DEL 1 AL 5 DE ENERO (AÑO 26)

Fue «Orión» (Kesil) quien me despertó. ¿Casualidad?

Faltaba poco para el alba. Según los relojes del módulo, el 1 de enero, martes, del año 26 de nuestra era, el sol se presentó en esa región de Israel a las 6 horas y 37 minutos. Una hora antes, los cocineros de Jaraba ya trajinaban y canturreaban en el campamento, disponiendo lo necesario para la nueva jornada.

Había dormido profundamente. Me sentí tranquilo y con fuerzas. No cabe la menor duda: Él tuvo mucho que ver en aquel Jasón, ahora, casi en paz…

—Yu está ahí afuera —anunció Kesil—. Parece preocupado… Quiere hablar contigo.

El frente nuboso se había alejado. Inspiré y me bebí las estrellas. Estaba dispuesto a replantearlo todo. Lo primero era Eliseo…

Yu esperaba junto al fuego. Tenía en las manos un cuenco de leche. Al verme, me recorrió de pies a cabeza. Y los ojos, habitualmente remansados y limpios, se alteraron. Quiso decir algo, pero no lo logró. Comprendí. Alguien, en el mahaneh, posiblemente el ingeniero, lo puso en antecedentes sobre mi identidad.

Y le facilité las cosas.

—Soy yo, «¡eh, pequeño!»…

No hubo preguntas, ni explicaciones.

El chino bajó los ojos y resumió sus sentimientos:

—Has dejado escapar a los dioses interiores…

No entendí; no en esos momentos.

Pero Yu dejó a un lado el asunto y preguntó si deseaba continuar en el trabajo. Se necesitaban brazos. Acepté, naturalmente. A partir del reencuentro con el Maestro, todo se puso en pie, como recién estrenado. Lo seguiría, tal y como habíamos planeado. Lo seguiría sin descanso. Daría fe de cuanto viera y de cuanto me fuera regalado por el Destino. Respecto a los «tumores», una idea empezó a prosperar en mi mente…

La noticia sobre el misterioso encanecimiento del «chico para todo» circuló veloz entre los hombres del mahaneh. Y se repitió lo vivido en la ínsula y en Nahum. Aquella gente, buena pero supersticiosa, empezó a mirarme con un especial respeto, mezcla de temor y de admiración. Nadie «envejecía» tan de repente, si no era por expreso deseo de la divinidad. Eso creían, y, en parte, con razón. La cuestión es que mis blancos cabellos sirvieron de mucho, como espero tener la oportunidad de seguir contando. Eso sí, desde entonces, ya no fui «¡eh, ze’er!». Nadie tuvo el valor de reclamarme por ese nombre, excepción hecha del Galileo. La verdad es que mis días en el astillero estaban contados, pero vayamos paso a paso…

Me senté junto al Maestro. Se calentaba y apuraba el desayuno: fruta recién desembarcada en Jaraba, miel, pan negro, todavía caliente, leche y otra de sus «debilidades»: las pequeñas barras de «chocolate», fabricado con la keratia, la dulcísima vaina del haruv o algarrobo, tan abundante en aquellos bosques.

Vestía el sarbal blanco, con los cabellos, color caramelo, largos y recogidos en su habitual cola.

Me estremecí. No podía creerlo. Hacía casi dos meses que no lo veía. Y allí estaba, sentado frente al rojo de las llamas, como uno más…

Me miró, y me recogió de nuevo en sus ojos. No había soñado. Era Él, el Hombre-Dios…

Y ambos, en silencio, esperamos el amanecer. Él por unos motivos. Yo, por otros…

La luz naranja penetró entre los árboles y se fue directamente a su rostro. La recibió y cerró los ojos, consciente de la delicadeza de su Padre. Así rezaba aquel Hombre…

El día llegó azul, limpio y frío; muy frío, en especial para quien esto escribe…

Jesús abrió los ojos y, satisfecho, se guardó dos barras de keratia en uno de los amplios bolsillos del buzo. Sonrió, pícaro, mostrando aquella dentadura blanca y perfectamente alineada. Después me guiñó el ojo y se puso en marcha, con el resto de la cuadrilla.

Yu me proporcionó uno de los «trajes de faena» y me dio a elegir. Podía ocuparme de la recogida de resina[110], o bien del afilado de las herramientas. Debería responsabilizarme también del continuo transporte del yaša, una infusión negra y aromatizada, extraída de las semillas del pino de Alepo y que los lugareños consumían sin cesar. Caliente, muy caliente, recordaba, en cierta manera, al «café». Los leñadores lo bebían casi sin descanso. Los ayudaba a mantenerse despiertos. El problema es que tenía que ser transportado desde las cocinas, en el campamento. En la zona de tala estaba terminantemente prohibido hacer fuego. Si los we descubrían, o sospechaban, que los leñadores incumplían la normativa, la concesión era automáticamente suspendida. En ese sentido, Yu era muy estricto. Eso significaba un constante ir y venir, con la carga a cuestas. Deposité el cayado en la tienda, al cuidado de Kesil, y opté por el afilado de las hachas y sierras. Era una labor relativamente simple, que me permitiría estar cerca del Maestro. En realidad, el afilador era uno de los hombres de Yu, muy experimentado, que manejaba admirablemente las limas de hierro o las muelas de basalto y pizarra verde. Las primeras eran utilizadas en la zona de tala. Las amoladoras, más pesadas, y montadas sobre mollejones y otras estructuras de madera, permanecían en las tiendas de las herramientas. Cada poco, sin necesidad de que el leñador lo solicitara, el afilador detenía el corte e inspeccionaba las hachas o las tronzadoras. Era raro que se equivocara. Sabía muy bien cuántos golpes resistía una hacha antes de perder el filo. Aunque los hoteb fueran diez o doce, repartidos en la zona de tala, aquel hombre «sabía» (!) llevar la cuenta de los golpes, identificando cada hacha por su sonido. Más aún: «sabía», incluso, cuándo la herramienta cambiaba de manos. Lo llamaban «Iddan», que significaba «tiempo», en arameo, porque medía el tiempo de vida de cada hacha, y sin error. Casi no hablaba. Yo debía acompañarlo y cargar los juegos de limas y las pequeñas piedras para refinar los filos, así como las fundas de cuerno, madera o cuero que protegían las hachas. Cada una disponía de la suya propia, haciendo más duradera la herramienta y, sobre todo, protegiendo a los que las manejaban. Una vez concluida la jornada, Iddan y quien esto escribe se responsabilizaban del material, transportándolo siempre al campamento. El olvido de una hacha era el peor de los presagios. Los leñadores se echaban a temblar…

También cargaba con el pellejo de cabra que contenía el agua, necesaria para mojar las piedras de afilar. Iddan prefería el orín. Si era humano, mejor. Según él, «alegraba al hacha, y prolongaba el tiempo de corte». Tuve «dificultades técnicas» en este sentido. Terminada el agua, era yo quien suministraba la orina. Jamás me hubiera atrevido a llenar el odre con el orín del resto de los hoteb

Mi trabajo, por tanto, en aquellos inolvidables días en las colinas del «Anciano», se dividió entre el reparto del yaša, el constante subir y bajar del mahaneh, la puesta a punto de las amoladoras, el «suministro» de la orina y, sobre todo, la atenta observación del Hijo del Hombre. Un Jesús de Nazaret leñador, jamás mencionado por los evangelistas o por la tradición. Pero ¿de qué me asombraba? El futuro me reservaba otras, y no menos desconcertantes sorpresas…

Eliseo siguió esquivándome. No lo permití. Y camino de la zona de tala me las arreglé para situarme a su altura. Fui directo. Le rogué que perdonara mi torpeza. Lo que intenté hacer no fue lo correcto.

Evitó la mirada. Y yo, pobre ingenuo, no entendí.

Le estaba pidiendo perdón…

Finalmente, al explicarle que la situación no era la más adecuada, el ingeniero detuvo la marcha y acarició la larga sierra que sostenía sobre el hombro. Entonces sí buscó mis ojos. Experimenté una incómoda sensación. Aquél no era el compañero que creí conocer…

No sé si fue odio o desprecio lo que asomó en el rostro. Lo cierto es que no lo reconocí. No era Eliseo, el amigo y hermano de antaño.

—Estás en lo cierto —clamó—. Esta situación es insostenible…

El tono fue grave, casi solemne.

—… Dudo que tu salud mental sea la correcta.

No me permitió intervenir.

—La inversión ha mermado también tu equilibrio… Por tanto, mayor, he decidido relevarte como responsable de la misión…

Pensé que bromeaba, una vez más. Pero no…

—Has tratado de despegar, abandonándome. Has intentado matarme…

Negué con la cabeza. No era cierto. Sólo quise darle una lección…

—Ahora, yo tomo el mando. Obedecerás mis órdenes.

Estaba tan desconcertado que no respondí.

—… Y recuerda lo que te dije: la misión no ha terminado. Yo diré cuándo.

—Pero…

—Lo siento, mayor —concluyó, autoritario—, no confío en ti.

Y se alejó, haciendo oscilar la brillante tronzadora que cargaba sobre el hombro.

No reaccioné. Estaba impresionado, pero, al mismo tiempo, sereno. Había intentado despegar, era cierto, pero jamás le habría hecho daño. Por cierto, ¿cómo sabía que traté de despegar? Rechacé la pregunta. Yo mismo se lo dije. No era tan difícil de suponer.

Pero ¿por qué ese odio?

Pensé en Ruth…

No era posible. Yo no había dicho nada. Sólo la Señora lo intuía. ¿Se lo dijo a Eliseo? ¿Era ésta la razón de su comportamiento? Yo la amaba, y la sigo amando, pero juré mantenerlo en el silencio de mi corazón…

¿Existía otra justificación para semejante postura? ¿Me estaba volviendo loco? ¿Detectó Eliseo algo que no supe ver y que ponía en peligro la operación? Quise recordar, pero no hallé nada irregular, salvo la amnesia y el «encanecimiento súbito». ¿O se refería a la constelación de «tumores» en mi cerebro? Aquello era absurdo. Si le preocupaba mi estado mental y, en definitiva, mi salud, ¿por qué continuar?

«La misión no ha terminado…».

No fui capaz de descifrar el misterio de la frase. ¿A qué diablos se refería?

Lamentablemente, no tardaría en descubrirlo…

Pero, como digo, fue extraño. Quizá debería haber reaccionado con ira, y pagarle con la misma moneda. No fue así. Inexplicablemente, no me sentí inquieto. Y llegué a excusarlo. Quizá se debía al cansancio. Llevábamos mucho tiempo, y sujetos a una intensa presión. Lo raro es que los enfrentamientos no hubieran surgido antes…

¡Pobre estúpido! ¡Nunca aprenderé!

Y, de pronto, lo vi llegar. Era el Maestro, camino de la zona de tala. Pasó a mi lado, canturreando. La luz de la hermosa mañana lo perseguía, enganchada en los cabellos y en el bronceado y risueño rostro. Me sonrió, y continuó con las rápidas y largas zancadas. Pero, al punto, se detuvo. Giró, y me envolvió en aquella viva, furiosamente viva, mirada. Y exclamó:

—¡Confía…!

Después, se alejó. Detrás marchaba un joven ayudante…

Y en mi cabeza tronaron las últimas palabras de Eliseo: «Lo siento, mayor, no confío en ti».

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo supo? Él se hallaba en otro punto de la vereda que unía el campamento con el lugar de trabajo…

Nunca me acostumbré.

¡Por supuesto que confiaba!

Y me fui tras el ayudante, un muchacho judío, de unos quince años, que respondía al nombre de Minjá. Lo conocía de la ínsula. Allí vivía, con sus padres y hermanos. En ocasiones era contratado por el astillero. Era tartamudo. Lo tomaban a broma, y lo mortificaban con crueldad. Minjá no replicaba. Se sonrojaba y ponía tierra de por medio. Nos caía bien. Era servicial, educado y muy observador. En el Attiq desempeñaba la misión de ayudante de escalador. El suyo era Jesús. Su trabajo, básicamente, consistía en asistir al hoteb que trepaba por los troncos, o por el enramado, suministrando cuerdas, cuando faltaban, haciendo llegar las hachas al afilador, o el «café» y el agua al que descopaba, y, sobre todo, debía velar por la seguridad del leñador. Un mal paso, la rotura de una cuerda o el quebranto de una rama estaban a la orden del día. No eran raros los accidentes entre los que subían y bajaban de los árboles, algunos, como digo, de treinta metros de altura, y más.

¿Quién podía sospechar que aquel muchacho desencadenaría, sin querer, la gran catástrofe?

Iddan, el afilador, inició su habitual peregrinaje entre los robles y pinos. Y quien esto escribe, tras él, pendiente de sus gestos, más que de sus palabras.

Jesús y Minjá prosiguieron en el orden establecido por Yu, e iniciaron la ascensión al roble de turno. Eliseo, asignado a la tronzadora, pareció olvidarse de mí. Era preferible. Y, en la medida de mis posibilidades, centré la atención en el Hijo del Hombre.

Nunca lo hubiera imaginado con una cuerda por la cintura, y trepando como un felino por uno de aquellos altivos troncos. Lo hacía con precisión y soltura, sin temor alguno. La cuerda era desplazada hacia lo alto, momento en el que el Galileo asentaba las sandalias sobre la corteza, ganando metro a metro. Así llegaba a las primeras ramas.

Minjá prefería la cuerda entre los tobillos, una técnica menos embarazosa, pero más insegura. El rítmico juego de los pies elevaba la cuerda y el joven trepaba, siempre abrazado al árbol. Al alcanzar al Maestro le entregaba la herramienta y permanecía muy cerca, pendiente de cada movimiento. La verdad es que no se concebía a un escalador sin su ayudante.

Dependía del árbol, y de su frondosidad, pero el descope era siempre una labor lenta y fatigosa, que reclamaba atención y destreza. Si el hacha lanzada sobre el nacimiento de una rama no golpeaba en el punto adecuado, el filo, dispuesto como una hoja de afeitar, podía herir el tronco y malograrlo. Había que buscar la posición más cómoda y económica, y, como digo, saber manejar las afiladísimas hachas. Cada poco, el hoteb se veía obligado a descansar y reponer fuerzas. Ahí entraba yo, anudando los recipientes, con el yaša o el agua, a la cuerda que lanzaban los ayudantes. De vez en cuando, con una sabiduría magistral, el viejo afilador se plantaba al pie del árbol y hacía señas al ayudante para que hiciera descender el hacha. Minjá tocaba suave y delicadamente en el hombro de Jesús y éste se detenía. La herramienta llegaba a las manos de Iddan y, en efecto, no se equivocaba. El filo defectuoso dejaba ver una línea muy fina, casi imperceptible, que reflejaba la luz. Iddan movía la cabeza con disgusto y repetía la misma frase, al tiempo que reclamaba la lima tal o la piedra cual:

—El buen filo, Jasón, como la inteligencia, no debe ser visible…

Yu permanecía buena parte del tiempo junto al árbol-mástil, dirigiendo el transporte de la madera. Cuando era posible reclamaba a uno o dos trabajadores y se perdía en los robledales, a la búsqueda de ramas mágicas, como él las llamaba. Se trataba de ramas con una curvatura especial, en forma de «U» o de «V», necesarias para la fabricación de los codastes, las piezas ubicadas a popa, en las embarcaciones, y que sujetaban el entablado de dicha zona. Si alguien descubría una de esas ramas, el astillero lo premiaba con un día de jornal y Yu, por su parte, lo consideraba un hombre kui.

Trabajábamos de sol a sol. Concluida la limpieza del ramaje, el escalador ataba una de las cuerdas a lo alto del roble o del alepo, y otros hoteb la tensaban, preparando así la caída del árbol, como creo haber mencionado con anterioridad. Al descender a tierra los escaladores y ayudantes entraban en acción los hoteb propiamente dichos, con las hachas de doble cuchilla, o las sierras de uno y dos metros de longitud. Algunos cantaban al ritmo de las tronzadoras, o lanzaban gritos y nombres de sus enemigos, o personas no queridas, que hacían coincidir con el impacto del hacha en el tronco. Al final de cada tala, todos sabían de qué pie cojeaba fulano o mengano…

Y así discurrieron aquellos días, hasta que llegó el viernes, 4 de enero…

Pero estoy olvidando algo, y entiendo que importante.

Antes de proceder a la narración de lo sucedido aquel atardecer, y de lo que significó en nuestra aventura, quizá deba hacer alusión a los kui, una denominación muy particular, nacida de la imaginación (?) del naggar o jefe del astillero de Nahum.

Cuando concluía la jornada, la cuadrilla, como dije, retornaba al campamento y se disponía para la cena y, sobre todo, para lo que Yu llamaba las «noches kui». Era el momento esperado por todos, incluidos los cocineros de Jaraba.

¿«Noches kui»?

Al llegar al Attiq pude oírlo. Los leñadores hablaban y hablaban sobre ello. Era uno de los temas obligados en la zona de tala. Reían, gastaban bromas y entraban en serias polémicas.

En definitiva, los kui terminaron formando parte de la vida de aquellos rústicos hombres. Era como una liturgia, sólo imaginable en la tala de invierno, junto al fuego y entre los bosques.

A su manera, en lo más íntimo, cada cual deseaba ser un kui. Era una inquietud innata, propia del ser humano, y que el Hijo del Hombre supo remover admirablemente. Pero trataré de no desviarme…

Llegado el momento nos acomodábamos alrededor de la hoguera. Los cocineros servían la cena con prisa y en silencio. Se comentaban las incidencias del día, pero las miradas, prácticamente todas, estaban pendientes de Yu. El chino, sin embargo, simulaba no darse cuenta. Y proseguía la conversación con el hoteb más cercano, aparentemente ajeno a lo que realmente interesaba. Era como un juego previo. Si Yu se demoraba más de lo aconsejado, la parroquia se ponía de acuerdo y coreaba:

¡Kui!… ¡Kui!

Yu sonreía. Era la primera señal. Y seguía hablando. Entonces, la concurrencia silbaba.

La primera noche, por las circunstancias ya referidas, no presté atención a los detalles. Después me integré, y disfruté como un niño.

Jesús, en primera fila, con las estilizadas y velludas manos abiertas hacia el calor del fuego, era el primero en silbar, impaciente y feliz. Los ojos le brillaban.

Los silbidos eran la segunda señal. Yu se levantaba, dejaba a un lado la escudilla de madera, y, ceremonioso, buscaba uno de los tajos de la cocina, astuta y deliberadamente arrimado a la hoguera por los leñadores. Previamente, los cocineros habían aseado el nudoso tronco de olmo sobre el que partían la carne y el pescado. Dada la escasa talla del naggar, los del astillero favorecieron al tocón con tres patas de madera, permitiendo así que Yu fuera visible desde cualquier ángulo del mahaneh. Entonces, cada noche, se repetía la misma escena. ¡Era increíble! Yu tomaba asiento y se producían las protestas. Al sentarse en círculo, en torno a las llamas, una parte de los trabajadores quedaba mirando la espalda del chino. No lo consentían. Los afectados —¡siempre los mismos!— se levantaban airados y corrían al extremo opuesto, atropellando y pisoteando a los colegas.

Yu permanecía en silencio, con las manos cruzadas sobre el sarbal.

Restablecido el orden, abría la «noche kui» con la misma frase:

—¡No sois hombres kui!

Y la gente, también cada noche, se lamentaba con un murmullo sordo, convencida de la veracidad de las palabras del asiático.

¡Era increíble, y maravillosamente loco!

Todo se detenía en el Attiq para escuchar a Yu. La luna, afilada, se hacía la remolona. Las estrellas se aproximaban, hasta casi poder tocarlas, y el frío oía desde los árboles, lejos del calvero.

Las caras de los hombres me fascinaron más que las historias de Yu. Asentían con las cabezas. Abrían los ojos, asombrados. Alentaban a los héroes. Condenaban a los malvados. Interpelaban a Yu. Reclamaban la clemencia de los cielos, o lloraban, si era menester. Durante una o dos horas, hasta que el fuego se agotaba —ésa era la costumbre—, los hoteb del astillero de los Zebedeo se transformaban, volaban con la imaginación, huían del cansino y agrio día a día, y, en suma, entraban por la puerta grande de los sueños, el gran tesoro del ser humano. Entiendo que el Maestro lo sabía muy bien; por eso participaba intensamente. Para mí, como digo, el espectáculo era Él…

Naturalmente, dependiendo del cansancio, y del atractivo de las narraciones, los oyentes hacían trampas, o no. Es decir, distraían al orador, y colaban algún tronco que otro, prolongando así el cálido y agradable chisporrotear del fuego. Yu lo sabía, pero no decía nada.

Y arrancaba las historias kui con una frase, ya sabida y no menos esperada: «En mis viajes por las tierras interiores y exteriores…».

Sólo algún aullido, más o menos lejano, se atrevía a incomodar aquel sagrado momento en el Attiq.

Jesús se acariciaba la barba, ahora algo más descuidada, y se montaba en el silencio general, tan expectante como el resto.

¿Viajes? Yu casi no había salido de la región del yam. Lo más lejos que llegó fue a la costa fenicia, pero eso ¿qué importaba? Era un fabricante de sueños. Abría y cerraba la imaginación, lo único que cuenta, en definitiva. Lo único que nos diferencia del resto de lo creado, al menos de lo conocido…

Nunca supe a qué tierras «exteriores» se refería. En cuanto a las «interiores», con el tiempo, y tras consultar los archivos de «Santa Claus», deduje que hablaba de lo que hoy conocemos como China, y que vivía en su mente merced a las leyendas y tradiciones transmitidas de generación en generación.

En cuanto a los kui, poco fue lo que averigüé. No era un término arameo o hebreo. Era realmente chino y aparecía en textos muy remotos, como el Shanhai jing[111]. Lo describían como un ser fantástico, similar a una vaca, con una sola pata, luminoso como el sol y la luna juntos, y capaz de hazañas inimaginables. En realidad, Yu terminó adoptando el nombre de la criatura mitológica y lo hizo propio, extendiéndolo a la totalidad de los seres maravillosos y, lo que era más importante, a las cualidades humanas; a lo que definía como ren o «calidad humana». Como ya manifesté, Yu era un fiel seguidor de Confucio, aunque también se hallaba muy influido por las viejas corrientes filosóficas del taoísmo. Lo bueno, para el naggar de Nahum, era kui. La esperanza, la belleza, la imaginación, el territorio de los sueños, los deseos o la naturaleza, en general, eran kui. Todos, decía, tenemos el derecho, y la obligación, de ser kui. Por eso, poco después, se hizo seguidor del Hijo del Hombre, el «Gran Kui», si se me permite la expresión.

—En mis viajes por las tierras interiores y exteriores —prosiguió con placer—, llegué un día a los montes Taixing y Wangceng… Son montañas cien veces más altas que el Attiq… Allí vive un pariente lejano de mi padre, el conde Yu…

Y la parroquia, totalmente crédula, susurraba con admiración.

—… Yu tenía noventa años y aquellos montes, sencillamente, le estorbaban cuando decidía caminar hacia el río Han… Así que convocó una reunión familiar y propuso el traslado de los mismos, piedra a piedra. Todos aceptaron e iniciaron la enojosa tarea: padres, hijos y nietos… Todos cargaban tierra y rocas y las trasladaban en sacos. Y así, un día y otro…

Los hoteb enmudecieron, imaginando la inútil y pesada labor. Jesús tampoco respiraba.

—… Y pasó el tiempo, y uno de los sabios de la comarca, un tal Hequ, llegó a la casa del conde y se rió de él. «Es imposible que lo consigas —manifestó—, ni en todos los años que te queden de vida. ¿No te das cuenta, insensato, de que esos montes tienen más de dieciséis mil codos de altura?».

Algunos de los presentes estuvieron de acuerdo con el sabio. Otros se opusieron. Y Yu continuó:

—Pero el conde replicó: «Y tú, ¿no te das cuenta de que, aunque yo muera, otros proseguirán la tarea? A mis nietos les seguirán los bisnietos y, a éstos, les sucederán otros nietos, que engendrarán más bisnietos. Los montes, sin embargo, no crecerán».

Hequ, confundido, guardó silencio… Y los dioses, asombrados, enviaron a un kui llamado Kuae, con sus dos hijos. Este patriarca movía las rocas con el pensamiento… Así que pudo rebajar las montañas en poco más de un suspiro…

La parroquia jaleó la hazaña del kui. Y Yu remató la primera de las historias:

—¿Quién creéis que fue el auténtico kui?

Las opiniones se dividieron. Unos defendían al patriarca. Otros se inclinaron por el conde. El Maestro, tan complacido como Yu, miraba a los encendidos participantes y aguardó la respuesta del chino. Entonces, el fiel Kesil, que se hallaba a mi lado, comentó:

—El kui eres tú, Yu…

Se hizo el silencio. Aquello era nuevo. Y Yu exigió una explicación.

—Mover montañas con el pensamiento lo hace cualquiera. Convencernos de que eso es posible, y necesario, es lo difícil…

El Maestro y Yu sonrieron con evidente satisfacción. Kesil tenía algo especial. Siempre lo creí. El beso de Jesús, en el basurero de Nahum, fue una señal. El mundo, ahora lo sé, funciona con señales. Dios, el Padre, las proporciona, aunque no las solicitemos. Y Kesil fue una señal en el camino…

Pero sigamos con los kui.

Según Yu, todos debíamos vigilar las montañas. Un buen ciudadano, un buen kui, sabe leer en ellas. Si el monte «se va», o «desaparece a hurtadillas», algo no va bien en ese reino, algo está a punto de cambiar para mal.

Las palabras del naggar tenían un efecto fulminante. A la mañana siguiente, los leñadores observaban las colinas con atención, y suspiraban aliviados. No se habían movido. Y fieles a los consejos de Yu, mimaban la naturaleza, «para que no cambiara de lugar». Éste era el poder de la imaginación…

Después habló de Nüwa, una especie de mujer-pez, la kui que salvó al mundo, y al cielo, de la gran inundación.

—En mis viajes por las tierras interiores y exteriores…

Todo se calmó, y hasta las llamas se inclinaron, dóciles y pendientes de Yu.

En ese viaje ficticio, pero maravilloso, el buen chino dijo conocer también el Shizhou ji o Crónicas de los diez continentes, un texto de la dinastía Han (quizá de la Han anterior) que se remontaba al siglo II antes de Cristo, y que fue atribuido a Dong Fangshuo[112]. Yu bebió de este texto prodigioso, o recibió la información de sus ancestros, quién sabe…

La cuestión es que volvió a embelesar al personal.

Nüwa fue la madre por excelencia. Parió setenta veces al día y moldeó a los humanos con barro y hebras de soga. Los ricos y nobles —eso dijo— fueron hechos de arcilla. Por eso se derrumban más fácilmente que los pobres, confeccionados con las hebras de la referida cuerda.

Todos se mostraron de acuerdo. Los pobres son de mejor «fibra». Y rieron como niños. Jesús, el primero…

Pero, además de madre y mujer hermosa, Nüwa fue la salvadora del mundo. Ocurrió cuando la Tierra era alumbrada por diez soles. En esa época vivía Gonggong, lo contrario a un kui. Era malvado, porque sólo utilizaba la razón. No sabía nada de la intuición. Y luchó contra el Dragón de Luz. Pero al ver que no era capaz de derrotar al instinto, embistió contra una montaña y la partió en dos. Ahora la llaman Monte Partido…

Los leñadores enmudecieron. ¿Cómo era posible? ¿Dónde estaban los kui? ¡Había que salvar al mundo!

Y el ataque de Gonggong provocó el desastre: los montes se tambalearon y el cielo se inclinó. ¡El firmamento perdió la horizontalidad! ¡Por eso las estrellas se mueven hacia el oeste!

Los hoteb, desconcertados, levantaron las cabezas, buscando los luceros fuera de las pieles que hacían de tejadillo. Algunos destellaron y, supongo, le dieron la razón al contador de historias.

¡Bendita ingenuidad!

Pero la mala acción de Gonggong afectó también a la Tierra, que se desplazó, al faltarle una de las esquinas, y se inclinó hacia el sureste. ¡Por eso los ríos y los desiertos —proclamó Yu con solemnidad— corren hacia el sureste! Para Yu, la Tierra seguía siendo cuadrada.

Y los leñadores, alarmados, corearon de nuevo el nombre de kui.

Yu reclamó paz. Eso era buena señal…

Fue entonces, en mitad de la gran inundación que provocó la falta de horizontalidad del cielo, cuando apareció Nüwa y, merced a cuatro patas de una tortuga gigante, logró calzar las columnas que sostienen la esfera celeste. Y detuvo el peligro…

La concurrencia no pudo contener la alegría y estalló en vivas. La moraleja llegó de inmediato, en cuanto el chino logró contener a los hombres.

—No lo olvidéis: también hay mujeres kui…, aunque no lo parezca.

Y de la mano de los sueños y de la fantasía, Yu hacía el milagro: buena parte de aquellos rudos trabajadores de la madera recordaría para siempre que fue una mujer la que salvó al mundo. Debíamos besar por donde ellas pisaran.

Pero los troncos, finalmente, se agotaban, y nos retirábamos, pensando en la siguiente «noche kui».

Y así fue, día tras día…

Recuerdo, por ejemplo, la historia de Kuafu, deslumbrado por la belleza del sol. Este kui cometió un grave error. Quiso capturar al sol y lo persiguió sin descanso. Al llegar a sus proximidades experimentó tanta sed que tuvo que detener la persecución y se bebió el río Amarillo. Pero la sed no desapareció y se bebió también el río Wei. Cuando se dirigía al Gran Lago, para bebérselo, cayó muerto. Los dioses lo perdonaron y lo transformaron en un bosque de melocotoneros, en el que nunca entra el sol…

Yu, entonces, alertaba a sus hombres: «Perseguid lo pequeño; mejor dicho, lo aparentemente pequeño. Un buen kui es pequeño, se sabe pequeño y se contenta con lo pequeño. Por eso, un kui es más feliz que un “no kui”. Si alguna vez tenéis la mala fortuna de poseer la verdad —afirmaba—, huid de ella, porque os dejará sedientos…».

Los hombres, lógicamente, no comprendían. El Maestro, sin embargo, sonreía y su rostro se iluminaba. A veces intercambiábamos una mirada de complicidad. Yo lo sabía: Él estaba deseoso de inaugurar su hora, pero debía contenerse. No era el momento. Y, sin querer, este explorador volaba hacia el Jordán, e imaginaba a Yehohanan, tan lejos de aquellas sabias palabras. ¿Por qué los evangelistas no prestaron atención a estos hombres, digamos de «segundo orden» en la vida de Jesús de Nazaret? Aprendí más con Yu, el chino, que con los doce, los íntimos del Galileo…

Y Kesil puso los puntos sobre las íes, una vez más:

—Un buen kui —susurró— es pequeño, justamente, porque es grande…

En otra oportunidad, Yu habló del «Ave Negra» y contó la historia de la fundación de la dinastía Shang, una de las más antiguas e inquietantes de la China milenaria (se conjetura que fue fundada hacia el siglo XVII antes de nuestra era). Habló de «dragones circulares» que bajaron del cielo, y de los dioses de ojos rasgados que los montaban, y que se cruzaron con los humanos. Pero tenían que fundar una dinastía real, un auténtico descendiente del cielo, y los dioses que gobernaban los «dragones como ruedas» fueron a elegir a una virgen llamada Jiandi. Entonces, el «Ave Negra» voló sobre ella y dejó caer un huevo. Jiandi lo tragó sin masticar y quedó embarazada. Así nació Xie, el primero de los emperadores de la casa de los Shang. Los «dragones circulares», según Yu, lucían una extraña letra en la panza. Y Yu la dibujó: una especie de «H», con un trazo en el centro. Esa letra, dijo, representaba la «ley del cielo». Era el símbolo de la divinidad y de la realeza. De ser cierta la historia, los hechos pudieron ocurrir hacía casi 1800 años (3800 desde nuestro «ahora»).

¿Dragones en forma de ruedas? ¿Dioses que dejaban embarazadas a doncellas? ¿Dónde había oído algo parecido?

Y en los deliciosos e inagotables viajes por las «tierras exteriores e interiores», Yu dibujaba toda suerte de criaturas. Así supimos de los animales yu, y de los «flechadores», y hasta de cuarenta y cinco tipos diferentes de hombres. La desbordante fantasía (?) del naggar nos tenía cautivos…

Los animales yu, por ejemplo, eran zorros diminutos, que cabían en una mano, y que escupían arena. Si uno, en sus viajes, tenía la mala fortuna de tropezar con un zorro yu, adiós a la vida…

Los «flechadores», por su parte, eran insectos que disparaban flechas, pero siempre sobre la sombra del hombre o de la mujer. Si el «flechador» acertaba, la parte del cuerpo correspondiente a la sombra «herida» sanaba o enfermaba automáticamente[113].

Al día siguiente, como es natural, la cuadrilla de Yu caminaba por los bosques con pies de plomo, pendiente de los supuestos zorros y de los no menos traidores «flechadores». Y a más de uno se le oía gritar en sueños, solicitando clemencia…

Y Yu se extendió en las descripciones de los hombres de las tierras exteriores. Recuerdo a los que carecían de eco, también llamados los hombres «Sin Fin», porque sus palabras nunca regresaban. Y al país de los «Perros con Merced», con crines de seda blanca y ojos de oro. Quien lograba cabalgar uno de ellos vivía mil años. Y a los hombres «Xiaoyang», caníbales, que jamás llegan a comerse a nadie porque, nada más abrir la enorme boca, se ríen, y la risa los mata. Y a los hombres «Cansados», al norte, que sólo viven un minuto. Y a los hombres «Hormigo», que nacen con los talones invertidos, haciendo creer a sus enemigos que van en una dirección cuando, en realidad, caminan en la contraria. Y a los hombres «Sí», los más caballerosos, porque sus lenguas no saben decir «no». Es el único país en el que nadie discute. Y a los «Comedores de Aire» y a los que «Caminan en Fila» y a los hombres que habitan el país de los «Árboles con Agujeros» y a los hombres de las «Cabezas Transparentes», que no pueden ocultar los pensamientos, y, cómo no, recuerdo las islas de los «Inmortales», donde todo es necesariamente blanco…

Y así, como digo, hasta cuarenta y cinco clases de seres humanos.

Todo era válido para Yu a la hora de ejercitar la imaginación. Creía en los sueños, como el mejor antídoto contra la oscuridad y la desesperanza. «El hombre que sueña —decía— ya ha vencido».

Fueron días felices, a pesar de todo.

En ocasiones, según la temática a desplegar, el chino requería el concurso de las sierras de talar, e improvisaba una asombrosa «orquesta». Tres o cuatro de los hoteb —Iddan, el afilador, era uno de ellos— apoyaban uno de los extremos de las tronzadoras en el suelo y las mantenían en vertical. Bastaba una rama, o mejor aún, una lima, para golpear una de las caras y, doblando las hojas en un determinado ángulo, obtener un sonido largo y melodioso, que embrujaba al bosque y a cuantos participábamos en la «noche kui». La magia de Yu se montaba entonces en la música y nos visitaba con especial fuerza. El final siempre era el mismo: con lágrimas en los ojos, los leñadores entonaban un viejo cántico: «Mirad cuán bella y deliciosa es la convivencia de hermanos… Como el rocío del Hermón que cae sobre las montañas…».

El Maestro se unía al coro y alzaba su voz grave, rotunda y acariciadora, proporcionando alas al referido salmo 133. Yu, respetuoso, se mantenía en silencio, con los dedos entrelazados sobre el corazón. Yu no practicaba la religión judía.

Sí, fueron días felices. Yo la amaba y la veía cada vez que me asomaba a las estrellas.

Pero empezó a nevar…

Fue el jueves, día 3, poco antes de la puesta de sol. Yu y su gente miraban al cielo con preocupación. Para colmo, el mango de una de las hachas de doble cuchilla se partió en plena faena, y poco faltó para que el hoteb resultara lastimado. Mal presagio, según los supersticiosos trabajadores. Iddan, mi jefe, era uno de los más nerviosos. «La nieve no es buena para la tala —murmuraba entre dientes—. La nieve está avisando…».

Y los trabajos, efectivamente, empezaron a complicarse.

El viernes, 4, siguió nevando, y con mayor intensidad. La senda que unía la zona de tala con el mahaneh se borró, y a eso del mediodía, coincidiendo con el habitual alto para reponer fuerzas, Yu se reunió con la cuadrilla y analizó la situación. Los copos, grandes y densos, caían con tal intensidad que no era fácil ver más allá de dos o tres metros. Era difícil ascender por los troncos y, más ardua aún, la labor de descopado, y el posterior talado del árbol.

Todos se mostraron de acuerdo. Tenían madera suficiente para proseguir en el astillero durante seis meses. No convenía tentar a la suerte. Debían levantar el campamento y trasladar los troncos a Nahum. Si el mal tiempo se hacía crónico, los pasos hacia Jaraba podían cerrarse. En ese caso, el negocio sería ruinoso para todos…

Yu tomó la decisión final: partiríamos a la mañana siguiente.

Y el resto de la jornada, aunque con dificultad, fue dedicado al remate de los tres o cuatro árboles que se hallaban medio desramados. Uno de esos robles —el Destino quiso que no fuese excesivamente alto— estaba siendo trabajado por Jesús y el joven Minjá…

El Maestro ya había amarrado la soga a lo alto del madero y se afanaba en el corte del ramaje, auxiliado por la cuerda que rodeaba su cintura y con los pies firmemente anclados en la rugosa corteza del árbol. Lo observé de reojo en varias oportunidades. Lo vi luchar con el hacha contra la cortina de nieve. No sé por qué, pero no me gustó…

Algo más arriba, encaramado en una de las ramas, medio divisé al muchacho que ayudaba al Galileo. Los copos lo mantenían inmóvil, como hipnotizado.

Presentí algo…

Entonces, a eso de la «nona» (hacia las tres de la tarde), oímos un grito. Más que un grito, un lamento desgarrador…

Al principio, con la nieve cerrándonos el paso, no supe dónde mirar.

Después, silencio.

Y, al momento, oí la voz del Maestro. Todos corrimos hacia el roble. Solicitaba ayuda.

Cuando levanté los ojos, quedé aterrado.

Minjá colgaba en el vacío. Su mano izquierda aparecía aferrada a los cabellos de Jesús, forzando e inclinando la cabeza del Maestro. El Galileo sujetaba al ayudante por una de las mangas del sarbal. El hacha había caído sobre la nieve.

Y al ver las intensas convulsiones de Minjá, creí entender.

Las extremidades, el tronco y la cabeza se agitaban violentamente, haciendo muy difícil la sujeción del cuerpo por parte de Jesús.

Minjá estaba sufriendo las contracciones de los músculos en lo que, aparentemente, parecía un ataque de epilepsia.

Era la primera noticia sobre dicho «gran mal».

Algunos de los hoteb dispusieron cuerdas alrededor de sus cinturas y se apresuraron a escalar el roble. Fue inútil. Cuando se hallaban a medio camino, el descontrol muscular de Minjá fue máximo y el «buzo» se escurrió de entre los dedos de la mano derecha del Hijo del Hombre. Oímos un lamento, y el ayudante se precipitó desde ocho o diez metros de altura, impactando en el manto de nieve. Jesús quedó en lo alto, con un gesto de dolor. No pudo contener al jovencito.

Iddan, el afilador, que estaba al tanto de la dolencia, se abrió paso entre los desolados hoteb y exigió calma. Minjá se retorcía en la nieve, con los ojos en blanco y una abundante salivación. Eliseo trató de sujetarlo, pero Iddan lo hizo desistir. Buscó una pequeña rama y la situó entre los dientes, evitando que el epiléptico se mordiera la lengua. Fueron dos o tres minutos eternos. El afilador, sabiamente, aflojó el cordón que cerraba el sarbal y se limitó a retirar de las proximidades cualquier objeto que pudiera haberlo lastimado. Poco pude hacer. Iddan lo hizo todo.

La crisis amainó y el afilador, inquieto, limpió el rostro del joven e intentó situarlo en una posición lateral, más segura.

La nieve caía, implacable. Todos nos hicimos a un lado, permitiendo que Iddan hiciera su trabajo lo más cómodamente posible. Todos menos Eliseo, que siguió junto a Minjá.

¿Cómo no me di cuenta?

Al tratar de mover el cuerpo, el ayudante de Jesús gimió. Iddan tenía razón al mostrarse inquieto. Superadas las convulsiones, el epiléptico debería haber entrado en un período «poscrítico», dominado generalmente por el sueño.

¡Estúpido! ¡Fui un perfecto estúpido!

El afilador retiró parte del «buzo». Eliseo lo ayudó.

Minjá siguió lamentándose…

Entonces vi al Maestro. Había descendido del roble y se mantuvo a nuestro lado, en silencio. La nieve y la tristeza lo cubrían…

El afilador no tardó en averiguar el porqué de los gemidos del muchacho. El antebrazo izquierdo se había fracturado, muy posiblemente en la caída. Palpó la zona y verificó que se trataba de una rotura cerrada, sin herida. Uno de los hoteb, siguiendo las orientaciones del viejo, preparó ramas e Iddan entablilló el brazo y lo inmovilizó. Después fabricaron unas angarillas con ramas y cuerdas, y Minjá fue trasladado al campamento. Eliseo fue uno de los que cargaron con el rudimentario armazón.

Cuando Yu, avisado, hizo acto de presencia en el lugar del accidente, el epiléptico ya había sido evacuado al mahaneh.

Yu no lo dudó. La nieve hacía imposible la tala. Y ordenó el cese del trabajo. Todos regresaron al campamento, excepción hecha del Hijo del Hombre, y de quien esto escribe…

Jesús, sentado al pie de uno de los árboles, parecía ausente. La nieve, detenida en los cabellos, en la barba, y en el sarbal, empezaba a cubrirlo. Me alarmé. ¿Qué le sucedía?

Permanecí unos minutos en silencio, sin saber qué hacer, ni qué decir. Jesús no parpadeaba. Como digo, tenía la mirada perdida. Hacía mucho que no lo veía así, conquistado por la tristeza. E imaginé que pensaba en su joven ayudante, oscilando en el vacío, agarrado a sus cabellos, y sostenido con dificultad por la mano del Maestro. Era obvio que no pudo evitar la caída de Minjá. Las convulsiones fueron muy severas…

Ahora, al saber lo que sé, al descubrir lo que descubrí, ya no estoy seguro. Ahora no sé en qué pensaba realmente el Hijo del Hombre mientras permaneció bajo la nieve. Era muy fácil olvidar su condición de Hombre-Dios…

Supongo que fue mi presencia, frente a Él, lo que lo hizo reaccionar. Alzó la vista y, al reconocerme, sonrió con cierta amargura. Después, mientras descendía a la realidad, la sonrisa se hizo más limpia. Y volvió a ser Él.

Se sacudió la nieve y exclamó:

—¡Vamos, mal’ak!… ¡Ab-bā sabe!

Y me animó a seguirlo hacia el campamento.

Las súbitas palabras del Galileo me dejaron pensativo. ¿Qué quiso expresar?

«¡Vamos, mensajero!… ¡El Padre sabe!».

Entonces, como digo, no supe leer entre líneas…

Minjá fue acomodado en una de las tiendas y Yu le suministró un brebaje que llamaban «perejil lobuno». Por los ingredientes deduje que se trataba de un sedante, con la Conium maculatum como base fundamental. El chino no estaba equivocado a la hora de suministrar la cicuta. Esta planta, entre otros principios, contiene un alcaloide llamado coniína, que actúa como sedante frente a los espasmos nerviosos[114].

Y el muchacho, efectivamente, entró en un sueño profundo.

Kesil y algunos de los leñadores discutieron sobre la «posesión» que padecía Minjá. Todos estuvieron de acuerdo: un espíritu inmundo entraba en su cuerpo y «lo apaleaba».

El Maestro, más tranquilo, escuchaba en silencio, sin intervenir. Y de la supuesta «posesión demoníaca» pasaron a los «remedios» que debía recibir todo sospechoso de epilepsia. Lo más recomendable —dijeron— eran las crías de cuervos, sin plumas y calcinadas. La ceniza, rociada en la comida, espantaba a los malos espíritus. Otros defendían las cenizas de placenta de cerda, igualmente suministradas con el alimento.

Jesús y yo cruzamos más de una mirada. Entendí que no había llegado su hora, y prosiguió con la cena.

Curioso Destino…

Algún tiempo después, cuando el Hijo del Hombre se hallaba en plena vida pública, o de predicación, el joven Minjá volvería a ser el centro de atracción, y por razones parecidas a las de aquel viernes, 4 de enero[115]. Pero trataré de ajustarme a los hechos, tal y como me tocó vivirlos…

Eliseo desapareció. Cuando ingresamos en el mahaneh se había retirado a su tienda. No cenó. Nuestra relación seguía empeorando. Casi no hablábamos. Así que envié a Kesil a que le preguntara. El fiel criado, consciente del distanciamiento entre los dos amigos, lo hizo tan puntual como entristecido. Y retornó sin respuesta alguna. El ingeniero dormía, o fingía que dormía…

¿Cómo no me di cuenta? Algo tramaba, en efecto…

La nevada cesó, pero la «noche kui», en esta oportunidad, fue más breve. Todos estábamos preocupados por el joven ayudante…

Al día siguiente, sábado, con las primeras luces, levantamos el campamento y emprendimos el camino de regreso a Nahum. Minjá se hallaba repuesto y, con el brazo en cabestrillo, colaboró en lo que pudo. En Jaraba, Kol, el dueño de «todo», recibió el importe de los alquileres de las tiendas y demás utensilios, y la cuadrilla se deshizo de los «buzos». Y el Maestro volvió a vestir su habitual túnica blanca de lana, sin costuras, de amplias mangas, y sujeta, en la cintura, por una doble cuerda de fibra de lino. Fue en ese obligado trasiego de ropa, mientras los leñadores devolvían cada sarbal al propietario del colmado, cuando se produjo un hecho que, en un primer momento, me extrañó, pero al que tampoco concedí demasiada importancia. Sin mediar una sola palabra, Eliseo se hizo con la «vara de Moisés». No pregunté. Como digo, tampoco era extraño que él se responsabilizara del cayado. Lo había utilizado en algunas oportunidades. Además, no nos hablábamos.

Y descendimos hacia la senda que conducía al yam. La temperatura se hizo más agradable, y los corazones se alegraron conforme nos aproximamos a Nahum.

Jesús marchaba en el grupo de cabeza, con Yu. Y quien esto escribe, pendiente del Maestro, hizo el camino prácticamente pegado a la sombra del Hijo del Hombre. Kesil quedó rezagado, acompañando a Eliseo.

Supongo que fue un error de este explorador, pero ¿quién podía suponerlo?

La cuestión es que, hacia la hora «sexta» (mediodía), cruzamos bajo la triple puerta de Nahum y cada cual se retiró a su hogar. No tuve la precaución de mirar atrás y proseguí por la calle principal, el cardo maximus, hasta la ínsula. El Maestro se alejó hacia la «casa de las flores». Nos veríamos al día siguiente, en el astillero.

Al poco vi llegar a Kesil. Caminaba en compañía de Minjá. Al preguntar por Eliseo, la respuesta me dejó confuso:

—Me ha dicho que te diga que ha vuelto a casa…

Era la forma de expresar que, uno de los dos, o ambos, debíamos ingresar en el módulo. Pensé en la rutinaria inspección semanal. Pero algo no me gustó. ¿Por qué ascendió con el cayado?

Kesil, que había oído la expresión «vamos a casa» en más de una oportunidad, no resistió la tentación y preguntó:

—¿A qué casa se refiere? ¿Tenéis otra? ¿En qué lugar?

Salí del apuro como pude, y cometí un error. Hablé de una casita de recreo, y la ubiqué en el camino a Maghar. Ése fue el error. Kesil era muy inteligente…

En la ínsula, todo seguía su ritmo habitual. Acompañamos al joven Minjá a su vivienda, en la habitación «46», y lo encomendamos al cuidado de su familia. Esta vez, el cielo me iluminó…

No sé por qué razón, pero me interesé por los antecedentes —digamos «demoníacos»— del muchacho. La familia no aportó mucha información, pero confirmó las sospechas: las convulsiones aparecieron cuando tenía dos años, y cada vez eran más frecuentes. «La ira de Yavé —dijeron— es justa: nuestros pecados son muchos…».

Le suministré un analgésico (ibuprofeno) y una dosis mínima de difenilhidantoína (300 miligramos), con el fin de apaciguarlo. En esos momentos estimé que la fenitoína no alteraba, para nada, la normal evolución de la patología. No me equivoqué. Como dije, al explorar el cerebro con los «nemos», descubrí una microlesión, incurable, que provocaba las referidas descargas en las neuronas encefálicas. Y rogué al padre y a la madre que me mantuvieran informado sobre las nuevas «posesiones» e, igualmente, sobre el comportamiento de Minjá durante el sueño[116].

Este seguimiento del joven epiléptico resultaría de especial interés, de cara a uno de los sucesos más espectaculares que nos tocó vivir en esta aventura. Mejor dicho, que le tocó vivir a Eliseo…

Y fue así, en este contacto con la familia de Minjá, cuando recibí las primeras noticias sobre la reciente reunión extraordinaria, esa misma mañana del sábado, del consejo local o zqny h’yr[117] de Nahum. El padre del muchacho era un asalariado de Nitay ben Jolí, el sacerdote y limosnero de la sinagoga. Sabía de mis viajes e interés por Yehohanan, el supuesto profeta del Jordán. En realidad, tras el incidente del «encanecimiento súbito», toda la ínsula estuvo al corriente de mi «devoción» por el Anunciador, y de mis desplazamientos a los lugares en los que predicaba y en los que efectuaba las ceremonias de inmersión en el agua. El asunto, al parecer, era importante. El tal Yehohanan —según la versión del padre de Minjá— seguía avanzando río arriba, en dirección al yam y, presumiblemente, hacia Nahum. Las noticias sobre el gigante de las siete trenzas llegaban regularmente al lago, pero, en esta ocasión, según mi confidente, las cosas eran distintas. Yehohanan arrastraba consigo una multitud de curiosos, devotos y fanáticos que demandaban «orden, libertad y arrepentimiento». No me extrañó. Yehohanan lo manifestó en más de una ocasión: si era preciso, caminaría hasta Nahum, la ciudad de Jesús, y le imploraría…

Me eché a temblar. ¿Qué sucedería si el Anunciador cumplía sus advertencias?

Pero ¿cómo sabía el padre del epiléptico que las intenciones de Yehohanan eran las de presentarse en Nahum?

Agradecido, supongo, por las atenciones hacia su hijo, el hombre nos reveló lo que consideró un secreto, oído por él en la sede de la sinagoga, durante la reunión especial del consejo local. En dicha sesión, en la que participaron, entre otros, Yehudá ben Jolí, el archisinagogo y hermano de Nitay, el «saco de sebo», según sus enemigos, el ya citado limosnero y Tarfón, el hazán o «sacristán», y hombre de confianza de Yehudá, salió a relucir el nombre de Jesús…

Quedé perplejo.

Según el padre de Minjá, alguien, entre los discípulos del Anunciador, había deslizado el nombre del Maestro «como el futuro Mesías». El consejo estaba al tanto, incluso, de algunas de las manifestaciones hechas por Yehohanan a sus íntimos: «Pronto aparecerá otro más grande que yo, del que no soy digno de desatar las correas de sus sandalias. Yo invito al arrepentimiento y os sumerjo en agua, pero Él es el enviado del Espíritu. Él trae la horca y vareará el grano… Y la paja será consumida en el fuego y en la ira de Yavé».

No cabía la menor duda. Era el estilo de Yehohanan.

Y supuse que era inevitable. Tarde o temprano, el nombre del Maestro hubiera salido a la luz.

La situación se me antojó delicada. Aquello tampoco estaba previsto. Yehohanan, al parecer, se había cansado de esperar y se dirigía, decidido, hacia la población en la que residía su pariente lejano y, según él, futuro «rompedor de dientes» y líder soberano de la nación.

El consejo local de Nahum se hallaba tan desconcertado que mandó llamar a Jesús. Al no encontrarlo, fue la Señora y Santiago, el hermano del Galileo, quienes se presentaron en la sinagoga. Todo esto acababa de suceder.

Naturalmente, la familia del Maestro no estaba al tanto de las palabras de Yehohanan, y, mucho menos, de sus intenciones de reunirse con el Hijo del Hombre. Y María y su hijo, prudentes, dijeron no saber nada. El Maestro seguía en las colinas del Attiq, según la mujer…

Increíble Destino.

En esos momentos, mientras María y Santiago declaraban ante el consejo local, Jesús y el resto de los trabajadores descendían de los bosques de la Gaulanitis, empujados, en cierto modo, por toda una cadena de «coincidencias» (!).

Pero había más…

El consejo recibió también la noticia sobre la «milagrosa sanación» de un niño de Nahum. La portentosa curación, según los discípulos y seguidores de Yehohanan, tuvo lugar en los lagos de Enaván, cerca de Salem. Y el consejo inició la búsqueda de ese niño…

Imaginé que los rumores se referían al pequeño que padecía la paraplejia inferior o crural, que le provocaba la parálisis de las piernas, y que este explorador tuvo la oportunidad de contemplar durante una de las estancias en los te’omin o cascadas gemelas. Si no recordaba mal, Yehohanan no curó al niño. Todo lo contrario. Al tomarlo en brazos e introducirlo bajo uno de los chorros de agua, la fría, la criatura empeoró[118]. Cuando me despedí de aquella familia, las piernas del pequeño continuaban desmayadas, y era presa de la fiebre…

No hice mención de lo vivido por quien esto escribe. Si el consejo localizaba a la referida familia, comprendería, de inmediato, que la sanación era un fraude.

Interrogué al padre de Minjá sobre las intenciones del consejo respecto a Jesús. La respuesta me tranquilizó, relativamente. La mayoría de los «notables» se mostró cauta. No era bueno inquietar al pueblo, y desestabilizar a una familia —la de Jesús—, si no se disponía de pruebas firmes. Lo que manejaban eran rumores. Convenía asegurarse. Y en esa misma sesión extraordinaria, los hermanos Ben Jolí sometieron el tema a votación. El resultado fue unánime: nombrarían una comisión que viajaría al río Jordán e indagaría sobre los objetivos de Yehohanan.

La reunión concluyó con el segundo y último punto del orden del día: la aceptación de la «luna nueva», de acuerdo con las noticias llegadas, colina a colina, desde la Ciudad Santa. Era la forma de dar reconocimiento oficial al nuevo mes. Dos o tres días antes del inicio de la citada fase lunar, los sacerdotes del Templo convocaban a los posibles testigos de dicha «luna nueva». La mayoría vivía de esto. Si el Sanedrín los reputaba como hombres honorables, además de la comida y el alojamiento gratis en Jerusalén, los observadores de la luna nueva recibían unos denarios, a cuenta del tesoro público. Los sacerdotes los interrogaban minuciosamente, interesándose por toda clase de detalles: ancho del creciente lunar, lugar desde el que lo habían observado, altura sobre el horizonte, etc. Si el tribunal aprobaba los testimonios, utilizaba la fórmula «¡Es sagrada!», y la luna nueva era oficial. Acto seguido se encendían hogueras en el monte de los Olivos y se transmitía la «aceptación del nuevo mes». En cuestión de horas, las señales luminosas recorrían Israel, y llegaban más allá del Jordán. Era el Rosh Jodesh o primer día del mes. De estos cálculos dependía la ubicación de las fiestas más solemnes, en especial la Pascua, en el mes de nisán; Pentecostés o Shavuot; las Tiendas o Succot; el Día del Perdón y el Año Nuevo, en el mes de Tišri; la Dedicación o Janucá y Purim, en el mes de Adar. Por elementales medidas de seguridad, para no ser objeto de burla por parte de sus enemigos, en esas siete ocasiones, los judíos, además de encender las hogueras, enviaban mensajeros a las ciudades y anunciaban la «luna nueva»[119].

Nosotros, durante la operación, hicimos caso omiso de estos cálculos y, por razones prácticas, contabilizamos los días tal y como aparecen en estos diarios. De eso se ocupó «Santa Claus»…

Solicité de Kesil que indagara sobre lo oído en la habitación «46». Todo aquello, insisto, me dejó intranquilo. Los acontecimientos habían empezado a precipitarse antes de lo imaginado. Nada de esto aparece en los textos evangélicos…

¿Qué sucedería si la comisión designada por el consejo local averiguaba que Jesús, en efecto, se hallaba en el centro de los pensamientos del Anunciador?

Fui incapaz de intuir siquiera lo que nos deparaba el Destino e, instintivamente, fui a asomarme a la ventana que daba al sur, sobre el cardo y la «casa de las flores». Kesil abandonó la habitación «41» y prometió regresar con noticias. Y allí quedó quien esto escribe, sumido en un laberinto de dudas: ¿me preparaba para acompañar a la comisión al valle del Jordán? ¿Cómo reaccionaría el imprevisible Yehohanan cuando fuera interrogado por los representantes de Nahum? El instinto me decía que tenía que estar allí…

Pero no debía hacerlo mientras Eliseo siguiera en el Ravid. Además, carecía del cayado. Un viaje así exigía un mínimo de seguridad. Según los rumores, el Anunciador y su grupo, en esos momentos, se hallaban en las cercanías de la ciudad de Pella, en la Decápolis. Eso representaba alrededor de 30 o 35 kilómetros, a contar desde la costa sur del yam. En otras palabras: una jornada a pie, o una mañana si optaba por contratar uno de los carros en la base de aprovisionamiento de los «trece hermanos», en las cercanías de Bet Yeraj. En principio, una marcha sencilla…

Y lo más importante: ¿cómo respondería el Maestro cuando tuviera conocimiento de lo parlamentado en la sinagoga? ¿Aceptaría lo filtrado por los íntimos de su primo lejano? ¿Se manifestaría conforme con el título de Mesías? ¿Y su familia? ¿Cómo reaccionaría la Señora?

Fue desconcertante, una vez más.

El Destino me proporcionó las respuestas adecuadas, de forma inmediata, y con su peculiar «estilo»…

Y en ello estaba, evaluando el viaje al Jordán, cuando la vi aparecer en el patio de la «casa de las flores».

El corazón me abandonó…

¡Ma’ch!

Detrás llegó el Maestro. Se situó cerca del granado y procedió a lavarse en uno de los grandes barreños de barro. Ruth lo atendía.

¡Dios mío, cómo la amaba!

Y, súbitamente, se unió a ellos María, la Señora. La vi dirigirse a Jesús, pero, dada la distancia, no alcancé a distinguir las palabras. Ruth miró a su madre, pero no dijo nada. En cuanto al Galileo, siguió con el agua, aseando el poderoso tórax. Tampoco le vi abrir la boca.

Y la Señora, gesticulando con fuerza, levantó los brazos hacia el cielo, y señalando el portalón de entrada, continuó interpelando a su Hijo. Eso fue lo que deduje, y no me equivoqué.

Pero Jesús no replicó.

Ruth hizo ademán de calmar a la madre, pero la Señora, visiblemente alterada, la ignoró y prosiguió con las demandas.

El tono de voz se elevó y algo oí:

—¡Debería darte vergüenza!… ¡Él está al llegar…!

¿Se refería a Yehohanan? Eso parecía. Era evidente que la temperamental María estaba solicitando una explicación a su primogénito. La comparecencia ante el consejo local la había inquietado.

El Maestro, sin embargo, no abrió los labios. Tomó el lienzo que sostenía la hermana y se secó despacio, con los ojos bajos.

La Señora, cada vez más irritada, se plantó muy cerca de Jesús, y lo conminó a que diera la cara.

Ruth rompió a llorar y escapó a la carrera hacia la estancia más cercana. El Maestro la siguió, y la Señora, furiosa, murmuró algo…

En esos instantes, como si alguien le hubiera advertido, alzó la vista hacia la ínsula y me descubrió.

Creí morir de vergüenza…

Me retiré a un rincón, y allí permanecí, acobardado, como si el mundo acabara de desplomarse.

Poco a poco recuperé la serenidad. ¿De qué me ocultaba? ¿Por qué me avergonzaba?

Regresé a la ventana y me hice un firme propósito: mi objetivo era Él. Estaba allí para dar fe de la verdad. Nada, ni nadie, se interpondría en esa labor. Ni siquiera la Señora…

En cuanto a Ma’ch, no tenía más remedio que sobreponerme. La olvidaría. Al menos, lo intentaría.

¡Pobre idiota!

Y, discretamente, continué atento a la «casa de las flores». No volví a ver a sus moradores, a excepción de Esta, la embarazada, y de su hija mayor, siempre agarrada a la túnica de la madre.

Fue a lo largo de esa última hora de luz cuando observé otro hecho inusual. Vecinos, y gente que no conocía, se adentraron en el patio y conversaron con Esta. Otros formaron corrillos frente al portalón de entrada. Deduje que se interesaban por el asunto que había reunido al consejo. Era lógico. Las noticias volaban en una población como Nahum. Finalmente, cansados de tanto chismorreo, Esta reclamó a su marido, y Santiago cerró la gran puerta de madera. Asunto zanjado, de momento.

Kesil regresó bien entrada la noche. Y confirmó lo revelado por el padre de Minjá. Medio pueblo sabía ya que Yehohanan, el vidente, marchaba por el Jordán, hacia el yam. Y, como era igualmente natural, los rumores se desencajaron y se convirtieron en toda clase de fábulas: «Yehohanan caminaba al frente de un ejército de patriotas… Disponían de caballería y de máquinas de guerra… Yehohanan fulminaba a quien osaba interponerse… El vidente tenía tres metros de altura y sus ojos arrojaban fuego… Treinta y seis justos le aconsejaban… El Anunciador era el enviado, tanto tiempo esperado… Llegaba a Nahum para rendir obediencia al Mesías, ¡Jesús, el constructor de barcos!… Yehohanan sanaba a los paralíticos… Yehohanan era un hombre de Dios, protegido, día y noche, por una colmena… «¡Arrepentíos!», era su grito de guerra… El hacha está en la base del árbol… Roma, ¿dónde te esconderás?».

Yo sabía que la mayor parte de esos bulos era pura invención, o verdades a medias, pero lo preocupante era la velocidad de propagación, y la intensidad, de los infundios. De pronto, lo que había sido una curiosidad, más o menos polémica, se transformó en un «ejército nacionalista», acaudillado por un gigante de siete trenzas, que abría un período largamente esperado. Hacía más de quinientos años que Israel no sabía de profetas…

Y Jesús de Nazaret aparecía en medio de semejante torbellino.

«¿Jesús, el hijo de María, la de las palomas? ¿Jesús, el viajero?».

Vecinos y amigos formulaban las mismas preguntas. No daban crédito a lo filtrado desde el consejo local. Casi todos lo conocían, y sabían de su familia. ¿Cómo era posible?

Entendí las exigencias de la Señora, en el patio, mientras el Maestro se aseaba, y también la curiosidad de la gente que se coló en la «casa de las flores». Todos preguntaban lo mismo: «¿Vive aquí el Mesías?».

Y la familia, cansada y temerosa, cerró las puertas…

Sin darme cuenta, el «gran plan» había echado a andar. Pero nada de esto ha sido contado.

La última información obtenida por el fiel amigo Kesil procedía de una fuente muy segura, Taqa, el portero de la ínsula, y dueño de algunos de los negocios existentes en la planta baja. Lo que aseguraba el viejo y encorvado judío era cierto, al noventa por ciento. No sé cómo lo lograba…

La cuestión es que Taqa le anunció «cierto nerviosismo» en la guarnición romana acantonada en el extremo norte del cardo, que yo había visitado tiempo atrás (mejor dicho, en el futuro)[120]. En aquel momento, Nahum, como lugar estratégico y cruce de caminos en el norte del mar de Tiberíades, disponía de una cohorte, tipo «quingenaria», con un total de quinientos a seiscientos hombres, mandados por una decena de centuriones[121]. La noticia del avance de Yehohanan llegó también a oídos de los romanos, así como la reunión de urgencia en la sinagoga. Y Yehudá ben Jolí, el archisinagogo, fue interrogado por los responsables de la guarnición. Poco pudo decirles. En realidad, el presidente de la sinagoga, y responsable del culto, sabía bastante menos que los centuriones. Roma, al igual que el tetrarca Antipas, y el Gran Sanedrín de Jerusalén, alimentaba a un ejército de espías, que la mantenía puntual y minuciosamente informada. Nadie los conocía, salvo sus mandos naturales. Entre los romanos recibían el apodo de scorpio (escorpión), nombre de una de las máquinas de guerra, que lanzaba saetas con enorme fuerza y precisión. Los «escorpiones» eran hábiles, rápidos y certeros. Estaban en todas partes, incluso en territorio enemigo. Oían y transmitían. Formaban cadenas de tres. De esta forma garantizaban, en cierta medida, la integridad de la red. Si uno de los scorpio era descubierto, e interrogado, sólo podía delatar a dos de sus compañeros. A los confidentes al servicio de Herodes Antipas, y de los sacerdotes del Templo, los llamaban «bueyes» o tor, en arameo, por su peligrosidad. Los había a docenas, allá donde, supuestamente, existía alguna amenaza, o donde se movía la gente. Durante la vida de predicación del Maestro, unos y otros, sobre todo los «bueyes», jugaron un papel decisivo en el desarrollo de los acontecimientos. Lo sucedido ahora, en Nahum, fue un aviso…