Era el primer día de primavera.
Jane y Michael se dieron cuenta de inmediato, porque oyeron al señor Banks cantando en la ducha, y sólo había un día al año en que lo hiciera.
Aquélla sería una mañana que no olvidarían nunca. En primer lugar, porque fue la primera vez que les dejaron bajar a desayunar al piso de abajo y, en segundo, porque al señor Banks se le perdió su cartera negra. De modo que el día empezó con dos acontecimientos verdaderamente excepcionales.
—¿Dónde está mi CARTERA? —gritaba el señor Banks en el recibidor, mientras daba vueltas sobre sí mismo, como si fuera un perro persiguiéndose la cola.
Pronto todos los demás se pusieron también a dar vueltas: Ellen, la señora Brill y los niños. Incluso Robertson Ay, haciendo un supremo esfuerzo, llegó a dar dos vueltas completas. Finalmente, fue el propio señor Banks quien encontró la cartera en su estudio y, levantándola en alto, salió corriendo al recibidor.
—Veamos —dijo, como si se dispusiera a soltar un sermón—, mi cartera la guardo siempre en el mismo sitio. Aquí, en el paragüero. ¿Quién la ha puesto en el despacho? —rugió.
—Tú mismo, querido, cuando la otra noche sacaste la declaración de hacienda —dijo la señora Banks.
La mirada que le dirigió el señor Banks expresaba tal grado de humillación que la señora Banks se lamentó de no haber tenido más tacto y haberle dicho que había sido ella quien la había puesto en el despacho.
—¡Mooooc! —El señor Banks se sonó estrepitosamente la nariz. Cogió luego el abrigo del perchero y se dirigió hacia la puerta de la calle—. Vaya —dijo en un tono más alegre—, los tulipanes ya están en flor. —Salió al jardín y aspiró una bocanada de aire—. Parece que sopla viento del oeste —añadió, dirigiendo la vista hacia la veleta en forma de telescopio que había en lo alto de la casa del almirante Boom—. Justo lo que yo pensaba, viento del oeste, tiempo cálido y soleado. No me va a hacer falta el abrigo.
Y, dicho aquello, volvió a coger la cartera y el sombrero hongo, y se marchó apresuradamente a la City.
—¿Has oído lo que ha dicho? —dijo Michael, agarrando a Jane del brazo.
Jane hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—El viento sopla del oeste —dijo lentamente.
Ninguno de los dos dijo nada más, pero a cada uno de ellos le rondaba una idea que hubieran preferido que ni se les pasara por la cabeza.
Sin embargo, no tardaron en olvidarlo, pues todo parecía seguir como siempre y la luz primaveral iluminaba la casa de una forma tan hermosa que nadie se acordaba ya de que necesitaba una buena mano de pintura y un nuevo papel pintado. No sólo no se acordaban, sino que todos estaban convencidos de que era la mejor casa de la calle del Cerezo.
Pero, después del almuerzo, comenzaron los problemas.
Jane había bajado para ayudar a Robertson Ay a cavar en el jardín. Acababa de plantar una hilera de semillas de rábano, cuando se oyó un gran escándalo que provenía de las habitaciones de los niños, seguido del sonido de unos pies que bajaban a toda prisa las escaleras. Al poco tiempo apareció Michael, con la cara enrojecida y jadeando violentamente.
—¡Mira, Jane, mira! —gritó, mostrándole la mano. Allí estaba la brújula de Mary Poppins, cuyo disco oscilaba frenéticamente en torno a la flecha debido a las vibraciones que producía la mano de Michael, que no paraba de temblar.
—¿La brújula? —dijo Jane, interrogándole con la mirada.
Michael rompió a llorar.
—Me la ha dado —gimió—. Ha dicho que puedo quedármela para siempre. ¡Ay, aquí ocurre algo malo! ¿Qué va a pasar? Es la primera vez que me da algo.
—Puede que simplemente lo haya hecho por amabilidad —dijo Jane para tranquilizarle, pero en lo más hondo de su corazón estaba tan preocupada como Michael. Sabía perfectamente que Mary Poppins nunca malgastaba su tiempo en ser amable.
Aquella tarde, por extraño que parezca, Mary Poppins no soltó ni una sola palabra que indicara que estaba enojada. De hecho, apenas si abrió la boca. Parecía estar sumida en sus propios pensamientos y, siempre que le preguntaban algo, les respondía con voz distraída. Finalmente, Michael ya no aguantó más.
—¡Enfádate Mary Poppins, por favor! ¡Vuelve a enfadarte! Tú no eres así. Me estoy poniendo muy nervioso. —Y así era, la idea de que algo, no sabía muy bien qué, estaba a punto de ocurrir en el número diecisiete de la calle del Cerezo le tenía acongojado.
—¡Tú sigue dando la lata y ya verás lo que te pasa! —le replicó enfadada Mary Poppins con su voz de siempre.
Y aquello hizo que Michael se sintiera mucho mejor.
—Puede que no sea más que una sensación rara que tengo —le dijo a Jane—. Puede que no pase nada y sean sólo imaginaciones mías, ¿tú que crees, Jane?
—Probablemente —dijo Jane muy despacio. Pero la verdad es que no paraba de darle vueltas a la cabeza y tenía el corazón en un puño.
Avanzada la tarde, se levantó un viento muy fuerte que empezó a lanzar ráfagas de aire contra la casa. Bajaba silbando por la chimenea, se colaba por las rendijas de debajo de las ventanas y levantaba las esquinas de la alfombra del cuarto de los niños.
Mary Poppins les dio la cena, quitó luego las cosas de la mesa y las colocó metódica y ordenadamente en su sitio. Finalmente, arregló la habitación de los niños y puso a calentar agua para el té.
—¡Ya está! —dijo, recorriendo con la mirada la habitación para comprobar que todo estaba en orden. Luego, posó suavemente una mano en la cabeza de Michael y otra en el hombro de Jane.
—Bueno —dijo—, voy a bajar un momento a darle los zapatos a Robertson Ay para que los limpie. Haced el favor de portaros bien hasta que vuelva. —Y salió, procurando no hacer ruido al cerrar la puerta.
En cuanto se fue, sintieron la necesidad imperiosa de salir corriendo detrás de ella, pero algo parecía tenerlos inmovilizados. Se quedaron quietos, con los codos hincados en la mesa, esperando a que volviera. Aun sin decir palabra, trataban de tranquilizarse el uno al otro.
—¡Qué tontos somos! —dijo de pronto Jane—. ¡No pasa nada raro! —Pero sabía muy bien que lo decía para tranquilizar a Michael y no porque pensara que era cierto.
El tic-tac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea resonaba en la habitación. El fuego parpadeaba y crepitaba mientras se iba apagando lentamente. Y ellos dos seguían sentados a la mesa, esperando.
Por fin, Michael, muy inquieto, dijo:
—¿No crees que está tardando mucho?
El viento silbó y aulló en torno a la casa como si estuviera respondiéndole. El reloj seguía emitiendo su solemne tic-tac.
De pronto, un fuerte portazo, que parecía venir de la puerta de la calle, rompió el silencio.
—¡Michael! —dijo Jane, poniéndose de pie de un salto.
—¡Jane! —dijo angustiado Michael, cuyo rostro se había puesto completamente blanco.
Permanecieron a la escucha durante un instante y, luego, corrieron hacia la ventana y se asomaron a la calle.
Allá abajo, justo al lado de la puerta, estaba Mary Poppins, con el abrigo y el sombrero puestos, sujetando su bolsa de alfombras con una mano y el paraguas con la otra. A su alrededor, el viento soplaba furioso, tirándole de la falda y ladeándole el sombrero. Pero Jane y Michael tenían la impresión de que aquello no le importaba, pues sonreía como si ella y el viento se comprendieran perfectamente.
Se detuvo un instante en el escalón y miró hacia atrás. Luego, con un rápido movimiento, abrió el paraguas, a pesar de que no llovía, y lo levantó de golpe.
El viento, prorrumpiendo en un grito salvaje, se deslizó bajo el paraguas, impulsándolo hacia arriba como si tratara de arrancárselo de las manos. Pero ella lo sujetó firmemente. Y eso parecía ser precisamente lo que el viento quería que hiciera, pues al instante tiró de él, y el paraguas, y con él, la propia Mary Poppins, perdieron contacto con el suelo. La fue transportando con mucha suavidad, de tal manera que sus pies avanzaban rozando casi el camino del jardín. Al llegar a la verja, la levantó por encima de ella y la subió, alzándola sobre las copas de los cerezos de la calle.
—¡Se va, Jane, se va! —gritó Michael llorando.
—¡Corre! —le apremió Jane—. Vamos a coger a los gemelos. Tienen que despedirse de ella. —Ya no tenía ninguna duda, ni Michael tampoco, de que Mary Poppins, al cambiar el viento, había decidido irse para siempre.
Cargando cada uno con un gemelo, regresaron corriendo a la ventana.
Mary Poppins estaba ya muy alta y se alejaba flotando sobre las copas de los cerezos y los tejados de las casas, aferrando el paraguas con una mano y la bolsa de alfombras con la otra.
Los gemelos empezaron a gimotear muy bajito.
Con la mano que les quedaba libre, Jane y Michael abrieron la ventana e hicieron un último intento de detener el vuelo de Mary Poppins.
—¡Mary Poppins! —gritaron—. ¡Vuelve, Mary Poppins!
Pero fuera porque no les oyó, o porque no quiso oírles, el caso es que continuó ascendiendo hacia las nubes, envuelta en el silbido del viento, hasta que, finalmente, desapareció tras una colina, y los niños ya sólo vieron los árboles, que se mecían y gemían bajo el furor del viento.
—Bueno, al fin y al cabo, es lo que nos había dicho que haría. Se ha quedado hasta que ha cambiado el viento —dijo Jane, suspirando y alejándose con tristeza de la ventana. Llevó a John hasta su cuna y le metió dentro. Michael no dijo nada, pero mientras llevaba a Barbara a la cuna y la arropaba no paraba de sollozar.
Se alejaba flotando sobre los tejados de las casas.
—Me pregunto si volveremos a verla alguna vez —dijo Jane.
De pronto, oyeron voces que venían de la escalera.
—¡Niños, niños! —oyeron que les llamaba la señora Banks mientras abría la puerta—. Niños… estoy muy enfadada. Mary Poppins nos ha dejado…
—Ya —dijeron Jane y Michael.
—¿Es que lo sabíais? —dijo la señora Banks muy sorprendida—. ¿Os dijo ella que se iba?
Los dos hicieron un gesto negativo con la cabeza, y la señora Banks continuó:
—Es indignante. Hace un minuto estaba aquí tan contenta y ahora resulta que se larga. Sin una disculpa. Viene y me dice: «me voy» y, sin más, se va. Nunca he visto un comportamiento más absurdo, más desconsiderado y más descortés… ¿Qué ocurre, Michael? —dijo enfadada al verse interrumpida por Michael, que estaba tirándole de la falda—. ¿Qué ocurre, hijo mío?
—¿Dijo si iba a volver? —gritó, tirándole de la falda con tanta fuerza que casi hace que su madre pierda el equilibrio—. ¿Lo dijo?
—Quieres dejar de hacer el indio, Michael —dijo ella, mientras se desasía de su agarrón—. No recuerdo qué dijo, aparte de que se iba. Pero puedes estar seguro de que, si por un casual se le ocurre regresar, no volveré a contratarla. Faltaría menos, después de haberme dejado plantada, sin nadie que me ayude y sin avisar siquiera.
—¡Mamá, por favor! —dijo Jane en tono de reproche.
—Eres una mujer muy cruel —dijo Michael, apretando los puños como si en cualquier momento fuera a golpearla.
—¡Niños! ¡Estoy avergonzada de vosotros, francamente avergonzada! ¿Cómo podéis querer que vuelva una persona que ha tratado tan mal a vuestra madre? ¡Me habéis dado un disgusto de muerte!
Jane se puso a llorar.
—¡Mary Poppins es la única persona en este mundo a la que quiero! —gimió Michael, tirándose al suelo.
—¡Parece mentira, niños, parece mentira! No hay quien os entienda. Anda, haced el favor de portaros bien. No hay nadie para ocuparse de vosotros esta noche. Yo tengo que ir a cenar fuera y es el día libre de Ellen. Tendré que decirle a la señora Brill que suba ella. —Y tras decir aquello, les besó distraídamente y se fue, con una pequeña arruga de ansiedad dibujada en la frente.
—¡Desde luego, qué cosas hay que ver! Mira que marcharse así, dejando plantados a estos pobres niños —dijo un poco más tarde la señora Brill, mientras entraba bulliciosamente en la habitación, dispuesta a ponerse manos a la obra con los niños.
—Un corazón más duro que una piedra, sí señor, eso es lo que tenía esa chica… ¡como me llamo Clara Brill! Siempre a su aire y sin mezclarse con nadie, pero si ni siquiera nos ha dejado un pañuelo bordado o un alfiler de sombrero de recuerdo. ¡Señorito Michael!, ¿quiere hacer el favor de ponerse de pie? —Jadeando ruidosamente, la buena señora prosiguió:
—Lo que no entiendo es cómo la hemos aguantado tanto tiempo, con esos aires que se daba y esos modales. ¡Pero de dónde salen tantos botones, señorita Jane! Ahora estese quieto, señorito Michael, para que pueda yo desvestirle. Y además era una chica la mar de normalita, nada del otro mundo, vamos. Pensándolo bien, me parece que vamos a estar mucho mejor sin ella. A ver, señorita Jane, su camisón está… ¿pero qué es esto que hay debajo de la almohada?
La señora Brill había sacado un pequeño paquete muy elegante.
—¿Qué es? ¡Dámelo, venga, dámelo! —Jane, temblando de emoción, se lo quitó rápidamente de las manos. Michael se puso a su lado y se quedó mirando cómo desataba la cuerda y rasgaba el envoltorio de papel marrón. La señora Brill, sin esperar a ver qué era lo que había en el paquete, se fue a ocuparse de los gemelos.
El último trozo de papel cayó al suelo y Jane tuvo por fin en las manos lo que había dentro.
—Es su retrato —dijo en un susurro, acercándoselo a la cara para verlo mejor.
¡Y así era!
Encerrado en un ondulado marco de madera había un cuadro de Mary Poppins, bajo el cual habían escrito: «Mary Poppins por Bert».
—Es el cerillero… él lo ha pintado —dijo Michael, y lo cogió para poder verlo de cerca.
Jane descubrió entonces que había una carta pegada al cuadro. La desdobló con mucho cuidado; decía:
«QUERIDA JANE,
Michael tiene la brújula, así que el cuadro es para ti.
Au revoir.
MARY POPPINS»
La leyó en voz alta hasta que llegó a las palabras que no comprendía.
—¡Señora Brill! —la llamó—. ¿Qué quiere decir au revoir?
—¿Au revoir, dices, cariño? —chilló la señora Brill desde la habitación de al lado—. Vaya, eso quiere decir… espera… que a mí eso de los idiomas extranjeros… ¿no es algo así como «Dios te bendiga»? No, no, espera, no es eso, creo, señorita Jane, que quiere decir «hasta pronto».
Jane y Michael se miraron. En sus ojos resplandecía una mirada de alegría y complicidad. Sabían lo que Mary Poppins quería decir.
Michael exhaló un profundo suspiro de alivio.
—Estupendo —dijo con un temblor—. Ella siempre cumple su palabra. —Y se dio la vuelta.
—Michael, ¿estás llorando? —le preguntó Jane.
Michael giró la cabeza y trató de sonreír.
—No, yo no —dijo—. Son mis ojos.
Jane le empujó suavemente hacia la cama y, mientras se metía entre las sábanas, le puso en las manos el retrato de Mary Poppins… muy deprisa, no fuera a ser que después se arrepintiera.
—Quédatelo esta noche —susurró Jane, y le arropó igual que lo habría hecho Mary Poppins.