31 DE DICIEMBRE, LUNES

Soy así. Reacciono con lentitud, pero como una ola, incontenible.

Y esa noche del domingo, 30, fui alzándome conforme pasaban los minutos. Una cólera, rampante, me conquistó. Lo sé, no era lo que enseñaba el Maestro. Soy humano. Y toda clase de malos presagios se dieron cita en mi corazón. Odié al ingeniero. Acabaría con él si era preciso. Era un miserable…

Y, ciego de ira, fui elaborando planes. Llegaría a él y le arrancaría la contraseña. Si era necesario, le arrebataría los antioxidantes. No tardaría en sufrir el mismo mal que yo padecía, o quizá peor. Entonces lo obligaría a suplicar. ¿Y si no me proporcionaba la nueva clave? Lo torturaría. Emplearía la «vara de Moisés»…

Ahora me asombro. ¿Es posible que el odio alimente pensamientos tan irracionales?

Y con los primeros rayos del sol del lunes, 31 de diciembre, quien esto escribe abandonó el Ravid, dispuesto a terminar con aquella situación y, de paso, con el traidor.

Nunca aprenderé…

Kesil, el amigo y sirviente, no se sorprendió al verme aparecer en la ínsula. Eliseo le advirtió de mi llegada. Lo tenía todo dispuesto. Sabía que yo iría tras los pasos del ingeniero, aunque no podía sospechar los auténticos motivos.

Eliseo partió de Nahum en la mañana del día anterior y con un destino sabido por Kesil: la aldea de Jaraba, al norte, en los bosques de la Gaulanitis, en la tetrarquía de Filipo.

Kesil no preguntó el porqué del extraño comportamiento de uno y de otro. Estaba acostumbrado a nuestras «rarezas». Tan pronto nos hallábamos en un lugar como desaparecíamos.

Yo sí me pregunté sobre las prisas de Eliseo. ¿Por qué no esperó en Nahum? Sabía muy bien que lo buscaría. ¿Tuvo miedo? No lo consideré siquiera. El ingeniero era un miserable, pero no un cobarde. Algo tramaba. Ambos teníamos conocimiento del nuevo paradero del Maestro, en las colinas del Attiq, relativamente cerca de la referida aldea de Jaraba.

Y en esos instantes, la enigmática frase del ingeniero volvió a mí: «La misión no ha terminado…».

¿Qué buscaba junto al Maestro?

¡El Maestro!

Sinceramente, en esas circunstancias no lo tuve en cuenta. Mis intenciones, como digo, eran otras. La misión, insisto, había finalizado. Los «tumores» cerebrales no eran una broma.

No importaba. Buscaría a Eliseo, allí donde estuviera. Amén de aplastarlo, si realmente deseaba volver a mi «ahora», precisaba de la contraseña para despertar a la SNAP.

¡Curioso Destino!

Me hallaba atrapado. Si pretendía regresar a Masada, primero tenía que volver a ver a Jesús de Nazaret. Eliseo estaba con Él…

¡Increíble Destino! ¡Yo no quise despedirme del Galileo!

Kesil se negó a permanecer en Nahum. Eran las órdenes del ingeniero. Por nada del mundo debería permitir que marchara solo a Jaraba.

La orden de Eliseo me intrigó. En un primer momento lo asocié a mi «delicado estado de salud». ¿Fue una deferencia hacia el «anciano Jasón»? No lo creí…

No tuve más remedio que aceptar. Kesil me acompañaría.

Hacia la tercia (nueve de la mañana), dejamos atrás Nahum. Kesil, previsor, se había informado en relación con el viaje. Necesitaríamos ropa de abrigo. Las colinas del Attiq, en el norte, no tenían nada que ver con la suavidad del yam. En esa época del año, y en condiciones normales, las precipitaciones eran abundantes. A veces, incluso, nevaba. Según los registros de la «cuna», la zona de Jaraba, en el límite con la alta Galilea, arrojaba en aquel tiempo un índice medio de lluvia superior a los setecientos milímetros anuales.

El camino era conocido para este explorador. Lo hicimos en dos ocasiones, al buscar al Maestro en las cumbres del macizo del Hermón, y al regresar, pocos meses antes. Era la transitada senda que discurría casi paralela a la margen izquierda del padre Jordán. En total, según mis cálculos, alrededor de dos horas de marcha, hasta el cruce de Jaraba, de tan triste recuerdo, en el que tuvimos un incidente con la gente del lugar[106]. Allí conocimos a «Buen hombre», el árabe que gobernaba la caravana formada por arrieros negros, con túnicas rojas hasta los tobillos, y los llamativos jumentos nubios, de pelaje rosado. Azzam o «Buen hombre» transportaba una carga de «vino de enebro».

Al poco de iniciar el ascenso, en el calvero que llamábamos del «pelirrojo», empezó a llover. Kesil se apresuró a rescatar los aba, o capotes de agua, y proseguimos a buen ritmo. Aquella nueva aventura me puso a prueba. A pesar del encanecimiento súbito, las fuerzas, como ya informé en otro momento de estos diarios, no se quebrantaron.

Kesil habló poco. Su instinto le advirtió. Mi actitud, poco comunicativa, no era normal. Algo me sucedía. Algo le ocurría igualmente a Eliseo. Pero el hombre, siempre prudente, no preguntó. En el fondo, lo agradecí.

Y durante buena parte del camino fui repasando la situación. Y llegué a un punto que casi no había planteado: si el ingeniero era víctima de un percance, si perdía la memoria, por ejemplo, o, en el peor de los casos, si fallecía, ninguno de los dos podríamos retornar a nuestro «ahora». Era vital que tuviera acceso a la contraseña, aceptando que la hubiera…

¿Eliseo muerto o amnésico? Jamás lo imaginé. Sentí pánico. Nada de aquello estaba previsto. Tenía que llegar a él y arrancarle el santo y seña de la SNAP 27. Pero ¿cómo lograrlo? El ingeniero era muy inteligente, mucho más que este estúpido e ingenuo explorador. ¿Suplicarle? No era mi estilo. Nunca lo haría. ¿Obligarlo? Yo lo sabía: llegado ese instante, a pesar de mis anteriores pensamientos, no tendría valor. Jamás lo torturaría. Ni a él, ni a nadie. Entonces…

No hallé la solución.

Lo primero era localizarlo y esperar a que se explicase.

Pero estos buenos deseos se esfumaban a la misma velocidad a la que aparecían.

¡Lo destrozaría!, pensaba a renglón seguido. ¡Lo aplastaría! ¡Lo torturaría!

Y así me debatí, entre lo deseable y lo irracional, hasta que nos desviamos de la senda principal y tomamos el caminillo que trepaba hacia Jaraba.

Nos hallábamos en el tiempo previsto. Quizá fuera la hora quinta (hacia las once). Sólo la lluvia —y mis tortuosas reflexiones— había dificultado el camino.

Jaraba era un poblado de quince o veinte casas, a 498 metros de altitud, y asomado a un nahal (río) inquieto y joven, que nacía en las alturas del este, y que recibía el nombre de Meshushim. El torrente, envalentonado por las lluvias, brincaba entre la maleza y las grandes rocas de basalto negro, rumbo a la costa norte del yam, cerca de Saidan, donde moría.

Los últimos tramos fueron los más penosos. El barro se mezcló con la ceniza volcánica del senderillo y necesitamos más tiempo del previsto para entrar en el villorrio.

Finalmente, bajo un fuerte aguacero, nos hicimos con la aldea, el centro «estratégico» y de aprovisionamiento de los hoteb o leñadores de la región.

Jaraba vivía la mayor parte del año de lo que consumían y precisaban cuantos se acercaban a sus tierras durante el invierno, en especial, en la tala de enero, en la luna menguante[107]. Sus bosques eran los mejores, y a ellos acudían decenas de profesionales, tanto del yam, o mar de Tiberíades, como de otras aldeas cercanas: Dardara, Batra, Zamimra, Sogane, Gamala, Farj e, incluso, Qazrin. Allí se reunían todos los que tenían relación con la madera, bien artesanos de interior, bien constructores, bien propietarios de astilleros, todos deseosos y necesitados de un buen lote de árboles.

¡Increíble Destino!

¿Cómo imaginar que estas latitudes serían uno de los «refugios» del Hijo del Hombre durante el período de predicación? Los «escritores sagrados» (?) tampoco mencionan aquellos penosos días, en los que el Maestro se vio obligado a huir.

Pero vuelvo a caer en el error de siempre: adelantar los acontecimientos…

Jaraba, como digo, era un puñado de casas, levantadas en piedra de basalto y con los tejados de madera, sabiamente inclinados. Me recordó Bet Jenn, el caserío de la familia Tiglat, los montañeses que asistieron a Jesús durante su permanencia en el Hermón. Algunas columnas de humo blanco escapaban como podían, sorprendidas por el aguacero. Empezamos a sentir el frío. Por cierto, y no lo he mencionado hasta ahora, al abandonar el Ravid, debido, probablemente, a mi estado de ánimo, olvidé la obligada protección de la «piel de serpiente». Era la primera vez que salía sin ella. Ojalá no tuviera problemas…

El resto del poblado era barro y más barro.

Algunos de los habitantes nos indicaron la casa de un tal Abun, apodado Kol («Todo»). Él lo sabía «todo». Él lo tenía «todo». Él era el alma de «todo», en Jaraba y alrededores. Él lo conseguía «todo».

Naturalmente, «Todo» disponía de la casa más grande del lugar. Vivía en una especie de colmado, en el que casi era imposible dar un solo paso. Allí, en dos habitaciones, se amontonaban comestibles, herramientas, cuerdas de diferentes calibres, resina y hasta burros y cabras. En el muro divisorio —lo que llamaban «pared ventana»— se abría un boquete cuadrado, de algo más de un metro de lado, por el que saltaba constantemente el dueño del establecimiento. Era una casa típica, sin puertas interiores. El acceso de una habitación a otra se hacía por la referida «ventana». Supuse que era un procedimiento para evitar los robos, en la medida de lo posible.

Kol aproximó una de las lucernas de aceite e inspeccionó a Kesil. Después, sin el menor pudor, hizo lo mismo con quien esto escribe.

Era un judío de mediana edad, avaro y desconfiado, al que le faltaban los dedos de la mano izquierda. Las malas lenguas aseguraban que fue él quien los cortó, «para evitar que la izquierda robase a la derecha». Con nosotros siempre fue correcto, y también con el Galileo, cuando llegó el momento.

Sabía, por supuesto, en qué paraje se hallaba la gente del astillero de los Zebedeo. Sonrió malicioso y sentenció:

—Nadie quiere talar en el Attiq. Los del Zebedeo son unos valientes…

Según averigüé algún tiempo después, dichas colinas recibían el nombre de «Attiq», o «Anciano», como consecuencia de una antigua leyenda en la que se contaba que, en tales bosques, vivía un anciano inmortal, al que se lo veía deambular y atravesar los troncos de los árboles. Allí, en el Attiq, decían, se escondía un tesoro. Lo malo es que la visión del «anciano» dejaba ciego al que acertaba a verlo…

Eran pocos los que se atrevían a talar madera en dicha zona. Las indicaciones de Kol fueron suficientes para hallar el mahaneh, o campamento, en el que se concentraban Yu, el chino, y su gente. Debíamos caminar siempre hacia el este y cruzar el nahal Zawitan, afluente del Meshushim. Sin distraernos, y sin abandonar la pista recomendada por el judío, divisaríamos a los de Nahum en una hora, más o menos.

Hicimos cálculos. Disponíamos de luz y de tiempo más que sobrados. Oscurecería en unas cuatro horas.

Kesil alquiló una tienda de pieles de cabra y compró algunas provisiones. Kol se frotó las manos y, feliz, nos regaló un consejo: «la tormenta se haría vieja en el Attiq…». Eso significaba que las condiciones meteorológicas podían empeorar. Y añadió: «El zeeb, el lobo, ha empezado a rondar por Jaraba…». Mal negocio. E intentó vendernos el mejor talismán contra los lobos: manteca de león. Al embadurnarnos con ella, ningún zeeb se atrevería a aproximarse. La supuesta grasa de león era, en realidad, manteca de cerdo, un producto prohibido entre los hebreos. Pero el dinero era el dinero…

Cargamos los sacos y la tienda y nos adentramos en los bosques. La lluvia continuaba, obstinada. La temperatura fue descendiendo conforme ganamos en altura.

Y al salir de una gran mancha de alisos y olmos, el camino, una tímida pista, ahora de puro barro, se precipitó hacia el río Zawitan, de aguas espumosas y veloces. Al otro lado, según Kol, nacían las colinas del Attiq. Sólo divisé el verde y el negro de los bosques, agitados por la lluvia y por un incipiente e inoportuno viento.

Kesil abría el camino. Cada poco se detenía y me observaba. Todo iba bien, excepción hecha de mi corazón. Me hallaba a un paso de Eliseo…, y de Él.

Y la agitación me fue dominando. ¿Cómo reaccionaría? Al Maestro no deseaba verlo; no en esas circunstancias. En cuanto al traidor…

¡Lo aplastaría!

¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo se atrevió a anular la contraseña? Un puente de piedra, casi inimaginable en aquellos remotos parajes, burlaba al presuroso Zawitan. No era de extrañar. Nos encontrábamos en los dominios de Filipo, uno de los numerosos hijos de Herodes el Grande[108], pero, probablemente, uno de los Herodes más sabios y más amados por su pueblo. Filipo o Felipe era un tetrarca entusiasmado con la naturaleza. La cuidaba y la exploraba. Él fue el primero en estudiar las fuentes del Jordán. Él se preocupaba de los bosques y de sus habitantes. Él, por ejemplo, contribuía al mantenimiento del kan de Assi, el esenio, a orillas del lago Hule. Con el tiempo, él llegaría a conocer a Jesús de Nazaret y, al contrario de su padre, y de Antipas, su hermanastro, le ofrecería su ayuda. Pero ésa es otra historia, que Eliseo contará en su momento…

Al otro lado del puente nos recibió una masa de mer, el árbol de madera roja. Y al caminar bajo sus copas, la lluvia se dulcificó.

Ascendimos con dificultad. La pista terminó por convertirse en un lodazal.

Después entramos en los inmensos robledales, célebres y codiciados por sus maderas blancas, duras y resistentes a la humedad. Eran el objetivo de los constructores de barcos. Los había a miles, inteligentemente espaciados, y con troncos rectos, decididos, de hasta 30 y 35 metros de altura, y diámetros de uno y dos metros. Calculé que muchos superaban los trescientos años. Filipo los mimaba. El Attiq constituía una notable fuente de ingresos. Cada particular, o grupo, que aspiraba a cortar madera debía pagar un canon, tanto por la tala como por la permanencia en los bosques. Un ejército de «inspectores», fácilmente distinguible por sus abrigos, o aba de lana roja, iba y venía sin previo aviso. Si alguien incumplía lo establecido era llevado a la presencia de Filipo, allí donde se hallara el tetrarca. De hecho, viajaba siempre con tres o cuatro jueces, que impartían justicia sin demora. Las multas eran superiores al quinientos por ciento de lo robado o lastimado. En caso de incendio provocado, el pirómano era condenado a tantos años como árboles arrasados[109]. Eso representaba una condena prácticamente perpetua, no remisible, al igual que no lo era la vida del árbol que había sido quemado. La ley funcionaba como arma disuasoria. Antes de prender fuego a un bosque, el judío o gentil lo pensaba dos veces. Los inspectores de bosques de Filipo, además de excelentes conocedores del terreno y de la naturaleza, estaban obligados a una honradez que superaba los límites habituales. Los llamaban, popularmente, we. En una traducción libre podría ser interpretado como «sí, pero…». Siempre había un «pero» en sus labios y en sus fiscalizaciones. El soborno, entre los we, era el peor de los insultos. Si uno de estos funcionarios admitía un favor, y llegaba a oídos de sus superiores, el we era destituido y desterrado fuera de los límites de la tetrarquía de Filipo. Toda la familia quedaba salpicada por el deshonor, y eso significaba el rechazo de la comunidad. Los hijos terminaban mendigando. En el tiempo que permanecí junto al Galileo, jamás supe de un caso de corrupción entre los we.

Kesil se detuvo. Y señaló hacia lo profundo del bosque.

¡El mahaneh!

Allí estaba…

¡El campamento de los hombres del astillero!

El odio se despabiló. En alguna parte, entre los árboles, se hallaba Eliseo…

¿Qué haría?

No le daría la menor oportunidad. Él tampoco lo hizo. Primero lo derribaría, después exigiría una explicación…

Ésas eran mis intenciones al divisar el mahaneh. Pero el Destino es el Destino…

La pista prosiguió el ascenso entre los ordenados robles, ahora murmuradores y molestos por la lluvia. Y las colinas y vaguadas hicieron un alto a cosa de 761 metros de altitud. El bosque se remansó en una planicie, igualmente conquistada por los altísimos robles, con las verdes hojas chorreantes y amenazadas, y los pinos de Alepo, con las cortezas olorosas, preñadas por el tanino.

Vi gente, y unas tiendas negras, de pieles de cabra o de carnero.

No distinguí al ingeniero…

Y seguimos avanzando, yo con el corazón agitado.

En mitad de la pequeña meseta se abría un claro. Allí habían levantado las tiendas y dispuesto la base de aprovisionamiento. Entrando por la senda que procedía de Jaraba, lo primero que distinguí fueron tres grandes tiendas, con las paredes parcheadas por pieles negras y blancas. Eran los refugios habituales, destinados al descanso. Dos fueron plantadas a la derecha del calvero, y una tercera, a la izquierda. En el centro, prácticamente, tres individuos trasteaban alrededor de un poderoso fuego. De lejos, no entendí. ¿Cómo mantenían las llamas bajo el aguacero? Y nos fuimos acercando.

No los reconocí. Los individuos no eran del astillero. Por un momento creí que habíamos equivocado el camino.

Nos vieron llegar, pero siguieron a lo suyo, interesados en la marmita en la que borboteaba un guisote de carne y verduras. Eran cocineros, pero vestían de una forma peculiar, al menos para quien esto escribe. Uno de ellos se cubría con un aba, el capote típico de los pastores y montañeses, muy útil frente al frío y la lluvia. Los dos restantes lucían una prenda insólita para mí: era una especie de «buzo» o «mono» de trabajo, de lana, cerrado por el pecho con un largo cordón, y provisto de una amplia capucha. Lo llamaban sarbal. Se trataba de una prenda de abrigo, utilísima para trabajar en los montes, e ideada por los fenicios de Tiro. Por supuesto, los hábiles comerciantes judíos supieron mejorarla, confeccionándola en cuero, piel de oso e, incluso, lino, según los climas y las exigencias del comprador.

Al penetrar en el mahaneh comprendí. El fuego se hallaba protegido por un sombrajo —una tela embreada— que hacía de cobertizo. Cinco o seis cuerdas, amarradas a los árboles más cercanos, lo mantenían a un par de metros sobre el terreno.

Nos presentamos y preguntamos por la gente del Zebedeo. Casi ni nos miraron. Eran vecinos de Jaraba, contratados temporalmente. No conocían a los Zebedeo.

Kesil, inteligente, pronunció el nombre de Yu, el chino, carpintero jefe del astillero. Entonces sí. Y señalaron uno de los senderillos que partían del claro, rumbo al sureste.

Estaban en la tala. Eso dijeron. Faltaban unas tres horas para la puesta de sol. Según la costumbre, una media hora antes del ocaso, Yu haría sonar su triángulo de metal, anunciando el fin del trabajo. Todos regresarían al campamento.

Intenté controlarme. Si aguardaba, si esperaba en el mahaneh, sería más fácil. Eliseo llegaría con el resto.

Y también el Maestro…

Pero ¿cómo hacerlo?, ¿cómo pedir explicaciones en público? ¿Qué sucedería con Jesús?

Y la rabia, hirviendo en mi interior, no me permitió razonar.

No me quedaría allí, plantado. Iría a su encuentro. Cuanto antes aclarase el asunto, mejor para todos…

Indiqué a Kesil que dispusiera nuestra tienda y que organizara la cena. Sus palabras, sin la menor maldad, me molestaron:

—¿Cena para tres o para cuatro?…

Repliqué con severidad:

—¡Para dos!… ¡Tú y yo!

Kesil me miró, atónito, y confirmó lo que sospechaba.

Algo no iba bien entre aquellos griegos…

Permaneció en la duda, observándome con tristeza bajo la lluvia.

Él no tenía ninguna culpa. Y me sentí más desasosegado, si cabe…

¡Maldito traidor! ¡Eliseo lo pagaría!

Y me alejé sin dar más explicaciones. Crucé junto a la hoguera y me encaminé hacia la pista señalada por los cocineros. Apreté con fuerza la «vara de Moisés».

Si no hablaba —¡y rápido!—, si no me proporcionaba una explicación, lo suficientemente satisfactoria, y la nueva clave, no tendría piedad…

¡Mordería el polvo! ¡Lo haría suplicar! ¡Lo obligaría a comer las bellotas que alfombraban el bosque! ¡Lo haría…!

De pronto reparé en las tiendas. No las había registrado. ¿Y si estuviera oculto en una de ellas? ¿Y por qué iba a hacerlo?

Di media vuelta y retorné al arranque del calvero. Kesil, sorprendido, me vio entrar y salir de los refugios. Comprendió y palideció. El pleito entre Eliseo y yo era más grave de lo que él suponía. En eso no se equivocó. Pero no dijo, ni hizo nada.

En las tiendas no había nadie. Sólo los petates y las mantas que servían para dormir.

No me atreví a mirar a Kesil, ni tampoco a los de Jaraba. Estaba ciego de ira y de vergüenza, a partes iguales.

Al final del claro, junto al nacimiento del caminillo que debía llevarme a lo que llamaban «zona de tala», se alzaban otras dos tiendas, más espaciosas que las tres anteriores. Las inspeccioné, igualmente.

Negativo.

Eran los almacenes de las herramientas propias del corte de la madera: hachas, sierras, tronzadoras, mazos, cuñas, piedras de pizarra verde y basalto para afilar, garfios, tenazas, cuerdas, cántaras de aceite y un buen racimo de poleas de hierro y madera, entre otros enseres.

Ni rastro del ingeniero…

Eso significaba que se encontraba en el lugar de trabajo. Y hacia allí me dirigí, decidido y, al mismo tiempo, con un creciente nerviosismo. No supe explicarlo. No era miedo. Ahora creo saberlo. El Maestro también se hallaba en el lugar, pero mi torpeza lo mantenía arrinconado en el corazón…

La pista se dejaba caer hacia un valle. En los huecos de los árboles se adivinaba la presencia de los supersticiosos montañeses. En muchos de ellos, clavadas en la madera, y con la punta hacia el exterior, se veían pequeñas hachas de pedernal. Las llamaban «piedras rayo» y, según decían, tenían la facultad de conjurar la «visita» de las chispas eléctricas, el gran enemigo de los bosques en aquel tiempo. Si se declaraba un incendio, sólo la lluvia era capaz de dominarlo. Por supuesto, se trataba de una creencia errónea. El roble, como la sabina, el sauce, la encina, el tilo o el abeto, son árboles que se caracterizan, justamente, por su capacidad para atraer el rayo.

Y empecé a oír gritos, y los golpes de las hachas contra los troncos.

Al poco, cuando llevaba recorridos unos quinientos metros desde el mahaneh, apareció ante mí la «zona de tala», una suave ladera despejada de árboles por los laboriosos hombres del astillero de Nahum.

Permanecí escondido entre los robles, intentando descubrir a Eliseo.

Había llegado el momento…

No fue sencillo. La cuadrilla de Yu se hallaba en el robledal y entre los pinos de Alepo, medio oculta por los troncos. Otros habían trepado a los árboles, y los adiviné con las hachas, desramando y preparando el mástil para la caída.

Todos vestían el sarbal, y se protegían de la lluvia con las capuchas.

Me esforcé, pero no conseguí localizarlo. Se encontraban lejos, a poco más de doscientos metros. Tenía que acercarme.

Tampoco divisé al Maestro…

¿Qué hacía?

Mi objetivo era Eliseo, sólo él.

E inicié otra revisión, más detallada.

A mi izquierda, en lo alto de una segunda y también pelada colina, se presentó un único tronco, sólido y minuciosamente desramado. Después lo supe. Era otro «invento» de Yu. Lo llamaban el árbol-mástil. Un complejo juego de cuerdas y poleas actuaba desde el extremo superior, a unos treinta y cinco metros del suelo, izando los árboles que resultaban talados en el bosque. De esta forma, los troncos volaban literalmente hasta la base del mástil, ahorrando esfuerzo y evitando que se ensuciaran o dañaran. El ingenioso sistema no tardaría en ser copiado por los restantes leñadores. Una mordaza múltiple, de cuero o de hierro, lograba reunir hasta cuatro árboles. Una larga cuerda de izada hacía el resto y los troncos terminaban apilados al pie del árbol-mástil. Allí eran seleccionados y dispuestos para el transporte. De esto último se ocupaban los burreros de Jaraba y comarca. Previamente, la cuadrilla de Yu disponía los robles y pinos. Una vez seleccionados, y marcados por los we, entraban en acción los «escaladores». Eran leñadores hábiles y audaces, que trepaban hasta las copas, provistos de hachas, sierras y cuerdas. Si el tronco estaba muy ramificado, el escalador ascendía directamente. En el caso de los pinos, por ejemplo, menos ramificados, disponían de dos o tres procedimientos, todos eficaces. El más común era trepar con la ayuda de una cuerda que rodeaba el árbol y la cintura del leñador. Subían y bajaban con celeridad, y sin el menor tropiezo. Al llegar al enramado procedían al corte, hasta que el tronco quedaba totalmente descopado. La última operación del escalador era amarrar una larga cuerda en lo alto del tronco. Los de abajo la tensaban y se preparaban para dirigir la caída, de forma que no destrozara otros árboles. Una vez en tierra, los escaladores se dirigían a otros árboles y reemprendían las operaciones de limpieza. Era el momento de los hoteb, o leñadores, tal y como los entendemos hoy en día, los especialistas en las hachas. Si el tronco era grueso, clavaban unos estribos de hierro a uno y otro lado de la zona de corte, colocándose así ligeramente por encima de la base del árbol. Y antes de iniciar la tala, uno de los hoteb solicitaba perdón al árbol. Después besaban las hachas e iniciaban el lanzamiento de las afiladas herramientas. Trabajaban perfectamente sincronizados, siempre en un lateral del corte. Nunca enfrente o detrás. Sabían muy bien que, al caer, la base se desplazaba hacia atrás, y hacia arriba, por efecto de la gravedad. Contemplarlos era un espectáculo. Se jaleaban, se animaban mutuamente, acompasando gritos, golpes y respiraciones. El juego de muñeca, la más cercana al ojo del hacha, era la clave. Así se obtenía el máximo rendimiento. También se utilizaban las sierras de talar o tronzadoras, de diferentes longitudes, manejadas entre dos, y con movimientos alternativos, hacia uno y otro hoteb. Era otro arte. No todo el mundo estaba capacitado. Cada movimiento exigía una especial concentración. Sólo uno de los tronzadores tiraba de la sierra. El filo debía permanecer en línea con el corte. La menor distracción significaba un mayor esfuerzo y, en consecuencia, un trabajo «menos limpio», como acostumbraban a decir. Cuando el árbol caía se procedía al rematado de la desrama, en el sentido de la base hacia la copa. Después se troceaba, según las necesidades del astillero y los requerimientos de los burreros, y se izaba con el concurso de los aparejos del árbol-mástil. Era un trabajo extenuante, durísimo, que no todo el mundo resistía.

En la base del árbol-mástil creí reconocer a Yu, el chino. Dirigía las maniobras de traslado de los troncos, siempre delicadas y peligrosas. Cuatro o cinco hombres lo asistían.

Los nervios me pusieron en pie, y salí a campo abierto, en dirección a Yu.

La maldita lluvia no cesaba…

Me vieron aproximarme. Me inspeccionaron, y yo a ellos.

Los conocía. Trabajaban en el astillero.

Supongo que los despisté. No era un inspector, no lucía el típico aba rojo. Además, mi paso era enérgico. No estaba allí por capricho o por error…

Y la cuadrilla, a una orden de Yu, detuvo el trajín de cuerdas y poleas.

No me reconocieron.

Me fui directamente hacia el naggar, o maestro, y lo interrogué sobre el paradero de Eliseo.

Yu, desconcertado, me atravesó con sus ojos rasgados.

—No te conozco —replicó—. ¿Cómo sabes que soy el naggar?

Esperó una respuesta, y lo hizo con su habitual gesto, con los largos dedos cruzados sobre el pecho.

¿Qué podía decir? E improvisé. En el mahaneh me habían hablado del «jefe», un chino. Él sabría informarme sobre mi amigo. Era preciso que le hiciera llegar un mensaje.

Yu continuó explorándome. Presintió algo. Así lo creo. Pero, como digo, confuso, no supo qué hacer, y se limitó a señalar la ladera de enfrente. Allí encontraría al hombre que buscaba.

Agradecí la buena voluntad y, sin más, me encaminé hacia el lugar indicado por el asiático. Un grupo de hombres, en efecto, se movía entre los árboles. Y ascendí por la pelada pendiente, dispuesto a todo.

No cedería. Ahora no…

Y al reunirme con el robledal, me detuve. A pesar del «buzo» y de la capucha, lo distinguí al momento.

¡Maldito!

No hice nada por contener la rabia. Al contrario. La dejé suelta, como un perro de caza. Le daría su merecido…

Avancé despacio, y me introduje entre los árboles. Algunos hoteb trabajaban en las ramas; otros cortaban con las hachas o con las tronzadoras. Una de esas parejas la formaban Eliseo y el jefe del aserradero del astillero de Nahum. A decir verdad, sólo tuve ojos para el traidor. No supe si Jesús se ocultaba bajo uno de aquellos sarbal

¡Es asombroso! ¡No pensé en Él!

Volví a detenerme.

Eliseo, absorto en el corte del árbol, continuaba pendiente del rítmico ir y venir de la sierra de hierro. No se percató de mi presencia.

Algunos de los leñadores próximos me observaron con curiosidad pero, al no reconocerme, siguieron a lo suyo.

Me hallaba a una distancia aceptable. Quizá a cinco o seis metros.

Deslicé los dedos hacia la parte superior del cayado y disfruté del momento…

Activaría los ultrasonidos y lo derribaría. Sería mi venganza.

Después, ya veríamos…

Lo alzaría como un muñeco y exigiría una explicación.

«¿Por qué anulaste el despegue? ¿Con qué derecho?».

Lo confieso: la cólera me dominó.

Y esperé.

Sabía que, tarde o temprano, el ingeniero desviaría la mirada hacia quien esto escribe. Me hallaba casi frente a él. Quería ver su cara cuando me descubriera.

Y así fue.

Eliseo reparó en mí y, a pesar de la cortina de agua, lo vi palidecer. Todo sucedió muy rápido.

Me repasó con la vista, y los ojos se mantuvieron unos instantes en la curvatura de la «vara de Moisés». Comprendió. Él conocía el significado de aquella posición de los dedos.

Pero, ante mi asombro, no reaccionó. Mejor dicho, no lo hizo como suponía. En lugar de huir, o de enfrentarse a quien esto escribe, continuó con la tronzadora. Y, sin dejar de mirarme, dibujó una media sonrisa; aquella cínica sonrisa…

La cólera, entonces, bramó en mi interior.

¡Hijo de…!

¡Lo destrozaría! ¡No dispararía los ultrasonidos!… ¡Activaría algo peor: el láser de gas! ¡Esta vez aprendería la lección!

Y cuando estaba a punto de presionar la cabeza de cobre, una voz sonó a mi espalda, clara e impetuosa, por encima de los hachazos y del martilleo de la lluvia sobre el rojo y el verde de los robles.

¡Esa voz!… ¡Yo la conocía!

Y repitió:

—¡Eh, pequeño!

Alguien me reclamaba. Yo sabía quién…

Me volví, pero no vi a nadie.

—¡Eh…, ze’er!

Entonces alcé la vista. ¡Era Él! ¡El Maestro!

Quedé paralizado, no sé si por la sorpresa o por la vergüenza.

Los dedos se retiraron de la zona superior del cayado y, mudo, presencié su descenso del árbol. Vestía otro sarbal blanco y se protegía del agua con la capucha. Se dejó caer, rápido y ágil, con la ayuda de la cuerda que rodeaba la cintura. A la espalda cargaba una hacha de doble cuchilla y una larga cuerda embreada, enrollada en bandolera.

Pero no fue el insólito atuendo lo que me hipnotizó. Fueron sus ojos, una vez más.

¡Dios, los había olvidado! ¡Cómo pude ser tan estúpido!

Jesús de Nazaret se desembarazó del hacha y de las cuerdas y me lanzó un primer abrazo con la mirada. ¡Aquellos ojos, como la miel líquida…!

Él sí supo quién era.

Entonces, el ruido del bosque, y de los leñadores, desapareció o, al menos, yo fui incapaz de oírlo. ¡Él estaba allí, de pronto!

Y sonrió, iluminando mi oscuridad.

Fue algo difícil de explicar. Hoy todavía no acierto a comprenderlo.

Abrió los poderosos brazos y caminó hacia este perplejo explorador, al tiempo que proclamaba:

—¡Eh, pequeño!

Lo dijo todo en esas dos palabras. Lo era. Lo reconozco. Sólo era un pobre y pequeño ser humano, perdido…

No puedo explicarlo, lo siento…

No tuve fuerzas, ni valor, para moverme y acudir a su encuentro.

Él lo hizo por mí.

Me abrazó como nadie lo había hecho. Y recibí —no tengo palabras— todo su amor, toda su ternura y toda su comprensión. Los brazos me rodearon y sentí cómo una fuerza (?), llegada de no sé dónde, me recorría de un extremo a otro. No dijo nada, pero lo dijo todo.

Y, sin poder evitarlo, unas lágrimas se asomaron a mi rostro. Y lloré, agradecido.

Yo sí fui derribado. Fue en ese gesto del Hombre-Dios donde se disolvieron los miedos y venganzas. Fue en esos instantes, en las colinas del Attiq, donde menos podía imaginar, cuando se produjo el verdadero «milagro», el anunciado por la peonza de sauce. Ahora lo sé…

Fue a raíz de ese encuentro cuando recuperé el temple y saneé mi corazón. Él lo hizo.

—¡Vamos, pequeño!

Me entregó el mazo de cuerdas y emprendió la marcha hacia el campamento.

No recuerdo otra cosa que sus largas y típicas zancadas, pendiente arriba. Eliseo debió de quedar allí, con las manos sobre la sierra, y, supongo, boquiabierto.

Al llegar al mahaneh, mi alma se hallaba limpia, como jamás la había percibido. Kesil lo captó y se alegró, sin palabras. Nadie lo supo jamás. Nadie ha sabido, hasta ahora, lo cerca que estuve de la destrucción…

La cuadrilla retornó al poco y se dispuso para la comida principal, la cena. Yo no probé prácticamente bocado. Me senté cerca del fuego y me dediqué a contemplarlo. ¡Era Él, el de siempre! ¿Cómo pude olvidarlo?

Eliseo, ciertamente temeroso, me evitó. No hablamos una sola palabra. Tomó posición al otro lado del fuego y permaneció alerta. Lo sentí por él, y también por mí mismo. Aquella situación tenía que terminar. En cuanto fuera posible me acercaría y le rogaría perdón. Se lo debía al Maestro. En cuanto a mi «problema», hice el firme propósito de no pensar en ello, de momento. Tenía los antioxidantes. El Destino decidiría.

Y ya lo creo que decidió…

Jesús disfrutó de la cena y de las conversaciones. Estaba alegre. Yo diría que pletórico. Me recordó las intensas y felices noches en las cumbres del Hermón.

Y Yu, como tenía por costumbre, inició el relato de sus increíbles historias…

Poco a poco, los agotados hoteb fueron retirándose. Eliseo se refugió en la tienda del Maestro y, finalmente, me quedé solo. La lluvia cesó y, cómplice, alguien despejó el firmamento, regalándome miles de estrellas.

Y ella brilló desde Altair, y desde Sirio, y desde la hermosa Aldebarán…

¡Ella!

Kesil roncaba cuando me incorporé a nuestra tienda. Y esa noche tuve un sueño, cómo diría, casi «familiar»…

Me hallaba allí mismo, en los bosques del «Anciano», y regresaron las enigmáticas «luces» que había visto (?), supuestamente, en la garganta del Firán. Y, mientras las contemplaba, oí una voz en mi cabeza, exactamente igual que en aquel «sueño»:

«¡Mal’ak, no temas!».

«Mal’ak», como dije, significaba «mensajero», en arameo.

«¡Mal’ak, no juzgues!… ¡Juzgar es tan arriesgado como dormir de pie!».

Y las «luces» se alejaron hacia Orión.