la crítica general. Aunque no todos eran tan agresivos y radicales con el sexo femenino, la sociedad judía, como ya he referido a lo largo de estas páginas, evaluaba a las mujeres «como un bien menor, al que convenía acostumbrarse». Era una sociedad machista, permitida y alentada por el propio Dios del Sinaí, suponiendo que Yavé fuera Dios…

La mujer, en definitiva, en la época del Maestro y para los más rigoristas o exaltados, era una criatura inferior e «intrínsecamente perversa». Había que huir de ella.

Éste era el pensamiento de Yehohanan. No conviene olvidarlo…

Notó mi desagrado y se apresuró a justificarse:

—Esto sólo es revelado a los santos, a los que hemos sido autorizados a caminar por los senderos del Eterno, bendito sea…

Y concluyó, prepotente:

—… Sólo los santos caminan sin desviarse a derecha o izquierda, como está escrito: «Los caminos del Señor son del todo rectos… Por ellos van los justos, pero los impíos resbalarán en ellos».

La cita era del profeta Oseas, pero el Anunciador, supongo que conscientemente, modificó una de las palabras alterando parte del sentido, de acuerdo con su criterio. En el auténtico versículo 10 del capítulo 14 no se menciona a los impíos, sino a los malvados, que es muy diferente. Impíos, para Yehohanan, eran los no judíos.

E insistió, total y absolutamente convencido:

—¡Yo soy santo, Ésrin!… Ellos lo saben. Ellos me tratan como a tal…

Otra vez «ellos». ¿De quién hablaba?

Estaba cada vez más nítido: Yehohanan padecía algún tipo de patología que desequilibraba su mente. Era preciso que le suministrara los «nemos», y cuanto antes…

No sé por qué no me contuve. Sentí una rabia sorda y subterránea. Quizá fue el recuerdo de Ruth. Ella no era inferior, y mucho menos perversa. Era quien llenaba mi vida, aunque fuera un amor imposible…

¡Mi querida «Ma’ch»!

Y lo ataqué sin piedad:

—Si lo femenino está a la izquierda, y es malo, como dices, ¿cómo explicas que en tu colmena sólo haya un par de cientos de machos y miles de abejas hembras?

Obviamente, lo derribé. Él no conocía el porqué de esa aplastante mayoría «femenina» en el enjambre del que se alimentaba[24], pero comprendió el mensaje.

Meditó un tiempo, sin hallar una respuesta satisfactoria. Era cierto. Las hembras controlaban su barril ambulante. Entonces, irritado, torció el gesto y me maldijo con aquellos ojos perturbadores. Había vuelto a equivocarme. No convenía desafiarlo.

Se levantó e hizo algo que resultaría providencial a la hora de afinar el diagnóstico. Tenía que haberlo supuesto…

No tardaría en oscurecer. Creo recordar que fue el segundo día de nuestra estancia en la garganta del Firán.

Se deshizo del saq y del ancho cinto de cuero y saltó sobre las aguas. Era la primera vez que lo veía desnudo.

No sabía nadar. Observé sus evoluciones con curiosidad, sin atreverme a dar un solo paso. A mis pies se hallaba la ropa, sucia y maloliente.

Cuando se cansó de retozar y zambullirse, regresó a la orilla y procedió a un lento y meticuloso secado de las trenzas. Las fue estrujando una a una, al tiempo que canturreaba algo sobre su supuesta condición de santo y elegido: «Yo, de Él… Yo, suyo…».

Fue instintivo y natural. Me fijé en los órganos genitales. Al principio me sorprendió…

Después, al verificarlo, una luz me iluminó. Y creí entender parte de su misoginia. La repulsa por las mujeres no obedecía, únicamente, a razones «bíblicas», más o menos discutibles…

Al terminar de exprimir las siete trenzas rubias, el Anunciador, sin mediar palabra, tomó el taparrabo y el cinto y se colocó en cuclillas, en el arroyo, iniciando un más que dudoso lavado de los mismos. Después los tendió sobre los tamariscos y regresó junto a la colmena. La abrió y se sirvió la habitual ración de miel.

No había duda. Pude contemplarlo durante largo rato y desde diferentes ángulos. Yehohanan padecía una criptorquidia bilateral; es decir, la ausencia de ambos testículos. Lo más probable es que hubieran quedado detenidos en el vientre, o en el conducto inguinal, durante el período fetal, o en la infancia, en la obligada emigración hacia el escroto o las bolsas en las que mantienen una temperatura ligeramente inferior a la del cuerpo, favoreciendo así la maduración. Esta ectopia testicular, o situación anómala, podía provocar una degeneración de dichos órganos y convertirlo en un hombre estéril. Si la atrofia, como sospechaba, era permanente, además de la referida esterilidad, Yehohanan se hallaba sujeto igualmente a algún tipo de impotencia[25]. Esta situación sí explicaba el rechazo hacia el sexo femenino, su frustración personal, y el recelo, casi odio, que experimentaba hacia los sacerdotes del Templo de Jerusalén. Como se recordará[26], la normativa judía era muy estricta, en lo que a la selección de sacerdotes se refiere. Los candidatos eran investigados minuciosamente. Cualquier anomalía física o psíquica invalidaba al aspirante. Yehohanan, como hijo de sacerdote, tenía derecho a heredar dicha profesión. Su gran altura, sin embargo, así como las restantes características del rostro y, con seguridad, la criptorquidia bilateral[27], lo eliminaron de inmediato. Zacarías, su padre, como ya referí en su momento, no pudo consagrarlo a Dios, como él hubiera deseado, y se consoló con la condición de nazir, otra forma de consagración al Eterno.

Es posible que el hipotético lector de estos diarios no capte, en su justa medida, la importancia que se le daba en aquel tiempo a una constitución física sana, en especial a los testículos. Hoy sabemos que, en la reproducción, el hombre y la mujer desempeñan el mismo papel. Hace dos mil años no era así. Conocían bien los órganos genitales externos y también el útero. Sabían qué función desempeñaban el pene y los testículos, pero lo ignoraban prácticamente todo sobre los ovarios. Influenciados por la medicina persa y, muy especialmente, por la que se practicaba en la ciudad egipcia de Alejandría, los judíos representaban el útero según el modelo bicorne de las vacas. No tenían conciencia de la trascendencia del óvulo, ni imaginaban que el ovario, además, era el responsable de la fabricación de hormonas, vitales para la mujer[28]. Este desconocimiento mantenía al sexo femenino en una nebulosa situación, en la que sólo el papel del varón estaba claro. El semen, para aquella gente, era el único responsable de la aparición de la vida. Lo importante es que entrara en el cuerpo femenino, no importaba por qué orificio… La deformación del pueblo en general, y de los sabios (?) en particular, llegaba al extremo de considerar la menstruación como una «señal de inferioridad, puesta ahí, cada veintiocho días, por el propio Yavé, bendito sea su nombre». En definitiva, otro capítulo que la degradaba y obligaba a purificarse.

Era comprensible, por tanto, que un hombre se sintiera frustrado si carecía de uno o de los dos testículos. Para la sociedad, si llegaba a saberlo, esa persona dejaba de ser hombre y perdía muchos de sus derechos. Yehohanan lo sabía y, por lo que aprecié, jamás se desnudaba en público. Yo tuve suerte. ¿O fue el Destino?

Y, como digo, empecé a intuir el porqué del rechazo del Anunciador hacia las mujeres. Pero no lo sabía todo acerca de este hombre. En realidad, ahora lo estaba descubriendo…

Y si intensa y difícil de remediar era su repulsa por el sexo femenino, peor, mucho peor, era su actitud hacia lo que estimaba «vergonzosa pleitesía» con el invasor, con los kittim o romanos. El sometimiento del pueblo y de algunas de las castas de los principales a la voluntad de Roma, la «gran ramera», era el habitante principal de sus pensamientos. Lo expresaba sin cesar, en todos sus sermones y conversaciones privadas, y sin medir el alcance de sus filípicas. Nada, ni nadie, quedaba en pie. Todos eran pecadores. Los judíos, por no levantarse contra Roma, y los invasores por impíos.

En esta dinámica, sin embargo, había algo que Yehohanan nunca sacaba a la luz, sencillamente, porque no le interesaba. Lo hablamos en aquel providencial retiro. Después, jamás lo manifestó en público, ni tampoco a sus íntimos, que yo sepa. Abner lo hubiera comentado…

Para el Anunciador, como para otros grupos extremistas judíos, el sometimiento de la sagrada tierra de Israel a los pueblos extraños que encarnaba Roma nacía de los pecados. Eran tantos, tan inicuos y tan antiguos que provocó un hecho singular, nunca visto en la historia de Israel. La maldad de los propios judíos puso en fuga —según sus palabras— a la Šeḵinah, la Presencia Divina[29], que residía en el «Santísimo» del Templo.

Lo escuché sin intervenir, atónito. Llamaban «Presencia Divina» y aseguraban que «vivía permanentemente» en el Templo de Jerusalén (Santo de los Santos). Era conocida como «Mahaneh ha-Šeḵinah» o «Campamento de la Esencia». Era, en suma, la personificación y la hipóstasis o sustancia de Yavé en la Tierra.

Esa «presencia» —la cara femenina del Santo, según Yehohanan—, a la que llamó «Matrona», supongo que por considerarla «esposa de Dios», fue entonces a mezclarse entre los paganos. Y allí seguía, «haciendo poderosos a los impíos». Ésta, según él, era la razón por la que Israel se hallaba dominado y por la que desaparecieron los profetas.

Al desequilibrio había que sumar la contradicción. Si odiaba a las mujeres, ¿por qué concedía una parte de feminidad al Santo? Además de «Matrona» la llamó «Kalah» (Novia) y «Malkah» (Reina).

A no ser que…

La idea se me antojó tan absurda que la rechacé.

Fue por esto, en opinión del Anunciador, «por amarrar a los falsos dioses con incienso, por lo que fue expulsada la Šeḵinah, y ahora rodaba sin rumbo, en la oscuridad del paganismo»[30].

—Ellos —susurró, como si temiera que alguien pudiera oírle— me han encomendado la preparación…

Dudó. Pero, convencido de mi fidelidad, proclamó con orgullo:

—Pronto te será desvelado… Tú serás uno de los justos, los que abrirán el camino al Mesías…, en la recuperación de la Šeḵinah

Los ojos le brillaron y, por supuesto, me incendiaron.

Empezaba a entender. La recuperación de la Šeḵinah

¡Dios mío! Me hallaba ante un perturbado. ¿Era éste el secreto que quería mostrarme?

Sí y no.

«Ellos», otra vez…

Tenía que hallar el momento y el valor para esclarecer el asunto.

Insistí en el tema de la Šeḵinah y Yehohanan confirmó lo expuesto. No había oído mal. Él creía que la Esencia del Santo tenía forma de círculo (más exactamente de «corona»). Era la que amamantaba la Tierra, según sus palabras. Siempre habitó en el Tabernáculo y, después, cuando Salomón construyó el Primer Templo, se refugió en el Santo de los Santos. Desde allí hacía fuerte a la nación judía. Ahora, con la invasión romana, la Šeḵinah habitaba en medio de los impíos y les daba fuerza.

Lo percibí en otras oportunidades. El Anunciador disfrutaba de una excelente memoria, pero su cultura era muy limitada. La Šeḵinah, suponiendo que existiera, no tenía forma. En ninguna tradición oral o escrita se habla de su aspecto físico. Se dice, simplemente, que llenaba el «Santísimo». Todos coincidían: el «Campamento de la Šeḵinah» permanecía «vacío». Siempre lo estuvo, a excepción de la época en la que dio alojamiento al arca de la Alianza[31]. Poco a poco iría acostumbrándome a estos supuestos errores del gigante de las «pupilas» rojas. Y la absurda idea que acababa de visitarme se presentó de nuevo, viva y con una desconcertante seguridad. ¿Cometía Yehohanan un error al dar cuerpo a la Presencia Divina? ¿De dónde obtenía aquellas informaciones? ¿Eran consecuencia de su locura o había algo más? Mejor dicho, ¿alguien más?

Y la intuición (?) me trasladó a la colonia de los nazir, en la aldea de En Gedi, en el mar Muerto, donde el Anunciador pasó parte de su vida. ¿Fueron «ellos» quienes lo iniciaron en estos misterios? ¿Por qué Yehohanan no hablaba abiertamente? ¿«Ellos»?…

Sí y no.

Debo confesarlo. Con aquella idea amaneció también en mi mente una enigmática y querida frase. Entonces no supe relacionarlas…

«Dios es ella», el estribillo cantado por Jesús en el astillero.

Pero el chispazo se desvaneció ante la siguiente «revelación» de Yehohanan. Lástima. Durante un tiempo olvidé el interesante «susurro» de la intuición. Nunca aprenderé…

—Yo conozco al Mesías…

Llevó de nuevo el dedo índice izquierdo a los gruesos labios y solicitó silencio. Me encogí de hombros y aguardé.

Miró a izquierda y derecha y, bajando el tono de la voz, confesó, al tiempo que reforzaba las palabras con un movimiento afirmativo de cabeza:

—Yo lo he visto…

Al principio no le di demasiada importancia. Supuse que se refería a su pariente lejano, Jesús de Nazaret. Abner lo sabía. Yehohanan le contó parte de la verdad: Jesús era el hombre fuerte, el que llegaría después y encabezaría los ejércitos de liberación.

Me equivocaba…

—… «Ellos» me lo mostraron… Es rubio… El Mesías es rubio, de bellos ojos y de agradable presencia…

Me confundió. Jesús no era rubio. Sus ojos eran espectaculares, sí, y también su presencia, pero los cabellos eran de color caramelo, acastañados.

Debió de notar mi perplejidad. ¿De quién hablaba? Otra vez «ellos». ¿Se refería a los nazir?

—… Su cabeza está engalanada con siete coronas de oro, y sus cabellos, recogidos en siete trenzas…

De la sorpresa pasé a la sospecha. ¿Estaba hablando de sí mismo? Rubio y con siete trenzas…

Quizá su desequilibrio era mayor de lo que imaginaba. Él siempre había aceptado las versiones de Isabel y de María, la prima segunda de su madre. Él creía en las visitas del «hombre luminoso», y en los respectivos anuncios, aunque, ciertamente, en ninguno de esos mensajes del ángel se mencionaba al Mesías o hijo de David.

¿Se trataba de otra consecuencia de su inestabilidad mental?

—… Y su olor —prosiguió, enigmático—, el olor de mi hijo, es como la fragancia de un campo bendecido por el Santo, bendito sea…

La confusión se multiplicó. Aquellas frases no eran suyas. La última era del Génesis (27, 27) y las primeras, sobre el Mesías rubio, fueron proclamadas por el profeta Samuel. Para ser preciso, Samuel no describía al futuro Mesías, sino al que llegaría a ser el rey David. Y tampoco escribió que fuera rubio, sino rubicundo (rubio rojizo), como reza el primer libro de Samuel (16, 12).

Y lo interrogué, buscando una aclaración. ¿De dónde había sacado que el Mesías recogería el pelo en siete trenzas rubias? ¿Quién se lo mostró y dónde?

Me precipité, una vez más. Yehohanan no admitía determinadas preguntas. Sólo las que le convenían.

No respondió. Permaneció ausente, con la vista fija en la corriente del Firán. Después, ante mi desolación, exclamó:

—¡Háblame…!

Sentí rabia. Si deseaba continuar buceando en su corazón, en su extraño y oscuro corazón, tenía que amarrarme a sus caprichos. No tuve alternativa y proseguí con las explicaciones sobre las abejas. Pero me propuse llegar al fondo de aquel nuevo misterio. Lo abordaría a la menor ocasión…

Tuve dificultades para aclarar que sus amigas, las abejas, no llegaban a la colmena con la miel en el buche. Como pude, utilizando símbolos y aproximaciones, traté de hacerle ver que el trabajo de las laboriosas obreras era más interesante y digno de admiración de lo que suponía.

Pronto olvidó su confesión sobre el Mesías. Deborah, la abeja, lo fascinaba. Y existía toda una razón, que expondré en su momento.

Nunca había seguido el rastro de sus abejas. Por eso quedó desconcertado cuando le ofrecí algunos datos: para llenar el buche de néctar, cada abeja se ve en la necesidad de visitar alrededor de mil flores[32]. En otras palabras, para que el Anunciador pudiera disfrutar de un kilo de miel, el enjambre a su servicio tenía que efectuar unos cincuenta mil vuelos[33]. Y elogié su sabiduría por saber establecer el asentamiento del barril de colores, siempre en las proximidades del agua. No entendió, naturalmente[34]. Y su voluntad quedó definitivamente rendida cuando me extendí en el capítulo de las «comunicaciones» entre ellas. Abrió los ojos, atónito, y preguntó sin cesar…

«¿Hablan con las antenas?… ¿Bailan?… ¿Bailan en círculo para indicar a sus compañeras que han encontrado flores?…».

En realidad era más complejo, pero dibujé las danzas[35] con la mayor sencillez posible, como si se tratara de un niño. En realidad, lo era…

Y quedó prendido y fascinado, una vez más. «En círculo —musitó para sí—, como la Šeḵinah…».

No capté la intencionalidad de aquel pensamiento en voz alta, pero aproveché el giro en la conversación y lo hice regresar al «Mesías rubio, con los cabellos en siete trenzas y el olor a campo bendecido».

Reaccionó bien. Ésas eran sus ideas sobre el aspecto físico del que tenía que llegar: rubio, poderoso, valiente, de mirada de fuego, de largos cabellos como látigos y una fragancia que podría percibirse a cien estadios (algo más de 18 kilómetros) (!). Quedé nuevamente atónito. Era él, salvo en el detalle de la «fragancia» corporal…

Quien esto escribe había oído sus parlamentos en público, en los que recordaba, sin cesar, la inminente llegada del Mesías libertador y «rompedor de dientes». Pero jamás se definió sobre el perfil del ansiado rey, sacerdote, profeta y guerrero. Era la primera vez que se pronunciaba al respecto. E intuí, como digo, una notable confusión en su ya frágil mente. Él sabía que el probable Mesías era Jesús, pero tampoco era sacerdote, ni rubio, ni parecía tener interés en la inauguración del «reino». Por otro lado, Yehohanan, según él, sí disfrutaba de muchas de estas características, aunque nunca podría ser sacerdote. Conocía la opinión de Abner y los suyos. No les gustaba que hablara de ese otro «que estaba por llegar». Él era el Mesías. Así lo creían y, sobre todo, así lo sentían. Esta actitud, obviamente, contribuyó a oscurecer sus ya borrascosas ideas sobre el Mesías. A decir verdad, en aquellas fechas, noviembre del año 25, el Anunciador se debatía en un mar de dudas. ¿Era él el libertador de Israel? ¿Tenía que esperar a Jesús? ¿Por qué los rasgos de su primo no se ajustaban a los textos proféticos?

Entonces, entusiasmado, mencionó algo que tampoco incluía en sus sermones o, al menos, no tuve la oportunidad de oír. Cuando llegase la hora, todos, incluyéndome a mí, emprenderíamos la búsqueda de la Presencia Divina. Iniciaríamos la «caza y captura» —así lo expresó— de la Šeḵinah. Era sencillo. La Šeḵinah es circular y se distingue por su luz y por las letras Lamed y Bet («LB») (corazón).

No comprendí, pero lo dejé hablar.

Sólo teníamos que estar arrepentidos y atentos. La búsqueda de la Presencia Divina arrancaría con una serie de señales, inconfundibles, según él. Los muertos resucitarían fuera de la tierra de Israel y «rodarían» (?) hasta la Ciudad Santa. Allí recobrarían sus almas, como dice el profeta Ezequiel[36]. Después, las palabras «emergerían de la oscuridad» y los hombres, los justos, se convertirían en sabios. Esto sólo sería el principio. En esos momentos, sin embargo, el Mesías no tomaría el mando. El Libertador continuaría escondido en lo que llamó el «Nido del Pájaro» y que, francamente, no identifiqué. Yehohanan aclaró que se trataba de uno de los mil palacios, propiedad del Santo…

No hice comentario. Su situación mental parecía degradarse por momentos. Él estaba al corriente del lugar donde residía Jesús, en Nahum. ¿De dónde había sacado lo del «Nido del Pájaro»?

Entonces, los ejércitos de liberación, conducidos por él mismo y sus treinta y seis «justos», y también por Abraham, Isaac y Jacob, emprenderán la lucha y la referida búsqueda de la Šeḵinah. Y una columna de fuego se hará visible a todos los habitantes de la Tierra. Será otra de las señales. Al cuarto día se extinguirá y las naciones formarán un pacto contra Israel. Y el mundo quedará sumido en las tinieblas por espacio de otros quince días…

No podía creerlo. Yehohanan hablaba en serio. Lo que decía era tan real para él como para mí el lento circular de las aguas del arroyo.

«Será la hora —proclamó, con la mirada perdida en el inminente crepúsculo—. El Mesías recibirá las diez túnicas de la venganza y el Santo, bendito sea, lo reclamará desde el Trono Supremo… Entonces, al verlo vestido con la venganza, lo besará en la frente y retumbarán los trescientos noventa cielos… Y el Santo, bendito sea su nombre, coronará al Mesías con la diadema que lucía cuando derrotó al faraón en el paso del mar Rojo… Es la diadema con los nombres sagrados…».

Era suficiente. Prefería hablar de abejas…

«… Y el Mesías se revelará en la Galilea… Y nosotros, los justos, estaremos a su derecha… ¿Comprendes, Ésrin?».

Perfectamente. Y guardé silencio; un significativo silencio, que sólo yo supe interpretar.

Aquél era Yehohanan, el Anunciador…

Cólera. Venganza. Muerte. Columnas de fuego y firmamentos que retumban…

Nada que ver con el pacífico y entrañable Jesús de Nazaret. No me cansaré de insistir en ello. La historia y la tradición no han sido fieles a la realidad. Alguien ha sido estafado…

Me resigné. Yehohanan se aproximó a otro de sus temas favoritos. Era imparable. Y habló y habló, sin importarle la oscuridad de la noche.

No había luna, ni tampoco una mísera fogata. La única luz procedía de las estrellas.

Ella estaba allí, en la más brillante…

«Te quiero, Ma’ch».

Miré a mi alrededor, pero, lógicamente, sólo percibí sonidos: el murmullo plácido del agua, entretenida, no sé por qué, entre piedras y matorrales, y el eco de las puntuales rapaces nocturnas, sólo adivinadas en las paredes del Firán.

Sentí miedo. Fue cuestión de segundos. Prácticamente nada, pero intenso como un relámpago. Presentí algo y revisé de nuevo mi entorno, sin alcanzar a divisar más allá de tres o cuatro metros.

De pronto, la palabra Eliyá (Elías) me devolvió al casi olvidado discurso del Anunciador.

Hablaba de su ídolo, Elías, el profeta que había vivido novecientos años atrás. Ésta, como digo, era otra de sus inclinaciones predilectas. Cualquier motivo era bueno para sacar a relucir la fidelidad y el celo del solitario y no menos singular tesbita de las montañas de Galaad, algo más al norte. Y presté atención a ambos, a Yehohanan y al miedo que, sin explicación aparente, acababa de sentarse a mi lado.

Dijo haberlo «descubierto» al estudiar las Escrituras que guardaba la colonia nazir de En Gedi. En una de sus acostumbradas visitas a la comuna del mar Muerto, cuando contaba catorce o quince años, encontró los pasajes que relataban la historia de Eliyá y quedó hipnotizado por su lámina, por su lealtad a Yavé y por sus prodigios.

Fue la época en la que empezó una ávida lectura de los textos bíblicos. Le impresionó igualmente Daniel y su anuncio del «tiempo del fin»[37]. Aquello encajaba, según él, con el mensaje del «hombre luminoso» a su madre, Isabel, y también a María, la Señora. Allí estaba. Era el final de Roma, y de los impíos, y la resurrección de Israel a lo más alto. También la misteriosa concepción de Samuel, similar a la suya[38], lo dejó perplejo y reafirmó su creencia: él era un elegido. Recordaba de memoria muchos de los pasajes de estos profetas de la antigüedad y, muy especialmente, los cinco últimos capítulos de Isaías y el tercero (versículo 23) de Malaquías: «He aquí que os mandaré a Elías antes de que venga aquel día grande y terrible del Eterno». Este último versículo fue decisivo a la hora de alimentar su locura. Pero no adelantaré los acontecimientos…

Por lo que acerté a deducir de aquel monólogo, en el que apenas intervine, el impacto de Elías fue tal que, a raíz de una de esas visitas a sus «hermanos», los nazir, se despojó de las vestiduras habituales y decidió vestir como su ídolo, con un simple saq o taparrabo y un manto de pelo, como refiere el actual libro segundo de Reyes (1, 8). Nadie supo la razón que lo movió a desnudarse, ni siquiera su familia. Era la primera vez que lo confesaba. Quería ser como Elías… Ardía en celo por Yavé. Era suyo, de Él. Era un santo y un vidente. Era el heraldo que abriría el sendero antes de ese día grande y terrible. Y comprendí la angustia de Isabel y de Zacarías, sus padres, al verlo deambular por las colinas próximas al «Manantial de la Viña», casi desnudo y como un «salvaje». Su patología, efectivamente, se remontaba a mucho tiempo atrás. Sólo alguien desequilibrado se mostraba con una vestimenta propia de las cavernas…

«Quería ser como Elías…».

¿Cómo fui tan necio?

De pronto lo vi con claridad.

¿Cómo no lo adiviné? ¿Era por esto —porque imitaba al profeta de Tišbé— por lo que se dirigía a los pájaros, y les hablaba, y por lo que se pasaba las horas trasvasando harina de una cántara a otra[39]? ¿Era la demencia la que lo impulsaba a golpear las aguas de los ríos, como hiciera Elías con su manto[40]?

Las sospechas se fortalecieron. Me hallaba ante un loco…

Y recordé las escenas en el bosque de las acacias, en el vado de las «Columnas»[41], y allí mismo, en el Firán, en mitad del torrente, cuando golpeaba las aguas con furia y gritaba con desesperación: «¡Ábrete!».

¿Quería ser como Elías, o algo más?

El viejo profeta, desaparecido (?), como ya mencioné, tras ser arrebatado por un «carro de fuego» (?) en las proximidades del río Jordán, era una parte importante en el conjunto de la expectativa mesiánica judía. Aunque existían diferentes opiniones, según las escuelas rabínicas[42], el papel más destacado, y en el que coincidían los expertos en la Ley, era el de «anunciador» del «reino»; «anunciador» del nuevo orden político-social-religioso, con Israel a la cabeza de la gloria y del mundo.

¡Elías, el Anunciador!

En esos momentos, al caer en la cuenta de lo que se agitaba en la turbulenta mente de Yehohanan, fui yo el que rozó la locura. Mi ánimo se desplomó. Sentí cómo las fuerzas, una vez más, como sucediera el pasado 1 de noviembre, en Salem, huían de mí. Pero el abatimiento, supuestamente provocado por el hallazgo de aquella triste realidad, se esfumó a los pocos minutos, y recuperé el aliento…

El Destino estaba avisando.

Permanecí largo rato observándolo y meditando. Tenía que suministrarle los «nemos». Era preciso salir de la angustiosa duda. ¿Hasta dónde llegaba su desequilibrio mental? ¿Qué clase de trastorno lo dominaba? ¿Trataba de imitar a Elías, únicamente? También imitaba a Sansón. El peinado, en siete trenzas, era una copia del mítico personaje, dibujado en el libro de los Jueces. Además, sus discípulos lo señalaban como el auténtico Mesías. Y Yehohanan dudaba de Jesús…

Era sofocante. La confusión del Anunciador me alcanzó de pleno. Y mi mente desvarió también…

¿Era Yehohanan el nuevo Elías, redivivo? ¿Había resucitado y tomado el aspecto del gigante de dos metros de altura?

No era posible. Nadie regresa de la muerte. Pero ¿qué estupidez estaba pensando? Lázaro, el amigo de Jesús, fue devuelto a la vida; de eso estaba seguro. ¿Y qué decir de las apariciones del Maestro, después de su muerte? Yo fui testigo de excepción de algunas…

¿Me estaba volviendo loco?

Busqué refugio en las estrellas…

Capella, Aur, Markab…

Todas me devolvieron un guiño. Ella estaba allí, seguro…

¡Oh, Ma'ch!

Entonces recuerdo que me quedé en blanco. Oía la voz ronca de Yehohanan, pero no entendía…

Me asusté. No supe qué hacía allí, en la ribera de un río. ¿Quién era la persona que me hablaba?

¿Por qué lo hacía en una lengua tan extraña?

Fue muy rápido. Al punto, recuperé el control.

Sudaba copiosamente…

E intenté serenarme. ¿Qué había ocurrido? Supuse que el cansancio…

«Sí —me dije—, eso ha sido. Me he quedado dormido».

Segundo aviso.

Y retomé el hilo de mis recientes pensamientos, mientras soportaba la ardorosa plática de Yehohanan, en la que repetía, una y otra vez, «la gloriosa misión de Elías como preparador del día grande y terrible».

¿Elías redivivo o aparecido? No debía plantearlo. No era lógico, desde ningún punto de vista. Los judíos no creían en la reencarnación, tal y como interpretamos hoy el viejo concepto nacido en la India. Según cada grupo o secta, así creían, o no, en un juicio final y en la resurrección de la carne. Los saduceos, por ejemplo, negaban esa resurrección última. En cuanto al pueblo sencillo, la mayor parte se hallaba resignada a lo que parecía evidente: tras el beso del ángel de la muerte no hay nada. La ruach, o soplo de la vida, regresaba con el Eterno y el cuerpo, o bachar, se convertía en polvo. En cuanto a la inteligencia humana, algunos aseguraban que entraba en el seol, una «región de tinieblas y de silencio», según Job y los Salmos; un lugar tan remoto «que ni siquiera la cólera de Yavé podía alcanzarlo»[43]. Era el mundo de las refaim, o sombras. Es decir, el mundo de la «nada», contrario a la existencia. Las sombras no hacían ni decían nada. El seol era tan inexplicable que ni siquiera bendecía a Dios. No era una condena, pero tampoco una recompensa. Otros defendían el seol como un «devorador de impíos», una especie de infierno, según Henoc, en el que los ángeles arrojaban a los malvados —en cuerpo y alma— y en el que se consumían en un fuego que no necesitaba leña. Si, por el contrario, el difunto era honrado, el ángel proclamaba: «Preparad un lugar para este justo». Ese lugar era el Paraíso, también llamado «seno de Abraham»; un lugar igualmente remoto, perdido entre los siete cielos, al que sólo tenían acceso los judíos puros y, en consecuencia, justos (!). En suma: la opinión de la sociedad judía de aquel tiempo se hallaba dividida. Me atrevería a decir que, además de dividida, confusa. Sospechaban que tenía que existir un seol en el que se hiciera justicia. Necesitaban también algún tipo de Paraíso. La esperanza era lo único que les quedaba. Y, tras el exilio en Babilonia, la creencia en la resurrección de los muertos fue creciendo, merced a discursos como los de Isaías y Daniel[44]. Fue el Maestro, a lo largo de su vida de predicación, quien aportó luz a este confuso panorama: «Hay vida después de la muerte, pero no como la imaginamos; existe la esperanza, pero es mucho más de lo que suponemos…». Nosotros lo oímos de sus propios labios, durante la inolvidable estancia en las nieves del Hermón[45], y volveríamos a oírlo.

Por más vueltas que le daba, no conseguía entender las insinuaciones de Yehohanan. Elías desapareció, casi novecientos años antes. Si el Anunciador, como el resto de sus paisanos, no creía en la reencarnación, ¿a qué se refería cuando hablaba de un Elías redivivo? Además, ellos mismos, los judíos, defendían que el profeta fue arrebatado a los cielos, y que allí continuaba.

Lo dicho: una locura…

De pronto, percibí un silencio.

Los ruidos nocturnos de la garganta del Firán se extinguieron, como si alguien hubiera dado una orden…

¡Qué ridiculez! ¿Y por qué las rapaces y los insectos tenían que obedecer al mismo tiempo? ¿Obedecer? ¿A quién?

Allí no había nadie…

También Yehohanan interrumpió su perorata.

Aquello sí me alarmó. Y presté mayor atención a cuanto me rodeaba. Sólo adiviné matorrales en las paredes y en la ribera. La oscuridad, compacta, se agitaba en mi imaginación, creando figuras irreales que iban y venían, huidizas. ¿O no era mi mente?

Necesitaba dormir. Aquel hombre y aquel lugar me estaban trastornando…

—¡Silencio! —murmuró el Anunciador—. ¿Has oído…?

¿Qué tenía que oír?

Agucé los sentidos y repasé la maldita negrura. Fue entonces cuando «oí» algo imposible: el murmullo del torrente, siempre de guardia, siempre discreto y en segundo plano, había cesado.

¡No podía creerlo! ¡El río estaba allí! ¿Por qué no oía el acostumbrado y lógico rumor de las aguas?

¡Oh, Dios, me estaba volviendo loco!

Levanté el rostro hacia el firmamento, no sé si implorando clemencia. Las estrellas ni me miraron…

—¡Son ellos! —proclamó entre dientes—. ¿Has oído?… ¡Son ellos!… ¡Han vuelto!

Lo expresó con tal seguridad que, instintivamente, giré la cabeza a uno y otro lado e intenté localizar a los intrusos.

¿Ellos?

Las «sombras» (?) corrieron veloces entre los tamariscos.

Pero ¿qué sombras? Allí sólo había silencio y tinieblas. Miento: silencio, tinieblas y miedo. Fue entonces cuando empecé a sentirlo…

Alargué el brazo y me aferré a la «vara de Moisés».

Pensé en los felah del bosque del «perfume». No, los recogedores de nueces regresaban cada día a Salem y Mehola.

¿Bandidos?

Tampoco tenía sentido. Hubieran atacado de día. Sólo éramos dos «locos» indefensos…

Los bandidos, además, según mis noticias, se hallaban más al este. ¿Y qué malhechor era capaz de silenciar un arroyo y a las miles de aves e insectos que colonizaban la garganta?

No supe reaccionar con frialdad. Y el miedo, como digo, se sentó a mi lado. Al principio, tímidamente. Después, conforme rodaron los minutos, me tanteó y me golpeó…

A partir de esos instantes, todo fue singular y difícil de ordenar, al menos en mis pensamientos, a punto de naufragar.

Empecé a experimentar un dulce e inexorable sueño, parecido al que me abordó la primera noche, en la cueva uno. Hice esfuerzos para mantenerme despierto. Interrogué a Yehohanan y lo animé a que me proporcionara alguna pista sobre los individuos (?) que, supuestamente, «habían regresado».

—… «Ellos» —pregunté—, ¿dónde están? ¿Quiénes son?

La respuesta fue fulminante. Se puso en pie y, sin mediar palabra, saltó en dirección al talud. Supongo que trepó por los espolones de tierra, desapareciendo en su refugio. Y digo que supongo porque ni siquiera oí los pasos…

¿Se hallaba en la cueva dos cuando sucedió lo que sucedió? Mejor dicho, ¿cuando imagino que sucedió lo que sucedió? Lo ignoro, sinceramente, aunque todo fue posible en aquel manicomio…

Y allí permanecí, sentado, con la vara entre las manos, y en compañía del nuevo «visitante», el miedo.

No sé cuánto pudo prolongarse el silencio. Para mí resultó eterno. Miraba a mi alrededor, pero era inútil. La oscuridad se retorcía y me hacía ver lo que, sin duda, sólo habitaba en mi cerebro; en mi agotado cerebro.

Empecé a dar cabezadas. El miedo, de vez en cuando, tocaba en mi hombro, y me sobresaltaba. Después, otra vez el sueño demoledor…

Quizá fueran las once o las doce de la noche. ¿Qué importaba la hora?

Tampoco estoy en condiciones de asegurar, al ciento por ciento, que aquello fuera un sueño. ¿No lo fue? Quién sabe…

El recuerdo, eso sí, es nítido. Todavía me estremezco…

Entre cabezada y cabezada, siempre sobresaltado, me pareció ver algo en el negro y repleto firmamento.

¡Eran «luces»!… ¡Unas «luces» se desplazaban lentamente, sin prisas!

¿Luces?, ¿en el año 25?

Sí, quizá fue un sueño…

Conté siete. Todas idénticas, en un blanco luna y con una magnitud que oscilaba entre 1,7 y 2,2.

No sé qué sucedió, pero permanecí atento. Las cabezadas no volvieron. El miedo, sin embargo, siguió allí, junto al río, burlándose de este confuso explorador. Pude verlo, lo juro. Era otro Jasón, con una sonrisa cínica. No dejaba de observarme.

Quise olvidarlo y levanté los ojos hacia las estrellas. Titilaban rápidas, como asustadas ante la súbita irrupción de aquellas extrañas. Pero las estrellas, como yo, eran parte del «sueño» (?) y no estábamos autorizados a huir.

Las «luces» navegaban por la constelación de los Gemelos. Mantenían una impecable formación, en «cruz latina».

¡Era fascinante y, al mismo tiempo, absurdo! ¿Quién volaba en el siglo primero?

Y me vinieron a la memoria otros sucesos, relativamente similares, observados por mi hermano y por quien esto escribe durante el primer y segundo «saltos». En la inolvidable noche del Jueves Santo, mientras el Maestro permanecía en el huerto de Getsemaní, un objeto se aproximó al monte de los Olivos. Eliseo lo captó en el radar de la nave y yo lo vi desde el olivar en el que me ocultaba. Aquel objeto era controlado inteligentemente. Hacía estacionario, como un helicóptero. Se movía a gran velocidad y se detenía súbitamente, sometiendo a sus pilotos a una fortísima presión gravitatoria. ¡Inconcebible para nosotros! ¡Inconcebible para el año 30! En un momento determinado, cuando el objeto se detuvo a cosa de cien metros sobre el calvero en el que se encontraba Jesús de Nazaret, un ser alto y de cabellos blancos apareció en escena, aproximándose al Hijo del Hombre. Horas después, el viernes, 7 de abril, hacia las 14.05, otro objeto fue registrado igualmente en el instrumental de la «cuna» y observado también por este perplejo explorador, desde el Gólgota. Aquel disco era enorme y fue a interponerse entre el Sol y la Tierra, provocando las célebres «tinieblas»[46]. A las 14 horas, 57 minutos y 30 segundos —coincidiendo con la muerte del Galileo—, la enorme «luna» empezó a moverse y regresó la claridad sobre Jerusalén. Jamás vi una cosa igual…

El 21 de abril de ese mismo año 30, de madrugada, cuando me hallaba en la orilla del yam o mar de Tiberíades, otra «luz», incomprensible, empezó a moverse en la constelación de Hydra. Era un punto blanco, y de una magnitud 2,2, aproximadamente. Al cabo de un tiempo se detuvo en la constelación de Cáncer y quedó camuflada entre las estrellas[47].

Era el cuarto encuentro, si no recordaba mal, con aquellos misteriosos e «imposibles» objetos volantes. Y no sería el último…

Las «luces» siguieron su vuelo y, al llegar a la altura de Wasat, una de las estrellas de los Gemelos, se detuvieron.

Abrí la boca, como un perfecto estúpido.

¡Asombroso!

Y oí una carcajada. Era el miedo. Era el otro…

Entonces, en el «sueño» (?), sucedió algo igualmente «imposible» (?): la primera «luz», el líder, se separó del resto y cruzó el negro y blanco del firmamento, hasta situarse en la posición de Betelgeuse, la gigante roja de Orión. Y allí permaneció, solapándola.

Acto seguido, las tres «luces» que formaban el brazo corto de la cruz, o patibulum, se deslizaron sin perder la formación y fueron a «caer» sobre Alnitak, Alnilam y Mintaka, el cinturón de la referida constelación de Orión. La superposición fue simultánea y magníficamente calculada.

Percibí unas gotas de sudor por las sienes. Estaba temblando…

Entonces resonó de nuevo la risa de aquel endemoniado.

Las tres «luces» restantes se incorporaron también al bello conjunto de Orión y ocuparon posiciones, ocultando a Bellatrix, Saiph y, finalmente, a Rigel (por este orden). Y las vi centellear.

¡Increíble! Yo también era piloto. La maniobra fue de primera clase…

Pero otra vez el río…

Durante algunos segundos, suponiendo que fuera capaz de cronometrar el tiempo, regresó a mis oídos el habitual rumor de las aguas. Y también las confidencias de las lechuzas y los cárabos, ocultos en el ramaje del bosque.

El miedo se distanció, pero sólo fue una retirada aparente.

Al poco, las tres «luces» que habían ocupado el cinturón de Orión destellaron en rojo y empezaron a moverse. Se despegaron de las estrellas e iniciaron un vertiginoso descenso hacia la garganta en la que me hallaba.

El miedo regresó…

A medio camino (?) (eso me pareció), las «luces» se fundieron en una y prosiguieron la caída, directamente hacia el Firán, y como una bola blanca, cada vez más enorme.

El pánico me abrazó. Creí llegada mi hora.

La «luz», inmensa, se aproximó y yo cerré los ojos. El cataclismo era inminente. Todo saltaría por los aires…

Esperé.

En el «sueño» (?) fue una eternidad.

No sucedió nada. ¿Nada?

Cuando abrí los ojos, al instante, los cerré de nuevo.

¡Oh, Dios!

Y el miedo se burló de este aterrorizado explorador, aunque, en esta oportunidad, fue una risa sin sonido. Todo, a mi alrededor, se hallaba nuevamente «mudo». Sólo mi corazón tronaba…

Quise huir. Imposible. El miedo, el otro, me retenía, y movía la cabeza, recomendando que no lo hiciera. Los músculos quedaron inservibles. Estaba agarrotado.

Me decidí a contemplar de nuevo aquella «cosa». Era gigantesca. Flotaba inmóvil sobre el lugar. Era una enorme esfera, de un blanco radiante. Torrente, arbustos, el bosque del «perfume», todo a mi alrededor aparecía iluminado como si fuera de día, con una luz mucho más intensa y que, para mi desconcierto, no daba sombras. Nada proyectaba sombra…

¡Dios bendito! ¿Qué era aquello?

La esfera podía hallarse a quinientos metros sobre la vertical del afluente. Era, sencillamente, majestuosa.

Y en el «sueño» (?), quien esto escribe supo (?) que aquel artefacto medía, exactamente, un kilómetro y ochocientos metros (1757,9096 metros). No sé cómo lo supe, pero llegó a mi cabeza nítido y rotundo. Y algo más: yo había visto aquel objeto, pero ¿dónde? En esos momentos no recordé.

En cuanto al diámetro (insisto: 1757,9096 metros), ¿qué significaba? ¿Por qué la cifra permaneció, y permanece, en mi memoria?

Todo era absurdo y loco. ¿O no?

El miedo, entonces, me soltó, pero continué sentado y, supongo, con la boca abierta.

¿Cómo describirlo? Fue mucho más que paz. «Algo» me inundó y me tranquilizó. Ahora sé qué fue…

Y, súbitamente, la luz que no daba sombras, y que lo llenaba todo en la garganta, se extinguió.

Oí una especie de «clang», un sonido metálico que se prolongó durante segundos.

No supe en qué dirección mirar…

La esfera, o lo que fuera, continuó en mi vertical, sin oscilación ni cabeceo.

Estaba deslumbrado, y no sólo por la intensa radiación emitida por la gigantesca «luna». Si era evidente que la formidable masa se sostenía en el aire, e impecablemente, casi como una pluma, ¿cómo lo conseguía? ¿Dónde se hallaban los motores? ¿Cuál era el sistema de propulsión y navegación de aquel monstruo?

Además del sosiego también recuperé el control de mis movimientos. Los oídos, sin embargo, continuaron bloqueados (?).

De pronto observé un fogonazo. Procedía de la cueva dos en la que, supuestamente, acababa de refugiarse el Anunciador. No sabría describirlo. Me recordó un flash. Después se produjo un segundo y un tercer destellos, siempre en el interior de la gruta.

Me puse en pie. ¿Un flash en el año 25?

«Estoy enloqueciendo», me dije en el «sueño».

Miré hacia la esfera blanca. Nadie había salido de ella. Yo, al menos, no fui consciente. Pero ¿por qué daba por hecho que el objeto estaba tripulado? ¿Qué otra cosa podía pensar?

Entonces, por la boca de la cueva dos, se asomó «aquello»…

No tengo palabras para aproximarme.

En un primer momento lo identifiqué con una «niebla». Era tan alta como la entrada de la oquedad; quizá dos metros o un poco más. Se agitaba sin cesar, pulsaba como un corazón, y ¡brillaba! ¡Parecía un ser vivo!

«¡Loco! —insistí—. ¡Definitivamente loco!».

Era amarilla, pero, en el interior, los «latidos», cientos de «latidos» simultáneos, destellaban en rojo. Lo sé, no es fácil describir una pesadilla. ¿O no era tal?

«Aquello» permaneció brevemente en la entrada de la cueva. Temí por Yehohanan…

Después se dejó caer por la pared rocosa, lamiendo los espolones y los corros de tamariscos.

Sentí cómo los cabellos se erizaban…

La «niebla», lentamente, sin dejar de pulsar, alcanzó la ribera del Firán y se dirigió hacia quien esto escribe.

Di un paso atrás…

Fue extraño. El miedo se hizo presente de nuevo, pero «algo» lo mantuvo a raya. Y la paz me dio la mano.

Entonces, en el «sueño» (?), oí una voz. Sonó en el interior de mi cabeza, y dijo:

«¡Mal’ak, no temas!».

Mal’ak significaba «heraldo» o «mensajero» en arameo.

No lo hice. No retrocedí.

La «niebla» continuó hacia mí. Yo sabía que «ella» sabía de mi presencia. Pero me mantuve firme, agarrado a la vara. Ni siquiera pensé en defenderme. No hubiera podido…

Alcé la vista hacia la cueva dos. Se hallaba a oscuras. El extremo de la «niebla», como el final de una larga y gruesa serpiente, había abandonado la gruta y se agitaba por la pared de la garganta. Y la «cabeza» de la criatura (?) se situó frente a quien esto escribe. Se detuvo. Yo sé que me observó.

¡Dios mío!… ¿Qué era aquello? ¿Un ser vivo?

Lo vi pulsar entre fogonazos rojos, breves y silenciosos. Era más alta que yo. De haberlo querido, me hubiera engullido…

«¡Mal’ak, no temas!».

La voz, esta vez, procedía de la esfera luminosa que permanecía estática y majestuosa sobre el río. Y el eco se propagó en el silencio…

«¡Mal’ak!… ¡Mal’ak!…».

¿O fue en mi cabeza?

¡Dios bendito! ¿Estaba soñando? Todavía no lo sé…

La «niebla» se aproximó un poco más. Casi me rozó. De haber extendido el brazo, la hubiera tocado a placer. No me atreví.

Era como una nube densa. En realidad, el color amarillo se lo proporcionaba una infinidad de puntos (?) luminosos, similares a las gotas en suspensión que caracterizan a una niebla normal.

¡Fantástico! ¿Puntos luminosos vivos? ¿Por qué supe que aquellos millones de minúsculos cuerpos brillantes formaban una «inteligencia»?

Sencillamente, lo supe.

Tras explorarnos mutuamente, la «niebla» siguió hacia el arroyo y se introdujo en las aguas. Y al punto, junto a la orilla, brotó una columna de «vapor» (?), como si algo incandescente hubiera entrado en contacto con la corriente. Me estremecí. Yo estuve a punto de introducir un brazo en el interior de aquel «ser»…

La columna se elevó y permaneció blanca y activa, borboteando, hasta que la «criatura» terminó de sumergirse en el Firán.

Volví a mirar hacia la cueva de Yehohanan.

Silencio. Ni rastro del Anunciador…

La «niebla» desapareció y también la columna de «vapor».

Entonces oí nuevamente aquel sonido metálico y alcé la vista. El blanco de la esfera cambió a un rojo cereza y empezó a elevarse. En un abrir y cerrar de ojos voló hacia Orión.

Y yo permanecí absorto, y desconcertado, buscando entre los racimos de estrellas.

Todo recuperó el ritmo habitual. Todo sonó «5x5».

Pero el «sueño» no había concluido…

Mientras intentaba no perder el vertiginoso vuelo de la «luz» roja, ahora del tamaño de una estrella, algo empezó a moverse en la oscuridad del cielo, justamente en el sector que había ocupado la esfera. También brillaba. Parecían hilos, pero no…

Descendían rítmicamente, balanceándose con una cierta cadencia, como las hojas muertas.

Corrí y entré en el arroyo. La curiosidad me pudo.

Yo sabía —no sé cómo— que «aquello» procedía del objeto que acababa de «despegar». Y sabía también que era importante, tanto para mí como para el hipotético lector de estos diarios…

Los había a cientos. Eran frágiles. Nada más tocar las aguas se deshacían como pompas de jabón.

¡Maravilloso!

Algunos cayeron sobre mis hombros y brazos. Otros se enredaron en la cabeza y rozaron el pecho y las piernas.

No había duda.

¡Eran letras y números, en hebreo y arameo! ¡Aparecían engarzados, como los eslabones de una cadena! ¡Eran como el cristal, pero no era cristal!

¡Maravilloso!

Abrí las palmas de las manos y dejé que se posaran en ellas. Los que acertaron a tocarlas no se volatilizaron, como los otros. Allí permanecieron, brillantes, hasta que medio logré retenerlos en la memoria. Después desaparecían, misteriosamente.

Los grupos de letras que fueron a depositarse en mis manos componían palabras. Eso lo recuerdo muy bien. Y con ellas, varios números. Éstos, lamentablemente, no quedaron anclados tan sólidamente en mi cerebro.

Esto es lo que «vi» en el «sueño» (por este orden):

«OMEGA 141»… «PRODIGIO 226»… «BELSA’SSAR 126»… «DESTINO 101»… «ELIŠA Y 682»… «MUERTE EN NAZARET 329»… «HERMÓN 829»… «ADIÓS ORIÓN 279» y «ÉSRIN 133».

Entonces sólo identifiqué tres o cuatro nombres: Belša (el persa del «sol» en la frente), Eliša (Eliseo), Orión (no sé si se refería a Kesil, nuestro fiel siervo) y Ésrin, yo mismo. Respecto a los números, ni idea…

¡Ésrin… Veinte!

¿Veinte?

Oí una voz ronca y quebrada, muy familiar.

—¡Ésrin!… ¡Veinte!… ¡Despierta!

Era Yehohanan. Tenía un cuenco de madera entre las manos.

Me costó situarme. ¿Qué había ocurrido?

Miré a mi alrededor. Continuaba junto al Firán. Estaba amaneciendo. Pero…

—Esto te aliviará…

El Anunciador dejó la escudilla sobre el terreno y dio media vuelta, alejándose hacia la corriente. Cargaba el saco negro y pestilente, como siempre.

Pero ¿y la esfera resplandeciente? Yo vi la «niebla» y las letras y números que cayeron del cielo…

¿Lo había soñado?

Traté de incorporarme y lo logré con dificultad. Me sentía agotado, sin fuerzas, como ya sucedió en la aldea de Salem. Supuse que la pesadilla (?) no me permitió descansar. En esos momentos no imaginé lo cerca que estaba del desastre…

Yehohanan se volvió y, señalando hacia arriba con el dedo índice izquierdo, gritó:

—¡Ellos han vuelto!

Después, de acuerdo con su costumbre, procedió a la recitación de la plegaria. Y allí permaneció, en mitad del arroyo, de espaldas.

¿Por qué hablaba de «ellos»? ¿Se refería a los que pilotaban los objetos? En ese caso no podía tratarse de un sueño…

No quise profundizar en el asunto. Mi cabeza estaba a punto de estallar.

Fue entonces cuando sentí aquel dolor intenso y tenaz en el cuello, hombros, pecho y muslos. Y fue también en esos primeros momentos del jueves, 8 de noviembre, cuando reparé en una especie de pitido lejano e ininterrumpido que nacía (?) en mi cabeza. Lo oía perfectamente.

Pero, alertado por el dolor, olvidé, momentáneamente, el sonido en cuestión.

Examiné la túnica. En los hombros, pecho y en la zona de las piernas descubrí varios y pequeños orificios. El lino, aparentemente, había sido quemado (!). Seguí inspeccionando y comprobé, perplejo, que el dolor se debía a otras tantas quemaduras, muy reducidas y, en principio, de primer grado.

No logré entender…

Aquellas manchas rojas en la piel…

¿Cómo había sufrido dichas quemaduras? No tenía recuerdo. A no ser que…

No, eso era imposible. Eso fue un sueño…

Y la «pesadilla» regresó a la memoria, en el momento en que vi caer los brillantes números y letras…

¡Oh, Dios!

Sumé ocho o diez marcas, todas muy superficiales, sin ampollas, y en los lugares en los que toparon los referidos y enigmáticos símbolos hebreos y arameos.

¿Fui quemado en un «sueño»?

Aquello, tuviera el origen que tuviera, significaba, además, que la protección permanente —la «piel de serpiente»— había fallado. ¿Cómo era posible? La segunda epidermis, como he mencionado en otras oportunidades, era un sistema de seguridad de probada eficacia[48]. Sólo una vez resultó inoperante, y también en circunstancias extraordinarias: durante la novena aparición del Maestro, después de su muerte, el 9 de abril del año 30, en la planta superior de la casa de Elías Marcos, en Jerusalén. En aquella ocasión, en una estancia cerrada, quien esto escribe experimentó una sensación «imposible»: una brisa helada, como un millón de agujas…[49]. La «piel de serpiente» no sirvió. Nunca supimos qué fue lo que fracasó.

Los judíos tenían un nombre para este tipo de ensoñación, más próximo a la realidad que a los sueños. Lo llamaban hélem o «visión», como ya referí al hablar de Zacarías, el padre de Yehohanan. No era real, pero tampoco irreal…

Ahora ya no estoy seguro de nada. ¿Soñé o creí que soñaba?

El dolor me despabiló y me devolvió a la cruda realidad. Algo o alguien me había producido un rosario de quemaduras. No era grave. El dolor, justamente, me hacía ver que las terminaciones nerviosas no sufrieron daño. Un segundo o tercer grado sí hubiera sido preocupante.

El Anunciador concluyó sus recitaciones y caminó aguas arriba, como era habitual en él.

E hice lo único que estaba en mi mano. Busqué la frescura del arroyo y evité así la propagación de las lesiones.

Era desconcertante…

¡Las quemaduras eran auténticas! Pero entonces…

El frío me calmó. Después, más sereno, con el ánimo ciertamente recuperado, retorné junto a la escudilla, obsequio de Yehohanan.

Y caí en la cuenta de las palabras pronunciadas por el gigante de las siete trenzas: «Esto te aliviará».

¿Cómo lo supo? ¿Cómo sabía de las quemaduras?

Yehohanan, verdaderamente, era un personaje fuera de lo común.

Embadurné las quemaduras con la miel[50] y, tras desayunar lo que quedaba en el cuenco, dediqué unos minutos a pensar en mi situación. Me sentí bien. El abatimiento experimentado aquel amanecer se disipó. Lo atribuí a la deliciosa y nutritiva ración de miel. Cien gramos, por ejemplo, equivalen a un filete de buey o a cinco huevos…

Y el Destino, supongo, sonrió burlón.

Si la memoria no fallaba me encontraba en el jueves, 8 de noviembre. Prometí a Eliseo que regresaría en un mes. Faltaban tres semanas. Había averiguado lo esencial sobre el Anunciador. Sólo me restaba suministrarle los «nemos». Después, ya veríamos…

Echaba de menos a mi amigo, Jesús de Nazaret.

No lo aplazaría. Esa misma noche activaría los «nemos». Al día siguiente, si Yehohanan no me había mostrado su secreto (?), me despediría y volvería a Salem, junto al anciano Saúl.

En algo acerté: Yehohanan me hizo partícipe de su «secreto», y yo retorné a la aldea, pero no como imaginaba…

Y, reconfortado, decidí visitar a mis amigos, los felah del bosque del «perfume». Fue una providencial decisión…

«Ša’ah» («Tiempo corto») me obsequió con algunas granadas y manzanas, amén de las habituales nueces. Al despedirme, el generoso y afable campesino preguntó «si todo iba bien». Algo debió de notar. Algo vio en mi semblante. Y yo, más torpe que nunca, no presté atención a las premonitorias palabras del hombre que siempre corría.

Al regresar a la garganta recibí otra sorpresa. El Anunciador, imprevisible, me estaba esperando. Se hallaba sentado al pie de la cueva uno, cubierto con el talith o manto de cabello humano, como siempre, y con el saco negro en el regazo. Lo acariciaba con ambas manos.

No saludó. No hizo alusión a las quemaduras. Simplemente, empezó a hablar.

Imaginé que se dirigía a quien esto escribe. El rostro se hallaba en la sombra. No pude ver los ojos. Aquélla era otra de las actitudes habituales en el Anunciador: hablaba con la vista fija en cualquier parte, menos en su interlocutor.

Me senté al lado, sin conceder mayor importancia a sus desplantes. Estaba acostumbrado. Y me limité a oír.

Al principio, el tono de voz fue tan bajo que tuve problemas para averiguar de qué diablos hablaba. El discurso sonaba a cantilena, monótona y repetitiva. Pensé que rezaba, aunque jamás lo vi recitar las plegarias en aquella posición. Siempre oraba de pie y, a ser posible, en mitad de un lago o de un río.

Se equivocó en una pronunciación. Echó marcha atrás, e inició de nuevo el discurso. Así fue cada vez que se equivocaba, o que él estimaba que una palabra no era entonada en la forma conveniente.

Honestamente, lo interpreté como otra manifestación de su desequilibrio.

Al poco, tras un par de repeticiones, creí saber a qué se refería. Yehohanan contaba la historia de un raz o misterio que él mismo, al parecer, había protagonizado. Lo seguí con interés durante un rato. Después, convencido de su demencia, no hice demasiado caso. ¿Se trataba de otro de sus delirios? Ahora, después de haber sido testigo de lo que fui, me arrepiento. Tenía que haberle prestado más atención…

Pero las cosas son como son y no como quisiéramos.

Esto es lo que recuerdo del monólogo, ordenado cronológicamente:

Sucedió —según Yehohanan— en el invierno del año 22, en el mes de kisléu (noviembre-diciembre), cuando se encontraba en la torrentera que llamó Ze’elim (probablemente entre la meseta de Masada y el oasis de En Gedi, en la costa occidental del mar Muerto). Según mis cálculos, y de acuerdo a lo leído en las «memorias» de Abner, fue en agosto de ese mismo año cuando el Anunciador, tras la muerte de su madre, Isabel, decidió retirarse a lo más profundo del desierto de Judá. Donó las ovejas a la comunidad nazir de la citada aldea de En Gedi y empezó a madurar un plan de «conquista del reino». Tenía veintiocho años.

Fue en el referido wadi o cauce seco del Ze’elim, a cosa de tres kilómetros al norte de Masada, y a unos dieciocho de la comuna nazir, en lo más abrupto y calcinado del desierto, donde el futuro Anunciador fue testigo del primer raz: una serie de «fuegos inteligentes» que, según la cantilena, iban y venían durante las noches. Me recordó las historias que circularon entre los vecinos del «Manantial de la Viña», el pueblo natal de Yehohanan, poco antes de su nacimiento. En aquel tiempo, unas esferas luminosas (?), pequeñas y veloces, aterrorizaron a hombres y animales. Entraban y salían de las casas, atravesando, incluso, los muros. En opinión de muchos, fue una señal. Algo estaba a punto de ocurrir; algo «divino», quizá una catástrofe. Y los sabios y doctores de la Ley hicieron hitpa (profetizaron), proporcionando toda suerte de vaticinios; una de esas profecías fue el inminente nacimiento del Mesías…

Yehohanan llamó a las luces «almas muertas» (nefeš metah). No intenté preguntar. No lo habría consentido. Es más: no me hubiera oído. Se trataba de otra superstición, al estilo de las «sombras» que habitaban el seol[51]. Para otros, las «luces o fuegos vivientes» eran la encarnación de Lilit, uno de los peores demonios; por supuesto, de naturaleza femenina[52]. Escuché versiones para todos los gustos. La más extendida aseguraba que Lilit se vengaba de los humanos succionando la sangre de los animales y haciendo desaparecer a los niños.

Aquellas «luces», si no entendí mal, permanecieron en las proximidades de Yehohanan durante el tiempo que vivió en soledad, en el citado desierto de Judá; un lugar inhóspito, apenas visitado por pastores y bandidos, y que Eliseo tendría ocasión de recorrer en su momento.

Y recordé la alusión de Abner, el lugarteniente del Anunciador, a determinados sucesos, que calificó de «extraordinarios», y que, al parecer, se registraron en los dos años y medio de permanencia en los pedregales y barrancas de Judá.

Empecé a dudar. ¿Observó «fuegos inteligentes» durante treinta meses? Aquello no tenía ni pies ni cabeza…

Después, bajando de nuevo el tono de voz, exclamó:

—¡Ellos me visitaron!

Y el interés se reavivó en quien esto escribe. Otra vez «ellos». ¿A qué se refería? ¿Por qué lo repetía con tanta frecuencia? Lo había mencionado esa misma mañana, antes de entrar en el arroyo:

«¡Ellos han vuelto!».

¿Cómo pude ser tan torpe? ¿Cómo es posible que, después de lo vivido, no alcanzara a comprender?

Yehohanan continuó con la recitación, prácticamente susurrando. Empezó a narrar otro suceso, tan inverosímil como los anteriores, que exigía el máximo respeto, al menos a los muy religiosos. El Anunciador estaba hablando de los rejeb o merkavah («carros volantes», como el que se llevó a Elías a los cielos, según el citado segundo libro de los Reyes, 2, 11). Tanto esta visión, la del profeta Elías, como las de Ezequiel, en las que también se describen diferentes encuentros con rejeb, eran estimadas por los doctores de la Ley como la máxima expresión de la Divinidad. Los merkavah eran los «carros» al servicio de Yavé. En ellos se trasladaban los paraš (ángeles o aurigas de Dios) e, incluso, el mismísimo Santo (!). Con los «carros de fuego» se desplazaban por los siete cielos y tenían acceso al Trono de Gloria, la sede de Dios. Por eso, al hablar del tema, lo hacían en voz baja, con la cabeza cubierta y sólo frente a una o dos personas, no más. Así lo hizo el anciano Abá Saúl cuando me dio su versión sobre la desaparición de Malki Sedeq o Melquisedec[53].

¡«Carros volantes»!

Yo los había visto, pero no acepté el relato del Anunciador. ¿Desvariaba…?

Los merkavah (los judíos muy ortodoxos lo escribían con mayúscula) se presentaron también en el wadi de Ze’elim y en las torrenteras de Mishmar y Hever, algo más al norte, entre En Gedi y Masada.

Eran pequeños y grandes, capaces de posarse en tierra (tebel) o de permanecer, inmóviles, en lo alto (lo que llamó šamáyim o «cielo»). Llegaron a plena luz, y en la noche. Eran rápidos, como el rayo. Cuando se alejaban —siguió proclamando Yehohanan—, «se iba con ellos la arena del desierto». Muchas ovejas fueron halladas muertas y sus compañeros, los pastores que trashumaban Judá, a la búsqueda de dehesas de invierno, huyeron horrorizados. Algunos levantaron postes, con cintas rojas, en un intento de espantar a las «almas muertas», las «luces» que volaban con los «carros».

—Ellos me llamaron, pero no me acerqué…

Yehohanan se refirió a «voces celestiales» (utilizó la expresión bath kol) que sonaban en su cabeza y que, según él, procedían de los merkavah.

Lo observé con escepticismo. En aquellas jornadas, en el Firán, había hecho alusión a voces extrañas, que sólo él oía, en repetidas ocasiones. ¿Por qué creerle?

Las «voces» —insistió— lo llamaban por su nombre: «Yehohanan». Y añadían: «Grande y terrible». Era la voz del Santo o de sus mensajeros. El Anunciador estaba absolutamente convencido. Era una «señal». Desde la muerte de los últimos profetas, hacía siglos, nadie había recibido un bath kol[54]. Él era el nuevo profeta, al igual que Elías, Haggai, Zacarías y Malaquías. Y proclamó:

—«¡Yo soy Elías!».

Entonces —prosiguió—, las «voces» se hicieron visibles y se transformaron en setenta luces resplandecientes que volaron en silencio sobre su cabeza. Fue la consagración como profeta del Santo. Y cada «luz» le preguntó: «¿Aceptas la Ley y al Santo, bendito sea?». Yehohanan dijo que sí y las «luces» lo besaron en los labios, una tras otra, «como está escrito: ¡que me bese con los besos de su boca!».

¿Qué tenía que ver aquel versículo del Cantar de los Cantares (1, 2) con todo aquello?

Hice un esfuerzo y guardé silencio. Poco faltó para que me levantara y lo dejara con su loca recitación. Pero él me salvó dos veces. Era lo mínimo que podía hacer…

—Y ellos me reclamaron…

Fue extraño. Quizá una coincidencia… ¿O no?

Al pronunciar la palabra «ellos», el zumbido, lejano e ininterrumpido, que se había instalado en mi cabeza a raíz de la aproximación de la gigantesca esfera, se hizo más próximo. Yo diría que más claro y acusado. Me dejó atónito.

Pudo prolongarse unos segundos, no muchos. Después volvió a suavizarse, se «alejó», y permaneció en un segundo plano.

Mientras Yehohanan se refería a las hayyot, este perplejo explorador intentó racionalizar el porqué del pitido. A simple vista parecía un acúfeno, un ruido típico que padece mucha gente[55], y que, en general, está ocasionado por algún trastorno en el propio cuerpo humano. Y digo que me dejó desconcertado porque, en principio, quien esto escribe no sufría de anemia, obstrucciones o lesiones en los oídos, problemas cardíacos o de hipertensión o arteriosclerosis. A no ser que tuviera algo que ver con el mal que nos aquejaba y que, según todos los indicios, tenía su origen en las inversiones de masa.

¿Fue otra advertencia del Destino?

¡Dios santo, me hallaba a un paso del desastre!

Y el Anunciador, en su locura (?), continuó con el asunto de las hayyot

¿Hayyot? ¿Cómo era posible? Aquel hombre había perdido el juicio…

Hayyot (en realidad jayiot, en hebreo) era un término utilizado para referirse a los «vivientes» que son descritos por Ezequiel y que, al parecer, se le presentaron en el río Kebar hacia el año 593 o 592 antes de Cristo[56]. Tenían aspecto humano, pero con cuatro caras y cuatro alas cada uno. Para los sabios del tiempo de Jesús, las hayyot eran otra representación del Eterno; una de las más santas, y en la que los iniciados en el saber esotérico «leían», incluso, las medidas antropomórficas de Yavé[57].

Yehohanan erró en la pronunciación del término hebreo hayyot e inició la secuencia. No había oído mal.

—¡Ellos me visitaron!… ¡Me reclamaron!

El Anunciador repitió la descripción de los seres que vio Ezequiel en las cercanías del Kebar, el río o canal que existía en la ciudad babilónica de Nippur. Supuse que conocía el texto y que, en su locura, se limitaba a hacerlo suyo.

¿Seres no humanos en el desierto de Judá? ¿Criaturas de cuatro caras? ¿Ruedas que vuelan? ¿Voces celestiales que lo llamaban por su nombre? ¿Almas muertas que iban y venían sobre los arenales? ¿Carros volantes que mataban ovejas y aterrorizaban a los pastores? ¿Yavé, en persona, entre fuego y nubes de polvo?

Sentí lástima…

Y el hombre de las «pupilas» rojas habló y habló.

Mencionó otros «ángeles». Todos lo visitaron. Sabía sus nombres: setenta y dos, dijo. Tahariel, Qadomiel, el malvado Samael, Padael, Uriel y otros que, francamente, no retuve.

Aquello era una locura…

Describió los «palacios» del Santo, más allá de los siete cielos y de las siete moradas de los ángeles. Dijo haber sido arrebatado, como Henoc, y transportado en un «carro de fuego» hasta la mismísima presencia del Elegido (el Mesías). Fue entonces cuando supo que era rubio, de bellos ojos y de agradable presencia.

—Ellos me lo mostraron —repitió—. ¡Yo conozco al Mesías!… Su morada está bajo las plumas del Señor de los espíritus… ¡Es un Bar nasa! (Hijo de hombre)… ¡Y todos los justos y elegidos brillaban ante él como luces ardientes!

Yehohanan seguía apropiándose de citas y textos que no eran suyos. Las últimas palabras eran del primer libro de Henoc (36, 6-7). La recitación empezaba a aburrirme…

Y recordé otras afirmaciones del Anunciador, lanzadas el domingo, 30 de septiembre, cuando se hallaba en el vado de las «Columnas»:

—¡Yo también he visto el rostro del Santo!… ¡Yo he visto su cara y sigo vivo!

Se refería, sin duda, a estos sucesos «extraordinarios», registrados, según él, en el desierto de Judá.

¿Confundía el rostro de las hayyot con el de Yavé? Pero ¿qué estaba pensando? No debía prestar excesiva atención. Yehohanan estaba alucinando… ¿O no?

—… Y me mostraron a mí mismo —continuó—, en uno de los palacios radiantes… ¡Era yo, antes de nacer! Flotaba en el agua sagrada y me vi siete veces…

Lo dijo con tanta seguridad que, por un momento, quedé desconcertado.

¿Se vio a sí mismo, en el interior de uno de los «carros», y en siete momentos distintos de su gestación?

Yo también me estaba volviendo loco…

Después habló de la «señal» que mostraba en la palma de la mano izquierda: «Yo, del Eterno», una suerte de «tatuaje», grabado a fuego, y que acreditaba el celo del Anunciador por Yavé.

Me sorprendió de nuevo. Dijo que fue obra de las hayyot. Y citó a Isaías: «Él saca en orden a su ejército de merkavah (carros volantes) y llama a todos por su nombre…».

¡Dios bendito!

Y fue una de esas hayyot o «vivientes» —prosiguió sin inmutarse— la que le proporcionó el barril de colores. Abner habló del interés de Yehohanan por las abejas, nacido, justamente, durante su estancia en el desierto, pero jamás mencionó que la colmena ambulante le hubiera sido entregada por el Santo o por sus «ángeles» (!).

Aquello era igualmente absurdo. La colmena, en mi opinión, no tenía nada de particular.

—Y el hombre-abeja —añadió— puso en mis manos el gran secreto del Santo, bendito sea su nombre…

Ahí cesó la recitación. Y acarició de nuevo el saco negro que sostenía en el regazo.

¿Hombre-abeja? ¿De qué hablaba?

La supuesta y enésima fantasía del Anunciador quedó relegada a un segundo término cuando repitió la expresión «gran secreto del Santo», y con especial énfasis. Casi deletreó las palabras.

El sol se precipitaba ya sobre el bosque del «perfume». Faltaba algo menos de una hora para el crepúsculo.

¡El secreto!

La intuición nunca se equivoca. En aquel saco embetunado y pestilente guardaba «algo» de especial valor para él.

«¡Vamos! —me ordenó junto al árbol de la cabellera, en los lagos de Enaván, pocos días antes—. Te mostraré mi secreto».

Y yo, hipnotizado, me fui tras él…

Yehohanan retiró el talith y me buscó con la mirada. Las «pupilas» de fuego me taladraron. No supe qué hacer, ni qué decir. Por supuesto que deseaba averiguar a qué secreto se refería. En aquel personaje, todo era posible.

Y esperé. No debía impacientarme. Si me equivocaba, Yehohanan podía cambiar de criterio y desaparecer en la cueva dos. Aquélla era la última noche en la garganta del Firán. Así lo había planeado. A la hora de la cena, si todo marchaba a mi favor, le suministraría los «nemos».

Siguió acariciando el saco con ambas manos…

Intenté adivinar sus pensamientos. Imposible. Yehohanan, insisto, no era un hombre como los demás.

—Lo que ahora vas a ver —proclamó, al fin— es la voluntad del Santo, bendito sea…

Guardó silencio y esperó, supongo, una respuesta. Asentí con la cabeza. Fue lo único que se me ocurrió.

Entonces empezó a desatar uno de los extremos de la arpillera. Lo hizo despacio, recreándose.

De pronto se detuvo, y clamó, como si lo hubiera olvidado:

—¡Tú eres Ésrin…! ¡Tú eres Veinte!… ¡Él te ha puesto en mi camino para que le adviertas! ¡Recuérdalo!

¿A quién tenía que advertir? ¿Sobre qué?

Una vez abierto, introdujo la mano izquierda en el saco e hizo presa en el contenido. Aguardé expectante.

Y el pitido en el interior de mi cabeza se hizo más intenso. Supuse que el nivel de audición se elevó, como consecuencia del silencio reinante…

Pero, ante mi sorpresa, retiró la mano del saco, y volvió a cubrirse con el «chal» de pelo humano.

Temí que se hubiera arrepentido. ¿Qué error cometí esta vez?

—Te lo mostraré —explicó—, pero antes cumple con el ritual. ¡Purifícate!

Y señaló las aguas del arroyo.

¿A qué ritual se refería? ¿Por qué debía purificarme?

Repitió el gesto y endureció el semblante. No pregunté. Estaba claro que, si deseaba contemplar el «secreto» del Anunciador, tenía que someterme a su voluntad. Los judíos acostumbraban a purificarse antes de la cena del shabbat, después de las curaciones y del acto sexual y a lo largo de determinadas fiestas. Según las retorcidas leyes mosaicas, había cientos de ocasiones en las que hombre y mujer contraían impureza (pecado). Eso significaba, además de satisfacer un dinero al Templo, un obligado baño, a ser posible en la miqvé o piscina ritual más próxima (un baño por el que también abonaban una cantidad).

No era mi caso. Ni siquiera era judío. Yehohanan lo sabía. Sinceramente, no comprendí, pero obedecí.

Me introduje en la corriente y dejé que las aguas me «purificaran».

¿Qué era lo que quería mostrarme? ¿Por qué le otorgaba un carácter sagrado? ¿Él me había puesto en su camino? Imaginé que hablaba de Yavé… ¿Para advertir a Jesús de Nazaret? Yehohanan sospechaba, o sabía, que este explorador volvería a verlo, pero ¿qué tenía que ver la advertencia con el contenido del maldito saco? ¿Por qué debía recordarlo?

El agua me alivió e, impaciente, me reuní de nuevo con él.

No retiró el talith. La actitud de reverencia, hacia lo que se disponía a desvelar, aumentó la curiosidad de quien esto escribe y fortaleció mis sospechas: el Anunciador padecía algún tipo de trastorno mental. Creo que me quedé corto…

Lo extrajo lentamente.

Después lo llevó a los labios y lo besó.

No hice un solo movimiento…

Quedé desconcertado. Era la primera vez que lo veía llorar. Fue un llanto silencioso. Algunas lágrimas resbalaron sobre la «mariposa» que cubría las mejillas y se perdieron en el polvo.

Contuve la respiración y aguardé, ciertamente sobrecogido. Aquel hombre también tenía sentimientos, aunque difícilmente los manifestaba. Yo, al menos, nunca había sido testigo…

Desenrolló el megillah y lo hizo centímetro a centímetro, sin dejar de llorar.

De eso se trataba, de un megillah o rollo, minuciosamente guardado en la arpillera. Parecía un viejo pergamino, crujiente a cada movimiento.

¿Un pergamino? ¿Ése era su gran secreto?

No puedo negarlo. Me sentí decepcionado.

La piel se hallaba pulcramente anudada a una vara de casi un metro de longitud, sobre la que se enrollaba. Aparentemente, a juzgar por el aspecto exterior, no tenía nada de extraordinario y, mucho menos, de sagrado. No entendía el porqué del chal sobre la cabeza y los hombros y, menos aún, el porqué de las lágrimas. Era una piel de animal, probablemente de asno salvaje, preparada a la vieja usanza[58]. Me equivocaba, naturalmente…

De pronto, tan súbitamente como surgió, así cesó el llanto.

Volvió a besar el pergamino y me lo mostró.

Cometí otro error.

Creí que deseaba que lo tuviera en las manos e hice ademán de recibirlo.

El Anunciador lo retiró bruscamente y gritó, sin disimular la cólera:

—¡Es santo!… ¡No puedes tocarlo!… ¡Sólo yo!… ¡Yo soy de Él!… ¡Ellos lo pusieron en mis manos!… ¡Recuerda lo que has visto! ¡Sólo eso! ¡Recuerda el secreto del Eterno y, cuando llegue el momento, comunícaselo a Jesús!… ¡Él entenderá!

Comprendí, a medias.

El pergamino en cuestión, según Yehohanan, era de origen divino. Sólo él estaba autorizado a tocarlo. Y era santo porque le fue entregado por una de las hayyot, en el interior de un rejeb o «carro de fuego» (!).

—El hombre-abeja —proclamó— lo dibujó para mí…

¿Hombre-abeja? ¿Un pergamino sagrado?

Le hice ver que tenía razón y me disculpé por semejante «torpeza». No me acercaría. Y me limité a observar el pergamino.

Entonces, ante mi perplejidad, el supuesto acúfeno se dejó oír con más fuerza. Fueron cinco o diez segundos.

El pitido sonó «5x5» (fuerte y claro) en mi cerebro.

¿Qué sucedía?

Yehohanan dejó que lo contemplara a placer. Sus manos temblaban ligeramente. Era también la primera vez que lo veía nervioso. En breve sabría por qué…

Por la cara de la flor, la mejor cuidada, la piel presentaba lo que, a primera vista, me pareció un dibujo, mezcla de números y letras, en hebreo, la escritura sagrada.

Me aproximé cuanto pude, quizá a medio metro, siempre bajo la atenta vigilancia del Anunciador.

Era una enigmática pintura, a dos colores: rojo y negro. Las letras y los números resaltaban considerablemente en la superficie traslúcida del pergamino. Trataré de describir lo que vi, aunque, sinceramente, no alcancé a comprender su significado[59].

Los símbolos formaban tres círculos concéntricos. ¡Otra vez los tres círculos!

El primero, y central, se hallaba integrado por una estrella de seis puntas y una serie de números, en hebreo, que rodeaban dicha estrella. En el corazón del hexagrama, en una de las variantes del hebreo, se leía: «Del Eterno» o «De Yavé» (también podría traducirse como «Suyo» o «De Ellos»).

Memoricé lo que tenía ante mí. El instinto me advirtió. Podía ser importante…

«Del Eterno» eran las únicas letras bordadas. No pude tocarlas —no en esos momentos—, pero me pareció que habían sido elaboradas con hilos de oro. Eran perfectas. Brillaban con los últimos rayos del sol.

Tomé el número situado a mis «doce» (según el lenguaje habitual aeronáutico)[60] como referencia principal. A partir de dicho número, siguiendo el movimiento de las agujas del reloj, se leía la siguiente secuencia: 1 0 4 0 2 0 3 0 2 0 2 0. Los «ceros» fueron pintados en rojo, a excepción del último, el que se hallaba ubicado «a mis once», que presentaba un color negro azabache, al igual que los referidos «1 4 2 3 2 2».

Salvo la ya citada traducción —«Del Eterno»—, el resto, como digo, no significó nada para quien esto escribe. Necesitaría un tiempo para comprender que «aquello» era más complejo de lo que parecía…

El segundo «círculo» (?) lo formaba una frase (?), en hebreo, también en negro. Decía: «He aquí que os mandaré a Eliyá antes de que venga aquel día grande y terrible». Recuerdo que tuve dificultades para leerla porque no estaba claro dónde arrancaba el texto y dónde terminaba. Era como un «todo», como una «rueda», sin principio ni final aparentes.

«Eliyá» (Elías) fue una pista decisiva. El texto pertenecía al versículo 23 del capítulo 3 de Malaquías.

Malaquías 3, 23…

Una tercera «circunferencia» completaba el enigma. La formaba un grupo de estrellas (alrededor de cuarenta o cincuenta —en esos momentos no las conté—), en rojo, como los cinco círculos que rodeaban la estrella central. Eran más pequeñas que la que ocupaba el primer círculo. Finalmente, del símbolo central (?) partían cinco largas líneas, en negro, que se proyectaban más allá del último círculo. Estas líneas eran rematadas por otras estrellas. Ésas sí las conté. Sumaban ocho, idénticas en tamaño y forma a las cuarenta o cincuenta. Fueron dibujadas en color negro.

Y la intuición me previno. «Aquello», lo que fuera, no era obra de Yehohanan. No supe por qué, pero lo supe… «Aquello», aparentemente, superaba la frágil y, en cierto modo, infantil mente del Anunciador.

Pero tendría que esperar un tiempo, como decía, para descubrirlo.

Yehohanan, entonces, me dio su versión. El pergamino, según sus luces, contenía el «plan de ataque» del Eterno, el día grande y terrible, el momento de la venganza divina…

Y procedió a explicar los «detalles» del dibujo:

«De Yavé» partirían cinco ejércitos (las cinco líneas negras que nacían en las proximidades de la estrella de seis puntas). Esos cinco ejércitos se reunirían en Jerusalén, bajo las órdenes del propio Yehohanan, de Abraham, de Isaac, de Jacob y, quizá, de Moisés. El Anunciador mostró ciertas dudas. No sabía si ese quinto ejército debería ser dirigido por el «Pastor Fiel», como llamó a Moisés, o por alguno de sus discípulos. Y me señaló con el dedo. «En ese caso —prosiguió—, si uno de los treinta y seis justos manda el quinto ejército, Moisés bailará a la cabeza de los 142 322 hombres (todos judíos, naturalmente) que formarán ese ejército de liberación».

Quedé estupefacto, una vez más.

¡Aquél era su secreto!

Y quien esto escribe, al parecer, formaría parte de la «gloria del Justo». Por eso me arrastró hasta su escondite, en el Firán.

La situación empezó a superarme…

Pero Yehohanan, entusiasmado, continuó con el «plan»:

Era preciso reunir a los ya citados 142 322 combatientes. El tiempo estaba próximo. No podían descuidarse. «Elías ya estaba en la Tierra». El Mesías también, pero escondido, aguardando su hora. Era importante coordinar los movimientos. Era vital que Jesús, su primo lejano, estuviera al corriente de este plan divino, trazado por el Santo. Pero Jesús no respondía a los avisos del Anunciador. Este silencio lo tenía ciertamente confuso, y dudaba del papel del Galileo como Mesías libertador. Yo debería trasladarle los deseos de Yehohanan. El Maestro tenía que reunirse con el Anunciador a la mayor brevedad. Él le mostraría el pergamino de la victoria, entregado —insistió— por una de las hayyot.

¿Y por qué 142 322?

Yehohanan señaló los números y afirmó, rotundo, que eso era lo requerido por el Santo. «Eso era lo que se leía alrededor de la estrella».

Sí y no.

Ésa era una lectura, pero había otras, dependiendo del dígito por el que se arrancase…

En esos momentos me vino a la memoria el Apocalipsis[61]. También allí se habla de una cifra: 144 000 marcados con el sello de Dios[62]. Desestimé la idea. El número apuntado por Yehohanan era diferente y, además, en aquellas fechas, año 25, el supuesto texto de Juan, el Evangelista, no había sido escrito. Los expertos admiten que pudo ser compuesto alrededor del año 95, en el reinado de Domiciano, o quizá antes, bajo el imperio de Nerón. Yehohanan murió sin conocer dicho texto.

La coincidencia (?), sin embargo, me dejó pensativo. Por supuesto, no me atreví a contradecirle.

Después, según la inestable mente del Anunciador, los cinco ejércitos avanzarían victoriosos, conquistando la tierra santa de Israel. Las batallas contra los kittim (romanos) y sus aliados, los impíos, llevarían a los justos, primero a la frontera de su nación (el círculo formado por el versículo de Malaquías), y después a los confines de la Tierra (el círculo de las estrellas en rojo). Y los justos, con Yehohanan y los patriarcas a la cabeza, arrojarían al mar oscuro a los malvados y recuperarían la Šeḵinah o Divina Presencia. Entonces se presentaría el Libertador. Lo haría en la Galilea. Allí tendría lugar su primer milagro…

Yehohanan interrumpió el ardoroso discurso y preguntó:

—¿Se encuentra tan deprimido como dice Isaías?

Y sin esperar respuesta recitó los versículos 4 y 5 del capítulo 53 del mencionado Isaías, pero, como siempre, a su aire:

—Porque está escrito: él está trastornado por los pecados de su pueblo, por nuestros crímenes, deprimido por nuestros pecados… Él cargará también con todas nuestras enfermedades…

Aguardó, impaciente.

Imaginé que se refería a Jesús de Nazaret.

—No sé —improvisé como pude—, hace tiempo que no lo veo…

Por supuesto, Jesús no tenía nada que ver con el Mesías dibujado por Isaías. El Maestro, que yo supiera, no estaba trastornado por los pecados de nadie, y mucho menos deprimido. Eso eran imaginaciones del Anunciador. Yehohanan no sabía prácticamente nada sobre el Hijo del Hombre. Es más: como ya he referido en otras páginas de estos diarios, su concepto de Dios y de la misión del Maestro en la Tierra eran opuestos a los del Galileo. Aquel hombre tampoco entendió, aunque fue menos responsable que otros…

Y regresó a su interpretación del pergamino.

Llamó mi atención sobre la estrella central y aseguró que, cuarenta días después de la aparición del Mesías, el mundo entero quedaría sobrecogido ante la presencia en los cielos de una estrella esplendorosa y de múltiples colores. «Amanecerá por el oriente y será atacada por otras estrellas más pequeñas, siempre de siete en siete».

Deslizó el dedo hacia el círculo exterior y acarició las estrellas en rojo.

Cada día —dijo—, la estrella grande combatirá con siete pequeñas. Serán tres batallas al día. De la estrella del Santo partirán proyectiles de fuego que aniquilarán a los siete impíos. Al anochecer, cada estrella regresará a su posición. La gran batalla de la Šeḵinah contra los enemigos de Israel se prolongará durante setenta días. Después, el Mesías emprenderá su campaña «rompiendo dientes» y colocando a cada cual en su lugar… Para intentar entender mínimamente la locura del gigante de las siete trenzas es preciso saber que, parte de lo expuesto, obedecía al concepto judío sobre el mundo y a las múltiples tradiciones mesiánicas que corrían de secta en secta. Hace dos mil años, la nación judía creía que Israel[63] era el centro de la Tierra (Araq o ara, en arameo). No podía ser de otra forma. Así lo había dispuesto Yavé, al elegir a los hebreos como su pueblo. Araq era una de las siete tierras existentes en el firmamento. El Justo, al llevar a cabo la creación, hizo aparecer siete cielos, y también siete mundos como el nuestro[64], siete mares, siete ríos, siete días y, en fin, los siete mil años que —decían— duraría el mundo. El siete era sagrado y también la setena. La creencia general estimaba que Yavé «se sentía cómodo» en todo lo que tuviera relación con el siete. De ahí a la superstición sólo había un paso. Para los judíos, por ejemplo, lo par traía mala suerte, incluyendo los días de la semana (empezaban a contar a partir de la puesta del sol en el «shabbat»). Nunca debían beberse dos vasos de vino. Siempre menos, o más. Y lo mismo sucedía a la hora de llevar la cuchara al plato único. Era preciso tener el máximo cuidado, para no coincidir con otro comensal. Supe de gente que suspendió un viaje o un negocio ante una de estas coincidencias.

Para Yehohanan, como para la mayoría de los judíos, los siete firmamentos se hallaban distribuidos como las capas de una cebolla. Y cada cielo —decían— se movía «por temor a Yavé». Todo, en esos firmamentos, como rezan los Pirké Aboth o «Máximas de los Padres», estaba destinado a proclamar la gloria del Santo. Todo se hallaba en las Escrituras. De ahí que la astronomía no funcionara como una ciencia independiente. En los siete cielos —afirmaban— sólo había hayyot y rejeb (ángeles y carros de fuego), y se movían de acuerdo con la voluntad de Dios. Unos eran hayyot de aire, otros de fuego y otros de agua, como está escrito en el Salmo 104: «Quien hace a sus ángeles de aire, a sus siervos de fuego ardiente…». Eran cielos inmensos. Como ya mencioné, los sabios no se ponían de acuerdo sobre las distancias. Muchos fijaban la longitud de cada firmamento en más de mil quinientos años de marcha (caminando, claro está). Para llegar de la Tierra al cielo más cercano —decían— se necesitaban, como mínimo, otros quinientos años de caminata, sin descansos. Lo que no acertaban a describir era cómo caminar por el aire… Y se refugiaban, obviamente, en la potestad de los justos para hacer el prodigio de llegar a cada uno de los siete cielos (siete cielos porque las Sagradas Escrituras utilizan siete términos distintos para la misma designación). Los impíos no disfrutaban de esa «virtud de volar». Por eso nunca eran vistos en ninguno de los cielos. Así pensaba el Anunciador…

Respecto a la geografía, nacida también de los libros o rollos sagrados, los conocimientos de los judíos eran igualmente precarios y erróneos. La Tierra (Araq) era un plano circular, como pretendía Isaías (XL, 22), totalmente rodeado de agua (así lo refiere el Eroub, XXII, b). Yavé presidía ese «disco», como reza el libro de los Proverbios (8, 27): «Cuando asentó los cielos, allí estaba yo, cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo…». Pues bien, ese disco o plano circular, según los eruditos, se hallaba dividido en tres grandes círculos concéntricos. En el central, lógicamente, figuraba el Templo y la ciudad de Jerusalén. La tierra santa (Israel propiamente dicho) era el segundo círculo. El resto pertenecía a los impíos. Y rodeando el disco, agua, mucha agua, un océano incógnito y tenebroso, habitado por toda suerte de demonios.

Ésta era la interpretación que Yehohanan había dado al pergamino de piel de asno: Jerusalén, en el centro de la estrella de seis puntas; la tierra santa hasta el segundo círculo, formado por la frase, en hebreo, y, a partir de ahí, los países de los bárbaros. El versículo 23 del capítulo 3 de Malaquías constituía, para el Anunciador, una especie de frontera con lo que llamó abar-naharah o regiones más allá del río Éufrates, en Babilonia. Yehohanan se equivocaba de nuevo. Sus conceptos geográficos eran un caos, como su mente. Para él, la tierra sagrada de Israel era inmensa —más de dos millones de millas romanas cuadradas— y, algún día, a no tardar, se extendería al resto del mundo[65]. Esas tierras de los impíos e Israel estaban gobernadas por la «gran ramera», Roma. Por lo que pude deducir, el Anunciador no sabía muy bien qué era la cultura romana, ni qué pretendía. Lo ignoraba prácticamente todo sobre las dimensiones reales del imperio, y hubiera sido absurdo hablarle de las regiones que integraban el mundo romano en aquel tiempo. No sabía, ni le importaba, qué era la Macedonia, el Ponto, la Mauritania o la Cyrenaica, entre otros territorios[66]. Roma era la maldad, el invasor y el causante, en definitiva, de la ruina del pueblo elegido. Yehohanan, como otros muchos, no medía la paz y la prosperidad que vivía aquel «ahora». Roma era la propietaria de la Šeḵinah o Divina Presencia y había que arrebatársela. Era el momento. «El hacha estaba en la base del árbol». El Santo no podía esperar. El Dios implacable y vengativo del Sinaí reclamaba justicia. Él y su gente abrirían el sendero. Los cinco ejércitos, con los 142 322 guerreros, empujarían a Roma al mar. Era curioso y triste, al mismo tiempo. El hombre de las «pupilas» rojas y la «mariposa» en el rostro jamás vio el mar. Lo único que contempló, relativamente parecido, fue el mar de la Sal o mar Muerto[67]. Yehohanan sólo se movió en Jerusalén y sus alrededores, el desierto de Judá y el valle del Jordán. No pasó de ahí. Su cultura era tan limitada como fanática. Estaba convencido de que Roma había llegado al final de sus días. La suerte —decía— estaba echada. Obviamente, no era consciente de la realidad[68]. Yehohanan vivía un sueño…

Aun así, como digo, el pergamino me dejó intrigado. Los símbolos encerraban mucho más de lo que apuntaba el gigante de las siete trenzas rubias. Fue puro instinto…

Y aproveché la anormal locuacidad de Yehohanan, entusiasmado con su «plan de ataque», para deslizar en la conversación otros asuntos que me interesaban. Sutilmente lo interrogué acerca de sus padres, de su educación, de por qué Zacarías no repudió a su esposa, estéril, según la concepción machista de los judíos, y, en fin, sobre el porqué de su renuncia a la «pensión» estipulada por la Ley, y a la que tenía derecho como hijo de sacerdote.

No aclaró ninguna de las dudas, a excepción de la última, sobre los honorarios que dejó de percibir.

—¡Yo soy de Él!… ¡No necesito de esos bastardos del Templo!

Mensaje recibido.

Entonces fue él quien preguntó:

—¿Cuándo regresarás junto a Jesús?…

Se despojó del talith y me observó con severidad.

No supe qué decir. Era la verdad.

—Lo que has visto —prosiguió, autoritario— es un secreto…

Acarició la empuñadura de la sica y continuó, amenazante:

—… Sólo él debe saberlo. Él es el señor de los círculos…

Aquello despertó mi curiosidad, una vez más. Evidentemente hablaba del Maestro, pero quise asegurarme.

—¿Quién es el señor de los círculos? ¿Cómo sabes eso?

Enrolló lentamente el pergamino y lo guardó en la funda negra y maloliente. Después replicó, al tiempo que anudaba las cuerdas:

—¿No lo has visto?…

Eso fue todo. E imaginé que se refería al dibujo del pergamino. Lo memoricé. Repasé los números y las letras. No hallé una respuesta satisfactoria. ¿Qué relación existía entre Jesús y los tres círculos del pergamino de la «victoria»?

Me dejó con la duda. Se puso en pie y trepó entre los matorrales. Después desapareció en la cueva dos.

Oscurecía.

«Mala suerte —me dije—, otra vez será…».

Mala suerte por partida doble. No entendí la alusión al «señor de los círculos» y, probablemente, había perdido la oportunidad de suministrarle los «nemos». Aquélla era la última noche en el Firán…

Acaricié la pequeña bolsa que colgaba del cuello. Si no descendía de la cueva, y tomaba su habitual ración de miel junto a quien esto escribe, como lo hizo en las noches precedentes, no podría llevar a cabo la siguiente operación. Los «nemos» deberían esperar…

Y lo dejé en las manos del Destino. Él sabe.

Además —intenté tranquilizarme—, quizá no era necesario. Podía prescindir de los «nemos». Lo que convenía saber sobre Yehohanan ya lo sabía.

Y el Destino actuó, naturalmente…

Me centré en la frugal cena: nueces, manzanas, granadas y pan negro. Eché de menos la cocina de la «casa de las flores» y también la buena mano de Jaiá.

No siempre se disfrutaba en aquella aventura…

Estaba decidido. Al día siguiente, con el alba, me presentaría en Salem. Después, Nahum. Los echaba de menos, a todos…

Abrí las granadas y saboreé el fruto. «Tiempo corto» me regaló lo que llamaban granada «blanca», de granos casi transparentes, muy dulces, y granada «zafarí», de granos cuadrados, de un rojo apagado, e igualmente sabrosos.

Entonces se presentó aquel dolor de cabeza, al principio distante, como un lobo. No presté demasiada atención. Las quemaduras eran más molestas…

¡Dios mío! Me hallaba al filo del precipicio. ¿Cómo no lo intuí?

Y el Destino, como digo, fue implacable…

El gigante regresó. Lo vi llegar sin el saco negro, con la daga oxidada al cinto y la escudilla de miel entre las manos.

Era imprevisible. Nunca supe a qué atenerme cuando se hallaba cerca…

Observó las granadas y preguntó:

—¿Has contado los granos?

Permanecí en silencio, perplejo, tratando de resolver el porqué de la absurda cuestión.

—No —repliqué, sin saber cuáles eran sus intenciones—, nunca lo hago. Me limito a comerlos…

El sol se había despedido, pero llegué a captar una mueca de arrogancia en su rostro. Seguía siendo el de siempre…

—¿Por qué tendría que contarlos? —insistí, curioso.

—¿No has aprendido que el Santo, bendito sea, habla con señales?

Se cubrió con el talith de cabello humano y se introdujo en el arroyo. Allí, con las manos en alto, inició la tercera y obligada recitación de las Šemoneh esreh, las diecinueve plegarias. Era el final del día para él. Después, supuse, tomaría la miel y se retiraría a la cueva.

Era el momento para proporcionarle los «nemos». Disponía del tiempo justo para vaciar la ampollita de barro en el cuenco de madera.

Y así lo hice.

El Anunciador seguía en mitad de la corriente, clamando en la penumbra como un fantasma, con la vista fija en los cielos. Estoy seguro de que no reparó en la maniobra.

¿Señales? ¿Qué quiso decir? ¿Hablaba Dios a través de los granos de una granada?

Definitivamente, Yehohanan no estaba en sus cabales…

Y, como un perfecto estúpido, examiné el fruto de una de las granadas.

¿Cómo podía ser? ¿Dios se comunica mediante señales? No entendí, pero quedé intrigado. Quizá los contase…

No me equivoqué. Yehohanan concluyó la oración y regresó junto a este explorador. Se sentó y, en silencio, como tenía por costumbre, introdujo los interminables dedos en la escudilla, capturando una porción de miel. Y se la llevó a la boca, saboreándola, entre leves gemidos. Era uno de los escasos momentos de placer para el hombre de las «pupilas» rojas. No sé si el único.

Repitió la operación hasta casi agotar el contenido del cuenco. Y se relamió los dedos, como un niño.

Lo observé, nervioso y expectante. Los «nemos» no tardarían en actuar. Debía prepararme…

Al concluir la cena, el Anunciador repitió la pregunta:

—¿Los has contado?

Negué con la cabeza.

—Deberías… Él habla así… Él respira números…

Fue lo último que dijo.

Como esperaba, el anestésico que acompañaba a los «nemos», una mezcla de jugo de nueza (Bryonia dioica) y belladona, actuó rápido. Yehohanan empezó a acusar el sopor. Lo vi cabecear. Trató de combatir el sueño, pero fue inútil.

Dispuse la «vara de Moisés» y aguardé.

A los pocos minutos, el gigante dormía plácida y profundamente, sentado a la turca y con la cabeza inclinada sobre el pecho. Lo recliné suavemente en la tierra y activé la zona superior del cayado. Los «nemos», a los que ya me referí en otro momento de esta aventura[69], fueron de gran ayuda en las indagaciones de estos exploradores. Se trataba de una magnífica obra de ingeniería biológica, puesta al servicio de la operación, y fundamentada en los descubrimientos de Leland Clark y Guilbaut, de la Fundación de Investigación Infantil de Cincinnati y de la Universidad de Louisiana, respectivamente. El primero, con sus trabajos sobre biosensores, y el segundo, al construir un sistema que podía medir la urea en los fluidos corporales, merced a un microelectrodo que era capaz de registrar los cambios en la concentración de ion amonio, permitieron a los laboratorios militares la obtención de los «nemos», así bautizados en recuerdo del legendario capitán Nemo y de sus viajes submarinos. Cada «nemo», por utilizar términos sencillos, consiste en una especie de «microsensor» (casi un minisubmarino), de treinta nanómetros de tamaño (un nanómetro equivale a la milmillonésima parte del metro). Dependiendo de las necesidades de cada «misión», los «nemos» variaban de tamaño. Lo habitual eran los ya referidos treinta nanómetros (tamaño de un virus), pero Caballo de Troya disponía también de «batallones» de «nemos», con espesores de cien nanómetros. Actuaban como «sondas», y también como «correctores», proporcionando toda clase de información. Eran una «bendición», en lo que se refiere al diagnóstico médico, pero también una arma de doble filo, peligrosísima. Desde mediados de la década de los años cincuenta, cuando Clark inventó el electrodo que medía el oxígeno disuelto en la sangre, los laboratorios militares no han cesado de trabajar para la obtención de «nemos» que puedan destruir a un supuesto enemigo. Imagino que el hipotético lector de estos diarios adivinará a qué tipo de horrores me estoy refiriendo. Es por ello por lo que no haré una descripción detallada de estos asombrosos «robots orgánicos», capaces de llegar al último rincón del cuerpo humano, de «fotografiarlo», de transmitir los datos y de destruir o corregir todo tipo de células, si así fuera necesario. Es más: dada la peligrosidad de dichas máquinas submicroscópicas, en algunos momentos de esta narración cambiaré intencionadamente conceptos e informaciones, que no afectan al propósito esencial.

Cada serie de «nemos» era programada con antelación (de eso se responsabilizaba «Santa Claus»), de acuerdo con los objetivos.

Los «nemos» entraban en el organismo a través de dos conductos primordiales: por el torrente sanguíneo o por vía oral. Sabíamos de una tercera generación, que penetraba en el cuerpo de hombres y animales merced a dos tipos de radiaciones. Estos últimos no fueron incluidos en el «arsenal» de Caballo de Troya.

Como digo, es fácil imaginar las fascinantes ventajas de estas cápsulas moleculares que podían ser introducidas, a millares, incluso en los fetos. De acuerdo con su naturaleza, los «nemos» actuaban como exploradores e informadores y también como hábiles «cirujanos». En el argot, los primeros fueron conocidos como «nemos fríos». Los que se hallaban programados para la acción recibían la calificación de «calientes». Si se deseaba, limpiaban arterias o coágulos; reconocían las regiones más inaccesibles, en las que la cirugía resulta todavía comprometida o altamente invasora; pulverizaban tumores; corregían las alteraciones inmunológicas y, sobre todo, estaban dotados de la técnica necesaria para «bucear» en las células, transmitiendo hasta cincuenta mil imágenes por segundo. En este último capítulo, los «nemos», tanto los «fríos» como los «calientes», desempeñaban una labor admirable, pudiendo chequear el ADN y corregir los genes defectuosos, incluso, como decía, en el período fetal. La corrección —casi milagrosa— evita el nacimiento de niños con deficiencias físicas o psíquicas (en la actualidad se conocen cuatro mil enfermedades de origen hereditario). Lamentablemente, esta maravilla de la medicina sigue en poder de los servicios de Inteligencia Militar, empeñados, insisto, en aprovechar dichas técnicas para otros fines menos loables…

Los «nemos» trabajaban generalmente mediante «cartografía» del cuerpo humano. En ocasiones eran los propios «nemos fríos» los que desplegaban dicha tarea previa. Un sistema alojado en la parte superior de la «vara de Moisés» era el responsable de activar los «batallones» de «minisubmarinos orgánicos», actuando también como receptor y amplificador de las ondas de radio emitidas por los «nemos». En una primera fase, la cabeza receptora multiplicaba por diez mil la tensión de los impulsos primarios, permitiendo que las señales pudieran ser convertidas en formato digital y «trabajadas» definitivamente por «Santa Claus», el ordenador central[70]. El portador del cayado, y responsable de la puesta en marcha de los «nemos», así como de la finalización de la maniobra, no podía hallarse a más de diez metros del sujeto a explorar. Éste era uno de los inconvenientes, en aquellos momentos. Pero supimos ajustarnos a dicha servidumbre.

Dadas las características de Yehohanan, y las dificultades para «cartografiarlo» previamente, quien esto escribe, de acuerdo con Eliseo, optó por la utilización de lo que llamábamos squid, un tipo de «nemo frío», muy sensible, programado para localizar determinadas áreas del cuerpo humano, de acuerdo con los campos magnéticos generados por dichos sectores. Como es sabido, tanto el cerebro, como el corazón, músculos, etc., disponen de su propia «fuerza motriz» que, a su vez, provoca pequeñísimos campos magnéticos, cada uno con sus rasgos e intensidad propios. Los squids, con sus dispositivos de interferencia cuántica, eran capaces de «volar» hasta dichos campos magnéticos específicos y anclarse en las zonas señaladas, transmitiendo ininterrumpidamente durante horas[71]. En el caso del Anunciador, los miles de «nemos» tenían un destino único: el cerebro. Concretamente, el tegmento ventral, en el interior del mesencéfalo; el hipocampo; el tálamo; el puente del tallo cerebral y el prosencéfalo basal, entre otras regiones. Pretendíamos dos grandes objetivos: verificar si existía alguna patología o irregularidad, a nivel cromosómico, que pudiera justificar un desequilibrio mental y, por último, y no menos interesante, localizar los centros «archivadores» de la memoria declarativa, que reúne, entre otros elementos[72], la auténtica «biografía» de la persona (todos sus recuerdos, día a día). Sobre el primer asunto, como ya he referido abundantemente, teníamos serias sospechas. El segundo, a nivel personal, resultaba más atractivo. Los militares lo han practicado en muchas oportunidades, aunque sigue siendo alto secreto. Para nosotros, en cambio, era la primera vez que lo intentábamos. Hace años que los laboratorios han ido descifrando el porqué de los sueños. El llamado «REM», o «paradójico», en el que aparecen las ensoñaciones, es mucho más de lo que se creía. Durante la noche, la totalidad de los mamíferos sueña en REM, a excepción del delfín y del oso hormiguero. A los noventa minutos de quedar dormida, la persona entra en la fase REM y sueña. Esas ensoñaciones pueden prolongarse entre cinco y veinte minutos. En total, a lo largo de la noche, la fase REM se prolonga durante cien minutos, más o menos. Pues bien, los científicos comprobaron que, gracias a dichas ensoñaciones, el cerebro actúa como un excelente «bibliotecario», seleccionando las vivencias del día que merece la pena guardar y «archivándolas» en áreas específicas de la masa cerebral. Todo era cuestión de explorar los sueños y hacer un seguimiento de los REM. Al terminar cada fase de ensoñación, las vivencias «indultadas» son depositadas (archivadas) en redes neuronales concretas y allí permanecen. A veces se olvidan y, en ocasiones, salen a flote y son recordadas. Se trata del gran «tesoro» humano, lo más valioso, la auténtica verdad de cada persona. Lo que el cerebro decide conservar no tiene doblez ni engaño. No tendría sentido. Es la «biografía» de cada hombre y de cada mujer, en su estado más puro. Tener la capacidad de abrir ese «archivo» es contemplar la vida completa de un ser humano, incluido su período fetal. Los «nemos» estaban diseñados de forma que, una vez descubiertos los «archivos», éstos eran «leídos» y transmitidos a velocidades que oscilaban entre cinco y diez megabits por segundo. «Santa Claus», como dije, convertía los impulsos eléctricos y los dígitos en imágenes. Además de disponer de los sueños de una persona, o animal, prácticamente en cine, desde el feto hasta el momento de la transmisión, los squids copiaban la biografía completa, incluidas conversaciones y pensamientos. Fue el gran éxito de los servicios de Inteligencia. Nada escapaba ya a los tentáculos de los que ambicionaban el poder. Nada, ni nadie, se encuentra a salvo…

Una vez en el cayado, la vida de Yehohanan quedaría grabada en un diminuto disquete, otro prodigio de la nanotecnia, la ciencia de la miniaturización. Entendimos que era el mejor procedimiento para examinar su vida y, en definitiva, su comportamiento. El Destino nos reservaba algunas sorpresas…

Sería suficiente con unas horas. Los «batallones» de «nemos» actuaban con enorme celeridad. Sólo había que estar atento y, como digo, lo más próximo posible a la persona que se pretendía explorar. Después, al regresar a la «cuna», en el Ravid, el ordenador central se encargaría de «mostrar» el resultado. Yo lo analizaría personalmente.

Y los «nemos», como estaba previsto, sortearon la barrera hematoencefálica, dirigiéndose a las cadenas de neuronas.

Yehohanan seguía dormido. Y el cielo empezó a cubrirse. Otro frente frío llegaba procedente del Mediterráneo.

Un pequeño destello en lo alto del cayado me advirtió. Los squids habían tomado posiciones[73] e iniciado la transmisión.

Esperé. Era lo único que podía hacer.

Las nubes, espesas, fueron adueñándose de la garganta. Y las estrellas, una tras otra, huyeron. Fue como un presentimiento. ¿Cómo no me di cuenta?

«¡No vayas!… ¡Tuve un sueño!… ¡No vayas!».

El lamento de Jaiá, al abandonar la aldea de Salem, regresó a mi cabeza.

¿Qué quiso decir? ¿Qué otros peligros me amenazaban?

Concluida la operación me retiré a la cueva uno. Allí quedó Yehohanan, junto al arroyo, dormido…

Pensé en despertarlo, pero, sinceramente, no me sentí con ánimos. El intenso dolor de cabeza dejó de ser intermitente y se instaló en este agotado explorador. Supuse que era una consecuencia de la tensión. Me sentí débil y confuso. Necesitaba descansar. Necesitaba dormir…

Pero la noche fue peor de lo que sospechaba. La mente, incapaz de ordenar las ideas, se empeñaba en tirar de los citados recuerdos de Jaiá, la esposa del anciano Abá Saúl. Sólo la veía a ella, a la puerta de la casa, con lágrimas en los ojos, e intentando retenerme.

«¡No vayas!».

El Destino, implacable, siguió advirtiendo, pero yo no quise, o no supe verlo. El instinto gritaba: «¡Huye!… ¡Regresa a Salem!… ¡Huye!».

Pero ¿de qué o de quién tenía que huir?

También el pitido se hizo más cercano. Y otra idea cabalgó entre los temores: «Ellos»…

¿Debía huir de «ellos»? ¿Podían regresar al Firán?

¡Oh, Dios!, me estaba volviendo loco…

Logré conciliar el sueño dos o tres veces, siempre brevemente, siempre agitado…

Y tuve pesadillas. En una de ellas vi cinco ejércitos. El Anunciador acaudillaba uno de los grupos. Peleaban contra 142 322 «nemos». ¡Yo era uno de los squids! A mi lado se hallaba el fiel Kesil y también Belša, el misterioso personaje que nos acompañó en el camino por el valle del Jordán. ¡Todos eran «nemos»! ¡Todos peleábamos contra los justos! De pronto, en mitad de la batalla, las mazas y espadas de los judíos cayeron sobre Kesil, el siervo, y lo destrozaron. Eliseo, del lado de Yehohanan, reía y reía… Quise matarlo, pero Aru, el negro tatuado del kan de Assi, y Yu, el carpintero y jefe del astillero de Nahum, me lo impidieron. Y gritaban: «¡Es su Destino!». Entonces la vi. Se hallaba en mitad de los cinco ejércitos. Brillaba. Era muy hermosa. ¡Era Ma’ch! Y los justos, al verla, proclamaban: «¡Es la Šeḵinah!… ¡Es la Divina Presencia!…

¡Abrid paso a la Šeḵinah!».

Ella llegó hasta Eliseo y le sonrió. Después me miró y supe que me amaba. Quise decírselo. Quise aproximarme y anunciarle que yo también la amaba, desde el primer día que la vi. Traté de gritar. Estaba en el bando equivocado. Nosotros éramos los justos…

No pude.

Y ella continuó mirándome. Su luz me cegó.

Entonces desperté, sobresaltado. La tormenta acababa de estallar. Y las chispas eléctricas se sucedieron, iluminando la garganta y encogiendo, un poco más, mi desolado corazón.

Empecé a sudar. Fue un sudor frío…

Me asomé a la boca de la cueva y, entre descargas, comprobé que el gigante de las siete trenzas no se hallaba en el lugar en el que lo había dejado. Fui incapaz de calcular la hora. Quizá los truenos, muy próximos, o quizá la lluvia, lo despertaron.

Deduje que trepó por los espolones de tierra y que se hallaba en la gruta dos, a escasa distancia de quien esto escribe.

Lo vería a la mañana siguiente. Eso pensé.

Volví a equivocarme…