14 DE ENERO, LUNES

No volvimos a ver las «luces».

Llovió toda la noche. No había forma de guarecerse. El ímpetu de la lluvia era tal que las tiendas terminaron en el barro, y los seguidores, hartos, siguieron desfilando hacia el puente y la calzada que conducía a Pella y Bet She’an. Hacia las once (hora quinta), el número de los acampados descendió a una tercera parte.

Y, como digo, modifiqué los planes. Las condiciones atmosféricas no sufrirían cambio alguno, al menos en unos días. No vi con claridad mi situación. ¿Me estaba equivocando, una vez más? Mi lugar se hallaba junto al Maestro. Convenía regresar al yam. En Ruppin, con toda probabilidad, encontraría un medio de transporte. Esa misma noche podía dormir en Nahum. Al día siguiente buscaría al Galileo en la cercana aldea de Saidan. Después, ya veríamos…

En cuanto al cilindro, de momento, seguiría en el saco, con el resto de las pertenencias.

Y así fue. Cargué el petate y entré en el guilgal, dispuesto a despedirme. Abner lo comprendió. «Tenía que ocuparme de mis negocios». Pero prometí volver, como siempre. Y en pleno abrazo oí el sofar. Fue un toque largo, de melodía continua, que llamaban teqi’ah. Era la señal convenida entre el Anunciador y los íntimos: Yehohanan regresaba…

A pesar de la cortina de agua, el rostro del pequeño-gran hombre se iluminó. Su ídolo había vuelto.

Dejé el saco de viaje al pie del árbol y corrí, como todos, hacia las lajas de basalto de la orilla. Ahora lo sé. Abandonar el petate fue una imprudencia…

Yehohanan se aproximaba por la margen izquierda del Artal, desde la que yo había observado el campamento y el bosque de los «pañuelos» por primera vez. Caminaba rápido, sin importarle el diluvio.

¿Casualidad? Al distinguirlo entre los árboles, los «cb», las masas de cumulonimbos, se desataron y se inició una violenta tronada. Una nube negra, panzuda y enorme, quedó anclada sobre Omega. De ella escapaban las culebrinas y los estampidos.

Todos nos sobrecogimos.

Las chispas eléctricas se ensañaron con el bosque, y algunos davidia fueron derribados.

Los acampados, alrededor de un centenar, se arremolinaron sobre las piedras negras, y en la orilla, protegiéndose del agua con mantos, cestos, maderas, escudillas, y cuanto podía ser útil para esquivar el diluvio. Vano intento. El agua nos caló hasta los huesos…

El sofar, ahogado por los truenos, continuó el anuncio, como pudo.

Y Yehohanan, decidido, con su acostumbrado aire de dominio, saltó al cauce, caminando hacia nosotros a grandes zancadas, hasta que la corriente le llegó a los muslos. Portaba la colmena de colores y los habituales cinto negro de cuero, y el saq, o taparrabo de piel de gacela, con el zurrón blanco colgado en bandolera. Un detalle me llamó la atención. En la mano derecha sostenía el saco negro y pestilente que contenía su gran secreto, el pergamino que bauticé como el «323», con la ubicación de los supuestos ejércitos al servicio del Mesías y de Yavé, según el Anunciador. Que yo supiera, era la primera vez que mostraba en público el referido saco. ¿Conocían Abner y los «justos» el singular megillah, o rollo de piel de asno salvaje?

Esta vez, una de las chispas eléctricas dibujó un arco sobre el Anunciador y fue a caer entre los árboles de la orilla izquierda del Artal. El estampido casi nos arrojó al suelo. Y un pequeño incendio marcó el lugar del impacto.

Yehohanan no se detuvo.

Los acampados, cegados por el resplandor, y espantados por la descarga, retrocedieron entre gritos. Sólo Abner y algunos de los discípulos resistieron con firmeza. En segundos, las piedras negras de basalto quedaron medio vacías.

El Anunciador se acercaba a las lajas…

La lluvia terminó sofocando el fuego, y una columna de humo negro se retorció con dificultad.

Pero, antes de que acertáramos a recuperarnos, una nueva descarga partió de aquella nube siniestra —cada vez más baja y espesa—, y pulverizó dos de las copas de los davidia que se alzaban a nuestras espaldas. El silbido en el tubo de vacío provocado por el rayo, la luz blanca, insoportable, y el estampido, casi simultáneos, hicieron rodar los ya mermados ánimos, y todos huyeron. Yo, el primero.

Cuando me detuve, sólo Abner continuaba en pie sobre una de las piedras planas de la orilla. Efectivamente, era un ari, un león, según los judíos. El trueno me dejó temporalmente sordo. Pero di gracias al cielo. Pudo haber sido mucho peor[155]

Yehohanan saltó sobre el basalto. Depositó la colmena de colores en la piedra y dedicó un tiempo a observar el bosque, y a los huidos. Abner no respiraba.

Después, lentamente, con su habitual teatralidad, fue levantando los brazos hacia la gran nube negra.

Me aproximé, despacio. Otros discípulos, más o menos recuperados, hicieron lo propio.

Yehohanan siguió en la misma postura, con el rostro encarado a la tormenta, y los ojos cerrados. La lluvia, y los relámpagos, no parecían afectarle. Las culebrinas se sucedieron, iluminando las largas trenzas rubias, casi blancas, ahora chorreantes, al igual que la correosa piel y el saco que empuñaba en la mano derecha.

Así transcurrió un minuto. Quizá más…

Los íntimos se miraron entre sí, sin saber qué pensar.

Y la lluvia empezó a ceder. Las chispas se espaciaron, y se hicieron más lejanas.

El Anunciador no se movió. Y así discurrió otro minuto.

Abner, interpretando la actitud de su ídolo como el preámbulo de algo importante, solicitó calma con las manos. Los «justos» asintieron y aguardaron, siempre atentos al gigante de dos metros de altura.

Abner estaba en lo cierto. Algo iba a suceder, pero no lo que imaginábamos…

Y los acampados, al verificar que las descargas se alejaban, y que la lluvia se amansaba, asociaron el debilitamiento de los «cb» con la presencia del vidente. Entonces, entusiasmados, corrieron hacia las plataformas de basalto, coreando el nombre de Yehohanan como «dominador de las tormentas».

El Anunciador no se inmutó. Y allí prosiguió, con los brazos en alto y los collares de conchas marinas oscilando y tintineando tímidamente, a cada golpe de lluvia y de viento.

Verdaderamente, era un hombre extraño…

De pronto, oímos su voz ronca y quebrada. El silencio fue inmediato.

—¿Sabéis que el espíritu de Dios está sobre mí?

Todos miramos a lo alto, impresionados. La enorme nube continuaba sobre Omega.

En esos instantes, sinceramente, no caí en la cuenta. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo imaginar algo tan inexplicable y fuera de lo común?

Dejó correr los segundos y permitió que el temor descendiera sobre aquellos infelices. Después bajó los brazos con lentitud, hipnotizando a los seguidores. Abner y el resto resucitaron. Se hallaban nuevamente ante Yehohanan, el triunfador.

—¡Él me ha ungido!… ¡Soy suyo!… ¡Soy de Él!…

Y el vidente inició una de sus habituales filípicas, sembrada de censuras y severas amonestaciones. Nada nuevo para quien esto escribe…

—… Él me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres… Estoy aquí para pregonar la liberación de los cautivos…

Hizo una estudiada pausa, y clamó:

—¡Estoy aquí para anunciar la ira del Santo!

Como era previsible, parte del centenar de hombres y mujeres que se habían reunido en la orilla replicó con entusiasmo.

—¡Es el día de la venganza! ¡Roma lo sabe!

Y los acampados estallaron:

—¡Venganza!… ¡Venganza!

Abner, eufórico, animó a la concurrencia.

—¡Venganza!… ¡Venganza contra los kittim!

Casi había olvidado las ideas y pretensiones del Anunciador. Yavé conduciría los ejércitos contra los impíos, contra Roma, y contra los kittim, sus soldados.

—… ¡Dios regresa en el fuego! —prosiguió, ante el delirio general—. ¡Su cólera es mi cólera! ¡Nada escapará a su juicio! ¡Nada ni nadie! ¿Dónde te esconderás, maldita Roma?

Y sucedió algo extraño…

¿Una coincidencia? No sé qué pensar…

Con las últimas palabras —«maldita Roma»— retornó la tormenta. Y las chispas se precipitaron de nuevo sobre el bosque. En un primer momento, desconcertados, los seguidores enmudecieron. Después reaccionaron y tomaron las descargas y los rayos como una ratificación de los cielos. «El Santo bendecía a su profeta».

Y al igual que ocurrió en el vado de las «Columnas», la gente, fuera de sí, exigió la muerte del invasor:

Mot!… Mot! (Muerte.)

Yehohanan supo aprovechar la ola de entusiasmo, y remachó:

—¡Es la hora de mi desquite!… ¡Así habla el Santo! ¡Pisotearé a los pueblos en mi ira! ¡Los pisaré con fuerza y haré correr la sangre por la tierra!… ¡Dios es grande! ¡Yo soy su profeta!

Entonces, enarbolando el saco negro como una lanza, gritó:

—¡La hora de la Šeḵinah ha llegado! ¡Él ha provocado todo esto, y lo ha hecho con verdad y justicia! ¡Lo ha hecho por nuestros pecados!… ¡Sí, hemos pecado, y obrado inicuamente, alejándonos de ti! ¡Sí, mucho hemos pecado! ¡No hemos dado oído a tus mandamientos! ¡Por eso ya está el hacha en la base del árbol! ¡Los ejércitos marcharán en breve!… ¡Arrepentíos!

Supongo que ninguno de los presentes supo, con certeza, a qué se refería. Nadie había contemplado el pergamino de la «victoria»…

Y continuó citando a Daniel, a su manera, como siempre…

Después le tocó el turno a Isaías:

—… ¡La riqueza de las naciones comeréis!… ¡Todo será vuestro, porque el Santo dirige los ejércitos!… ¡Arrepentíos! ¡Buscad la paz!… ¡De lo contrario, esperad la espada! ¡Todos seréis degollados!… Y dijo el Santo: ¿Quién es ese que viene de Edom, de Bosrá, con la túnica teñida de rojo?… ¡Soy yo, que hablo con justicia!… ¿Y por qué está rojo tu vestido?, preguntó al Santo. Y respondió: Porque he pisado con ira a los que no siguen mi ley, y su sangre ha salpicado mi vestimenta… ¡Es el día de la venganza!

Los seguidores rugieron. Ya no importaba el diluvio, ni aquel cielo negro y amenazador. Yehohanan lo había logrado nuevamente. El Mesías era el libertador de Israel, el que aplastaría la cabeza del invasor. No debía olvidar las palabras del Anunciador, ni tampoco el fervor de sus seguidores. Algunas de estas palabras fueron premonitorias: se cumplirían antes de lo que nadie podía sospechar…

¿Premonitorias? Sí, pero no…

El «sermón» continuó en la misma línea. Yavé, el Santo (?), cortaría el cuello de cuantos no admitiesen la supremacía de la nación judía. Roma estaba perdida, según Yehohanan.

En suma: nada nuevo.

¿Aquél era el precursor de Jesús de Nazaret? ¿El que abriría el camino a la predicación del amor? Lo dije, y lo sostengo: no podía comprender, a no ser que la historia y los creyentes hayan confundido los términos…

Pero dejemos que los hechos hablen.

Šakak!

El Anunciador sabía medir. Sabía en qué momento debía lanzar la expresión clave, la que movilizaba a sus hombres, y los preparaba para la inmersión en las aguas. Los seguidores, enardecidos, estaban en la palma de la mano del gigante de las «pupilas» rojas.

—¡Bajad al agua! —repitió Abner, al tiempo que hacía una señal a los íntimos—. Šakak!

Era la contraseña.

Los discípulos formaron un «pasillo» sobre una de las lajas de basalto y animaron a los acampados a que se acercaran. El que lo deseara, el que hubiera aceptado a Dios en su corazón, el que estuviera de acuerdo con la prédica del Anunciador, podía entrar en el río y purificar su cuerpo. Era la ceremonia de inmersión en las aguas.

Šakak! —gritó Yehohanan de nuevo—. ¿Quién como yo?

Y saltó al cauce, preparándose para la purificación de los fieles seguidores. El saco negro quedó al pie de la colmena de colores.

El del sofar cumplió con su parte, e inició una serie de toques cortos —una ševarim—, con notas desgarradas, que debía coincidir con cada inmersión (sólo con los varones).

Los acampados se precipitaron hacia la piedra, y los íntimos, como era habitual, tuvieron problemas para apaciguarlos y ordenarlos. Pero mucho habían aprendido en aquellos meses de convivencia y, finalmente, lograron que mujeres y hombres guardaran turno en una larga fila. Todos caminaban por el «pasillo» formado por los «justos». Era obligado. Si alguien trataba de saltarse el orden establecido, dos de los armados, al pie del basalto, lo detenían y lo devolvían a la cola.

Observé una novedad. Hombres, mujeres o niños eran cacheados al cruzar entre las dos filas de discípulos. Si alguien portaba una daga, o un gladius, le era retenida hasta después de la inmersión. El consejo había sido sugerido por Belša

—¿Te arrepientes?

Era la pregunta igualmente establecida. El candidato al «reino» decía que sí aunque, en la mayor parte de las ocasiones, no disponía de tiempo para abrir la boca. En todo caso, para cerrarla, y a toda prisa, con el fin de no tragar agua. Yehohanan, siguiendo la costumbre, no esperaba. Las enormes manos caían sobre los hombros y empujaban violentamente, sumergiendo al aspirante. El resto, entonces, entonaba la palabra neqe («limpio»), y el Anunciador tiraba del confuso y asustado seguidor, extrayéndolo del río, y apartándolo.

—¡Siguiente!

Como ya dije, si la persona que deseaba purificarse era una mujer, Yehohanan ni siquiera preguntaba…

La lluvia continuó, implacable. La verdad es que no era el mejor momento para una ceremonia como aquélla. Antes de entrar en el Artal, la gente ya estaba empapada, y más que «purificada»… La mañana era tan desapacible que ni los vendedores hicieron acto de presencia.

Me cansé. Ya había visto lo necesario. Regresaría al lago, con el Maestro. Esta vez, sí…

Di media vuelta, y me dirigí al guilgal, con el fin de recoger el saco de viaje. Podían ser casi las doce de la mañana. Con algo de suerte dormiría en la posada de Ruppin, o quizá en la de Yardena…

Y fue a la luz de una de las chispas eléctricas cuando los vi. Al principio los confundí con dos de los discípulos, pero no… Todos se hallaban a mis espaldas, en el río. Buscaban entre los enseres. Fue instantáneo. Comprendí: eran ladrones. Creí reconocer a uno de ellos. Formaba parte de la tropa de vendedores que deambulaba por el campamento cuando llegué a Omega.

Pensé en el petate, en los fármacos y en el cilindro de acero. Fue una imprudencia, lo sé…

Grité. Corrí entre los árboles, e intenté llamar la atención de los reunidos sobre las piedras de basalto. Fue inútil. Entre los toques de sofar, las tronadas y los gritos de los seguidores, mis reclamaciones se perdieron en la nada. Los individuos, sin embargo, sí se percataron de mi presencia. Soltaron algo, y huyeron como liebres. Activé el láser de gas y disparé sin demasiado convencimiento. El impacto dejó una huella en uno de los troncos. Me hallaba lejos, y sin las «crótalos». Opté por no repetir el disparo. Los sujetos se separaron. Uno se perdió en la arboleda, en dirección al puente, y el segundo eligió el grupo que participaba en la inmersión. Al poco quedó camuflado entre los que esperaban turno para entrar en las aguas.

Al ingresar en el círculo de piedras respiré con alivio. El petate estaba intacto. No faltaba nada. En esta oportunidad tuve suerte. Otros sacos aparecían revueltos…

Corrí hacia la orilla, a la búsqueda del ladrón. El empeño fue contraproducente. La gente, cubierta con los mantos, cestos, etc., reaccionó como era lógico y natural. Al descubrirlos, protestaron, y sólo recibí insultos y malos modos. Algunos, incluso, me apartaron con violencia, pensando que trataba de colarme.

Y en eso, mientras me afanaba en la localización del truhán, al llegar a las proximidades del «pasillo» formado por los íntimos de Yehohanan, repetí la maniobra de retirar el manto de uno de los seguidores.

Ambos nos miramos, y quedamos perplejos…

No lo había visto con anterioridad. ¿Qué hacía en aquel lugar?

Me sonrió, y respondí de la misma manera, creo…

La lluvia empapó rápido los cabellos y la barba.

No hablamos.

Y consciente de que el diluvio lo molestaba, lo cubrí nuevamente con el pesado ropón de franjas verticales, típico en él.

¡Era Santiago, el hermano del Maestro!

Como digo, quedé tan confuso que no pregunté. Era lo último que esperaba en Omega…

Era él, no cabía duda, con su canosa y poblada barba, y la cinta negra de tela en la frente, sujetando el cabello. Vestía la habitual túnica blanca, con la faja roja, y el inseparable gladius.

Me hizo una señal, e indicó hacia los que le precedían en la fila. No entendí.

Tampoco aclaró nada. Continuó caminando hacia los discípulos del Anunciador, y quien esto escribe permaneció bajo la lluvia, como un perfecto estúpido.

En esos momentos no fui consciente de lo que sucedía, y mucho menos, de lo que estaba a punto de ocurrir…

Olvidé al ladrón, por supuesto.

Finalmente, el Destino supo dirigir mis torpes pasos. No sé cómo lo hice, pero me separé de la fila y fui a situarme junto a la corriente, muy cerca del Anunciador. Deseaba contemplar la ceremonia de inmersión del hermano de Jesús. No lograba entender por qué había acudido ante Yehohanan. En algunas ocasiones, en la «casa de las flores», oí sus palabras sobre el Mesías, y también sobre el gigante de las siete trenzas. Sabía de su admiración por él. Había escuchado atentamente a la Señora, y sus reproches por no secundar la acción de Yehohanan, su pariente lejano, pero aquello sólo eran palabras… Santiago estaba allí, dispuesto a ser bautizado. Santiago conocía el pensamiento de su Hermano. Le había oído hablar muchas veces de un Dios totalmente opuesto al que predicaba el Anunciador. ¿Cómo era posible que hubiera bajado al valle del Jordán? ¿Significaba esto un definitivo enfrentamiento con Jesús?

Una vez más, me equivocaba…

Yehohanan siguió con la labor. A cada toque de sofar, el candidato al «inminente reino del rompedor de dientes» saltaba al cauce y, con el agua por la cintura, se situaba frente al gigante de las siete trenzas.

Y le llegó el turno a un individuo, también alto y corpulento, que se cubría con un manto color vino. Por detrás observé a Santiago. Estaba a punto de «bajar al agua». Sólo lo separaban del Artal el mencionado hombre y otro varón, algo más bajo, igualmente embozado con el ropón.

Otra fuerte descarga eléctrica desvió mi atención. La chispa partió de la gran nube negra que presidía el meandro y se propagó, vertiginosa, hacia la zona del guilgal. A su paso, la lluvia se iluminó, y fue barrida literalmente, golpeando con furia la superficie del río y la primera línea de árboles. El estampido me encogió el corazón. Todos, instintivamente, llevamos las manos a la cabeza, como si aquel gesto fuera a protegernos de la mortífera energía (probablemente, más de un millón de voltios).

Fue entonces cuando presté mayor atención al citado individuo. Era el único, junto a Yehohanan, que no intentó protegerse. Había entrado en el cauce del río, y esperaba, inmóvil, a que concluyera la inmersión del que le precedía.

Vestía una túnica roja y, como digo, se protegía del diluvio con un manto. No pude ver la cara, pero los movimientos me resultaron familiares.

Neqe! (Limpio.)

El sofar se abrió paso entre el pertinaz golpeteo de la lluvia contra seguidores, árboles, y contra el no menos sufrido afluente, y anunció la siguiente ceremonia de inmersión.

El hombre avanzó hacia el Anunciador…

Creí reconocerlo.

¡Belša!

Me dijeron que estaba ausente…

Pero ¿por qué descendió al río? Que yo supiera, hacía tiempo que había sido purificado por el Anunciador…

¡Qué extraño!

Belša era uno de los treinta y seis «justos». Ya estaba consagrado. ¿Por qué se sometía a la purificación por segunda vez?

De pronto, el hombre del ropón de color vino se detuvo. Y, lentamente, levantó las manos hacia el embozo.

¡Esas manos! ¡No eran las del persa!

Dejé caer el saco de viaje sobre la piedra negra y chorreante y asistí, atónito, a lo que, sin duda, iba a ser el momento más importante de aquel lunes, 14 de enero, del año 26 de nuestra era. Calculo que el sol se hallaba en lo más alto, como no podía ser menos…

¡Esas manos! ¡Yo las conocía bien!

Y el Hombre retiró el manto…

¡Dios bendito!

¡Era Él! ¡Era el Maestro!

Se hallaba en el Artal, a punto de ser purificado (?) (qué extraña resulta la palabra) por Yehohanan…

Recuerdo que tuve un primer pensamiento: «No comprendo…».

Así era. No comprendía el porqué de la presencia de Jesús en aquel ceremonial.

No importaba.

¡14 de enero! ¡Lo olvidé! El viejo Zebedeo estaba en lo cierto, y también Bartolomé, el Oso de Caná. Acertaron…

Me encontraba ante lo que denominan el «bautizo» del Maestro en el Jordán. No era el Jordán, pero eso, ahora, carecía de importancia.

Los cielos, supongo, también contuvieron la respiración. Sólo se oía la lluvia. Las chispas eléctricas se limitaron a iluminar el interior de los cumulonimbos, retumbando en la lejanía.

El Anunciador aguardó.

Jesús, sin embargo, no se movió. Seguía con la corriente por la cintura, a poco más de dos metros de Yehohanan. Quien esto escribe, movido por el Destino, se había situado en el filo del basalto, muy cerca, con el Maestro a mi derecha y el Anunciador a la izquierda. Ni aun proponiéndomelo hubiera logrado una posición tan ventajosa…

¡Increíble Destino! Definitivamente, Él sabe…

Y sonreí para mis adentros. Era la segunda vez que confundía al Galileo con Belša

A diferencia de Santiago, su hermano, Jesús no lucía la habitual cinta de lana sobre la frente, típica en Él cuando emprendía los viajes. Los cabellos y la barba chorreaban agua. Tenía la mirada fija en su pariente (sus respectivas madres eran primas segundas).

Observé al Anunciador y comprendí que no lo había reconocido. Como digo, se limitó a esperar. Por supuesto, no era normal que el aspirante al «reino» se demorara. Nada más «bajar al agua», el candidato se acercaba al gigante y éste lo hundía sin misericordia.

Si la memoria no fallaba, hacía trece años que no se veían. La última reunión, en Nazaret, fue un fracaso. Como ya expliqué en su momento, Jesús rechazó las propuestas del impetuoso Yehohanan. Tenían dieciocho años.

Hasta cierto punto, era lógico que no lo reconociera. La lluvia no ayudaba, y trece años era mucho tiempo…

Entonces, el Maestro, sin dejar de mirar a Yehohanan, se aproximó un paso.

¿Cómo explicarlo?

Yo había visto esa mirada anteriormente…

Sí, fue en el kan de Assi, cuando el Maestro limpió el rostro de Aru, el negro tatuado.

Fue una mirada de infinita ternura.

¿Cómo transmitirlo? No es fácil…

Jesús envolvió al gigante en su misericordia, y lo acarició con aquellos indescriptibles ojos color miel. No sé cómo, pero Él sabía quién tenía delante, y lo que le reservaba el Destino. Creo que el Maestro conocía muy bien la situación de su pariente y, sobre todo, su triste futuro…

Miento. Quien esto escribe sí sabía cómo lo hacía. Era un Hombre-Dios. Era un Dios hecho hombre, consciente de nuestra pequeñez y conmovido ante nuestra ignorancia.

Ahora lo sé. Esos instantes, frente al Hijo del Hombre, fueron los más gloriosos de Yehohanan. Pero él no lo supo…

Finalmente, el Anunciador lo reconoció. Pero, lejos de abrazarlo, o de recibirlo con alegría, retrocedió.

¡Asombroso! ¡Yehohanan, el indómito, sintió miedo!

No tuvo ocasión de huir, si es que ése fue su pensamiento. El Maestro inició una gradual y acogedora sonrisa, imposible de resistir. Y fue aproximándose al desconcertado predicador de la «mariposa» en el rostro. El miedo, creo, resbaló con la lluvia. La sonrisa de Jesús no era negociable…

Y logró lo que parecía imposible. Sujetó a Yehohanan con un abrazo invisible.

Muy pocos se percataron del gesto del vidente. Probablemente, nadie supo de sus intenciones de huir.

—¿Tú?… ¿Por qué bajas tú al agua?

Yehohanan cedió, y preguntó con su voz áspera.

El Maestro intensificó la sonrisa, y replicó con seguridad:

—Para ser bautizado…

Abner, y algunos de los íntimos, intrigados, prestaron atención. No era normal que un candidato al «reino» dialogara con el vidente.

La respuesta de Jesús sorprendió, aún más, al de las «pupilas» rojas.

—Pero soy yo quien debe ser purificado por ti…

No salía de mi asombro. El tono del Anunciador, siempre imperativo y altanero, cayó al nivel de la súplica. ¿Qué le sucedía?

El Hijo del Hombre, entonces, le dio alas:

—Ten paciencia, y actúa como te pido, porque conviene que demos ejemplo a mis hermanos…

¿Sus hermanos? ¿Estaban allí, en Omega? Sólo había visto a Santiago…

Y Jesús concluyó con algo que me desarmó:

—… Todo el mundo debe saber que ha llegado la hora del Hijo del Hombre…

Levantó los ojos hacia el cumulonimbo y la lluvia acarició su rostro con especial dulzura. Eso me pareció…

¿Su hora?

Segundos después, sin dejar de mirar el oscuro «cb», proclamó:

—¡Ahora es el principio!… ¡Ahora, el final es el principio!

Y de la nube, como si alguien estuviera presenciando la escena, partió otra descarga, que se ramificó sobre Omega. Pero ocurrió algo muy extraño. El relámpago fue azul, y no se produjo la lógica detonación. Fue una chispa eléctrica (?) imposible…

¿El final es el principio?

Yo sabía de esa frase…

Y recordé.

¡«Omega es el principio»! ¡La leyenda grabada en los obeliscos de los «trece hermanos», en las proximidades de Yeraj[156]! ¡Me hallaba en el meandro Omega! ¡Allí arrancaba todo! ¡Omega, la última letra del alfabeto griego, el final, simbólicamente hablando, era el principio!

Quizá no tan simbólico…

Si aquélla era su hora, entonces, todo estaba por empezar.

Pero no tuve tiempo de profundizar en la trascendental frase. Sólo reconocí que «alguien», mucho tiempo atrás, grabó unas palabras proféticas en la base de aprovisionamiento. Lo investigaría, cuando llegara el momento.

Yehohanan alzó el brazo izquierdo y reclamó la atención del discípulo que cargaba el sofar. Y ordenó que volviera a entonar una ševarim, la notaquebrada y melancólica que anunciaba cada inmersión en las aguas.

Todos, con Abner a la cabeza, quedaron perplejos. ¿Qué sucedía? ¿Por qué el vidente solicitaba un segundo toque para el mismo aspirante?

Y se hizo el silencio. La lluvia, incluso, moderó su caída. Eso percibí. Y Omega sólo tuvo ojos para aquel Hombre…

Yehohanan depositó las puntas de los dedos sobre los hombros del Maestro y, sin mediar palabra, fue empujándolos suavemente. Yo diría que casi no tocó a Jesús.

El Maestro cerró los ojos y se dejó caer, muy despacio, hundiéndose en la corriente del Artal.

Al instante, los cabellos del Galileo flotaron en las aguas. Y unas tímidas ondas marcaron la presencia del Hombre-Dios bajo la superficie. Y fueron alejándose, borrando los breves impactos de las gotas de lluvia. Después vi flotar parte del manto.

Sumé cinco segundos.

El Anunciador, con los ojos muy abiertos, aguardaba ansioso la reaparición de Jesús.

Y el Maestro regresó, y lo hizo con idéntica lentitud. Pero su rostro era otro. Era el mismo, pero no era el mismo. Había una luz azul que lo cubría… ¿Cómo explicarlo? Imposible. Quizá sólo fueron imaginaciones mías.

Y durante otros cinco o diez segundos, no lo sé con seguridad, el Hijo del Hombre continuó inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro dirigido a los cielos. La lluvia, como digo, caía con respeto, como si no deseara caer.

Entonces, al seguir la dirección apuntada por el rostro del Maestro, volví a ver «aquello». En la base del cumulonimbo, en la nube negra y apretada que parecía gobernar sobre la «herradura», distinguí otro relampagueo, pero igualmente azul. Eran culebrinas. Eso era evidente, pero ¿por qué azules?

Y mis ojos no supieron dónde mirar. Exploraban el interior de la singular masa nubosa y regresaban después al Galileo. No creo equivocarme si afirmo que la «luz» (?) que bañaba su rostro era del mismo color que los relámpagos (?) del «cb»: un azul «movible». Y me explico (?): un azul que se movía, que despegaba de la piel (por decirlo de alguna manera), y que lo hacía «palpitando». Y a cada «palpitación», o impulso, el azul variaba de tonalidad. Tan pronto era claro como el agua marina, como turquesa o azul submarino e, incluso, con irisaciones violetas.

Yo no podía saberlo. Ésos fueron unos instantes especialmente sagrados para el Hombre-Dios. Y digo bien: especialmente sagrados… Él me lo confirmó después, camino de Beit Ids. Pero no adelantemos los acontecimientos…

De pronto, todo volvió a la «normalidad». O, para ser exacto, a «mi normalidad». A decir verdad, nadie parecía haber visto la «luz» que «emitía» (?) el Maestro, y tampoco los relámpagos azules en el interior del «cb».

Y el del sofar, ajeno a cuanto sucedía, al comprobar que el «aspirante» ya había sido purificado, emitió un nuevo toque, autorizando la entrada en el Artal del siguiente candidato. Era el hombre que precedía a Santiago. Avanzó hasta el Anunciador y, antes de ser sumergido, dirigió una mirada a Jesús. Éste le correspondió con una sonrisa. ¿Quién era aquel joven?

Yehohanan, aturdido, lo hundió en las aguas. Tampoco preguntó. Y al reaparecer, los acampados, como había sucedido con Jesús, tampoco corearon el habitual neqe («limpio»). El Anunciador aparecía pálido. Nunca lo había visto tan desarbolado…

Y el joven fue a reunirse con el Maestro, y aguardaron en mitad de las aguas. Era el turno de Santiago. Algún tiempo después, a mi regreso a Nahum, resolví el enigma de la identidad del hombre que fue purificado junto a Jesús. Se trataba de alguien muy querido por el Hijo del Hombre, y del que ya me habían hablado[157]. Su nombre era Judas, otro de los hermanos carnales de Jesús[158].

Judas tenía veinte años. Nació el 24 de junio del año 5 de nuestra era. Con Ruth, mi querida Ruth, era el más joven de la familia. Era conocido por el sobrenombre de «Hazaq», por su carácter violento. Durante años fue una pesadilla para la Señora, y para sus hermanos. Era agresivo, ególatra e inestable. Se alistó en las filas de los zelotas, dispuesto a dar su vida por la independencia de Israel. En una ocasión fue encarcelado, como consecuencia de una agresión verbal a un legionario romano. Fue Jesús quien intercedió por él. Judas tenía entonces trece años de edad. Había sido la «oveja negra», pero, desde hacía un tiempo, trabajaba en Migdal, y parecía haber serenado el espíritu. Nadie diría que había sido una tormenta en el corazón de la Señora, y, especialmente, en el del Maestro. Era delgado, más bajo que Jesús, y siempre vestido de negro. Llamaba la atención por sus ojos, de un verde esmeralda luminoso, y por la nariz, deformada como consecuencia de una de sus múltiples peleas de antaño. Los cabellos eran de un negro azabache, ensortijados, y con largos bucles. La barba, desordenada, recordaba sus tiempos entre los zelotas, o «patriotas», como llamaban también al grupo de los violentos o «celosos» por Yavé.

Fue esa pasión por su pueblo la que lo llevó al valle del Jordán, en compañía de Santiago. Cuando retorné al yam fui cumplidamente informado. Santiago y Judas deseaban formar parte del movimiento que estaba naciendo en torno a Yehohanan. Creían en el Mesías libertador político, y consideraron que el bautismo era obligado. Pero, antes de dar el paso, Judas quiso consultarlo con Jesús. Eso ocurrió el sábado, 12 de enero, cuando me encontraba en Omega. El Maestro solicitó un plazo. Tenía que reflexionar. Y al día siguiente, al incorporarse al astillero, el Galileo habló con ellos. Judas había pospuesto el retorno a Migdal. Quería conocer la opinión de su Hermano. Fue entonces cuando Yu, y el resto de los trabajadores, supieron de su decisión: «Había llegado su hora». Y Jesús, poco antes de la nona (tres de la tarde), se deshizo del mandil de cuero, y de las herramientas, y partió con Judas y Santiago al encuentro de Yehohanan…

Hicieron noche en Yardena, a mitad de camino. El resto ya lo conocía…

Poco faltó para que este torpe explorador no coincidiera con ellos en aquella lluviosa mañana del lunes. De no haber aparecido el Anunciador, lo más probable es que no hubiera sido testigo de lo que fui y, lo más grave, habría perdido la gran oportunidad de Beit Ids.

El Destino, claro…

Santiago fue purificado, y a la misma velocidad que Judas. Yehohanan no hizo preguntas.

Cuando Santiago emergió, el gigante de las siete trenzas rubias interrumpió la ceremonia de «bajar al agua». Abner acudió presuroso.

¿Qué ocurría?

Yehohanan susurró algo al oído del pequeño-gran hombre y éste, veloz, saltó de nuevo sobre las piedras negras y comunicó a los seguidores que las purificaciones se reanudarían al día siguiente. En el fondo, la mayoría lo agradeció. La lluvia, aunque más prudente, seguía siendo un tormento.

Yehohanan se removía nervioso en el agua. Su comportamiento, como digo, era más extraño de lo habitual. Miraba al Maestro, y golpeaba la superficie del río con la palma de la mano. Después avanzó hacia el filo del basalto sobre el que me encontraba y me observó intensamente. Sentí miedo. Pero no dijo nada. Fue una situación tensa que, por fortuna, cedió en cuestión de segundos. Siempre me quedó la duda: ¿cuáles fueron los pensamientos del vidente en esos instantes?

Y ocurrió…

No sé en qué orden sucedió. Trato de rememorarlo, pero la mente humana no está lista para asumir sucesos de esa naturaleza. Los sentidos se extravían, se saturan y, finalmente, se rinden. Quizá fue todo simultáneo. Quién sabe…

Intentaré ordenarlo, aunque, insisto, no creo que fuera, exactamente, como me dispongo a contarlo. El hipotético lector de estas memorias sabrá comprender mis limitaciones. Sólo soy un piloto…

No había transcurrido ni un minuto, desde que Abner suspendiera la ceremonia de «bajar al agua». Quien esto escribe continuaba en el borde de la laja de piedra, frente a un Anunciador nervioso, casi desquiciado, contemplándome con aquellas embarazosas «pupilas» rojas. Algo más allá, en el agua, Jesús y sus hermanos conversaban. No puedo decir de qué hablaban. Las voces eran menos que un murmullo. La lluvia empezaba a envalentonarse de nuevo. En la orilla, Abner y los íntimos se esforzaban por transmitir la noticia del aplazamiento, calmando a los escasos, pero ruidosos, inconformes.

Supuse que el nerviosismo del Anunciador podía deberse, en parte, al misterioso fenómeno de la «luz» azul en el rostro del Maestro. Yehohanan estaba allí, más cerca que nadie. Tuvo que verlo. Además, en cierto modo, el sueño de reunirse con el supuesto Mesías se había cumplido. Jesús había bajado hasta él, al fin. ¿O existían otras razones para tan anormal comportamiento? ¿Era su desequilibrio lo que causaba aquel desasosiego? ¿Presentía algo?

Creo que sí. Yehohanan lo presintió…

Oímos un sonido. Algo así como un «clang», idéntico a lo que pude oír en el arroyo del Firán. Los cuatro hombres que se encontraban en el río alzaron las cabezas. Todos a la vez, y en la misma dirección: hacia el cumulonimbo en el que había visto los relámpagos azules. Yo hice otro tanto, pero no distinguí nada raro.

Entonces (?) llegó la ausencia de sonidos, también similar a lo ya vivido en la referida garganta del Firán. Fue, quizá, lo que más me asustó. Veía a los acampados. Distinguía perfectamente sus gestos, y el movimiento de los labios, pero no oía las voces, ni tampoco el ruido de la lluvia al precipitarse sobre el bosque, o sobre el Artal. Me puse en pie, e inspeccioné los rostros de Jesús y de sus hermanos. El Maestro tenía los ojos nuevamente entornados, y la cabeza ligeramente levantada hacia el «cb». Santiago y Judas aparecían tan desconcertados como este explorador. En cuanto al Anunciador, la verdad es que no me fijé.

No lograba explicarlo. Era como si los sonidos naturales de Omega hubieran sido absorbidos (?) y, en su lugar, quedó el vacío (?). Pero no… Ésa tampoco era la explicación. A escasos metros, Abner hablaba y gesticulaba, y los acampados que no estaban conformes con la suspensión replicaban y, a juzgar por las maneras, lo hacían a gritos. Ellos, obviamente, se oían entre sí. ¿Por qué nosotros no?

Entonces (?), la base de la gran nube negra se volvió azul. No tengo palabras. Mejor dicho, las palabras no me ayudan…

Y de ese intenso azul celeste, vibrante, mejor dicho, pulsante, se desprendió (?) una «lluvia», igualmente azul, perfectamente distinguible de la lluvia normal. Y nos empapó. Entonces, todo se volvió azul: las ropas, el río, las piedras negras de basalto, los cabellos, la piel…

Pensé en una recaída. Quizá estaba siendo víctima del mal que nos aquejaba…

Pero no. Judas y Santiago contemplaron sus manos, y también las vestimentas, y movieron los labios, pero sus voces no salieron de las gargantas. Yo, al menos, no las oí. Ellos veían lo mismo que yo. ¡Era una «lluvia» azul!

Jesús no se movió. Siguió con los ojos cerrados y el rostro dirigido a los cielos. La «lluvia» azul lo había bañado, como a sus hermanos, a Yehohanan y a quien esto escribe.

Miré a los discípulos, pero seguían a lo suyo. La «lluvia» no los alcanzó. Sólo «llovía (?) en azul» en el entorno de los cinco que nos encontrábamos en las proximidades del basalto.

Sé que parece de locos…

Y entre la «lluvia» —no puedo decir si partió del «cb»— vi (vimos) una pequeña «esfera» (?) luminosa, también azul, pero en una tonalidad zafiro, con un diámetro no superior a una mano cerrada. Descendía rápido, y fue a estacionarse sobre la frente del Maestro. Jesús no abrió los ojos. Acto seguido (?), el «zafiro» buscó el pecho del Galileo, y allí se mantuvo durante décimas de segundo (?). Después, no sé cómo, se perdió, o desapareció, en el interior del tórax de Jesús de Nazaret.

El Anunciador, aterrado, trepó por el filo de las lajas y fue a refugiarse tras la colmena de colores, ahora totalmente azul. Tenía el rostro descompuesto, y gemía. Eso me pareció.

Y al instante (?), nada más desaparecer (?) la esfera de color zafiro, oí una voz (?). Mejor dicho, la oímos…

Fue lo único que acerté a oír en ese lapso de tiempo que, por supuesto, soy incapaz de calcular. No sé si transcurrieron segundos, o minutos, aunque eso poco importa…

Era una «voz» que me atrevería a definir como claramente femenina. Sí, la voz de una mujer, quizá joven (?).

Miré a lo alto, a la base azul del cumulonimbo, pero no vi nada.

¿De dónde procedía?

Sinceramente, lo ignoro. Sólo puedo decir que parecía brotar de todas partes, y de ninguna. Era como si cada átomo hablara.

Y al oírla reconocí el «mensaje»…

¡Dios mío!, ¿qué estaba pasando?

«¡Omega es el principio!».

Y la «voz» se apagó. Sólo lo dijo una vez: «¡Omega es el principio!».

La leyenda de los obeliscos… ¿Qué era todo aquello? ¿Por qué en esos instantes? ¿De quién era la voz? ¿A quién se dirigía? Evidentemente, sólo había un protagonista…

Jesús abrió los brazos y prosiguió con la cabeza levantada hacia la misteriosa nube (?). Entonces movió los labios. Parecía hablar, o rezar, pero no pude oír lo que decía.

La lluvia azul se fue disipando y, poco a poco, se extinguió.

Por último (?), el azul de la base del «cb» se fue haciendo más claro, hasta transformarse en un blanco intenso, difícil de mirar. Era como un sol, oculto en la gran nube. Y vi cómo el «cb» se agitaba, como si un viento huracanado anidara en su seno. En esos increíbles momentos, ignoro por qué, me vino a la mente una frase del Éxodo (20, 18) en la que se narra cómo el pueblo de Israel oía los truenos y veía una gran «luz» en el interior de la nube, cuando se hallaba al pie del monte Sinaí. Era Yavé, según los judíos. Yavé, dentro de una nube. Yavé, entre luces, relámpagos y truenos. ¡Qué coincidencia!

Y de esa «nube», rezaba otra tradición oral judía, partían las palabras de Dios, «como lluvia luminosa», y se hacían visibles al pueblo. Eran «palabras» que brillaban y que podían ser oídas. «Palabras luminosas», como las del hombre de mi sueño, en Salem. Así fue escrito por Isaías (52, 8): «Con sus propios ojos verán a YHWH [Yavé], que vuelve a Sión».

Demasiadas coincidencias…

Y digo que oímos la «voz» porque también los hermanos de Jesús y el aterrorizado Anunciador oyeron algo. No sucedió lo mismo con Abner y el resto. Nada oyeron, y nada vieron.

Y, súbitamente, como arrancó, así volvimos a la normalidad.

El Maestro continuó con los brazos alzados, ahora mudo, y con los ojos cerrados. Su faz presentaba una expresión serena, y me atrevería a decir que radiante. Pocas veces lo vi tan… ¿feliz?, ¿consciente de su poder, de su origen, y de su naturaleza divina? Todas estas interrogantes podrían estar acertadas. Era lo más próximo al rostro de un Dios, si es que Dios tiene exterior…

Me hallaba tan abrumado por lo visto y lo oído que permanecí sobre la piedra, entre la incertidumbre y el miedo, sin saber qué partido tomar. Santiago y Judas reaccionaron antes que yo. Los vi gritar y gesticular, indicando hacia el cielo, hacia sus vestiduras, y hacia su Hermano. Comprendí que no era el único loco…

Hablaban de una voz, pero no se ponían de acuerdo. Discutieron. Se pisaban las palabras. Estaban fuera de sí…

A mi regreso al yam, tras la inolvidable aventura en las colinas de Beit Ids, Santiago y Judas, más calmados, me relataron lo vivido en aquella no menos imborrable mañana del 14 de enero en Omega. Reconocieron que la «voz» podía ser la de una mujer, pero, como digo, no estuvieron de acuerdo en lo manifestado por dicha «voz». Habló en hebreo y, según Santiago, dijo lo siguiente: «Éste es mi hijo, muy querido, en quien me complazco». Para Hazaq (Judas), lo oído en el Artal fue distinto. La «voz» expresó: «Del Nombre ha nacido el fuego del final». Dudó. No recordaba si la «voz» había dicho «fuego» (labá) o quizá «blanco» (labán). Insistí, pero, como sucede con frecuencia entre los testigos de un mismo suceso, las versiones no coincidían. También yo oí «algo» diferente… Y sólo habían transcurrido dos meses desde aquel 14 de enero… ¿Qué puedo pensar de los textos evangélicos, escritos muchos años después de la muerte del Galileo?

A Yehohanan no logré sacarle una sola palabra. Nadie lo consiguió. Él oyó igualmente la «voz», pero el hecho de que pudiera proceder de una mujer lo desarmó. Dios era varón. Así lo estimaba el ciento por ciento de los judíos. Era inaudito que una voz femenina fuera «portavoz» de los cielos.

Yehohanan sólo reconoció que el sonido era un bath kol, una «voz celestial», como las que sonaron en el interior de su cabeza durante su permanencia en el desierto de Judá. Un bath kol procedente de los merkavah o «carros de fuego». Eso fue todo. No creo equivocarme si afirmo que el Anunciador, a partir de ese mediodía del lunes, 14 de enero, fue otra persona…, más desgraciada, si cabe. A partir de esa fecha, como iré relatando, todo se torció para el gigante de las siete trenzas…

Por lo que deduje de mis conversaciones, y por lo que sucedió después, lo visto y oído en Omega afectó profundamente al siempre equilibrado y sensato Santiago, el hermano de Jesús. Él creía en un Mesías libertador político de su pueblo, y cuando vio lo que vio y oyó lo que oyó en el Artal, se convenció: su Hermano era ese Mesías, tal y como aseguraba la Señora, su madre, desde el principio. Respecto al «mensaje», y a la «voz», no quedaron claros en el corazón del judío. Pero eso era lo de menos. Lo importante es que había llegado la hora de la sublevación. El Mesías estaba allí, con gran poder y majestad. ¡Y él era el hermano del Libertador! Como mínimo, ocuparía un cargo de ministro en el nuevo «reino»…

Judas, por su parte, comulgaba de la misma opinión, e iba más allá: lo que habían visto en Omega era el retorno de la Šeḵinah, la Presencia Divina que había huido del «Santísimo», en Jerusalén, cuando el Primer Templo fue destruido por los persas de Nabucodonosor (hacia el año 587 a. J.C.). Como ya referí, para los judíos, especialmente para los ortodoxos, la Šeḵinah era la parte visible de Yavé, la que habitaba junto al arca de la Alianza. Cuando la nación judía fue vencida, esa «luz» fue capturada por los enemigos de Israel, y sólo retornaría con la llegada del Mesías prometido por los profetas. Judas se basaba en Isaías (56, 7), y también en Jeremías (31, 9), para creer que el final de los impíos estaba al llegar. «Los llevaré a mi montaña santa —decía Isaías— y los alegraré en mi casa de oración». «Vendrán llorando y los conduciré consolándolos», rezaba Jeremías. Hazaq, el «Violento», interpretaba lo oído en Omega como una clara señal del retorno del «rompedor de dientes»: «Del Nombre [Yavé] ha nacido el fuego [la destrucción] del final [de los tiempos del invasor]». Naturalmente, la interpretación de Judas, el «Violento», no era la única. Aquella frase, como Eliseo tendría ocasión de descubrir algún tiempo después, tenía otros posibles significados, mucho más atractivos…

Pero Judas sólo veía el mundo a través del cristal de la filosofía zelota…

Omega representó una súbita y extraordinaria esperanza en sus afanes independentistas. Jesús, como afirmaba su madre, era el líder, el «fuego del final» que brota, o nace, del Altísimo. Así se lo había manifestado el «ser de luz» a María, antes de la concepción del Hijo del Hombre. Todos, fariseos, saduceos, sabios, pobres y ricos, zelotas y la gente sencilla deberían dejar lo que tuvieran entre manos y unirse a los ejércitos que formaría y encabezaría Jesús. Éste era el pensamiento de Judas o «Hazaq».

Pero retornemos a Omega…

Abner, el pequeño-gran hombre, se percató de inmediato de la singular actitud de su ídolo, acurrucado detrás de la colmena de colores. Acudió en su auxilio, y comprobó que gemía, asustado. Otros discípulos se aproximaron y se preguntaban, entre sí, qué había ocurrido. Abner, entonces, reparó en Santiago y en Judas, que continuaban discutiendo y gesticulando en mitad de las aguas. Se fue hacia ellos y los interpeló. Creo que ni lo vieron. Los hermanos siguieron enredados en la discusión, y Abner reclamó la presencia de los íntimos.

Al poco, aquello era un manicomio. Abner y los discípulos no entendían: ¿A qué lluvia azul se referían? ¿De qué hablaban? ¿Qué era eso de una luz de color zafiro? ¿Había entrado en el pecho del Mesías? ¿Quién era el Mesías? ¿Por qué Yehohanan temblaba de miedo? ¿Qué le habían hecho?

Era inútil. Nadie escuchaba a nadie. Todos gritaban. La confusión fue tal que algunos de los acampados, inquietos, retornaron al río y se unieron a los «justos», multiplicando la algarabía.

Jesús, entonces, comenzó a moverse. Y lo vi avanzar entre las aguas, en dirección a la piedra sobre la que me encontraba, y desde la que presenciaba la escena.

Fue igualmente en esos instantes cuando me di cuenta de otro «detalle», de difícil comprensión para quien esto escribe…

Las ropas aparecían secas. Totalmente secas.

¡Era imposible!

El reciente diluvio las había empapado…

Pero hubo más…

¿Cómo no me percaté? Lo ignoro…

El cielo, de pronto (?), se presentó azul y sereno. No había rastro de los cumulonimbos. ¿Qué fue de la nube negra y panzuda que permaneció tanto tiempo sobre la «herradura»? La tormenta, inexplicablemente, desapareció.

Nunca alcancé a entenderlo, a no ser que los «cb» no fueran lo que parecían ser. Pero esta especulación me llevaría muy lejos, y me sacaría del verdadero objetivo de estos diarios. Como decía el Maestro, quien tenga oídos, que oiga…

Jesús no miró a los que discutían en el agua. Sencillamente, los evitó. Dio un pequeño rodeo y, como digo, se aproximó al filo de la laja desde la que este explorador asistía a cuanto llevo relatado. Percibí en su rostro esa serenidad a la que ya hice mención. Era un Jesús nuevo y majestuoso, como si hubiera sido testigo de algo inenarrable y feliz. No me equivocaba…

Tenía el cabello seco, exactamente igual que el resto de los que allí estábamos. Pero ¿cómo era posible? Un minuto antes se hallaba empapado…

Y al llegar a mis pies me observó fijamente. Los ojos, color miel líquida, brillaron un instante. Me traspasó. En esos momentos no supe qué pretendía de este torpe explorador, pero me rendí. Era la mirada de un Dios. Me abrazó desde el agua. Me hizo comprender que yo era su criatura, y Él, mi Creador. En aquel segundo entendí el universo contenido en una de sus palabras favoritas: «Confía». Y lo hice. Sin palabras, mediante el hilo de las miradas, me puse en sus manos. Él sabía. Él gobernaba. Él decidía. Él era mi Dios.

Entonces me tendió la mano izquierda, en un claro gesto para que lo ayudara a salir del cauce.

¡Dios! Y creí comprender…

Su criatura, lo más bajo de la creación, era necesaria para elevarlo. Él rogaba que así fuera.

Y una profunda emoción me dejó sin habla. Extendí el brazo y se aferró con fuerza. Después, sin dejar de mirarle, tiré con el cuerpo, y con el alma, y saltó limpiamente sobre la piedra negra, ahora totalmente seca.

Mensaje recibido.

Su mano continuó agarrada a mi brazo durante un instante. Me sonrió, y creí descubrir el paso rápido de la complicidad.

Acto seguido, con una firmeza dulce y acerada al mismo tiempo, exclamó:

—¡Vamos, mal’ak!… ¡Ha llegado la hora!

Y me guiñó el ojo.

Y aquel aturdido «mensajero» se fue tras Él. Esta vez sí fui afortunado. Fui a donde nadie fue, y fui con Él…

Recuperó el saco de viaje y se alejó hacia el puentecillo de piedra. Quien esto escribe se pegó a sus sandalias. Esta vez no lo perdería.

¡Asombroso!

La túnica roja y el manto aparecían secos. ¿Cómo era posible? Yo mismo lo ayudé a salir del arroyo…

Y al alcanzar el puente se detuvo. Revolvió un instante en el interior del petate y se hizo con la cinta «de los viajes». La amarró alrededor del cráneo y, sin dudarlo, echó a andar. Eso significaba una larga caminata…

No miró atrás. No se preocupó de sus hermanos, o de su pariente, el Anunciador. Yo sí lo hice. A lo lejos, entre la arboleda, se distinguía a los acampados, enzarzados en la polémica, con los brazos en alto, y caminando, sin rumbo, por la orilla del Artal. Abner era el que más discutía. Judas, el Iscariote, lo seguía a todas partes. Se hallaba tan confuso como los demás. Entonces caí en la cuenta: era la primera vez que el Maestro y el Iscariote coincidían. Sin embargo, Judas no reparó en Jesús. En realidad, sólo unos pocos lo hicimos. No sé si el Galileo se fijó en el futuro apóstol…

En cuanto a Yehohanan, no fui capaz de localizarlo. Quizá seguía sobre el basalto, rodeado por sus hombres.

Tampoco me preocupé.

Mi trabajo en Omega había concluido.

«Omega es el principio…».

Como ya mencioné en su momento, quien esto escribe no fue consciente de la trascendencia de dicha frase hasta que Él lo insinuó, camino de Beit Ids…

Pero demos tiempo al tiempo.

El Maestro entró en la calzada que unía las ciudades de Bet She’an con Pella y torció a la derecha, en la dirección de esta última población, una de las más importantes de la Decápolis. ¿Adónde se dirigía? ¿Cuál era su plan? A decir verdad, me hallaba en blanco. No tenía el menor indicio respecto a sus intenciones. Si tenía que hacer caso a los textos evangélicos, después del «bautismo», el Maestro se dirigió al desierto. Y allí —dice el inefable Lucas— fue tentado por el diablo durante cuarenta días…

¿El desierto? ¿Qué desierto? Caminábamos en dirección opuesta al de Judá, el más próximo. Dicho desierto, además, se encuentra a muchos kilómetros de Omega, y en el sur.

¿El diablo?

Una vez más, los supuestos textos sagrados me hicieron desconfiar. ¿De qué diablos hablaban los evangelistas? Quizá yo estaba en un error, y me disponía a ver al diablo (!). Quién sabe… En aquella aventura todo era posible.

¿Se referían a la extraña criatura de los pantanos? ¿Y qué pintaba Adam-adom en el desierto?

Pero, súbitamente, alguien me sacó de tan absurdas elucubraciones.

¡Era Yehohanan!

No creo que hubiéramos caminado más de cincuenta pasos, desde el puentecillo de piedra sobre el Artal, cuando nos alcanzó. Se hallaba solo. Cargaba en su mano izquierda el saco embetunado y maloliente, con el pergamino «secreto». Parecía entusiasmado, y más excitado que nunca.

Retrocedí un paso, prudentemente.

Yo no podía saberlo, pero estaba a punto de ser testigo de una de las escenas más desconcertantes en la vida del Maestro.

Yehohanan, por supuesto, me ignoró. Y permaneció a la derecha de Jesús, caminando al ritmo rápido del Maestro.

Entonces, sin más, empezó a hablarle de las «luces» que había visto en el desierto. Mencionó los raz, o «fuegos inteligentes» que lo visitaron durante su permanencia en Judá, y aseguró que eran iguales que la esfera de color zafiro que vimos frente al Hijo del Hombre, y que se introdujo (?) en su pecho.

El Maestro lo miró, pero continuó con sus grandes zancadas. No hubo respuesta.

No pude ver la cara de Jesús, puesto que me encontraba a su espalda, pero no fue difícil de imaginar…

Después le tocó el turno a las hayyot, y a los supuestos encuentros del Anunciador con dichas criaturas celestes.

Jesús tampoco replicó.

Yehohanan, algo desalentado, extrajo el talith de cabello humano del zurrón y se cubrió. Entonces se refirió a los «carros que vuelan», los merkavah, y le habló de cómo los vio descender en el desierto, y de cómo los «ángeles de cuatro caras», las hayyot, lo llamaban por su nombre…

El Maestro siguió mudo.

—Yo lo sé… —insistió el Anunciador—. Tú eres el elegido. Ahora lo sé. Tú eres el libertador de mi pueblo…

Silencio.

—¿Qué vamos a hacer?… ¿Cuál es el plan?…

Silencio.

El gigante de las siete trenzas no se rindió. E inició otro relato sobre los «palacios» que dijo haber visitado cuando fue arrebatado, como Henoc, en uno de los merkavah.

—¡Ellos me lo mostraron! —gritó—. ¡Yo vi al Mesías libertador…! ¡Eras tú!

El Maestro apretó el paso.

Aquello no me gustó. Yehohanan mentía, o no recordaba lo que me confesó en el Firán. En esa ocasión, según dijo, el Mesías que le mostraron, «más allá de los siete cielos», era rubio…

—¡Los ejércitos del Santo, bendito sea, esperan nuestra señal! ¿Qué hacemos? ¡Dime! ¿Cuáles son tus órdenes? ¡Tú eres el rey de la casa de David! Ellos…

Silencio.

Hasta un ciego hubiera visto que Jesús no deseaba responder a las cuestiones planteadas por Yehohanan…

Era obvio. El Anunciador caminaba a su lado, pero se hallaba en el extremo opuesto de los pensamientos del Maestro.

Entiendo que Jesús hizo lo único que podía hacer: guardar silencio. ¿O no?

Y Yehohanan fue a mostrarle la palma de la mano izquierda. En ella, como se recordará, fue «tatuada», a fuego, la expresión «Yo, del Eterno», en hebreo, la lengua sagrada para los judíos.

—¡Soy de Él!… ¡Soy tu segundo!… ¡Dame una orden y levantaré a los ejércitos! ¡El hacha está en la base del árbol! ¡El Santo, bendito sea, pide venganza! ¡Debemos recuperar la Šeḵinah!

Silencio.

—¿No lo recuerdas?… Un ángel del Santo, bendito sea su nombre, visitó a mi madre, y también a la tuya… El ángel lo dijo: tú serás el Ungido, el que levantará la casa de David y echará al mar a los impíos…

Yehohanan mentía, o inventaba, una vez más. El ángel, o ser de luz, jamás mencionó la casa de David y, mucho menos, la expulsión de los paganos al mar.

El Maestro se mantuvo en silencio. No lo miró ni una sola vez. Yo casi corría tras ellos.

Y me pregunto: ¿por qué esta escena no fue recogida por los evangelistas?

Yehohanan, confundido, se detuvo. Casi tropecé con él. El Maestro prosiguió al mismo ritmo.

Pero no. Yehohanan no se había rendido. Y al poco se situó nuevamente a la altura de Jesús. Entonces le mostró el saco negro y pestilente, y clamó:

—¡Aquí está todo! ¡Éste es el plan del Santo, bendito sea! ¡Examínalo! ¡Ellos me lo dieron!

Y recordé lo revelado por el Anunciador junto al torrente del Firán. Según él, el hombre-abeja lo dibujó, y se lo entregó en el interior de uno de los merkavah (carro que vuela).

Silencio.

—¡Es un megillah sagrado! ¡Está hecho por la mano de las hayyot! ¿Es que no comprendes?…

El Galileo prosiguió, inmutable.

—¿Es que no comprendes? —insistió, furioso—. ¡Es la mano del Santo, bendito sea su nombre! ¡Es la hora de la venganza! ¡Roma debe pagar! ¡Es nuestra hora! ¡El ángel lo dijo: Tú conducirás al pueblo…! ¡Tú eres el rey! ¡Tú eres el Ungido! ¡Tú eres el sacerdote real, como dice Isaías! ¡Te esperábamos! ¡Yo he abierto el camino! ¡Todo está dispuesto! ¡Hoy lo hemos visto! ¡Se han cumplido las profecías! ¡La luz descenderá sobre el cordero!

Yehohanan seguía inventando. Yo no conocía tales profecías…

Silencio.

Y dispuesto a todo, el gigante de la «mariposa» en el rostro trató de abrir el saco, con el fin de mostrar el megillah, o pergamino de la «victoria», también conocido por mí como el «323».

No tuvo opción.

Fue el único gesto de Jesús, al menos, que yo pueda recordar.

Sin detener la marcha, y sin mirarle, el Maestro alzó levemente la mano derecha e indicó que no era preciso que mostrara nada. Eso deduje del referido gesto.

Fue instantáneo.

Yehohanan enmudeció, y se detuvo. Y allí quedó, en mitad de la calzada, con el talith sobre la cabeza, y el saco embreado, a medio abrir, entre las enormes manos. No vi a ninguno de sus discípulos. Poco después se perdió entre las gentes que iban y venían. Supuse que retornó a Omega, con Abner y los suyos…

Jesús continuó con sus típicas zancadas, rumbo al este, hacia la ciudad de Pella; una población que este explorador no conocía.

Prudentemente, como en otras ocasiones, mantuve una cierta distancia. Estaba claro que deseaba caminar en solitario. Pero ¿hacia dónde? ¿Qué nuevas sorpresas me reservaba el Destino?

El Destino…

Consulté la posición del sol. Faltaban unas cuatro horas para el ocaso. A buen ritmo, como el que mantenía Jesús, eso representaba alrededor de veinte kilómetros. Pella estaba mucho más cerca. Según mis cálculos, a no más de tres kilómetros del meandro Omega. ¿Deseaba llegar a la ciudad de los manantiales? ¿Y por qué Pella? ¿O no eran ésas sus intenciones? En esos momentos, nadie las conocía…

Hice algunas conjeturas.

Si el Maestro caminaba hasta el anochecer —difícilmente lo hacía en la oscuridad— y mantenía la dirección este (en realidad, sureste), podíamos alcanzar las proximidades de Gerasa, otra de las ciudades de la Decápolis. Tampoco la conocía. Y no se me ocurrió razón alguna para llegar a dicha población. Si giraba hacia el sur, una vez tomado el «camino de los reyes», en esas horas, antes de las cinco de la tarde, era posible que nos situáramos en la frontera con la Perea. Allí, muy cerca, se hallaba la garganta del Firán, de triste recuerdo para quien esto escribe. ¿Pretendía el Galileo visitar el citado afluente del Jordán? ¿Y por qué iba a hacerlo? En los alrededores, algo más al oeste, se levantaba la pequeña aldea de Salem, donde residían el sabio Abá Saúl y su esposa, Jaiá, tan queridos por este explorador. No vi sentido. No consideré que el Hijo del Hombre intentara aproximarse a dichas zonas.

¿Y por qué preocuparme? Él sabía…

El día, ahora, era magnífico. Yo me sentía bien, y con fuerzas. Él caminaba por delante, a cosa de un centenar de metros, y con paso decidido. Lo dejaría todo en manos del Destino, como siempre.

El Destino…

Sonreí de nuevo para mis adentros. Todo fue minuciosa y delicadamente diseñado para que este explorador se detuviera en Omega. Nada fue casual.

Y dediqué unos minutos a ordenar y analizar (?) lo visto y oído en el gran meandro en forma de herradura.

¿Asistí a lo que los cristianos, en nuestro «ahora», denominan el «bautismo» del Maestro?

Sí y no.

En realidad, la ceremonia nada tuvo que ver con las actuales ideas.

Para empezar, la inmersión de Jesús en las aguas (el término «inmersión» me parece más ajustado) no se produjo en el río Jordán, como estiman los creyentes. Como ya indiqué[159], el Jordán era una corriente «impura». Las aguas arrastraban lodo, basura, excrementos, animales muertos y toda suerte de árboles y desperdicios. La Ley judía era muy estricta en lo que se refiere a la purificación. Introducirse en el «padre Jordán» para limpiar el cuerpo (eso significaba «bajar al agua») hubiera sido una burla. Los judíos habían trazado una compleja normativa —llamada miqwaot— que regulaba dónde y cómo purificar a hombres y mujeres. Las aguas, según este tratado oral, se hallaban divididas en seis órdenes, de acuerdo con su grado de pureza. Las más puras eran las que llamaban «golpeadas o manaderas»; es decir, las saladas, o termales, y las vivas, correspondientes a manantiales y afluentes, respectivamente. También el mar era «puro». Yehohanan lo sabía, y actuaba en consecuencia. Si hubiera pretendido practicar el šakak (ceremonia de «bajar al agua») en cualquiera de los tramos del Jordán, los judíos no lo habrían consentido. Peor aún: lo más probable es que sus palabras no hubieran tenido la menor resonancia y, quizá, habría sido apedreado…

En segundo lugar, el actual concepto de «bautismo», por el que, supuestamente, se perdona el «pecado original» del aspirante, nada tiene que ver con la referida ceremonia de «bajar al agua», a la que se sometió el Maestro. Como ya expliqué con anterioridad, la inmersión en las aguas era un reconocimiento del arrepentimiento previo, imprescindible para la pureza última, la del cuerpo. Para los judíos, la inmersión no significaba el perdón de los pecados. Se trataba de un ritual, aunque necesario.

¿Significó esto que el Maestro se arrepintió, previamente, de sus faltas? Me niego a creer que Jesús de Nazaret cometiera un solo pecado contra los hombres, o contra sí mismo. Mucho menos contra el Padre. Como me explicó en el kan de Assi, en el lago Hule, «nadie está capacitado para ofender a Dios», por mucho que se empeñen sus «representantes» (?). Jesús fue el Hombre más limpio, noble y generoso que jamás ha pisado la Tierra. En el Hermón, al recuperar lo que siempre fue suyo —la divinidad[160]—, se convirtió en un Hombre-Dios. ¿Cómo imaginar a un Dios transgrediendo las leyes de Dios?

En cuanto al llamado «pecado original», provocado —dicen las religiones— por la falta de Adán y Eva, prefiero no hacer comentario alguno. La idea me resulta, sencillamente, ridícula…

Entonces, ¿cuál fue el sentido de dicha ceremonia? ¿Por qué el Hijo del Hombre solicitó del Anunciador que lo sumergiera? ¿Por qué se introdujo en las aguas del Artal, y con tanta devoción?

Sinceramente, no lograba entenderlo…

Fue Él quien aclaró la mente de este confuso explorador. Por supuesto que tenía sentido; un importante y bello sentido…

También la fecha del «bautismo» (?) quedó aclarada. Zebedeo padre, y Bartolomé, uno de los doce, estaban bien informados. Fue hacia la hora «sexta» (mediodía) del lunes, 14 de enero del año 26 de nuestra era, y no en el 29, como insinúa Lucas, el evangelista. Como ya comenté, Lucas no sabía, o no tuvo en cuenta, que el emperador Tiberio gobernó, conjuntamente con Augusto, durante más de dos años, antes de la muerte de este último, ocurrida el 19 de agosto del año 14 de nuestra era. Fue en octubre del año 11 cuando Tiberio fue designado collega imperii[161]. Por supuesto, en enero, Poncio Pilato no había tomado aún posesión como gobernador de la provincia romana de la Judea. Eso ocurriría meses después, en el verano del citado año 26.

Lucas no acertó una. En su evangelio, la prisión de Yehohanan aparece antes que el «bautismo» del Maestro, y tampoco fue vista «paloma» alguna. El «descenso del Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre el Hijo del Hombre» fue pura invención. En realidad, los sucesos en Omega fueron más espectaculares, y fantásticos, de lo que transmitió el bueno del evangelista, que ni siquiera conoció a Jesús. Si Lucas hubiera tenido la oportunidad de interrogar a Abner, o a los discípulos del Anunciador, quizá el texto evangélico habría sido otro. Pero, como espero tener la oportunidad de relatar, los íntimos de Yehohanan terminaron por ser marginados por los seguidores del Maestro. Pero ésa es otra historia…

Lucas, finalmente, se hace eco de la versión de Santiago, en lo que a la «voz» se refiere, e ignora el segundo testimonio, el de Judas, también hermano carnal de Jesús. ¿Quizá porque lo manifestado por el antiguo zelota no se ajustaba a los pensamientos e intereses de Pedro y Pablo? ¿Por qué Lucas no escribe que la «voz» que se dejó oír en el Artal era la de una mujer? ¿Dios, mujer? Imagino la cara de Pablo de Tarso, uno de los principales informantes de Lucas, misógino a ultranza, al oír semejante despropósito…

Y fue borrado, naturalmente, como tantos otros sucesos.

Cuando habíamos recorrido unos tres kilómetros, distinguí la ciudad de Pella, a la izquierda de la calzada, y en lo alto de una suave colina, casi a la altura del nivel del mar (alrededor de «menos treinta metros»). Conservaba una mediocre muralla de piedra y adobe, que la rodeaba por completo. El trasiego de hombres y caballerías se intensificó. Y opté por aproximarme cuanto pude al Hijo del Hombre. Aunque destacaba por su altura, y por la túnica roja, hasta los tobillos, preferí no correr riesgos.

Jesús no se detuvo. Cruzó entre los inevitables vendedores, pícaros y mendigos, que atestaban el camino de acceso a las puertas de la ciudad griega[162], y continuó hacia el este. Entre los vendedores me llamó la atención un grupo que se movía sin cesar por la calzada, y que pregonaba la célebre agua de Fahil, «que hacía inmortal al que la consumía»… Cometí el error de detenerme a inspeccionar uno de los pellejos y, en segundos, cayó sobre este incauto explorador toda una tropa de aguadores, caldeos o adivinos, «burritas» negras, mercachifles, «guías» de la ciudad, conductores de carros y hasta encantadores de serpientes. Unas tiraban de la túnica, gritándome no sé qué sobre sus respectivos burdeles, otros intentaban abrir el petate, y los más, a voz en grito, me metían los artículos por los ojos, ensayando en arameo, koiné y en otras lenguas que no comprendí. Fue entonces cuando perdí de vista al Galileo…

Me deshice, como Dios me dio a entender, de la enloquecida parroquia y corrí hacia ninguna parte. La aglomeración de gente, animales y mercancías no me permitía distinguir.

Y maldije mi mala estrella…

Si lo perdía, no hubiera sabido dónde encontrarlo. ¿Correr hacia ninguna parte? No exactamente. Corrí por la calzada, por el «camino de los reyes», pero en dirección equivocada.

Salté, una y otra vez, intentando descubrirlo entre el gentío. Más de uno pensó que se hallaba ante un endemoniado.

Y, desalentado, me dejé caer en el filo de la ruta. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba el Maestro? ¿Cómo podía ser tan torpe? Se había esfumado ante mis narices. Pensé, incluso, que quizá ése era su deseo. Quizá me precipitaba a la hora de seguirlo…

Y el Destino, como siempre, sonrió, burlón.

En ello estaba, debatiendo sobre el asunto, cuando se detuvo ante este desolado explorador uno de los habituales carros de alquiler, que trasladaban a los viajeros de un punto a otro. El sais reclamó mi atención y preguntó si me dirigía al sur. Por cinco denarios de plata se comprometía a dejarme, sano y salvo, en la mismísima Jericó…

¿El sur?

Entonces comprendí. Había tomado la calzada que descendía por la orilla izquierda del Jordán, el mencionado «camino de los reyes», que cruzaba las llanuras de Moab, y el reino de la Nabatea, hasta desembocar en el mar Rojo.

¡Era un estúpido! ¡Yo lo vi dirigirse hacia el este!

Rescaté un denario de la faja y lo lancé hacia el sorprendido conductor, al tiempo que volaba, deshaciendo lo andado. El sais debió de pensar que había ido a preguntar a un viejo loco. ¿Un denario por nada? Creo que fue el dinero más rentable en aquella aventura…

Minutos después, como supuse, lo descubrí en la lejanía. Efectivamente, el Maestro rodeó la ciudad de Fahil (Pella) y se adentró en un camino secundario, hacia el oriente. Respiré aliviado, y procuré acortar la distancia.

Como dije, no sabía nada de aquella zona. Era la primera vez que me adentraba en ella. Recordaba vagamente los perfiles, observados en el periplo aéreo, cuando nos dirigíamos al norte del yam. Pero eso no servía. Ignoraba hacia dónde conducía aquel sendero, muy poco frecuentado, y que empezaba a ascender tímidamente, entre decenas de yébels, o colinas de caolín, tan apreciadas por los alfareros y por los cultivadores de olivos.

Jesús marchaba de nuevo a buen ritmo. Parecía conocer al paraje…

Traté de tomar referencias, siempre útiles en los viajes.

Desde Fahil, o poco antes, los apretados bosques del valle del Jordán fueron reemplazados por miles de zayit, el olivo israelí, célebre por su generosidad, y por la calidad de los aceites, densos y dorados. Abundaba el género Olea, con más de treinta especies, muchos de ellos centenarios, arqueados por el paso del tiempo, gruesos y misteriosamente huecos. Como había observado en el viaje al Hermón, también aquí, en la Decápolis, el zayit era mimado como una novia. Lo plantaban a una distancia mínima de once metros, colonizando miles de kilómetros cuadrados. En realidad, eso era lo único que tenía a la vista: hileras interminables de olivos, de hasta diez metros de altura, que compensaban el blanco harinoso de las colinas. Cada árbol regalaba del orden de treinta a sesenta kilos de aceitunas, con una producción media de aceite de unos cinco litros por olivo. Eso convertía estas alturas de Galaad en un río de oro, con una exportación ininterrumpida, y disputada, que obligaba a comprar las cosechas «en el árbol». Naturalmente, la mayor parte de los propietarios de estos yébels era judía. Herodes Antipas, el tetrarca de la Perea y de la Galilea, también era «accionista» destacado en el negocio de los zayit. Astutamente, los judíos que explotaban estas tierras se aprovechaban del carácter pagano de las mismas, e interpretaban la Ley mosaica a su manera, y en su beneficio. Dicha Ley (Deuteronomio 24, 20) establecía que los olivos no debían ser descargados en su totalidad, sino que, en cada rama, era bueno que permaneciese un mínimo de fruto, con el fin de alimentar a los desposeídos: «Cuando varees tus olivos —decía Yavé—, no harás rebusco. Lo que quede será para el forastero, el huérfano y la viuda».

En la lejanía, en las laderas, distinguí cuadrillas de felah (campesinos), con cestos en los que almacenaban las últimas aceitunas, negras y prometedoras. Los hombres agitaban las ramas con largas pértigas. En el suelo, mujeres, niños y ancianos seleccionaban el fruto, y llenaban los capazos. Si el terreno lo permitía, las mulas, onagros o camellos se aproximaban al grupo y se procedía a la carga. Si las caballerías esperaban en la senda por la que transitábamos, las espuertas tenían que ser trasladadas sobre las espaldas de los porteadores. Y pobre del anciano, del muchacho o de la mujer que tropezara y derramara el fruto…

Éste fue el paisaje, y el paisanaje, que nos acompañó durante los dos primeros kilómetros.

Poco a poco me fui acercando al Maestro. Ahora me encontraba como al principio, a cosa de un centenar de pasos.

Y seguimos ascendiendo. Según mis cálculos, ratificados posteriormente en el Ravid, en cuestión de cinco o seis kilómetros habíamos pasado de «menos» 200 metros, en el valle del Jordán, a «menos» 30, en Fahil o Pella, y el caminillo proseguía, valiente, trepando ahora por la cota «300». Las colinas de caolín eran interminables. Por más que oteaba los horizontes, no conseguía ver otra cosa que el verde-negro de los olivares y, a ratos, como si quisieran escapar, el blanco y el ocre del terreno.

Por más vueltas que le daba, no lograba hacerme una idea sobre los propósitos del Hijo del Hombre. ¿Qué buscaba en aquellos olivares?

Los textos evangélicos —los cuatro— aseguran que, tras el «bautismo» en el Jordán (?), Jesús fue llevado por el Espíritu hacia el desierto, y allí fue tentado (?). E insisto: ¿qué desierto? Nos hallábamos muy lejos de Judá, el más próximo.

El sol marchaba en dirección contraria, y diría que con las mismas prisas que el Maestro. Más o menos, restaban unas tres horas de luz.

¿Por qué preocuparme? El misterio no tardaría en esclarecerse. Quizá a la caída del sol…

Y me propuse no perder el tiempo con semejantes laberintos. Él estaba allí. Eso era lo que contaba. Sólo tenía que tener los ojos bien abiertos. Ésa era mi misión. Él lo definió perfectamente: «Mal’ak» («Mensajero»).

Y entre las hileras de zayit, por la derecha del sendero, apareció una aldea.

Jesús la vio antes que yo, pero continuó con sus largas zancadas.

No me pareció importante. Las casas, de adobe, se ayudaban las unas a las otras, pared con pared, temerosas y humildes. Una pista, ennegrecida por los excrementos de las caballerías, unía el poblacho con la senda «principal». Luego supe que se llamaba Tantur, acurrucada, como digo, entre miles de olivos, y a cosa de 307 metros sobre el nivel del mar. Estimé que podía hallarse a un kilómetro del camino por el que marchábamos.

Y, de pronto, Jesús redujo el ritmo.

Me puse en alerta.

A escasa distancia, en el cruce con la pista que huía hacia Tantur, divisé unos corros de esforzados laureles, alegrando la seriedad del olivar. Había gente.

Yo también aminoré la marcha, y mantuve la distancia. No sabía qué se proponía. Debía moverme con prudencia.

Era un pozo. Tres mujeres se hallaban alrededor del brocal de piedra, y bregaban con el pellejo de carnero en el que subían el agua.

Caminé despacio.

Las mujeres, jóvenes, no parecían judías. Vestían amplios vestidos azules, con anchas fajas en la cintura, tipo thob, como el de los beduinos, con sendos tocados en las cabezas. Reían y parloteaban sin descanso, divertidas ante sus propias dificultades. No hablaban arameo. Al pie del antepecho del pozo descansaban tres cántaras de mediano porte. Por detrás, a media docena de metros, se levantaba un reducido cobertizo, trenzado con palitroques y ramas de palmera.

En una primera deducción, al oír el lenguaje y observar la vestimenta, supuse que eran nómadas, o seminómadas. Comprendí: estábamos adentrándonos en territorio badawi (beduino), más conocido en aquel tiempo por el término a’rab. Eran árabes.

Las mujeres no tardaron en detectar la presencia del primer caminante. En realidad, quienes las alertaron fueron dos perros que irrumpieron junto al pozo. No estoy seguro, pero creo que dormitaban en el cobertizo.

El Maestro no se inmutó, y siguió hacia ellas.

Quien esto escribe, en un intento de no interferir, se ocultó entre los olivos, y esperó. Me hallaba relativamente cerca.

Los perros eran dos hermosos ejemplares de la raza sloughi[163], tipo lebrel, de color leonado, listos y rápidos como el viento. Eran excelentes guardianes y cazadores, capaces de percibir la presencia de un extraño mucho antes que sus dueños.

Mantuvieron orientados los puntiagudos hocicos hacia la senda, pero no arrancaron, como hubiera sido lo habitual en estos galgos. Una de las beduinas soltó la cuerda de la que tiraban, y se hizo con un bastón. Después se situó tras los sloughi, e intentó descubrir qué o quién se acercaba.

El pellejo, con el agua, quedó en suspenso, a mitad de camino. Las tres mujeres tenían las miradas fijas en los olivos, entre los que discurría el camino. Guardaban silencio.

Y para sorpresa de todos, los lebreles se tranquilizaron e iniciaron un rápido y amigable movimiento de las largas y frágiles colas. Las beduinas comentaron algo, y se relajaron. La actitud de los perros fue decisiva.

Jesús llegó al pozo, y lo vi alzar la mano izquierda, en señal de saludo. Conversaron, aunque no pude oír, dada la distancia. Yo lo sabía, pero ahora me encontraba ante la confirmación: el Maestro entendía, y hablaba, algo de árabe.

Las mujeres prosiguieron con lo suyo y Jesús, pendiente del trípode de madera por el que subía el negro y chorreante cuero de carnero, que hacía las veces de cubo, esperó a que las jóvenes concluyeran el izado del pellejo. Los perros se acercaron y olisquearon al Maestro. Las colas no dejaban de agitarse.

Jesús, entonces, se colocó en cuclillas, y acarició a los sloughi. Sus manos se repartieron sobre los cráneos de ambos animales, que respondieron entusiasmados, lamiendo las barbas y el rostro del Galileo. Y fueron tales los lametones, y el empuje de los galgos, que terminaron por desequilibrar al recién llegado. El Hijo del Hombre cayó de espaldas, y los perros siguieron con su cordial recibimiento. El tropiezo del forastero terminó por provocar la risa en las esforzadas beduinas, que soltaron la cuerda, propiciando la caída del cuero al fondo del pozo. Y las risas se multiplicaron.

Por último, fue el propio Jesús quien solicitó que le permitieran tirar del esparto, elevando de nuevo el agua. Las jóvenes cuchicheaban y sujetaban las risas con dificultad. En cuatro o cinco tirones, la potente musculatura del Hijo del Hombre rescató el cuero, y las mujeres pudieron llenar sus cántaras. Después, Él mismo bebió directamente del odre, y lo hizo con placer, y durante casi medio minuto. Estaba sediento. A continuación, mientras el pellejo se balanceaba en el aire, retenido ahora por una de las nómadas, el Hijo del Hombre se volvió y dirigió la mirada hacia el lugar desde el que este explorador contemplaba la escena. No sé por qué me oculté tras uno de los zayit. Nunca logré explicar tan ridícula e infantil reacción. Imaginé que deseaba preguntar si quería un poco de agua. Pero Jesús no dijo nada…

Así transcurrieron unos segundos, no demasiados. Cuando asomé la cabeza, algo había cambiado…

Es difícil de explicar, aunque ahora sé que aquel personaje no era normal. Pero ¿qué fue «normal» en esta increíble y mágica aventura?

El Maestro seguía conversando con las muchachas, pero los perros cambiaron de actitud. Parecían recelosos. Tenían la atención puesta en el vacío cobertizo de palos y hojas de palma. Y empezaron a gruñir, arqueando las colas en señal de alerta. Algo habían visto, o percibido…

Fue todo muy rápido.

Inexplicablemente, los siempre valientes sloughi dieron la vuelta y arrancaron como meteoros, alejándose entre los olivos, en dirección a la aldea.

Como digo, visto y no visto…

Las mujeres volvieron las cabezas y siguieron la impresionante carrera de los galgos, hasta que los perdimos. Y continuaron dialogando con el Maestro. Supongo que no dieron mayor importancia a la estampida de los lebreles. Quizá descubrieron alguna liebre. Quien esto escribe, sin embargo, sí cayó en la cuenta de un detalle que no cuadraba con el comportamiento de esta raza concreta de cazadores: los sloughi salieron en dirección opuesta a la del cobertizo; es decir, a la que marcaron con sus cuerpos. Si captaron algo extraño en la zona del referido sombrajo, ¿por qué huyeron (ésa sería la expresión exacta) en otra dirección? ¿Desde cuándo huía un sloughi? Estos animales difícilmente abandonan a sus amos. Son fieles hasta la muerte…

Y, por un momento, imaginé que estaba en un error. Quizá la liebre escapó en la dirección seguida por los galgos. El hecho de que las beduinas y Jesús no se alarmaran me tranquilizó, relativamente.

Fue entonces, nada más desaparecer los sloughi, cuando lo vi. Mejor dicho, cuando lo vimos surgir por detrás del cobertizo. También ellas, y el Galileo, lo vieron aproximarse…

¿Lo vieron? Quiero creer que sí…

Desde el primer instante me llamó la atención. Nunca, en toda la aventura en la Palestina de Jesús de Nazaret, vi algo parecido. Ni siquiera Yehohanan era tan…

No sé cómo definirlo.

Caminó con seguridad hacia el pozo, y fue a situarse entre las beduinas y el Maestro. Hablaron. Supongo que se saludaron, y lo hicieron con total naturalidad. ¿Lo conocían? ¿Fue por eso por lo que no mostraron ningún signo de extrañeza? No encontré otra explicación. Pero ¿y los perros?

Era un varón, tan alto como el Anunciador. Alrededor de dos metros de altura.

¿De dónde había salido?

Vestía una larga túnica, sin mangas, que dejaba al descubierto unos brazos interminables y delgados como cañas. Las manos llegaban a las rodillas (!). No distinguí la cabeza con precisión, pero se me antojó igualmente deforme. La barbilla era casi inexistente. La cabeza era un todo con el cuello. Lucía un corte de pelo, al «cepillo», no muy habitual en aquel tiempo, y mucho menos entre los judíos.

Pero lo más llamativo era la túnica. Brillaba con intensidad, según… E intentaré explicarme, aunque no resulta fácil. La «luminosidad» del tejido —quizá algún tipo de seda— variaba de acuerdo con la luz. Si el hombre recibía los rayos del sol directamente, la túnica (?) se volvía mate, y lucía en un blanco sin lustre. Por el contrario, cuando se desplazaba entre los ar (laureles), o por el olivar, las sombras parecían «reactivar» el tejido.

¡Asombroso!

Al caminar en la penumbra, el vestido se «iluminaba» (?) y variaba de color, pero nunca de manera uniforme. Tan pronto lo veía rojo, como azul, o verde, o negro, o una mezcla de todos ellos, según…

Pensé que estaba dormido. ¿Otra ensoñación?

Me froté los ojos y, al abrirlos, el hombre continuaba junto al brocal, departiendo con el Galileo.

No era un sueño…

Las mujeres cargaron las cántaras sobre las cabezas y se despidieron. Las vi alejarse por el senderillo que buscaba el poblado de Tantur. De los sloughi, ni rastro…

Tuve la tentación de acercarme. E inicié una lenta y silenciosa aproximación. Al poco, sin embargo, me detuve. No me pareció correcto.

Jesús, sentado ahora sobre el antepecho de piedra, conversaba animadamente con el hombre. Era el Maestro el que dirigía la conversación. El otro escuchaba y, de vez en cuando, asentía con la cabeza.

Por mi mente desfiló todo tipo de interrogantes. ¿De qué lo conocía Jesús? ¿Quizá de los viajes? ¿Por qué jamás tropecé con él? ¿Por qué ahora? ¿Cómo llegó hasta el pozo de Tantur? ¿Por qué los lebreles huyeron tan precipitadamente?

No supe resolver el misterio.

Lo que sí estaba claro es que la relación era cordial, y lamenté, una vez más, no estar al lado del Maestro.

Al cabo de un rato se despidieron. Se besaron en las mejillas, como viejos amigos. No cabía duda: se conocían…

Y el hombre de la túnica «luminosa» (?) salió a la senda principal, y se dirigió hacia el lugar en el que se ocultaba este explorador. Caminaba sereno, y sin prisa. Entonces reparé en otro detalle, poco habitual: no cargaba equipaje; ni siquiera un modesto zurrón. Era raro en un caminante. Al parecer, se dirigía hacia Fahil…

Y al llegar a mi altura, aminoró el paso. Casi se detuvo. Dirigió la mirada hacia donde me hallaba, y sentí un estremecimiento. Me asomé tímidamente por detrás del olivo, e intenté corresponder a su sonrisa. Debo reconocerlo. Pocas veces he visto una sonrisa tan encantadora…

Ahora, en mitad del camino, a plena luz del sol, la túnica era blanca, como la espuma marina, como los cabellos de Abá Saúl y los del «hombre» del sueño, en Salem…

Los ojos eran muy pequeños, pero vivos, y de un azul claro, sin fondo. Carecía de cejas. Era chato, y con una piel bronce, muy tostada. El cabello, cortado al estilo militar, era negro, grueso y rígido, como las cerdas de un jabalí o las púas de un erizo. A pesar de su aspecto, poco atractivo, la referida sonrisa, parecida a la del Maestro, lo eclipsaba todo, y uno quedaba rendido ante ella.

Me observó con curiosidad, y prosiguió. El «encuentro» (?) no se prolongó más allá de un par de segundos. La sonrisa quedó grabada en mi memoria, hasta el día de hoy…

¿Quién era el singular personaje?

En el cinto que marcaba la estrecha cintura llegué a ver una especie de adorno: una estrella de seis puntas, similar a la del rey David. Alrededor del «emblema», o lo que fuera, aparecían otros símbolos, que no tuve tiempo material de visualizar.

Y el hombre de la «sonrisa encantadora» se alejó…

Y allí quedó este perplejo explorador, haciéndose mil preguntas. ¿Cómo supo que me ocultaba en el olivar? ¿Me vio cuando dialogaba con el Galileo? ¿Fue el Maestro quien le advirtió de mi presencia? ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué me sonrió? ¿De dónde había sacado aquella túnica? ¿Qué representaba la estrella, en el ceñidor? ¿Por qué las beduinas no mostraron extrañeza ante la presencia del hombre deforme? ¿O no era tal?

Mal’ak!

La voz del Maestro, reclamándome, me hizo olvidar, de momento, al insólito hombre.

Jesús insistió desde el pozo, y me animó con el brazo para que me reuniera con Él.

—¡Vamos, mal’ak!…

Empezaba a gustarme la palabra —«mensajero»—, y corrí hacia el Hijo del Hombre.

Jesús cargó su petate y se incorporó a la senda principal, la que continuaba ascendiendo entre colinas y olivares, siempre hacia el este.

Conversamos.

El Maestro parecía feliz y seguro. No me atreví a preguntar por nuestro destino, y tampoco sobre el encuentro con el hombre de la sonrisa encantadora. Preferí descubrirlo por mí mismo, cuando llegase el momento. Además, qué importaba el final del camino. Lo importante, al menos para mí, era el camino…

Y me prometí, solemnemente, que jamás volvería a ocultarme. La misión, el seguimiento del Hijo del Hombre, estaba por encima de mi timidez. No volvería a repetirse una escena como la del pozo de Tantur. Era preciso que me hallara siempre presente, a no ser que Él, directa o indirectamente, determinara lo contrario. No quería perder ni una sola de sus palabras…

Por supuesto, no siempre lo conseguí.

Y fue así, en aquel sendero de tercer orden, prácticamente solitario, sin saber hacia dónde nos dirigíamos, como llegué a medio esclarecer lo que había sucedido esa misma mañana del lunes, 14 de enero, en las aguas del meandro Omega. Fue lo primero que pregunté. No entendía lo sucedido, y Él, afable y dispuesto, hizo lo posible para que viera la luz. Cuán cierto es que las mayores revelaciones ocurren cuando menos lo imaginamos, y en los lugares más insospechados…

Fui al grano. Yo sabía que Jesús era un Hombre intachable. Nunca ofendió, voluntariamente, a un semejante. Y le había oído expresarse sobre la imposibilidad física de injuriar, o de ofender, al Padre de los cielos. Recuerdo cómo insistió en ello durante la inolvidable noche en el kan de Assi, el 17 de septiembre último[164]. Pues bien, si la naturaleza humana no tiene capacidad de ofensa hacia Dios, ¿por qué admitió la ceremonia de «bajar al agua»? ¿De qué tenía que purificarse? ¿Qué sentido tuvo el «bautismo»?

El Maestro me observó con ternura. Y durante unos segundos guardó silencio. ¿Había vuelto a equivocarme? Quizá no debería haber planteado un asunto tan íntimo…

Pero, en realidad, la razón del fugaz silencio era otra. El Maestro, midiendo las palabras, hizo una aclaración, que no debía perder de vista en ningún momento:

—Querido mensajero, cuando me oigas hablar, recuerda siempre que lo dicho es sólo una aproximación a la verdad…

Sí, Él lo dijo en cierta ocasión. Lo había olvidado.

—… La verdad no es humana. Vosotros, ahora, no tenéis posibilidad de asumirla… Ni siquiera de intuirla. Lo que estimáis como verdad es una mezcla de deseos y de imposiciones exteriores. Mejor así…

Y sonrió, pícaro.

—… Si el Padre te mostrara la verdad, ¿qué quedaría para la eternidad?

Mensaje recibido.

Entonces, concluida la precisión, resolvió mis dudas con la siguiente frase:

—Fue mi regalo al Padre…

Al percatarse de que mi mente se había quedado atrás, y de que no terminaba de entender, pasó el brazo izquierdo sobre mis hombros y me acogió con dulzura. Entonces, lentamente, recreándose en cada palabra, y en cada concepto, fue desgranando el significado de la frase.

Esto fue lo que entendí: al sumergirse en las aguas, el Hijo del Hombre llevó a cabo un ritual personal —e insistió en lo de «personal»—, y se consagró a la voluntad de Ab-bā, el Padre Azul. Fue un «regalo», mucho más simbólico de lo que podamos imaginar. Él quiso inaugurar el principio de su ministerio con lo más sagrado de que era capaz: «regalar» su voluntad al que lo había enviado… El «bautismo», por tanto, fue un gesto más santo, y delicado, de lo que siempre se ha creído.

Y los cielos se abrieron, como no podía ser menos, ante el «regalo» de un Dios hacia otro Dios…

Además, sirvió de ejemplo a sus hermanos. Pero esto fue lo menos importante.

Permanecí pensativo. No era fácil para quien esto escribe. Yo jamás he regalado nada a Dios. Tampoco he pedido mucho, pero, en honor a la verdad, mis labios siempre se han abierto para reclamar, o suplicar.

¿Regalar a Dios? Tenía gracia… Y volví a desmenuzar las palabras del Hombre-Dios.

Jesús, atento, me dejó hacer. Él sabía esperar. Era otra de sus cualidades.

La ceremonia de «bajar al agua» fue un «regalo» de Jesús hacia el Padre. Desde que lo conocía, el Maestro había hablado en numerosas oportunidades de ese «ejercicio», casi ignorado por la mayor parte de la humanidad: hacer la voluntad de Ab-bā. Recordé sus explicaciones durante la primera semana de estancia en las cumbres del Hermón, en el verano del año 25: «… Yo conozco al Padre —nos dijo—. Vosotros, todavía no. Os hablo, pues, con la verdad. ¿Sabéis cuál es el mejor regalo que podéis hacerle?… El más exquisito, el más singular y acertado obsequio que la criatura humana puede presentar al Jefe es hacer su voluntad. Nada le conmueve más. Nada resulta más rentable…».

Pues bien, llega un momento en el que la criatura humana, experta ya en esa «gimnasia» de entregarse a la voluntad del Padre, toma la decisión de consagrarse «para siempre». Y lo hace tranquila y serenamente, y elige para ello el instante que estima oportuno. Se trata de un momento de auténtica elevación espiritual, en el que el hombre, o la mujer, sencillamente, se entregan al Padre. Es un rito íntimo, el mejor «regalo» que podamos imaginar…

Jesús eligió Omega. Fue la culminación de lo que sabía y practicaba.

Había llegado su hora…

El Maestro asintió en silencio. ¡Volvió a hacerlo! ¡Se coló de nuevo en mis pensamientos!

Y prosiguió con sus explicaciones…

Esa mañana —me atrevería a calificarla de histórica— se registró otro suceso (?) que sólo he alcanzado a entender en parte. En realidad, en una mínima parte…

Recuerdo que el rostro del Maestro se iluminó, y de cada poro nacía una increíble y bellísima radiación azul. Lo llamé azul «movible»… Según el Maestro, ése fue el mayor de los prodigios que ha tenido lugar en la carne. Seguí sin saber de qué hablaba. Y se aproximó un poco a la realidad (lo que pudo). Su mente humana, o quizá su naturaleza humana (no supe distinguir con exactitud a qué se refería), se hizo una con la mente divina (?), o con la naturaleza divina.

Mi mente naufragó, y también se hizo una, pero con la nada…

Y Él, consciente, se detuvo. Dejó caer el saco de viaje sobre la tierra oscura del camino y se agachó. Tomó un puñado de dicha tierra, sucia y contaminada por el trasiego de hombres y animales, y me la mostró. Los ojos se iluminaron, y supe que se movía en mi interior. Sonrió y, en silencio, caminó hacia la colina de caolín más cercana. Lo seguí, intrigado. Allí, bajo los olivos, volvió a agacharse y tomó un segundo puñado de tierra, esta vez blanco-amarillenta, pura y brillante, como consecuencia del silicato hidratado de aluminio. Y, sin dejar de mirarme, procedió a mezclar ambos puñados. Al poco, no supe distinguir cuál era la tierra de inferior calidad, la del sendero, y cuál la brillante, la de la colina…

Mensaje recibido.

Y al «unificarse» (?) ambas naturalezas —la del hombre y la del Dios—, se produjo el milagro, el mayor prodigio de todos los tiempos; un milagro superior, creo, al de la resurrección de los muertos… Fue en esos instantes (?), suponiendo que esa «fusión» pueda ser medida, cuando Jesús de Nazaret se convirtió, VERDADERAMENTE, en un Hombre-Dios. En el monte Hermón recuperó lo que era suyo —la divinidad—, pero fue en Omega donde el Padre hizo «oficial» (digámoslo así) la divinidad de su Hijo, muy amado…

Fue entonces cuando se transformó en un Dios.

«Regalo» por «regalo»…

Así lo vi, y así lo hago constatar.

Ahora, al rememorar aquellas escenas en el afluente del Jordán, me estremezco. Fui el primero que tendió su brazo a un recién estrenado Dios. Él me eligió, y no por casualidad. Él sabía que yo era su mal’ak, su «mensajero». Los que presenciaron la escena jamás supieron lo sucedido realmente. Yo tuve acceso a ello, merced a la bondad del Hijo del Hombre…

No culpo a los escritores sagrados (?) del silencio sobre este importantísimo pasaje de la vida del Maestro. Ni Yehohanan comprendió, ni tampoco sus hermanos. Nadie supo, hasta hoy…

Algún tiempo más tarde, cuando el Galileo reveló su divinidad a los más íntimos, tampoco entendieron. Era lógico. Como ya he explicado en diferentes ocasiones, la expectativa mesiánica entre los judíos lo contemplaba todo, menos lo que ocurrió. Muchos creían que el Mesías sería un ser sobrenatural, dotado de toda clase de poderes. Otros lo hacían rey de la casa de David. Y también profeta, o vidente, y conductor de ejércitos, y «rompedor de dientes» e, incluso, hijo de Dios. Lo que no imaginaron es que alguien pudiera ser hombre y Dios, al mismo tiempo. Esa posibilidad no figuraba en lo establecido por la ortodoxia judía. De ahí que Jesús, al declararse hijo de Dios vivo (hombre y Dios), se colocara al margen de todo y de todos. Lo he dicho muchas veces, y lo repetiré, supongo: el Hijo del Hombre no podía ser el Mesías que esperaba la nación judía, y tampoco deseó serlo. Él fue mucho más…

Fue, por tanto, en la «sexta» (hacia las 12 horas) del lunes, 14 de enero del año 26 de nuestra era, cuando Jesús inauguró «oficialmente» su divinidad. Si tuviera que elegir el punto de arranque de su vida pública, probablemente seleccionaría éste.

¡Un Hombre-Dios!

Mi pobre mente hizo cuanto pudo, pero me quedé muy lejos. Estoy seguro de que el hipotético lector de estas memorias sabrá perdonarme…

Y dijo más.

Coincidió con un cruce de caminos. Estimo que llevábamos recorridos unos nueve kilómetros, desde Fahil, y acabábamos de dejar atrás otro minúsculo poblado, al que llamaban Abil. Nos manteníamos entre colinas y olivares, en continuo ascenso. Y fue en la cota «423» donde se presentó dicha encrucijada. Dos carteles, en un tosco poste de madera, marcaban otras tantas direcciones. Una, hacia el norte, indicaba el pueblo de Rakib. La segunda, en la misma dirección que manteníamos, hacia el este, apuntaba hacia lo que imaginé como otra aldea: Hawi, o algo parecido…

A nuestra derecha, en dirección sur, se despegaba un último caminillo, sin señalización alguna, que brincaba entre las lomas.

Me quedé quieto, y pendiente de Jesús.

Y prosiguió hacia el este, hacia el lugar que denominaban El Hawi. No lo vi dudar.

Entonces, divertido, comentó:

—Fue un cruce de caminos, para mí…

Entendí que se refería a la encrucijada que había quedado atrás, y repliqué, como un perfecto idiota:

—Claro, Señor. Y también para mí…

Me miró atónito, y terminó sonriendo. Se refería a Omega. Y explicó algo que tampoco ha trascendido. Si no comprendí mal, esa mañana, terminada la ceremonia de consagración a la voluntad del Padre, el Hijo del Hombre se encontró en mitad de un «cruce de caminos»…

Adelanto que lo expresado por Jesús fue otro enigma para quien esto escribe. Me limitaré a narrarlo, tal y como lo hizo.

Él no se encarnó para salvarnos, como aseguran las religiones. Ya lo estamos, según sus propias palabras. El Padre nos ha regalado la inmortalidad. Su presencia en nuestro mundo obedeció a otras «razones», digamos, de índole «personal», y que podrían ser sintetizadas (peor que bien) en la «necesidad de experimentar la naturaleza del tiempo y del espacio» (conocer a sus propias criaturas). De nuevo, se aproximó a la realidad, sólo eso, muy a su pesar… Pues bien, su experiencia en la carne quedó ultimada con el referido e íntimo «regalo» ofrecido a Ab-bā en Omega. Pudo abandonar, añadió, pero, una vez más, lo dejó en las manos del Padre. «Y se dirigió hacia el este del corazón humano, a la búsqueda del amanecer…». Ésa fue la voluntad de Ab-bā. Ése fue el «cruce de caminos» del recién estrenado Hombre-Dios, el primero de una larga serie.

Si esto fue así, y el Galileo jamás mentía, Él eligió continuar en la Tierra, de acuerdo con la voluntad del Padre.

Quedé desconcertado. ¡Pudo marcharse!

—Pero aquí estamos —manifestó, feliz, haciendo suyas mis reflexiones—, camino del este…

Y añadió, al tiempo que me guiñaba un ojo:

—¿Conoces un camino mejor?

¿Qué podía decir? E intuí que no estaba pensando en la senda que pisábamos. Ese «este» era otro… Y así lo confirmó. Jesús entendió que, además de su experiencia (?) con los humanos, Él debía proporcionarnos otro «regalo»: la esperanza. Él comprendió que, además de «enriquecerse», podía «enriquecernos». El mundo estaba, y está, en la oscuridad. Son muy pocos los que supieron, y saben, que la vida sigue después de la muerte, y que existe un Dios «que no lleva las cuentas».

Esa mañana, en Omega, el Hombre-Dios tomó la firme decisión de revelar al mundo la existencia de otro «mundo»: el del Amor, con mayúscula, como a Él le gustaba…

Si de mí dependiera, el 14 de enero sería designado Día del Planeta Tierra. Ese día, Él decidió permanecer con el hombre, un poco más…

Entonces creí entender otra de sus frases, cuando se hallaba en las aguas, en el Artal:

—Ahora es el principio —dijo—. Ahora, el final es el principio…

Fue Yehohanan quien no alcanzó a comprender el extraordinario sentido de lo que sucedió en Omega.

¡Omega es el principio!

¡Dios santo! ¡El final de la oscuridad! ¡El final es el principio!

Permanecí tan ensimismado en estos «hallazgos», tan absorto, que olvidé el resto de lo visto y oído en el meandro en forma de herradura. No pregunté sobre la naturaleza y el porqué de la pequeña esfera de color zafiro que se introdujo (?) en el pecho del Maestro, y tampoco planteé la duda sobre la «voz» femenina y las tres versiones oídas en Omega.

Quien esto escribe lo olvidó, pero Él no…

En su momento, lo sacó a la luz.

«Omega es el principio».

La frase, «leída» en la base de aprovisionamiento, al sur de Yeraj, en los obeliscos, iluminó mi cerebro como un amanecer. Ahora lo entendía. Alguien profetizó, y lo dejó en piedra. Se refería al Maestro, sin duda. Se refería a Omega. Allí fue la luz. Allí empezó el nuevo hombre y el Hombre-Dios. Omega es el final de la oscuridad, y de un período sin horizonte. Él es Omega, el principio[165]

Y rememoré también las palabras de aquel viejo nómada, el que nos observó mientras Eliseo y quien esto escribe examinábamos la leyenda grabada en los «trece hermanos»:

—Es el ojo del Destino. Sólo unos pocos aciertan a saber que está ahí. Pero, atención: el hombre que lo descubre necesita de todas sus fuerzas para seguir en la lucha.

Sí y no.

Si los cielos descubren tu Destino —suceso bien extraño, por cierto—, eso significa que eres un fiel practicante de lo que yo llamo el «principio omega»: hacer la voluntad del Padre de los cielos. En ese caso, la revelación de tu Destino sólo será la consecuencia —una más— de tu propia elevación espiritual. ¿Qué puede importar lo grande, si eres un kui?

Desde aquel instante, desde el «descubrimiento» de la otra cara de Omega, desde que supe que «uno produce dos», me he mudado al territorio de la intuición. Ahora procuro vivir al sur de la razón.

Quien tenga oídos, que oiga…

Había llegado su hora…, y la mía.

Quizá fuera la décima (cuatro de la tarde), cuando lo divisé por primera vez. Oscurecería en breve.

Nos encontrábamos en lo alto de una nueva colina, otra más.

El Maestro buscó una de las formaciones rocosas que florecían entre el olivar, y se sentó. Yo también me sentía fatigado. Según mis cálculos, hasta esos momentos, habíamos caminado alrededor de quince kilómetros, desde el campamento de Yehohanan, en el meandro Omega.

¿Cómo describir el lugar? ¿El fin del mundo? Algo así…

La senda, cada vez más estrecha y descuidada, nos condujo, como digo, a lo alto de una de las numerosas elevaciones. Después, al retornar al Ravid, perfilé los detalles. Aquel paraje se hallaba a 575 metros de altura. Los yébels, las colinas de caolín, hacía tiempo que se habían quedado atrás. Ahora, el terreno era más pedregoso, con multitud de agujas calcáreas, blancas y azules, que competían con los zayit.

Y al fondo de la colina, prisionero de los olivos, distinguí un amasijo de adobe. Eran casas de color ocre, maquilladas en rojo por el atardecer.

Y Jesús, a media voz, pronunció el nombre del poblado:

—Beit Ids…

¿Poblado? Ni siquiera eso…

En la distancia, entre las hileras de olivos, más me pareció un caserón, con sus múltiples dependencias, que una aldea o villorrio. Y supuse que era el lugar indicado por el Maestro para pasar la noche.

Lo agradecí.

Algunos ladridos, rápidos, dieron aviso. Traté de ver algo. Salté sobre una de las rocas y oteé las copas del olivar. Sólo aprecié un par de columnas de humo blanco, e imaginé a los perros, alterados, frente a los muros de barro. Ojalá se hallaran atados…

A la derecha de la senda, al pie de la colina, oí el rumor de una corriente. No supe qué río era. En realidad, como dije, no sabía nada de aquel territorio, salvo que era dominio de los badu, los beduinos.

La senda aparecía desierta. Algo más adelante, a unos doscientos metros del roquedo sobre el que me encontraba, un aprendiz de camino se separaba del principal, y se alejaba por la izquierda, rumbo al poblado.

Eso era todo. Olivos y olivos. Miles de zayit, minuciosamente alineados, subiendo y bajando colinas, en mitad de ningún sitio…

Si aquél era un alto en el camino, forzado por la caída del sol, ¿cuál era nuestro destino? ¿Se lo preguntaba? Volví a dudar. ¿Y qué importaba? El Hijo del Hombre sabía improvisar…

Mejor así.

El Galileo se puso en pie, dejó el saco de viaje sobre la senda y me hizo un gesto, solicitando que aguardase. Asentí con la cabeza y caminé hacia el petate.

Entonces, conforme se alejaba, se volvió, y gritó:

—Recuerda, mal’ak… ¡Dios no improvisa!

Rió con ganas, y prosiguió por el camino principal. Enrojecí, supongo. No había forma de acostumbrarse. Él estaba en mi interior, afortunadamente. Sí, afortunadamente…

Tomó el senderillo secundario, y continuó con sus zancadas típicas. Se dirigía a Beit Ids. Pero ¿por qué decidió que este explorador permaneciera en la senda?

Aguardé, sumido en nuevas reflexiones, y también al filo de una súbita tentación. El Maestro dejó a mi cargo su personal saco de viaje. Conocía, más o menos, el contenido. Algo había visto en los anteriores viajes. Ahora podía echarle un vistazo. Pura curiosidad. Quizá alguno de los enseres me diera una pista sobre el lugar al que pretendía llegar…

Acaricié el tejido del saco, e, incluso, lo levanté. Pesaba poco. Pero, al momento, lo dejé sobre la tierra. Sentí vergüenza. Él era mi amigo. Eso no estaba bien…

Y me agarré a las elucubraciones. Era preferible.

¿Por qué me corrigió? Si Dios no improvisa, si Él no improvisaba, eso quería decir…

No, no lo consideré siquiera. Beit Ids no podía ser nuestro destino último. ¿O sí? ¿Lo tenía planeado? Me resistí, como digo. Aquel paraje remoto, lejos de todo, sólo era un lugar de paso. Mañana, al alba, lo vería caminar de nuevo. ¿O no?

Nunca aprenderé…

Volví a encaramarme sobre la caliza, y espanté la tentación de registrar el petate del Maestro, cada vez más osada.

Beit Ids…

Él pronunció el nombre del poblado con una especial entonación, como si allí lo aguardara alguien destacado, o como si fuera un hito, o una referencia, en su nueva etapa.

Beit Ids…

Y la maldita «voz» interior continuó presionando: «Sólo tienes que abrirlo, y mirar…».

No, no lo haría. ¿O sí? Él no se daría cuenta. ¿O sí?

Y de las especulaciones, necesitado de mantener la mente lejos de la tentación, pasé a la toma de referencias, mi especialidad. Exploré con la vista cuanto me rodeaba y lo fijé en la memoria. Después, en la nave, verifiqué cotas, accidentes geográficos, poblaciones, etc. Me dejé conducir por la intuición y lo examiné todo con detalle. Nunca se estaba seguro en aquella fascinante aventura…

Me hallaba, como dije, en lo alto de una colina, con una cumbre aplastada y larga, parecida al «portaaviones» en el que descansaba la «cuna». Al sur, al otro lado del río que se dejaba oír bajo los olivos, se presentaban tres colinas, todas impecablemente vestidas de verde, de 481, 640 y 754 metros, respectivamente. Entre el citado verdinegro de los zayit no pude descubrir ningún núcleo humano; sólo el olivar, como digo, dueño y señor del horizonte. Algunas águilas regresaban a sus nidos. Al norte, por detrás de Beit Ids, se sucedían los montes, como olas verdes e inmóviles. No era posible delimitar el final. El azul del cielo caía sobre las colinas, y el sol, en retirada, lo teñía todo de rojo, o de naranja, según su voluntad. Relativamente próximas, casi tocándonos con la mano, se distinguían otras tres elevaciones, caprichosamente alineadas de este a oeste. La primera había crecido hasta los 551 metros. La segunda, también destinada a olivar, presentaba 661 metros de altitud sobre el nivel del Mediterráneo. La última, la más airosa, era, la hermana mayor de la zona, con 800 metros. No sé por qué, mi corazón quedó prendado de aquel monte. La cumbre, redondeada por los olivos, me miró de una manera diferente. Y la recordé…

¡Querida Ma’ch!

Algo más allá, también al norte, destacaban otras dos cumbres. En una de ellas, a 556 metros, distinguí el blanco y el negro de una población más notable que Beit Ids. Eran casas de piedra y de cal, medio ahogadas también por los zayit. Se trataba de la aldea de Rakib, la que vimos anunciada en el cruce de caminos. Hacia el este, en la lejanía, visualicé una octava colina, de 778 metros, completamente pelada. Era la única, en aquel entorno, en la que no se había plantado el olivo. Me extrañó.

¿Dónde estábamos?

Los ladridos cesaron. Jesús, sin duda, entró en el lugar.

Y mis ojos, sin poder remediarlo, buscaron el saco de viaje del Galileo…

¡Maldita sea! ¿Qué me ocurría? Jamás había sentido una inclinación tan ruin…

Seguí las exploraciones.

La senda, digamos principal, por la que ascendimos hasta Beit Ids, continuaba hacia el este, supongo que indiferente ante aquellas cuatro casas. A no mucha distancia, el olivar la ocultaba, y le permitía aparecer, de vez en vez, entre las laderas. Su destino era El Hawi, otra población importante entre los badu.

Olivos y olivos y olivos…

Salté de la peña y me aproximé al petate del Maestro. Volví a acariciar el tejido negro y tupido, y me dije: «Sólo tienes que abrirlo…, sólo mirar».

Y los dedos, a pesar del «no», volaron hacia la cuerda que lo cerraba.

Deshice el nudo. Las manos me temblaban.

No podía dar crédito a lo que hacía…

Entonces oí risas y voces.

Me puse en pie, como impulsado por un resorte.

Por la vereda que llevaba a las casas de adobe vi avanzar un grupo de gente. Eran niños…

Por detrás se distinguía la figura alta y corpulenta del Maestro. Alguien más marchaba a su lado.

Traté de serenarme. No había pasado nada. No llegué a mirar en el interior del saco…

Los niños, descalzos, vestidos con túnicas de colores, especialmente verdes y amarillas, caminaban a buen paso, en la dirección de este aturdido explorador. Dos de ellos cargaban sendas balas de paja sobre las cabezas.

¿No pasó nada? ¿Cómo podía pensar algo así? Lo había intentado. Estuve a punto de violar su intimidad…

Supongo que palidecí. Nunca he sabido disimular…

Los pequeños, entre seis y diez años, más o menos, todos con los cráneos rapados, parecían divertidos. Reían sin cesar, y hablaban a gritos, en un dialecto de los a’rab. Algo entendí. La llamada operación Salomón y la larga permanencia en territorio árabe tuvieron sus ventajas[166]. Aunque cada tribu, o clan, disponía de su propio dialecto (los había a cientos en la península arábiga y en los territorios de lo que hoy son Israel, Siria, Líbano, Iraq, Sinaí, Jordania y Egipto), «el pueblo que habla claramente» —ése era el auténtico sentido del término a’rab— sabía entenderse con otros árabes, aunque procedieran de zonas remotas. Todos ellos, nacidos de un tronco común[167], conservaban el espíritu de la primitiva voz dialectal.

Los niños hacían bromas sobre el berrani, el extranjero, y aludían a su notable estatura. Se referían a Jesús, sin duda.

Entonces, ya a un paso, reparé en algo que me dejó helado. Pero no pude hacer nada. Como digo, estaban prácticamente encima.

No había atado la cuerda que servía para cerrar el saco de viaje del Galileo. Deshice el nudo, pero no hubo tiempo para más.

¿Qué podía hacer?

Nada. No debía moverme. Si el Maestro se percataba del asunto, acudiría a Él, y confesaría mi torpeza…

Los pequeños beduinos me rodearon de inmediato, y las bromas se desviaron hacia el blanco de mis cabellos, algo poco habitual entre los badu jóvenes. Lo merecía, por supuesto…

Junto al Galileo caminaba una anciana, flaca como un junco, huesuda, con el rostro renegrido, y cubierta con khol, o maquillaje[168], de un verde hierba que la convertía en una máscara. La mujer había pintado el entrecejo con la referida pintura, endureciendo, aún más, la mirada. Había khol en los párpados, en la frente y en el mentón.

Me observó, curiosa, pero no dijo nada.

A diferencia de las beduinas que sacaban agua en el pozo cercano a la aldea de Tantur, la anciana se cubría con una variante del thob; lo que llamaban thob’ob, una pieza de lana, lino o algodón, según las posibilidades económicas, que enrollaban alrededor del cuerpo y que las protegía desde los hombros a los tobillos. En ocasiones era larguísimo, de hasta cinco metros. Un pliegue, llamado ob, caía hacia el suelo merced a un ceñidor. Era una señal de elegancia entre los a’rab. Las mangas, igualmente largas y anchas, habían sido delicadamente bordadas en oro. Una de ellas, vuelta hacia atrás, hacía las veces de tocado. La otra permanecía amarrada al hombro. Nunca entendí el porqué del uso del thob’ob, siempre complicado y, aparentemente, molesto. Las mujeres no opinaban así. Al parecer —según decían—, disimulaba la figura, y las hacía más misteriosas y deseables. Casi siempre era negro o azul. Bajo el thob’ob se adivinaban unos pantalones, también azules, estrechos en los tobillos, y rematados por otros tantos bordados. La indumentaria era propia de alguien rico, o con poder. El costoso collar, en plata, que colgaba del cuello, ratificó mis sospechas. Había sido confeccionado con esferas de tres o cuatro centímetros de diámetro, de las que partían bellos tramos de coral amarillo. Lo llamaban tagah, y sólo podía lucirlo la madre, o la esposa principal, del jefe del clan. Un gran nezem, o aro de plata, perforaba la nariz y ocultaba parte de los labios. Y en cada oreja, cuatro pendientes, también en plata, que traspasaban los cartílagos. El impresionante ajuar lo remataban ocho anillos, cuatro en cada mano, a excepción de los pulgares. Eran redondos, o cuadrados, con extraños símbolos mágicos.

Jesús, evidentemente, había parlamentado con alguien destacado en Beit Ids.

La mujer gritó algo sobre la senda, e indicó la dirección con una vara que portaba en la mano derecha. Era una especie de bastón, forrado en plata, con una empuñadura muy singular, en forma de flor. No lo utilizaba para apoyarse. Cuando gritaba lo agitaba en el aire, como si de una batuta se tratase. Había que estar muy pendiente, o se corría el peligro de recibir más de uno y más de dos golpes. Pero ¿por qué gritaba?

Los niños obedecieron, y caminaron por la senda hacia el este. Jesús y la anciana continuaron conversando, y quien esto escribe, en un momento de lucidez, se adelantó al Maestro y cargó los sacos de viaje. Después, esperé.

Y ambos, finalmente, se pusieron en marcha, tras los pasos de los muchachos.

El Maestro, entonces, se volvió y comprobó que me había hecho cargo de su petate. Sonrió y me animó a que lo acompañara.

Respiré con alivio.

Y así lo hice. Me fui tras ellos, pero manteniendo una cierta distancia. Fue en esos instantes cuando, sin que el Maestro se percatara, procedí a anudar los cordones que remataban la parte superior del saco. Y cometí un nuevo error…

Pero de este «tropiezo» no sería consciente hasta algún tiempo después…

Por lo oído, y por las balas de paja, deduje que el Galileo se disponía a pasar la noche en algún lugar cercano al poblado. Beit Ids había quedado a nuestra izquierda, algo retirado.

La verdad es que, después del amargo trago provocado por mi propia torpeza, lo del alojamiento me traía sin cuidado. Y me prometí, solemnemente, que no volvería a suceder.

A los pocos minutos, el olivar quedó bruscamente interrumpido, y me vi rodeado por algo que no observé desde la aguja de piedra.

Me detuve y disfruté del momento.

Entre los zayit, como un milagro, aparecieron cientos de almendros en flor. Eran de corteza negra y tortuosa, de cinco y diez metros de altura, recién florecidos, con las ramas encendidas, formando una nube blanca y rosa. Lo llamaban el bosque de la «luz», con razón…

Los examiné, y quedé perplejo. Era un Prunus amygdalus, pero con una característica no conocida por este explorador. Las flores sumaban seis sépalos, y otros tantos pétalos, cuando lo habitual son cinco. Eran flores blancas, con la base rosa, o ligeramente rojiza.

¡Increíble!

Los a’rab lo conocían por el sobrenombre de sítta: «seis veces bendecido»…

La almendra era dulcísima, y muy cotizada. Con ella confeccionaban toda clase de postres, aceites para la noche de bodas, refrescos a base de leche de sítta y un «almendrado» que los judíos consumían el 24 de diciembre, durante la fiesta de la Janucá, y que llamaban meshukadim. Era otro de los postres favoritos del Hijo del Hombre. Pero el sítta era destinado también a otros menesteres…, menos saludables. Con el paso del tiempo lo supe. Aquel almendro, en una variedad que mantenían oculta (posiblemente del tipo amara), era el responsable de uno de los venenos más mortíferos de la época. Lo extraían de la almendra amarga[169], y era pagado a precio de oro por Antipas, el tetrarca, y también por Roma. Eran suficientes unos miligramos para terminar con la vida de una persona.

Según los beduinos, el bosque de la «luz» floreció esa mañana del lunes 14. Todo ocurrió muy rápidamente, nada más concluir las últimas lluvias. Estaban maravillados, y deducían que «algo» muy importante acababa de suceder. Una floración tan prematura no era normal. Los dioses —decían— han bajado a tierra…

Al igual que para los judíos, el almendro era un símbolo para los badu. Shaked (almendro, en hebreo) significa «vigía». Y eso era también para los beduinos: el «vigía» que alerta y que anuncia la aceleración de los acontecimientos.

Todo, a mi alrededor, hablaba del Hombre-Dios, pero yo no me di cuenta…

¿O fue casualidad que los pasos de Jesús se dirigieran hacia la «luz»? Naturalmente que no…

Caminamos un trecho, no demasiado, siempre entre los almendros.

De pronto, la anciana se detuvo. Todos lo hicimos. Los niños arrojaron las balas de paja sobre la senda, y la badawi levantó la vara e indicó el fondo del camino. No vi nada de particular, salvo la propia senda y la «luz» del bosquecillo, ahora más roja por el cercano ocaso.

El Maestro comprendió. Dio las gracias a la mujer y se encaminó en la dirección señalada.

—¡Y no molestes a la welieh de la fuente!

La advertencia de la beduina me alertó. Welieh era el femenino de wely, en el dialecto de la mujer. Wely, para los árabes en general, era un ser protector, siempre benéfico, que habitaba en los lugares más insospechados. Según la región, o la tribu, el wely tenía un origen diferente. Podía ser el alma de un antepasado. Podía ser un mensajero de los dioses, o también una especie de ángel guardián e, incluso, el espíritu de un héroe. Siempre se comportaba noblemente, y ayudaba a los humanos. En nuestra aventura en el desierto oí muchas historias sobre el particular[170]; todas ellas, supuse, fruto de la fantasía.

Acto seguido, la anciana y los pequeños dieron la vuelta y se alejaron a la carrera, en dirección al poblado. Parecían huir. Y gritaban algo como «banat el-ain!» o «las hijas de la fuente». No comprendí. Si la beduina habló de una welieh, en singular, ¿por qué invocaban ahora el plural?

Lo que estaba claro es que, a pesar de la bondad de la welieh, los badu tenían miedo, y optaron por retirarse.

¿Hacia dónde nos dirigíamos? ¿Qué lugar había elegido el Maestro para pernoctar? ¿O no fue seleccionado por Él?

Y al poco, a la izquierda de la senda, entre los almendros, distinguí un tosco brocal de roca caliza, muy blanca. Recogía el agua de una fuente.

Jesús se detuvo frente al agua; la contempló brevemente y continuó por el camino. El lugar se hallaba desierto.

Intenté localizar el sol, pero se había puesto. No tardaría en caer la noche.

En ese lugar, a la derecha de la senda por la que marchábamos, el terreno sufría un acusado desnivel. Los almendros se precipitaban hacia el río que había oído, y adivinado, poco antes. Ahora era perfectamente distinguible, a doscientos pasos.

El Maestro volvió a detenerse. Quien esto escribe se encontraba rezagado, a escasos metros, junto a la fuente.

Parecía contemplar algo con especial atención…

Y dejó que me aproximara…

Al llegar a su altura, a la izquierda de la senda, al pie mismo del camino, descubrí la boca de una gruta.

Creí entender. Allí pasaríamos la noche…

El Maestro caminó hacia la entrada. Lo vi encorvarse, y desaparecer en la oscuridad…

Aguardé, inquieto. No me gustaban las cuevas. La última experiencia, en la garganta del Firán, con Yehohanan, no fue muy satisfactoria, en mi opinión…

Y reparé en un detalle. No disponíamos de lucernas.

Segundos más tarde, como si hubiera adivinado mis pensamientos, el Galileo regresó al exterior, y rogó que esperase.

—¡Qué Dios más torpe! —murmuró entre dientes—. ¡He olvidado las luces!

Y corrió por el camino, hacia Beit Ids.

Éste era el Hijo del Hombre…

Examiné la boca de la cueva. No levantaba más de 1,50 metros, con una anchura de 1,40, aproximadamente. Presentaba un sólido arco de piedra, que, en realidad, se prolongaba como un túnel. Eché un vistazo, pero no fue mucho lo que acerté a ver. Las tinieblas, en el interior, eran absolutas. Pronto sucedería lo mismo con el exterior.

Había sangre en el arco de piedra. Cubría la casi totalidad de los doce sillares que integraban dicho arco. Deduje que se trataba de una dabiheh, una de las ceremonias de inmolación que practicaban los badu y que consistía en el sacrificio de un animal, siempre hembra, con el que calmaban al wely de turno. Con la sangre embadurnaban paredes, tumbas, o cualquier lugar, supuestamente relacionado con el genio. Nos hallábamos, efectivamente, ante un mazar, una zona santa para los beduinos; una cueva, y una fuente, en este caso, que habían sido testigos de algún acontecimiento sobrenatural o que, simplemente, disfrutaban de una tradición popular vinculada a un espíritu femenino, una welieh, según la anciana.

Y recordé las palabras de la beduina: «… no molestes a la welieh de la fuente».

En realidad me encontraba ante un mazar más sagrado de lo que suponía. La deducción no fue gratuita. Muy cerca de la cueva, como un extraño en el bosque de la «luz», se alzaba una encina verde, de tronco grueso y poco elevado, pero lo suficiente para dejar atrás a sus protegidos, los almendros. De las ramas colgaban largas cintas de tela de color rojo y verde, así como trenzas de cabello humano, cuerdas con nudos, trozos de cerámica y bastones. Estaba delante de otro árbol sagrado, como el que había visto con el joven Tiglat, camino del Hermón. Aquél, la sabina en la que se balanceaban huesos de animales, y que vi en sueños, resumía el sentir popular de los fenicios. Éste, en territorio beduino, expresaba lo mismo: miedo. Los badu, al igual que los habitantes de la costa, creían que la encina era un árbol elegido por los dioses. De ahí que los rayos cayeran siempre sobre ellas. Por eso se encomendaban a su protección, y sujetaban a las ramas cualquier objeto que pudiera representar al creyente. Los nudos, en las cuerdas, significaban enfermedades. Al abandonarlos bajo la encina, el badawi consideraba que las dolencias, propias o extrañas, pasaban a la jurisdicción de los dioses, o del wely, que moraban en sus troncos y copas. La encina, además, como sucedía con los griegos en Dodona, constituía un instrumento de conexión con los cielos. Los badu se situaban bajo las ramas y solicitaban a los dioses toda suerte de favores, incluidas la muerte y la ruina de sus enemigos. Algunos hechiceros y brujas se arriesgaban a arrancar las hojas de los árboles sagrados, y las vendían secretamente. El beduino creía que el simple roce de una de estas hojas, o ramas verdes, lo llenaba de vigor sexual, y le transmitía conocimiento. Lo malo era llegar hasta la encina y hacerse con las hojas. Si el wely que habitaba el árbol se daba cuenta, el «ladrón» podía ser devorado por los lobos, o hecho prisionero por una tribu enemiga.

En unos pocos metros cuadrados, por tanto, fuimos a encontrar la «esencia» de la espiritualidad beduina: dioses, genios benéficos y el árbol santo, por excelencia: la carrasca, con la cara superior de las hojas en un blanco algodón, ahora saturadas de vapor de agua, que proporcionaban al árbol un halo mágico[171], en especial al atardecer.

Quedé gratamente sorprendido. Primero fue la «luz» blanca y rosa de los almendros. Ahora, la «corona» luminosa del árbol…

Pero, quien esto escribe, en esos momentos, no había aprendido aún a «leer» las señales de los cielos…

Fue Él quien me enseñó.

Aproximé las balas de paja a la boca de la cueva y me senté a esperar. La noche, serena, empezó a liberar estrellas.

Ella fue una de las primeras. Y mi corazón voló lejos, con Ma’ch.

El Maestro retornó, por fin. Cargaba cinco lucernas de barro (dos encendidas) y varias mantas de lana. Beit Ids, como dije, estaba situada a 575 metros de altitud. Esto no era el valle del Jordán. La noche podía ser fría, con temperaturas por debajo de los ocho y seis grados Celsius. Si soplaba el temido viento del norte —el gemad—, la situación se complicaría. El gran aguacero caído esa misma mañana, y en los días anteriores, al que los badu llamaban el-gawzah, suavizó el ambiente. El Maestro, sin embargo, previsor, se hizo con los cobertores. Y este torpe explorador no comprendió. Disponíamos de los mantos o ropones. ¿Por qué solicitar las cobijas?

Como digo, no caí en la cuenta…

La gruta era una amplia caverna natural, con forma, casualmente, de «almendra». Desde el arco de la entrada, el terreno descendía con suavidad. Alguien se tomó la molestia de abovedar el breve túnel de ingreso, recubriendo también las paredes con los pesados sillares de caliza blanca de la zona. En total, tres metros de túnel.

Jesús caminó por delante, con las lámparas de aceite, y sin recelo.

¿Conocía el lugar? Eso me pareció…

Fue directamente al centro, y colgó tres de las lucernas de una larga viga empotrada en la roca, que seguía el eje mayor del túnel. Prendió las otras y las distribuyó por el suelo de la caverna. Yo continué hacia el final del túnel, con los sacos al hombro, y sin saber qué hacer. Poco a poco fui acostumbrándome a la oscuridad, ahora medio vencida por las llamas amarillas, y el agradable olor del aceite y las mechas de cáñamo, quemados. Calculé unos quince metros de diámetro mayor, por otros seis de diámetro menor (más o menos, la longitud de la viga de madera), y unos tres de altura máxima. La bóveda de la cueva era natural, aunque parecía trabajada. La curvatura era perfecta, como el interior de una almendra, o de una ostra.

El Maestro me animó a moverme. «Había mucho por hacer…».

¿Mucho por hacer? No entendí. La gruta se hallaba vacía, con un suelo aparentemente limpio, formado por una tierra seca y esponjosa.

Obedecí, naturalmente. Me situé a su altura, en el centro de la caverna, y esperé órdenes. El Galileo sonrió y señaló la entrada, al tiempo que exclamaba, socarrón:

—Ella no vendrá sola…

¿Ella?

No sé si palidecí o enrojecí. Él se percató de mis cortas luces, y aclaró:

—¡La paja, mal’ak!… Conviene esparcirla por el suelo…

—Claro —redondeé, dirigiéndome al exterior—, la paja…

¿En qué estaría yo pensando?

Así era el Hijo del Hombre…

Y durante un rato, ése fue nuestro afán: esparcir la paja sobre la tierra. Y pensé: ¿para qué tanta molestia? Con los ropones y las mantas estábamos más que servidos. En realidad, sólo se trataba de una noche…

Y el Destino me dejó hacer y pensar. Sus planes eran otros, como casi siempre.

El Maestro seleccionó el flanco derecho de la gruta (tomaré siempre como referencia el túnel de entrada), y allí preparamos, al alimón, el lugar donde dormir.

Entonces oímos aquel ruido…

Recuerdo que nos encontrábamos de rodillas, absortos en el desmenuzado de la paja y en la inspección de la misma, depositándola después sobre la tierra. Quien esto escribe había rescatado un pequeño trozo de cerámica vidriada, sepultado en el espeso manto que formaba el suelo, y lo examinaba con curiosidad.

Y volvimos a oírlo…

Creí reconocerlo, pero seguí a lo mío.

Y esta vez, más que sonar, tronó.

Jesús y yo nos miramos. Volví a enrojecer, creo. Él continuó con el examen del puñado de paja que tenía entre las manos, y sonó de nuevo, interminable. Palpé el vientre, y comprobé que no era el responsable. Y el borborigmo se dejó oír por quinta vez.

El Maestro me observó nuevamente. Su rostro aparecía serio. Fue sólo un instante. Al punto, la risa lo desmanteló, y me contagió.

Y entre carcajadas se oyó —«5 × 5» (fuerte y claro)— el embarazoso ruido de las tripas, reclamando lo que era más que justo: algo de comida.

Yo no fui, de eso doy fe. Fue el vientre del Galileo el que protestó, y dejó oír los continuados borborigmos.

Finalmente se puso en pie. Golpeó la frente con la palma de la mano izquierda y se lamentó:

—¡También olvidé la cena!…

Y lo vi salir de la cueva, muerto de risa. Así era Él…

No tuve tiempo de reaccionar. Para cuando alcancé el exterior, ya había desaparecido en la oscuridad. Opté por permanecer en la gruta. Y dediqué los siguientes minutos a una inspección, más a fondo, del singular refugio al que nos condujo el Destino.

Tomé una de las lucernas y empecé por la viga que cruzaba el ancho de la oquedad, anclada, como dije, en la roca, y a cosa de dos metros del suelo. Me intrigó desde el primer momento. ¿Para qué servía? Era un roble duro y nervioso, bien labrado por las cuatro caras. Llevaba allí mucho tiempo. El hueco superior, entre la madera y la roca, era territorio de las arañas. Una de las redes me llamó la atención. Era la más extensa, con hilos dobles, de mayor calibre que el resto de las telas, y en una tonalidad plata. La «propietaria» había tejido una red en forma de cruz. No sabía mucho de estos arácnidos, pero me pareció raro. La trampa se movía levemente. La «dueña», supuse, acababa de abandonarla. Tendríamos que permanecer atentos. Algunos de estos artrópodos son venenosos, y en mi «farmacia» de campaña no figuraba ningún antídoto.

Los laterales del madero aparecían perforados por un total de doce largos clavos de hierro; seis a cada lado. Obviamente, fueron utilizados como sujeción. Habían sido martilleados formando ángulos rectos. Los badu los llamaban al cayata. Pero ¿por qué tantos? ¿Qué era lo que colgaban de la poderosa viga? Tenía que ser pesado, e importante. Los clavos, o tirafondos, que se introducen en el roble, especialmente si la madera está fresca, son casi imposibles de extraer. En el astillero de Nahum, Yu tenía un dicho: «El roble le dijo al clavo: sacarás la cabeza, pero dejarás el rabo».

Examiné el manto de tierra que hacía de «pavimento», pero no hallé huesos u otros restos de animales. La caverna, como dije, estaba limpia. Tampoco encontré excrementos, ni humanos ni de ovejas o cabras, o de perros. Una gruta tan cuidada no era frecuente…

¿Misterio?

Ahora, en la distancia, imagino al Destino, a mi espalda, observándome y sonriendo…

Me dirigí hacia la derecha. En la pared del fondo, casi frente al túnel de entrada, encontré un lío de cuerdas y dos vasijas vacías. En el interior se percibía un característico olor a aceite de oliva. En una de las bocas, otra araña había tejido la correspondiente red de seda. Hacía tiempo que no era utilizada. Muy cerca, a dos pasos, descubrí la única señal de vida, relativamente reciente: cinco piedras, en círculo, formando un tosco y ahumado hogar. Examiné los restos calcinados. Eran ramas procedentes de una poda; posiblemente de la encina sagrada, de alto poder calorífico. El responsable del fuego sabía lo que hacía. Los tizones, a medio consumir, habían sido apagados bruscamente. Tomé uno de ellos y lo analicé a la luz de la lucerna. Como imaginé, el extremo carbonizado estaba hendido. Este tipo de madera ardía hasta que se consumía por completo. De hecho, las varas secas de estos árboles eran las mejores antorchas. Alguien los apagó, quizá con agua. Era extraño. ¿Quién podía tener tanta prisa en aquel remoto y sosegado paraje?

Tampoco supe resolver el misterio, y continué con las indagaciones.

En ese extremo de la cueva, apilada en desorden junto a la pared de la gruta, hallé una familia de tablas, aburridas y polvorientas. Las había de todos los tamaños: desde un par de cuartas a un metro. Las examiné cuidadosamente, e intenté averiguar si escondían algún ofidio, o quizá un escorpión, tan abundantes en aquellas colinas y pedregales. Aquél, por supuesto, era un lugar ideal para las serpientes, suponiendo que hiciera tiempo que no era frecuentado por el hombre. Pero todo eran suposiciones.

Negativo.

Bajo las tablas no había nada. Entonces, al revolver, percibí otro olor. Lo recordaba de la estancia en el astillero, y, concretamente, de mi trabajo con los tintes y barnices. Era un perfume resinoso, limpio e intenso, parecido al de la mandarina, y propio de una madera muy concreta, utilizada en el revestimiento y en las estructuras laminadas de los barcos.

¡Qué casualidad!

Las tablas, efectivamente, eran de tola blanca. El Zebedeo padre se preocupaba de importarla de lo que hoy conocemos como Nigeria y Angola. Era una madera delicada, de escaso peso, muy resistente a los hongos, y de una notable durabilidad. La llamaban agba. El Maestro la mimaba, quizá por su nombre, tan cercano a su palabra favorita: Ab-bā (Padre).

Sí, qué coincidencia…

Algunas de las maderas aparecían protegidas contra la carcoma. En cuanto al aserrado…

No era posible. ¿Quién hubiera intentado fabricar una embarcación en Beit Ids? Allí sólo había olivos y colinas…

Tuve que rendirme a la evidencia. Las tablas fueron empleadas en la construcción de un pequeño barco. El ensamblado, los cortes, etc., eran impecables, y propios de un buen naggar o carpintero de ribera.

¿Quién podía imaginar en esos instantes que las humildes y rosadas tablas que tenía a la vista jugarían un papel tan destacado, y en breve?

Y el Destino, ese «personaje» inevitable y enigmático, tiró de este explorador hacia el extremo opuesto de la gruta…

Allí no había nada… Sólo distinguí la tierra liviana del suelo y la pared de la gruta, seca y monótona. Por no haber, no había ni murciélagos. También me extrañó…

Y permanecí unos segundos reflexionando. ¿Dónde me encontraba? Lo más intrigante, para mí, era la viga. Y al retornar al Ravid escribí: «… una viga de madera, empotrada en la roca, les servía de almacén…». Pero no debo adelantar los acontecimientos. Sigamos, paso a paso, tal y como los viví.

Pensé, inicialmente, en un lugar para guardar grano, y también aceite, o vino. Pero ¿por qué aparecía en desuso? ¿Obedecía a la presencia del genio de la fuente? ¿Cómo era ese wely o, mejor dicho, esa welieh? ¿Por qué la caverna estaba tan limpia? ¿Quién la abandonó precipitadamente?

Entonces los descubrí. Se hallaban casi a ras de tierra y, como digo, a la izquierda del túnel de acceso a la cueva. Eran dos y, obviamente, excavados en la caliza. Los iluminé como pude, pero no vi el final. Se trataba de dos «chimeneas», o conductos tubulares, perforadas en la roca, y de unos cincuenta centímetros de diámetro cada una. Eran prácticamente gemelas, aunque una corría hacia el norte (más exactamente, hacia el noroeste) y la segunda se perdía hacia el oeste. Paseé la llama por las bocas de las galerías y confirmé la sospecha inicial: era obra humana. Se abrían paso horizontalmente, pero no fui capaz de medirlas. Me introduje en una de ellas y, gateando, avancé un par de metros. Allí me detuve. Sentí miedo. Era imposible distinguir el final del orificio. La dramática experiencia vivida en el subsuelo de Nazaret regresó implacable a la memoria, y retrocedí[172]. En la oscuridad de la «chimenea» podía anidar cualquier alimaña. Era mejor no correr riesgos…

Y al retornar a la gruta me pregunté, una vez más: ¿dónde diablos estaba? ¿Qué era aquello? Evidentemente no parecían conductos de ventilación. ¿Por qué fueron horadados a ras de tierra? ¿Adónde conducían?

De pronto, la flama osciló, agitada por una corriente de aire. Me alarmé.

Deposité la lucerna en la entrada de una de las galerías, y esperé.

No estaba en un error. La llama amarilla se movió de nuevo, incomodada por una leve brisa. Pensé en la «vara de Moisés». La había dejado junto a los sacos…

Me hice con la lámpara de barro, y la cambié de «chimenea». En la segunda también hubo oscilación. ¿Me equivoqué al pensar que no eran conductos de ventilación? El aire sólo podía proceder del exterior. Las dos galerías tenían que desembocar en otros parajes, quizá no muy lejos de allí.

Y me retiré, confuso. No conseguía entender el porqué de las «chimeneas». Alguien, por supuesto, se había tomado mucho trabajo…

Tendría que sujetar la curiosidad. El Maestro era prioritario…

Por cierto, ¿por qué tardaba tanto? El poblado estaba un poco más arriba, al norte, a quinientos metros como mucho.

Me situé sobre la paja y di por terminado el expurgue de la misma. Allí dormiríamos. Pero los pensamientos, de nuevo, volaron a lo alto, y se posaron en la viga…

Y en ello estaba, distraído con tanto por qué, cuando me fijé en el saco de viaje del Maestro.

No, otra vez no. Lo había prometido…

Y el cielo me iluminó.

Ese nudo…

¡Qué error! ¿Cómo pude?…

Me lancé sobre el petate y volví a desatar los cordones que lo mantenían cerrado.

¡Él se hubiera dado cuenta, seguro!

Poco antes, como ya relaté, cuando marchábamos por la senda con la anciana beduina y los niños, quien esto escribe se quedó atrás e intentó corregir el primer error. Anudé el petate, pero, inconscientemente, lo hice con un nudo que no existía en aquel «ahora». Fue algo mecánico, en lo que no reparé. Con la precipitación del momento hice un nudo «inventado» después del siglo I: lo llaman clove hitch up[173], y lo aprendí de los viejos marineros del cabo de San Blas.

¡Qué error!

Presté atención y ejecuté un nuevo nudo: el de Isis, practicado habitualmente por el Hijo del Hombre cuando cerraba su petate.

Y volví a sentarme, pálido. Últimamente, sólo sabía tropezar…

Pero Él, una vez más, acudió oportunamente y me rescató del naufragio.

No sé cómo lo hizo, pero la cena fue «inolvidable»…

Primero, una generosa escudilla de kseksu, uno de los platos típicos de los badu, a base de sémola de trigo, cocida al vapor, y verduras. Sobre todo, cebollas, con un toque mínimo de huevos duros. Después, la sorpresa. El plato «fuerte»… Una especie de «torta» o «masa» (?), compuesta por dátiles y saltamontes. Al retornar a la «cuna» supe que había devorado, más que comido, el llamado cónico o «pyrgomorpha cónica», pequeño, de apenas tres centímetros de longitud, de cabeza cónica, y de vivos colores verdes o violetas. Los beduinos los capturaban a millares después de las lluvias. Les arrancaban las alas y los cocinaban con diferentes tipos de dátiles. En esos momentos, en Beit Ids, disponían del cariot, de jugo lechoso, denso, y aromatizado previamente en cubas que contenían vino o miel.

Curioso. Cariot era el pueblo natal de Judas, el Iscariote… Judas, sin proponérselo, fue protagonista de la primera cena de Jesús de Nazaret, como Hombre-Dios, y de la última.

Alguien tendría que investigar esa simbología. ¿Por qué lo más dulce, y lo supuestamente malvado, se fundieron en uno, y en las manos del Hijo del Hombre? Dátiles y langostas. El bien y el mal, en Beit Ids…

Quien tenga oídos, que oiga…

La cena fue acompañada de aceitunas negras, en vinagre, y del qors, el pan habitual de los beduinos. Era el de batalla, el de los viajes, y el de todos los días. Lo fabricaban con sal, y sin levadura. Lo hacían siempre poco antes de las comidas. El requisito fundamental es que se comiera caliente; de lo contrario, se convertía en una piedra. Los badu, generalmente los hombres, confeccionaban la masa y la enterraban. Previamente, el hueco era acondicionado con brasas. Allí la depositaban y, al rato, la descubrían. Daban la vuelta a la torta, y obtenían un pan crujiente, nutritivo y delicioso. Tres «vueltas» a la masa era mejor que una, o que dos, pero no era una labor tan simple. Era preciso calcular el tiempo justo. Para ello, los beduinos contaban estrellas. El buen qors era nocturno. Si el cielo se presentaba nublado, el badawi cantaba, y recitaba los colores que creía ver en la hoguera en la que cocinaba.

De postre, algo que no olvidaré, y que echo de menos cada anochecer: el halwa[174], un dulce exquisito, elaborado con almendras, miel, mantequilla, huevos batidos y, según el clan, unas gotas de zumo de frutas (nunca logré averiguar el «secreto» de los zumos). El resultado era una «pastilla» de color amarillo, parecida al turrón hispano.

Pero no estoy siendo sincero. En realidad, a quien echo de menos es a Él…, y a ella.

Una cena difícil de olvidar…

El Maestro lo dispuso todo y, sentados sobre la paja, en el silencio de la gruta, observamos la comida, hambrientos. Nos miramos con complicidad. Los ojos de Jesús chispearon a la luz de las lucernas. ¿Qué tramaba? Pensé en los saltamontes. Aquel Hombre adoraba las bromas…

Pero no. Él pensaba en otro asunto. Y no tardó en exponerlo:

—Hoy, querido mensajero, ha sido un día muy especial… Me gustaría que fueras tú el encargado de la bendición…

La petición me dejó confuso. Rara vez lo vi bendiciendo la mesa al estilo judío. No era muy dado a tales costumbres; algo que le costó también más de un enfrentamiento con los ortodoxos. «Comer sin bendecir —proclamaban los doctores de la Ley— era profanar una cosa santa». Pero creo que no me estoy expresando correctamente. Jesús sí bendecía los alimentos, pero no lo hacía según las fórmulas rituales, y obligadas, que repetían los judíos. Sus «bendiciones», para la madre, la Señora, y para los rigoristas de la Ley mosaica, rozaban la blasfemia. Y las críticas, como digo, fueron constantes.

—Pero, Señor… Yo sólo soy un mal’ak

La defensa fue inútil. El Maestro me miró como sólo Él sabía hacerlo, y me vació. Una sonrisa asomó primero en los ojos. Una sonrisa pícara y anunciadora…

Lo supe. Estaba perdido.

Y la sonrisa se derramó por el rostro, y por la cueva entera.

Movió las largas y estilizadas manos, animándome. Hice lo que pude.

—Te damos gracias, oh, Padre…

Dudé. Lo miré, buscando su aprobación, y Él movió la cabeza, manifestando ciertas dudas, supongo.

—… por estos alimentos…

Entonces caí en la cuenta. Y pregunté:

—¿Los saltamontes son un alimento o un castigo?

Adiós a la bendición. La risa arruinó las buenas intenciones.

—Está bien —terció el Maestro, definitivamente vencido—. Yo me ocuparé…

Entornó los ojos y elevó el rostro hacia la oscuridad de la bóveda. Las luces de las lámparas lo siguieron, curiosas, y lo iluminaron para la ocasión, dulce y discretamente. Y la voz, grave y profunda, nacida del corazón, dijo:

—¡Querido Ab-bā! [«Papá», referido a Dios]… ¡Te damos gracias porque estás ahí!… ¡En lo grande y en lo pequeño!… ¡En el trigo del corazón humano, todavía por germinar!… ¡En la dulzura de lo simple, y en la paz interior, la hija menor de la verdad!…

Guardó un breve silencio, y concluyó:

—¡Y gracias también por los saltamontes, aunque hubiéramos preferido cordero!…

Abrió los ojos y, recuperando el habitual buen humor, me guiñó un ojo.

—Debes disculparme —añadió, incorregible—. Soy un Hombre-Dios con poca experiencia…

Y sin más demora, se lanzó sobre la comida. Los dedos de la mano derecha cayeron en el kseksu, pero, súbitamente, soltó el trigo cocido y las verduras. Imaginé que se había quemado, pero no. El plato se servía frío…

Se puso rápidamente en pie. Solicitó perdón y salió de la cueva…

Esta vez reaccioné. Tomé una de las lámparas y me fui tras Él.

¿Qué sucedía? Era la tercera vez que lo veía marchar como un meteoro…

Creí ver su silueta a la izquierda de la gruta. Como mencioné, a siete o diez metros, muy cerca de la amplia caverna natural, brotaba una fuente.

Pero…

Yo me hallaba bajo el arco de piedra. La fuente, en este caso, quedaba a mi derecha…

Además, esa sombra…

Estaba en lo cierto. Oí el ruido del agua. El Maestro parecía lavarse en la pequeña piscina que formaba el brocal de caliza.

Entonces, esa sombra…

Cuando la busqué de nuevo en la oscuridad, había desaparecido. Quedé confuso. Era un bulto sensiblemente menor que el del Galileo.

Avancé un par de pasos y extendí la luz, pero fue insuficiente. Tampoco la luna, en su mitad creciente, proporcionaba la claridad necesaria.

Me encogí de hombros y regresé a la boca de la cueva. Podía tratarse de alguno de los niños beduinos que nos acompañaron al atardecer. Rechacé la idea. Aquél era un lugar santo, y temido por los badu. Difícilmente se hubieran acercado, y menos de noche. Y quedé intrigado…

Quizá lo imaginé.

El Maestro no tardó en retornar. La deducción fue correcta. Había olvidado lavar las manos, en especial, la derecha, habitualmente empleada para comer. Entre los judíos, como ya referí en su momento, la diestra era la mano obligada para asearse después de llevar a cabo las necesidades mayores. No lavarla, antes de comer, era una ofensa. No era éste mi caso —¿cómo podría ofenderme Jesús de Nazaret?—, pero el Maestro, respetuoso, se ajustaba siempre a las normas con un mínimo de sentido común.

Pasó ante mí, secándose con los bajos de la túnica.

Entonces lo oí. Mejor dicho, lo oímos.

Jesús se detuvo, y miró hacia la izquierda. Estoy seguro de que lo oyó con la misma nitidez. Pero, tras un par de segundos, ingresó en el túnel de entrada de la caverna.

Permanecí atento, con los ojos fijos en la noche.

Y se repitió por segunda vez.

Procedía de lo alto. Calculé que podía hallarse en las ramas de la encina sagrada.

Sonó como un gruñido, largo y, en cierto modo, humano. ¿Qué clase de pájaro emitía un canto semejante? No supe reconocerlo, y puedo presumir de saber identificar decenas de aves, sólo por sus trinos.

En esos momentos no se me ocurrió asociar el pequeño bulto con los gruñidos. No tenía sentido…

Olvidé el asunto y decidí imitar al Galileo. Quien esto escribe tampoco se había aseado. Yo también debía ser cortés.

Caminé hacia la fuente y deposité la lucerna sobre la pared de roca que remansaba el agua. Retiré la túnica y me refresqué. Y en eso estaba cuando, súbitamente, oí los gruñidos. Esta vez sonaron a mi espalda. Me volví, pero no vi nada. Sólo negrura, y la «luz» de los almendros, ahora difusa, casi dormida, con la media luna intentando resucitarla.

Se repitieron más cerca. Sonaron «5 × 5». Pensé en un jabalí. En la zona eran frecuentes, especialmente los arochos, de grandes cabezas y colmillos curvos y afilados como navajas de afeitar.

¡Maldita sea! El cayado se hallaba en la gruta…

Disponía de la «piel de serpiente», pero, con uno de estos animales nunca se sabe. Son extremadamente peligrosos si se sienten acorralados, o si están heridos.

Se hizo el silencio. Pensé en correr hacia la cueva. Hubiera sido una temeridad.

Y cometí una imprudencia.

Me adentré en la oscuridad e intenté descubrir al intruso.

Silencio.

Caminé diez o doce pasos, hasta que comprendí lo absurdo y arriesgado de la maniobra. Si topaba con el jabalí (?), ¿qué podía hacer? Lo único sensato hubiera sido trepar a uno de los almendros, suponiendo que dispusiera de tiempo…

No volví a oír los gruñidos. Y regresé a la fuente.

Fue en esos instantes, al salir del bosquecillo de almendros, cuando comprobé que faltaba la luz que acababa de depositar sobre la roca.

Me sentí nuevamente confuso. Yo la había dejado allí hacía unos minutos…

Rodeé la fuente y tanteé la tierra. Quizá se había caído. Pero ¿cómo? La noche estaba en calma. Se hubiera necesitado un viento muy fuerte para derribar la pesada lámpara de aceite; las llamaban nattif, por su considerable capacidad (podían alumbrar toda una noche).

Tuve un presentimiento.

Y exploré de nuevo mi entorno. Nada. Ni una sombra, ni un gruñido.

Pero ¿cómo era posible? Las lámparas de barro no vuelan, que yo sepa…

¿La welieh de la fuente? ¿Era eso?

Me reproché mi ingenuidad. Esos genios sólo existen en la imaginación y en el miedo de las personas supersticiosas.

Sí y no…

Y el Destino, divertido, vio cómo me alejaba, en dirección a la gruta. Tenía mucho que aprender para ser un kui

Antes de entrar dediqué otra mirada al negro entramado de la encina. Nada. Sólo silencio y oscuridad.

«… y no molestes a la welieh de la fuente».

Las palabras de la anciana sonaron nuevamente en mi interior, fuerte y claro. Pero no supe a qué atenerme.

Y me incorporé a la cena. El Maestro aguardaba.

Como dije, lo devoramos todo. Los «cónicos», como llamaban los badu a los saltamontes, no estaban tan mal, pero hubiera preferido cordero. El Maestro sabía de qué hablaba, incluso en los asuntos más intrascendentes, o supuestamente intrascendentes.

Habló feliz, y se centró «en lo bien que hacía las cosas su Padre, y la “gente” al servicio de su Padre». Se refería a los dátiles y al halwa, el dulcísimo y cremoso postre. Lo saboreó. Lo vi cerrar los ojos y suspirar, al tiempo que se relamía los dedos. Aquel Hombre sabía disfrutar cada momento…

Y torpe, como siempre, no acerté a preguntar. ¿A qué «gente» se refería? ¿Quién «trabajaba» con Dios, o para Ab-bā?

Para ser sincero, mis pensamientos iban y venían. No era capaz de olvidar lo ocurrido en la fuente de la welieh. La lucerna no pudo evaporarse. Allí, en la cueva, efectivamente, quedaban cuatro. Y me propuse despejar el misterio. Al día siguiente, si disponía de tiempo, peinaría el bosque de la «luz»…

¿Tiempo? Sí, lo tuve…

Concluida la cena, el Maestro extendió una de las mantas sobre la paja y, alegre, tomó su petate y se dispuso a abrirlo.

Continué sentado y expectante. ¿Se daría cuenta de la manipulación de las cuerdas?

Supuse que se disponía a descansar. El día fue agotador, tanto física como mentalmente, al menos para este explorador. En un judío normal, lo obligado, antes de intentar conciliar el sueño, era entregarse a la sagrada ceremonia de la «plegaria»: la Šemoneh esreh, en la que alababan el poder de Yavé, solicitaban conocimiento, salud, buenas cosechas, perdón y toda clase de negocios y, por último, exigían de Dios la destrucción de los impíos y el pronto envío del Mesías libertador. En total, como ya manifesté, el judío piadoso tenía la obligación de recitar las diecinueve plegarias tres veces al día (en la mañana, a primera hora de la tarde, y al ocaso, o antes de dormir). En el tiempo que me tocó vivir con el Hijo del Hombre, nunca lo oí rezar las citadas Šemoneh. Podía hacerse en silencio, pero la mayoría lo hacía en voz alta, declarando así su celo por Yavé. No sé si Jesús llegó a pronunciarlas alguna vez en voz baja, o para sí, pero conociendo su forma de pensar, dudo, sinceramente, que se sometiera a dicha obligación religiosa. Por eso no me extrañó que lo dispusiera todo para el necesario y reparador sueño.

Me equivoqué, de nuevo…

El Maestro no pretendía dormir, de momento. Y fui testigo de otro ritual, nuevo para quien esto escribe. Después, durante dos años, volvería a presenciarlo. Era simple. Encerraba un doble significado: la revisión de sus cosas, propiamente dicha, y la señal, inequívoca, de que pretendía permanecer en ese lugar, al menos durante un tiempo. En esos instantes, lógicamente, no lo sabía…

Me miró, y agradeció mi silencio. Eso pensé. Después dudé. Quizá la mirada contenía otro significado. ¿Sabía lo ocurrido? ¿Supo que había abierto el saco?

Nunca lo declaró abiertamente, pero…

Primero sopló sobre el nudo de Isis. Y, al desanudarlo, exclamó:

—¡Soltemos las ataduras!… ¡Es la hora[175]!

Y lenta y ceremoniosamente, con la atención de un niño, fue extrayendo el contenido del petate.

Me sentí incómodo. Era como si hubiera leído mis intenciones.

Estaba claro. Con el Hombre-Dios, ningún pensamiento quedaba oculto. ¿Cómo lo hacía? Fue otro de los grandes misterios que jamás resolví.

No dijo nada. No insinuó. Sencillamente, utilizó el silencio para hablar, y para satisfacerme…

Extrajo el gran ropón, el manto color vino. Lo dobló cuidadosamente, y lo depositó sobre la paja, en el lugar que le serviría de cabecera.

Después se ocupó de la túnica de repuesto. En los viajes medianamente largos, siempre procuraba hacerse con dos: la roja, la que lucía en esos momentos, y la de color jazmín, regalo de la Señora, sin costuras, y trenzada en lana pura de la Judea. Olió el tejido y fue a colgarla de uno de los clavos de la viga central. Y allí quedó, blanca y oscilante, como un anuncio; un prometedor anuncio…

Conté un par de saq y un lienzo de algodón, destinado al aseo…

¿Por qué colgaba la túnica? La idea era pernoctar en la gruta. Al día siguiente partiríamos. Ésos eran mis pensamientos…

Una esponja y una pastilla de borit, el «jabón» habitual, fabricado con cenizas de plantas aromáticas (romero y orégano, entre otras) y potasio mineral. En ocasiones, el borit contenía también aceites esenciales, con cal, o aceite hervido, álkali y arcilla. Era un «jabón» sin misericordia: terminaba con la suciedad, pero irritaba la piel. Era preciso mezclarlo con una abundante dosis de agua.

Después le tocó el turno a una pequeña lima para las uñas, y al «dentífrico», consistente en un polvo de anís, mezclado con pimienta olorosa. Se disolvía en agua, y se mantenía en la boca durante un par de minutos. Había de dos tipos. Uno, peligroso, poco recomendable por su alto contenido de anetol, que podía afectar al sistema nervioso. Otro, más popular y barato, con un anís de «segunda» (comino dulce), que dejaba un aliento fresco, aunque menos duradero. El Galileo utilizaba este último, aunque jamás percibí que tuviera problemas de esa índole. La dentadura era impecable, siempre blanca, y perfectamente alineada.

Extrajo una escudilla de madera y la depositó también sobre la manta. El «plato» me trajo a la memoria una desagradable escena, en las cumbres del Hermón, cuando Eliseo trató de esconder una escudilla similar, en la que Jesús había escrito un mensaje[176].

Acto seguido lo vi afanarse en la búsqueda de algo. Introdujo el brazo en el saco y rebuscó, al parecer, sin éxito. Abrió el petate cuanto pudo y se situó de rodillas, pendiente del interior. Y así permaneció unos segundos. Finalmente tomó una de las lucernas e iluminó el fondo del petate. Sonrió, feliz. Introdujo la mano y fue a sacar una esferita blanca, o casi blanca, de unos tres centímetros de diámetro. Era la primera vez que la veía.

Me llamó la atención desde ese instante.

El Maestro la acarició con los dedos de su mano izquierda y jugueteó con ella.

Me pareció un cuarzo blanco, algo turbio por la inclusión de líquidos. Pero no. Al moverla entre los dedos, la esfera difractó la luz de las lámparas de aceite, y provocó una sorprendente refracción, similar a una «nube» azul. Es lo que llaman «adularescencia».

Quedé cautivado. A cada giro, la esferita replicaba con un destello azul. Jesús parecía hipnotizado con la piedra. Evidentemente, le divertía. ¿O no era eso?

Deduje que podía tratarse de algún tipo de feldespato, pero, francamente, no supe identificarlo.

Y creí ver algo en el interior. Algo negro…

Pensé en una inclusión natural (partículas que alteran las propiedades del metal o del medio cristalino). No estuve seguro. Tendría que haberla examinado, pero se hallaba entre los dedos del Hijo del Hombre.

Algo como un número… Algo oscuro.

Y me pregunté: ¿de dónde había salido?, ¿qué significaba?, ¿por qué acompañaba al Galileo?, ¿por qué el interés de Jesús por la pequeña esfera?

Nadie me contó nada al respecto. Nada leí sobre el particular. No disponía de la más mínima pista. Como digo, ésa fue la primera vez que la vi…

Y el Destino, supongo, me observó, divertido.

Jesús la depositó en la escudilla, ligeramente inclinada sobre la paja, y la esfera rodó hasta uno de los extremos, el más cercano a quien esto escribe. Fue como una «señal». El Maestro lo advirtió, y me sonrió. Naturalmente, leyó mi pensamiento. Pero no dijo nada…

El Galileo continuó con el ritual.

Un peine de madera, de doble uso, con púas abiertas para desenredar, y otras, cerradas, para peinar, propiamente dicho. «Cerillas» de azufre, y el correspondiente pedernal para incendiarlas; sin duda, uno de los «inventos» más prácticos de la época, que ahorraba esfuerzos a la hora de conseguir fuego. Una bolsa de hule, o punda, no muy grande, en la que se oía el tintinear de algunas monedas. Jesús casi no le prestó atención. La dejó en la escudilla, junto a la esfera de las irisaciones azules. También le vi sacar la navaja, con mango de hueso, utilizada habitualmente por el Maestro para repasar la barba y cortarse el cabello. Entre los judíos, la barba era un símbolo, cantada, incluso, en las Sagradas Escrituras. Jeremías aborrecía a los que la afeitaban. Los muy religiosos o extremistas, caso de los zelotas, la consideraban un signo en la resistencia contra Roma. Sólo en caso de luto estaba bien visto que se rasurase. Para Jesús, sin embargo, la barba no era una manifestación de religiosidad, como pretendía el Salmo 133, o de rechazo del invasor. Sencillamente, su barba, partida en dos, era un asunto de simple comodidad. En cuanto al cabello, siempre sobre los hombros, lo razonable es que lo cortase cada mes; en general procuraba que el corte coincidiera con la luna nueva. Alguna vez llegó a tenerlo por la espalda (recuerdo, por ejemplo, las dramáticas horas de su pasión y muerte). Una vez por semana lo lavaba y protegía con cualquiera de los múltiples aceites esenciales de aquel tiempo. Jamás utilizaba espejo. Nunca, que yo recuerde, lo vi mirarse en una de aquellas pulidas superficies de latón, bronce o plata. Cuando arreglaba los cabellos, si era posible, lo hacía sobre la superficie del agua. La Ley mosaica era tan exigente, y minuciosa, que dictaba el momento, incluso, en el que los varones debían cortar sus cabellos (las mujeres no figuraban en ese capítulo de la Misná o tradición oral): el rey debía hacerlo a diario. El sumo sacerdote, la víspera de cada sábado. Los sacerdotes, cada treinta días. Los niños, en cuanto apuntase (evitaban así las plagas de parásitos). El resto del pueblo, cuando se presentasen los piojos en la cabeza…

Jesús, a mi entender, se sentía cómodo con el cabello largo, y sólo lo cortaba cuando empezaba a ser una molestia. Por cierto, si Pablo de Tarso hubiera conocido a Jesús, quizá no se habría atrevido a escribir lo que apunta en la llamada Primera Epístola a los Corintios (11, 14): «¿No os enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la cabellera?…». ¿En qué pudo pensar el nefasto Pablo? ¿Era una ofensa para la naturaleza que el Maestro luciera aquellos hermosos cabellos de color caramelo? La mujer, por supuesto, tampoco escapa a estas enfermizas advertencias del gran misógino (y además «santo») (!). Esa misma epístola, y la primera carta a Timoteo, hablan por sí mismas[177]

Dos cintas de lana, para recoger el cabello en los viajes, completaban las pertenencias del Hijo del Hombre. En realidad, eso era todo lo que tenía en la vida, y la «casa de las flores» en Nahum, aunque ya casi no le pertenecía…

Observó sus «tesoros» y permaneció pensativo. Después regresó al saco de viaje y volvió a rebuscar en el fondo. Parecía haber olvidado algo…

Así era. Al punto, entre los dedos, vi surgir un pequeño frasco de vidrio, de color azul oscuro, perfectamente sellado con los «tapones» de la época: un lienzo de fibra de cáñamo. Tenía forma de granada. Supuse que contenía algún perfume. Era un frasco típico, llamado foliatum, inventado por los fenicios, expertos en la obtención de cristales de colores. Los había visto en las tabernae de algunas ciudades. Los tuve, incluso, en las manos y reconocí la viveza de los fenicios. Ellos no conocían la base científica que aconsejaba conservar los perfumes en recipientes opacos (preferentemente de color marrón o azul), pero, merced a la observación, entendieron que dichos contenedores preservaban mejor los aceites esenciales. Tenían razón. La luz ultravioleta deteriora dichos aceites. Era necesario, pues, que la luz del sol no incidiera directamente sobre los frascos. La forma de conseguirlo era el foliatum.

Lo abrió y lo aproximó a la nariz. Siempre me llamó la atención su nariz prominente, típicamente judía, destacando en aquel rostro alto y bien proporcionado. Lo he dicho alguna vez. La nariz fue el único rasgo en discordia, en un cuerpo perfecto.

Entornó los ojos e inspiró profundamente. E imagino que el perfume lo invadió. Después, pletórico, me pasó el frasco y me invitó a que lo compartiera. Y así lo hice. Fue entonces cuando supe del kimah. Fue la primera vez que tuve contacto con esta desconcertante esencia. Después me informé. El Maestro lo había reservado para un momento especial (muy especial). ¿Y qué mejor que aquel 14 de enero? A partir de ese día lo usó con regularidad. Tras el aseo matinal, unas gotas de kimah se enredaban en la barba, siempre en la barba. Cuando volví a ver a Yu, le pregunté. Él se lo había regalado al Maestro. Y el chino contó una historia extraña, típica de un kui. El kimah procedía de un lugar llamado Timná, en el reino arábigo de Qataban, muy cercano al mítico Saba, en la llamada ruta del incienso[178]. Lo fabricaba otro hombre kui, un alquimista badawi con el que Yu mantenía relación, merced a las caravanas que se detenían en Nahum. El kimah, que podría ser traducido por «Pléyades», era elaborado con seis aceites principales, en honor, justamente, a las seis estrellas de dicho cúmulo estelar, y que pueden ser contempladas a simple vista[179]. Era muy codiciado entre los perfumistas, pero sólo el kui de Timná conocía su secreto. Se pagaba más que por el kifi, un perfume egipcio empleado por los sacerdotes, mezcla de dieciséis esencias diferentes, y que provocaba la acuidad sensorial de quien lo utilizaba, abriendo la mente, y haciendo más agudos los sentidos. Y se pagaba más porque el kimah abría los sentidos de los demás. El kimah —éste era su secreto— tenía la capacidad de provocar determinados sentimientos en los que llegaban a olerlo. Según Yu, los componentes básicos eran sándalo blanco, jara cerval, canela, un producto que llamó tin tal (tierra mojada por la lluvia), nardo o narada (siempre índico o jatamansis) y mandarina. Según fuera el estado de ánimo, así predominaba uno u otro aceite esencial. Ésa fue la confesión de Yu. Si el receptor se hallaba en paz, el olor dominante era el del sándalo blanco. Algo parecido a lo que los perfumistas modernos designan como la «notasuperior» en cualquier perfume; es decir, la que primero se percibe cuando se capta un olor, y que nada tiene que ver con la «notabase», que es el elemento de mayor duración. Si la persona que portaba el kimah experimentaba ternura, o amor, el olor dominante cambiaba, y aparecía la esencia de mandarina. Todo esto —según Yu— tenía un efecto secundario en los que rodeaban al portador del kimah. Cada olor, como dije, tenía la facultad de provocar un determinado sentimiento en las personas que estaban cerca. Por supuesto, no creí una sola palabra. Eran las historias de Yu…

Sin embargo, me quedó una duda. Hubo momentos, efectivamente, en los que el perfume del Maestro cambiaba. Ahora, al ofrecerme el frasco y oler el contenido, percibí la característica fragancia del sándalo blanco, uno de los aceites esenciales del kimah. Era un olor intenso, pero discreto, propio de los componentes (ácidos santálico y terasantálico, fusanol y santalol, entre otros), y muy tenaz. Algún tiempo después, cuando sucedió lo que sucedió, sí noté un cambio en el kimah del Galileo. Y se repitió, y se repitió…

Pero mi espíritu científico no lo aceptó. Aquello carecía de fundamento, a no ser que las variaciones en dicho perfume tuvieran alguna relación con los cambios en el pH del líquido extracelular del Hijo del Hombre. Dicho líquido «ECF», como es sabido, sirve para el importantísimo intercambio de nutrientes, procedentes de la digestión celular, así como para el necesario aporte de oxígeno, etc.[180]. ¿Se hacía dominante un tipo concreto de aceite esencial como consecuencia de las ligerísimas variaciones del pH? Si el cambio en el estado de ánimo de la persona era consecuencia de las oscilaciones del pH —algo que está por demostrar—, ¿afectaba dicha modificación al kimah, o era al revés?

Tuve mucho tiempo para pensarlo, pero ésa es otra historia…

Le devolví el frasco azul marino y asentí:

—Delicioso…

Verdaderamente me encontraba ante un perfume «seis estrellas», digno de Él. Es curioso. Jamás los escritores «sagrados» se preocuparon de informar sobre las pequeñas grandes cosas que rodearon al Hijo del Hombre y que, por supuesto, tuvieron su importancia. Yo sí lo he hecho. Entiendo que la vida de cualquier ser humano consta de grandes momentos, a veces sublimes, pero, sobre todo, de millones e insignificantes (?) «ahoras». Ésta es una de mis intenciones a la hora de construir los presentes diarios: recrearme en los detalles que también formaron parte de la vida del Galileo y que perfilan, mejor que nada, su verdadera personalidad y sus pensamientos. Quizá, en ocasiones, el hipotético lector de estas memorias se desespere ante la aparente lentitud en la narración de los hechos. Todo ha sido minuciosamente concebido, y no precisamente por mí…

—El Padre —replicó el Maestro, al tiempo que volvía a sentarse sobre la paja, frente a este explorador— y su «gente»… Ya ves cómo trabajan…

Otra vez aquello. ¿A qué se refería? ¿Quién era la «gente» que trabajaba para Ab-bā?

Y aproveché su excelente disposición, y lo planteé. Jesús, creo, esperaba la pregunta.

—Recuerda siempre, querido mal’ak, que mis palabras son una aproximación a la verdad…

Dije que sí con la cabeza. No lo olvidaría.

—Pues bien, para llegar a ser un Dios, primero tienes que aprender a delegar.

Sonrió, y continuó descendiendo en mi torpe inteligencia.

—Él, Ab-bā, es la luz. Él llega y lo perfuma todo, pero, previamente, otros, su «gente», han colaborado en el prodigio. Son incontables las criaturas que participan en la belleza, en el amor, o en el simple avance de las leyes físicas y espirituales. Lo visible está lleno, pero lo invisible está repleto.

Comprendí, pero no comprendí. Él lo notó, y tomó el frasco azul entre los dedos. Me lo mostró, y preguntó:

—¿Qué es?

—Un perfume, Señor…

—Pero ¿cómo se obtiene?

—Gracias a las plantas, a la luz, y a cuanto rodea al sándalo, y a la jara, y a la mandarina…

—Todos hacen el milagro. Todos participan…

Así era. Las esencias, que posteriormente se convierten en aceites esenciales o perfumes, mediante presión o destilación al vapor, aparecen en las plantas como un auténtico «juego de manos» de la naturaleza. Las células secretoras, altamente especializadas, «juegan» con la luz y se transforman en estructuras químicas complejas. Y la planta combina esa energía con elementos químicos del agua, del terreno, del aire e, incluso, de los excrementos que pueden abonar el suelo. Es así como nacen los ácidos, los fenoles, los aldehídos, las cetonas, los alcoholes, los ésteres, los terpenos y los sesquiterpenos. Y todos ellos, como si de una orquesta se tratase, se reúnen y componen la «música» de los perfumes. El Maestro hablaba con razón. Todos colaboran, aunque nada hubiera sido posible sin la luz.

Sí, el Padre perfuma con la luz…

Mensaje recibido.

—El Padre y su «gente» —repitió Jesús, sin disimular su satisfacción—. ¿Trabajan o no trabajan bien?

—Muy bien, Señor…

Y me atreví a ir un poco más allá en nuestra primera conversación en Beit Ids. Él aceptó, encantado.

—Y Él está ahí, en lo grande y en lo pequeño. ¿Sabes de algún lugar donde no está el Padre?

Sin querer, empezaba a parecerme a Eliseo, a la hora de plantear determinadas cuestiones. Él lo percibió, y sonrió, pícaro.

—Todo lo que es, o existe, lo es porque Él lo ha imaginado previamente…

Dejó que soltara la imaginación, y que me aproximara a su pensamiento. No sé si lo conseguí.

—… Más aún —continuó—: Lo que no es… también es suyo.

—¿Quieres decir, Señor, que lo que vemos, o sentimos, ha sido imaginado previamente?

Asintió en silencio, y divertido. Sabía muy bien adónde quería ir a parar.

—Entonces, cuando nosotros imaginamos…

—No, mal’ak, no confundas mis palabras. Yo no he dicho eso. El Padre imagina y es. El ser humano imagina porque ya es. Ésa es una de las grandes diferencias entre el hombre y Dios.

—Un momento —le interrumpí, ciertamente sorprendido—, ¿quieres decir que no podemos imaginar si lo imaginado no ha existido con anterioridad?

—Así es…

—¿Todo?

—Todo —replicó, rotundo—. Absolutamente todo…

—No consigo entenderlo…

—Es lógico. Estás al principio del camino. El Padre es más listo que tú…

Esta vez fui yo quien asintió en silencio. Ya lo creo que lo es. Jamás hubiera imaginado que mis sueños, mis deseos, incluso mis iniquidades, pudieran haber existido con antelación a mi propia realidad.

—No te atormentes ahora con eso —terció, oportuno—. Ni siquiera Dios es el final…

—Me asombra tu familiaridad para con Él. Es difícil acostumbrarse. ¿Por qué le hablas así al Padre?

—¿Crees que es el Dios del miedo?

—Tú enseñas lo contrario, pero…

—Lo sé, mi madre, mis hermanos, éstos, mis pequeñuelos de ahora, han sido educados en un Dios al que hay que temer. Lo sabes bien: yo he venido a cambiar eso. ¿Cómo puedes sentir miedo de la luz, que te ayuda y te vivifica? ¿Cómo debo hablar con el amor?

Y dibujó en el aire la palabra áhab (amor). Entendí: con mayúscula…

—Con el Amor, querido mensajero, ni siquiera es preciso hablar. Pero, si lo haces, hazlo con la confianza, con el respeto, con la admiración, con la alegría y, sobre todo, con la sencillez que proporciona un amigo…

Dudó.

—El Padre es más que un amigo, y más que una novia o un novio. Háblale, si lo deseas, como te hablas a ti mismo. En realidad, aunque no lo sepas, le estarás hablando a Él.

—Sin miedo…

—¿Concibes la luz como un juez? ¿Crees que el Amor lleva las cuentas? ¿Para qué está el perfume? ¿Sientes miedo cuando me hablas?

Negué de inmediato. Podía sentir otros sentimientos, muchos, pero jamás el miedo. Aquellos ojos, como la miel líquida, no habían nacido para asustar o dominar. Eso lo sé, y siempre lo he defendido. La mirada del Hijo del Hombre era un refugio…

—Hablar con el Padre…, como si fuera un amigo, y a cualquier hora, como tú…

—Así es. No importa cuándo, ni por qué. Para hablar con Él no necesitas un motivo. ¿Necesitas una razón para soñar, o para amar?

—Pero, si me dirijo a Él, tiene que ser por algo…

—Sí, ésa es otra equivocación que me gustaría corregir. Al Amor no conviene pedirle nada. ES un error y, además, una pérdida de tiempo. Tú estás enamorado…

Me estremecí. Sabía que lo sabía, pero, así, de pronto…

—… y jamás le has pedido nada. Al contrario…

La penumbra de la cueva llegó en mi auxilio. Supongo que estaba rojo, como una amapola. Pero Él pasó sobre mi inquietud de puntillas, como si no tuviera importancia.

Querida Ma’ch… Él lo sabía.

—Si hablas con el Padre —prosiguió con una sonrisa de complicidad—, no pierdas el tiempo. No solicites lo que ya tienes, o tendrás.

Y aclaró:

—… Si Él te imagina, y es obvio que así es, puesto que estás ahí, frente a mí, Él lo hace con lo necesario para tu supervivencia. Tú no dependes de ti mismo, aunque creas lo contrario, sino de Él. Pues bien, si existes, porque te ha imaginado, ¿por qué te preocupas de lo material? En el Amor, como en el perfume, todo se ordena mágica y benéficamente.

—Entonces —lo interrogué con un hilo de voz—, ¿qué debo pedir?

—¿Qué me pides a mí, cuando estamos juntos?

Buena pregunta. Y me hizo pensar. Jamás le pedí un favor, nada físico. Me bastaba con su compañía y, sobre todo, con su palabra.

Leyó mis pensamientos y movió la cabeza afirmativamente. Después, recreándose, manifestó:

—Oírle es un placer. ¿Te parece poco? Además, dada su condición de Padre, siempre regala algo…

—¿Oír por oír?

—Ése es el secreto que abre el corazón del Amor. Cuanto más quieras, más debes oír… Mejor dicho, más debes oír… le.

—¿Y qué regala?

—¿Y por qué no lo averiguas por ti mismo? Sólo tienes que asomarte al interior…

—Pero ¿cómo empiezo?

Sonrió, divertido.

—Quizá por el asunto de los saltamontes…

Así concluyó la primera conversación en Beit Ids. El sueño nos rindió. Y quien esto escribe entendió, un poco mejor, por qué el Maestro no se sujetaba a las plegarias tradicionales. Él prefería la luz…

Nunca olvidaré aquel histórico 14 de enero, lunes, el verdadero día del Señor.