Mary Poppins llevaba todo el día con prisas, y cuando Mary Poppins tenía prisa siempre estaba de mal humor.
Todo lo que hacía Jane estaba mal y todo lo que hacía Michael peor todavía. Incluso los gemelos se habían ganado una regañina.
Jane y Michael procuraron cruzarse con ella lo menos posible, pues sabían que había veces en que lo mejor era que Mary Poppins ni los viera ni los oyera.
—Ojalá fuéramos invisibles —dijo Michael, después de que Mary Poppins le soltara que el solo hecho de verle era más de lo que cualquier persona que se tuviera en cierta estima a sí misma sería capaz de soportar.
—Lo seremos si nos escondemos detrás del sofá —dijo Jane—. Podemos ponernos a contar el dinero de nuestras huchas, a lo mejor se le pasa después de la cena.
Así que eso fue lo que hicieron.
—Seis monedas de seis peniques y cuatro peniques, eso hace diez peniques, más otro medio penique y una moneda de tres peniques —dijo Jane, contando rápidamente.
—Cuatro peniques, tres monedas de un cuarto y… y eso es todo —suspiró Michael, mientras hacía un montoncito con el dinero.
—Con eso habrá suficiente para el cepillo de la iglesia —dijo Mary Poppins, asomándose por encima del respaldo del sofá y soltando un resoplido.
—¡Ah, no! —dijo Michael en tono de reproche—. Es para mí. Estoy ahorrando.
—¡Bah, será para comprarte uno de esos aviones tuyos, seguro! —dijo Mary Poppins con desdén.
—No, es para un elefante; uno para mí solo, igual que Lizzie, el del zoo. Cuando lo tenga te llevaré a dar un paseo en él —dijo Michael, mirándola de soslayo para ver cómo se tomaba aquello.
—¡Valiente idea! —dijo Mary Poppins. Pero se dieron cuenta de que ya no estaba de tan malas pulgas como antes.
—Me pregunto qué pasará en el zoo de noche, cuando todo el mundo se va a su casa —dijo muy pensativo Michael.
—Por querer saber, la zorra perdió la cola —le respondió bruscamente Mary Poppins.
—Yo no he dicho que quiera saberlo, sólo que me lo estaba preguntando —la corrigió Michael—. ¿Acaso lo sabes tú? —le preguntó a Mary Poppins, que acababa de sacudir las migas del mantel en un tiempo récord.
—¡Una sola pregunta más y en un abrir y cerrar de ojos estás en la cama! —le dijo. Y, a continuación, se puso a limpiar la habitación a tal velocidad que, más que un ser humano, parecía un torbellino con cofia y delantal.
—No te molestes en hacerle preguntas. Lo sabe todo pero nunca cuenta nada —dijo Jane.
—¿Y de qué sirve saber cosas si no se las cuentas a nadie? —se quejó Michael, sin levantar la voz para que así Mary Poppins no le oyera.
Jane y Michael no recordaban ninguna noche en que les hubieran mandado tan pronto a la cama. Mary Poppins apagó la luz cuando aún era muy temprano y se fue a toda prisa, como si tuviera a todos los vientos del mundo soplando a sus espaldas.
Pero no tenían la sensación de llevar ahí más que unos instantes, cuando de pronto oyeron a alguien que, en voz muy baja, susurraba desde la puerta:
—¡Jane, Michael, daos prisa! ¡Echaos algo por encima y venid corriendo!
Sorprendidos y asustados, saltaron de la cama.
—Vamos —dijo Jane—. Aquí está pasando algo. —Y se puso a rebuscar a oscuras entre la ropa.
—¡De prisa! —volvió a decir la voz.
—¡Ay, es que sólo encuentro mi sombrero de marinero y un par de guantes! —dijo Michael, que iba corriendo de un lado a otro de la habitación, abriendo todos los cajones y palpando los estantes.
—Con eso vale. Póntelos. No hace frío. Venga.
Jane, por su parte, sólo había encontrado un abriguito de John, pero metió los brazos en las mangas como pudo y se fue a abrir la puerta. Allí no había nadie, sin embargo les pareció oír un ruido que se alejaba rápidamente escaleras abajo. Jane y Michael lo siguieron. Fuera lo que fuera —o quien fuera— siempre lo tenían delante.
Aunque no podían verlo, estaban seguros de que algo que no dejaba de hacerles señas para que lo siguieran les estaba guiando. Pronto se encontraron en la calle, correteando con sus zapatillas, que producían un suave silbido al rozar contra el pavimento.
—¡Deprisa! —les apremió de nuevo la voz desde la siguiente esquina, pero cuando la doblaron, allí no había nadie. Se cogieron de la mano y se pusieron a correr como locos detrás de aquella voz: bajaron por calles y callejones, cruzaron arcos y atravesaron parques hasta que, jadeando y casi sin aliento, se detuvieron junto a un torniquete que había empotrado en un muro.
—¡Ya habéis llegado! —dijo la voz.
—Ya hemos llegado, ¿adonde? —le preguntó Michael. Pero no hubo respuesta. Jane le tiró del brazo y avanzó hacia el torniquete.
—¡Mira! —dijo—. ¿No ves dónde estamos? ¡Es el zoo!
Alumbrado por la luz de una espléndida luna llena, que resplandecía en el cielo, Michael examinó la reja de hierro y miró a través de las barras. ¡Era verdad! ¡Qué tonto había sido de no darse cuenta de que aquello era el zoo!
—¿Pero cómo vamos a entrar? —dijo—. No tenemos dinero.
—¡No hay problema! —afirmó una voz ronca y profunda—. Hoy es gratis para los visitantes especiales. ¡Empujad el torniquete, por favor!
Jane y Michael empujaron y, en menos de un segundo, se encontraban ya al otro lado del torniquete.
—Aquí tenéis vuestra entrada —dijo la voz ronca, y, al levantar la vista, resultó que pertenecía a un enorme oso pardo, que llevaba puesto un gabán con botones dorados y una gorra de visera. Con una de sus garras, les estaba tendiendo un par de entradas de color rosa.
—Pero si lo normal es que seamos nosotros los que tenemos que enseñar las entradas —dijo Jane.
—¡Lo normal, lo normal! Esta noche toca recibirlas —dijo el oso, sonriendo.
Michael, que había estado mirando atentamente al oso, le dijo:
—Oye, yo te conozco. ¿No te di una vez una lata de sirope?
—Así es —dijo el oso—. Pero te olvidaste de quitarle la tapa. ¿Sabes que me pasé diez días peleando con la dichosa tapa? ¡A ver si la próxima vez haces mejor las cosas!
—¿Pero cómo es que no estás en tu jaula? ¿Es que de noche salís? —quiso saber Michael.
—No, sólo cuando el cumpleaños cae en un día de luna llena. Pero os ruego que me disculpéis, tengo que ocuparme de la entrada. —El oso se dio la vuelta e hizo girar la manivela del torniquete.
Jane y Michael, con las entradas bien visibles en la mano, se adentraron en el zoo. A la luz de la luna llena, podían distinguir cada árbol, cada flor y cada arbusto y, con idéntica nitidez, veían también los distintos pabellones y jaulas.
—Hay que ver lo animado que está esto —comentó Michael.
Y vaya si lo estaba. Por todos los caminos había animales que corrían de acá para allá, unas veces acompañados de pájaros y otras solos. Por delante de ellos pasaron dos lobos en animada charla con una cigüeña muy espigada que, con movimientos delicados y elegantes, caminaba de puntillas entre ambos. Al pasar por su lado, Jane y Michael pudieron oír claramente que pronunciaban las palabras «cumpleaños» y «luna llena».
A lo lejos, tres camellos paseaban uno al lado del otro y, a no mucha distancia de ellos, un castor y un buitre americano parecían estar completamente enfrascados en una conversación. Los chicos tenían la impresión de que todos hablaban de lo mismo.
—¿De quién será el cumpleaños? —dijo Michael, pero Jane se había adelantado unos pasos, porque había visto algo que le había chocado muchísimo.
Junto a la caseta del elefante, un señor viejo, muy grande y muy gordo, marchaba de un lado para otro a cuatro patas, cargando a sus espaldas dos filas de asientos paralelos en las que iban sentados ocho monos, a los que, aparentemente, estaba dando un paseo.
—¡Caray, todo está al revés! —exclamó Jane.
Al pasar delante de ella, el señor viejo le lanzó una mirada furibunda.
—¿Al revés? —bramó—. ¿Yo, al revés? ¡Ni mucho menos! ¡Qué ultraje! —Los ocho monos se rieron con descaro.
—Oh, perdone… no me refería a usted en concreto, sino a todo en general —le explicó Jane, corriendo detrás de él para disculparse—. Verá, como los días normales son los animales los que llevan a los seres humanos y hoy resulta que hay un ser humano llevando animales… Eso es lo que yo quería decir.
Pero el anciano caballero, sin dejar de arrastrarse por el suelo y de jadear, seguía insistiendo en que le habían insultado y, finalmente, se alejó a toda prisa, con los monos aullando sobre su espalda.
Jane se dio cuenta de que era inútil seguirle y, cogiendo de la mano a Michael, prosiguió la marcha. De pronto, se llevaron un buen susto, porque una voz, que parecía salir casi de debajo de sus pies, se dirigió a ellos, diciéndoles:
—¡Eh, vosotros dos, venid para acá! Venga, meteos aquí. Quiero ver cómo os sumergís para buscar un trozo de cáscara de naranja que maldita la gracia que os hace.
Era una voz enojada y resentida. Cuando miraron hacia abajo descubrieron que pertenecía a una pequeña foca negra que les miraba desafiante desde un estanque iluminado por el claro de luna.
—¡Venga, a qué esperáis! ¡A ver si os parece divertido! —dijo.
—¡Pero… pero es que… no sabemos nadar! —dijo Michael.
—¡Ése no es mi problema! —dijo la foca—. Haberlo pensado antes. Nadie se ha molestado nunca en preguntarme a mí si yo sabía nadar. ¿Eh, cómo? ¿Qué me dices?
La última pregunta iba dirigida a otra foca, que acababa de emerger del agua y le estaba susurrando algo al oído.
—¿Quiénes? —dijo la primera foca—. ¡Habla un poco más alto!
La otra foca volvió a susurrarle algo. Jane alcanzó a oír las palabras «visitantes especiales, amigos de…», pero eso fue todo. La primera foca parecía un tanto decepcionada, sin embargo, con un tono bastante amable, se dirigió a Jane y a Michael, y les dijo:
—Lo siento. Encantado de conoceros. Lo siento de verdad.
Y, alargando hacia ellos una de sus aletas, les dio un lánguido apretón de manos.
—¡A ver si miras por dónde vas! —gritó la foca a algo que acababa de tropezarse con Jane. Ésta se dio rápidamente la vuelta y, del susto que se llevó, pegó un pequeño bote, pues se había topado cara a cara con un enorme león. Al verla, los ojos del león centellearon.
—¡Oh, caramba…! —empezó a decir—. ¡No sabía que eras tú! Esta noche esto está hasta los topes, y como tengo que ir corriendo a todas partes para asegurarme de que se está alimentando a los humanos, pues no miré por donde iba. ¿Vienes? No deberías perdértelo.
—Querrías guiarnos —dijo amablemente Jane. Seguía sin tenerlas todas consigo con respecto al león, aunque la verdad es que parecía bastante simpático. Y al fin y al cabo, pensó, esta noche todo está patas arriba.
—Encantaaaaado —dijo el león con voz un tanto afectada, mientras le ofrecía el brazo. Jane lo aceptó pero, para sentirse más segura, se agarró con el otro brazo a Michael. Era un niño gordito y robusto y, a la postre, pensó, un león siempre es un león.
—¿Verdad que mi melena está hecha un primor? —preguntó el león cuando se pusieron en marcha—. Me la he rizado especialmente para la ocasión.
Jane la echó un vistazo. En efecto, se la había suavizado con mucho esmero y se había hecho tirabuzones.
—Pues sí —dijo—. Pero ¿no es un poco raro que un león se preocupe por este tipo de cosas? Yo creía que…
—¡Qué dices! Mi querida señorita, como sin duda sabes, el león es el rey de la selva. Hay que hacer honor al cargo. Yo, particularmente, no lo olvido nunca. Estoy convencido de que un león, siempre tiene que estar de punta en blanco, esté donde esté. Venid, es por aquí.
Y haciendo un elegante movimiento con una de sus patas delanteras, señaló hacia la Casa de los grandes felinos y les invitó a pasar.
Lo que vieron entonces hizo que a Jane y a Michael se les cortara la respiración. La gran sala estaba atiborrada de animales. Algunos se apoyaban sobre la larga barra que les separaba de las jaulas, mientras otros estaban de pie sobre los asientos que se escalonaban al lado contrario. Había panteras y leopardos; lobos, tigres y antílopes; monos y erizos; wombats, cabras monteses y jirafas; y, además, un enorme grupo todo él formado por gaviotas y buitres.
—¿Verdad que es magnífico? —dijo orgulloso el león—. Igual que en la selva en los viejos tiempos. Pero seguidme, tenemos que encontrar un buen sitio.
Y al grito de «¡abran paso, abran paso!», avanzó entre la multitud, tirando de Jane y de Michael. Al poco tiempo, a través de un pequeño claro que se abría entre la muchedumbre, consiguieron echarle un ojo a las jaulas.
—Pero… ¡si están llenas de personas! —dijo Michael, abriendo una boca enorme.
Y así era.
En una de las jaulas, dos caballeros maduros, con sombrero de copa y pantalones a rayas, subían y bajaban encaramados a las rejas, mirando ansiosos a través de ellas como si estuvieran esperando algo.
Niños de todas las formas y tamaños, desde bebés vestidos con largos faldones hasta otros bastante más mayores, andaban todos revueltos en otra de las jaulas. Los animales, desde fuera, parecían prestarles especial atención, y alguno de ellos trataba de arrancarles a los bebés una sonrisa, lanzando sus garras y sus colas a través de los barrotes. Una jirafa, alargando su enorme cuello sobre las cabezas del resto de los animales, lo metió dentro y dejó que un niño pequeño con traje de marinerito le hiciera cosquillas en el hocico.
La tercera jaula tenía presas a tres señoras viejas, vestidas con impermeables y chanclos de goma. Una de ellas hacía punto, pero las otras dos estaban junto a los barrotes, pegándoles gritos a los animales y blandiendo sus paraguas.
—¡Brutos asquerosos! ¡Largo de aquí! ¡Que me traigan el té! —gritaba una de ellas.
—¿Verdad que es graciosa? —decían varios animales que, acto seguido, se partían de risa.
—¡Mira… Jane! —dijo Michael, señalando la jaula que había al final de la hilera—. ¿No es…?
—¡El almirante Boom! —exclamó Jane, poniendo una cara de enorme sorpresa.
Y, en efecto, ahí estaba el mismísimo almirante Boom, corriendo de un lado a otro de la jaula hecho un basilisco, mientras tosía, se sonaba la nariz y farfullaba lleno de rabia.
—¡Malditas sean mis mollejas! ¡Todas las manos a la bomba! ¡Tierra a la vista! ¡Virad a sotavento! ¡Malditas sean mis mollejas! —gritaba el almirante. Cada vez que se acercaba a los barrotes, un tigre le pinchaba un poco con un palo, y eso hacía que el almirante se pusiera a soltar maldiciones a diestro y siniestro.
—¿Pero cómo es que todos han ido a parar ahí? —le preguntó Jane al león.
—Se han perdido —dijo el león—. O, para ser más exactos, se han quedado rezagados. Son los que se entretuvieron demasiado y se quedaron dentro cuando cerraron las puertas. En algún sitio teníamos que meterlos, así es que los hemos puesto en las jaulas. Ése de ahí es muy peligroso. ¡Hace un rato casi se carga a su guardián! —dijo, señalando al almirante Boom.
—¡Apártense, por favor, apártense! ¡No se apelotonen! ¡Dejen pasar, por favor! —Jane y Michael oyeron varias voces que gritaban esas frases en voz muy alta.
—¡Ah, ya vienen a darles de comer! Son los guardianes —dijo muy animado el león, mientras se abría paso hacia delante entre la multitud.
Cuatro osos pardos, todos ellos con su correspondiente gorra de visera, avanzaban empujando unos carritos con comida por el estrecho pasillo que separaba a los animales de las jaulas.
—¡Échense para atrás! —decían cada vez que un animal se interponía en su camino. Abrieron luego unas trampillas que había en las jaulas e introdujeron por ellas la comida, pinchada en unos tridentes.
A través de un hueco que se abría entre una pantera y un dingo, Jane y Michael podían ver perfectamente todo lo que sucedía. A los bebés les lanzaban botellas de leche, y éstos trataban de atraparlas con sus débiles manitas y, cuando lo conseguían, se aferraban a ellas con gula. Los niños más mayores arrancaban bizcochos y donuts de los tridentes y se los comían con voracidad. Fuentes repletas de finas tostadas con mantequilla iban a parar a las señoras de los chanclos, mientras que los caballeros de los sombreros de copa recibían costillas de cordero y natillas servidas en copas. Estos últimos, cuando les llegaba la comida, se apartaban a una esquina y, extendiendo los pañuelos sobre los pantalones a rayas, se ponían a comer.
Al cabo de un rato, cuando los guardianes aún seguían recorriendo la fila de jaulas, se oyó un griterío tremendo.
—¡Por mis tripas! ¿A esto le llaman una comida? ¡Una mísera ración de redondo de ternera y un par de coles! ¿Dónde está el pudín de Yorkshire? ¡Esto es indignante! ¡Levad anclas! ¿Y qué hay de mi copita de oporto? ¡Oporto he dicho! ¡Soltad amarras! ¡Ah de las bodegas! ¿Dónde habéis metido el oporto del almirante?
—¿Le oís? Se está poniendo desagradable. Ya os he dicho que hay que tener cuidado con ése —dijo el león.
A Jane y a Michael no les hizo falta que les dijera a quién se refería. Conocían de sobra lo malhablado que era el almirante.
—Bueno, parece que la cosa ya se ha acabado —dijo el león, cuando amainó un poco el vocerío que había en el recinto—. Me disculparéis, pero tengo que irme. Espero veros después en la Gran Cadena. Ya os buscaré allí —y tras conducirlos a la salida, se alejó sigilosamente, ondeando su melena rizada y con su cuerpo dorado veteado de sombras y de luz de luna.
—Espera, por favor… —le llamó Jane, pero ya estaba demasiado lejos para oírla.
—Quería preguntarle si al final les dejarían salir. ¡Pobre gente! Podían haber sido John y Barbara… o nosotros mismos. —Jane se volvió hacia donde estaba Michael, pero ya no se encontraba a su lado. Se había ido por una de las sendas. Jane salió corriendo detrás de él y, finalmente, lo halló parado en medio del camino, hablando con un pingüino que llevaba un gran cuaderno bajo un ala y un lápiz enorme bajo la otra. Al acercarse al pingüino, vio que estaba mordisqueando uno de los extremos del lápiz con expresión pensativa.
—No se me ocurre nada —oyó que decía Michael, en lo que parecía la respuesta a alguna pregunta.
El pingüino se volvió hacia Jane.
—A lo mejor a ti se te ocurre algo. ¿Sabes alguna palabra que rime con un verso que dice: «oh, Mary, querida»? No puedo usar «cariacontecida» porque ya se ha utilizado antes, y hay que ser original. Si me vais a decir «cohibida» mejor que ni os molestéis. Ya se me había ocurrido a mí, pero como no tiene nada que ver con ella, no me sirve.
—«Insecticida» —dijo Michael con entusiasmo.
—Hum… no es lo bastante poético —comentó el pingüino.
—¿Qué tal te parece «aguerrida»? —dijo Jane.
—Bueno… —El pingüino parecía estar pensándoselo—. Tampoco es gran cosa, la verdad —dijo con tristeza—. Me temo que voy a tener que darme por vencido. Veréis, estaba intentando escribir un poema para el cumpleaños. Pensé que sería tan bonito si lo empezaba diciendo:
Oh, Mary, querida.
pero después me he atascado. Es un verdadero fastidio. Todo el mundo espera que, siendo yo un pingüino, componga algo muy erudito, y no quisiera decepcionarles. Pero, bueno, no me entretengáis más, que voy a seguir intentándolo —y, dicho eso, se marchó apresuradamente, doblado sobre su cuaderno y sin dejar de morder el lápiz.
—Estoy hecha un lío —dijo Jane—. ¿De quién será el cumpleaños ese?
—A ver, vosotros dos, venid para acá. Supongo que, como todos los demás, querréis presentarle vuestros respetos, por eso del cumpleaños y tal —dijo una voz a sus espaldas. Cuando se dieron la vuelta, resultó que era el oso pardo que les había dado las entradas en la puerta.
—¡Por supuesto que sí! —dijo Jane, pensando que ésa era la respuesta más segura, pero sin tener ni la más remota idea de a quién tenían que presentarle sus respetos.
El oso pardo rodeó a cada uno de ellos con un brazo y los condujo por el camino. Mientras caminaban junto a él, sentían el tacto cálido y suave de su piel al rozar sus cuerpos y, cuando hablaba, oían cómo le retumbaba la voz en el estómago.
—¡Ya hemos llegado, ya hemos llegado! —dijo el oso pardo, deteniéndose delante de una casita cuyas ventanas estaban tan bien iluminadas que, de no haber sido una noche de luna llena, cualquiera habría pensado que lucía el sol. El oso abrió la puerta y, con mucha delicadeza, los empujó hacia dentro.
En un primer momento la luz les cegó, pero sus ojos no tardaron en acostumbrarse a ella y, entonces, se dieron cuenta de que estaban en la Casa de las serpientes. Todas las jaulas se encontraban abiertas y las serpientes estaban fuera; algunas se enroscaban perezosamente hasta formar grandes lazos con escamas, mientras otras se deslizaban suavemente por el suelo. Y en medio de todas las serpientes, sentada en un tronco, que sin duda provenía de una de las jaulas, estaba Mary Poppins. Jane y Michael no daban crédito a lo que veían sus ojos.
—Un par de invitados al cumpleaños, señora —anunció en tono respetuoso el oso pardo. Las cabezas de las serpientes se volvieron con curiosidad hacia los niños. Pero Mary Poppins ni se movió, aunque algo sí que dijo.
—¿Se puede saber dónde has dejado tu abrigo? —inquirió con voz enfadada, mirando a Michael, pero sin dar ni la más mínima muestra de estar sorprendida—. ¿Y tu sombrero y tus guantes? —soltó luego, volviéndose hacia Jane.
Pero antes de que a ninguno de los dos les diera tiempo a responder, se produjo una gran agitación en la Casa de las serpientes.
—¡Chss! ¡Chss!
Emitiendo un suave sonido sibilante, las serpientes se estaban levantando sobre uno de sus extremos y se inclinaban ante algo que parecía hallarse detrás de Jane y de Michael. El oso pardo se quitó su gorra de visera. Y, lentamente, la propia Mary Poppins también se levantó.
—¡Mi querida niña! ¡Mi queridísima niña! —siseó una vocecilla muy suave. De la mayor de todas las jaulas fue saliendo con un leve movimiento cimbreante una cobra real. Trazando gráciles curvas, se deslizó por delante del oso pardo y de las demás serpientes, que se iban inclinando a su paso, y se dirigió hacia donde estaba Mary Poppins. Cuando llegó a su altura, alzó la mitad de su largo cuerpo dorado y, echando hacia arriba su escamosa y dorada capucha, la besó con mucha delicadeza, primero en una mejilla y luego en la otra.
—¡Vaya! —siseó con suavidad—. ¡Qué alegría, qué gran alegría! Hay que ver la de tiempo que hacía que tu cumpleaños no caía en luna llena. —La serpiente volvió la cabeza—. ¡Sentaos, amigas! —les dijo a las demás serpientes, acompañando sus palabras con una grácil inclinación de cabeza. Todas las serpientes volvieron a deslizarse hasta el suelo, se enroscaron y se quedaron mirando fijamente a Mary Poppins y a la cobra real.
Entonces, la cobra real se volvió hacia los niños, que no pudieron reprimir un escalofrío al comprobar que tenía el rostro más pequeño y arrugado que jamás habían visto. Dieron un paso adelante, pues aquellos ojos, extraños y profundos, parecían atraerlos como un imán. Eran unos ojos muy estrechos y alargados, de mirada oscura y somnolienta. Sin embargo, en el mismo centro de aquellos ojos adormecidos, brillaba una luz muy viva que resplandecía como una joya.
—¿Se puede saber quiénes son estos dos? —dijo con su voz suave y terrible, mientras dirigía a los niños una mirada inquisitiva.
—La señorita Jane Banks y el señorito Michael Banks, a su servicio —dijo el oso pardo con brusquedad, como si estuviera un poco asustado—. Son amigos de… ella.
—¡Ah, que son amigos de ella! En tal caso, bienvenidos sean. Haced el favor de sentaros.
Jane y Michael, que tenían la sensación de hallarse en presencia de una reina —algo que no habían sentido en ningún momento cuando estuvieron con el león—, consiguieron con gran esfuerzo retirar sus ojos de aquella mirada hipnótica y echaron un vistazo a su alrededor, buscando algo en lo que sentarse. Fue el propio oso pardo quien se encargó de proporcionárselo, poniéndose en cuclillas y ofreciéndoles sus peludas rodillas para que se sentaran en ellas.
Jane dijo en un susurro:
—Habla como si fuera una gran señora.
—Y lo es. Es la gran señora de nuestro mundo. El ser más sabio y terrible de todos nosotros —dijo en voz baja el oso pardo con gran fervor.
La cobra real esbozó una sonrisa —una sonrisa prolongada, lenta y enigmática— y se volvió hacia Mary Poppins.
—Prima… —empezó a decir con un suave siseo.
—¿De verdad que es su prima? —susurró Michael.
—Prima segunda… por parte de madre —le respondió el oso pardo, cubriéndose la boca con una de las garras para susurrarle la información—. Ahora, silencio, que le va a dar el regalo de cumpleaños.
—Prima —repitió la cobra real—, hace mucho que tu cumpleaños no caía en luna llena y hace mucho que no podíamos celebrar el acontecimiento como lo estamos haciendo esta noche. Debido a ello, he podido dedicar cierto tiempo a pensar en la cuestión de tu regalo. Y he decidido que lo mejor que puedo darte es… —hizo entonces una pausa y, en toda la Casa de las serpientes, sólo se oyó el sonido de todos los animales allí presentes conteniendo el aliento— …una de mis propias pieles.
—Querida prima, eres demasiado generosa… —empezó a decir Mary Poppins, pero la cobra real echó hacia arriba su capucha, pidiendo silencio.
—En absoluto, en absoluto. Ya sabes que de vez en cuando cambio de piel y que una más o una menos no significa gran cosa para mí. ¿Acaso no soy…? —hizo una pausa y miró a su alrededor.
—La reina de la jungla —sisearon todas las serpientes al unísono, como si la pregunta y la respuesta formaran parte de un ritual bien conocido por todas.
La cobra real hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Lo que es bueno para mí también lo será para ti. No es más que un pequeño detalle, Mary, pero puede servirte para hacerte un bolso, un par de zapatos, o incluso una cinta de sombrero; siempre viene bien tener una de esas cosas, ¿no crees?
Y dicho eso, empezó a cimbrearse suavemente de uno a otro lado. Mientras la observaban, Jane y Michael tenían la impresión de que pequeñas olas subían y bajaban desde la cabeza hasta la cola de la serpiente. De pronto, pegó un salto, se retorció como si fuera un sacacorchos y, acto seguido, su piel dorada cayó al suelo, dejando al descubierto sobre su cuerpo una nueva camisa de un brillante color plateado.
—Espera —le dijo la cobra real a Mary Poppins, cuando ésta se agachó para recoger la piel—, te voy a escribir en ella una felicitación. —Pasó rápidamente su cola por la piel de la que se acababa de desprender y, luego, dobló con gran habilidad aquella vaina dorada hasta formar un círculo. Metió por él la cabeza, se lo puso como si fuera una corona y se lo ofreció gentilmente a Mary Poppins, que lo cogió haciendo una reverencia.
—No sé cómo agradecértelo… —empezó a decir, pero no pudo continuar. Era evidente que estaba encantada con su regalo, pues no dejaba de pasar una y otra vez la mano por la piel mientras la contemplaba admirada.
—Ni te molestes —dijo la cobra real—. ¡Chis! —prosiguió la cobra, mientras desplegaba su capucha como si estuviera escuchando algo a través de ella—. ¿No es eso que oigo la señal para la Gran Cadena?
Todo el mundo se puso a escuchar. A lo lejos se oía una campana y también una voz áspera y profunda, que se iba acercando mientras gritaba:
—¡La Gran Cadena! ¡La Gran Cadena! ¡Que todo el mundo vaya yendo hacia el centro para la Gran Cadena y el final de fiesta! ¡Vamos, vamos! ¡Preparaos para la Gran Cadena!
—Justo lo que yo creía —dijo la cobra real, sonriendo—. Tienes que irte, querida. Te esperan para que ocupes tu lugar en el centro. Nos veremos en tu próximo cumpleaños.
Y volvió a alzarse como había hecho antes y, con un ligero roce, besó a Mary Poppins en ambas mejillas.
—¡Venga, date prisa! —dijo la cobra real—. Yo atiendo a tus dos jóvenes amigos.
Jane y Michael sintieron cómo el oso pardo se movía debajo de ellos cuando se disponían a levantarse. También sintieron cómo las serpientes pasaban deslizándose y enroscándose por encima de sus pies mientras se apresuraban a abandonar la Casa de las serpientes. Mary Poppins se inclinó con mucha ceremonia ante la cobra real y, sin dirigir una mirada a los niños, salió corriendo en dirección a la enorme plaza de hierba que había en el centro del zoo.
—Puedes dejarnos ahora —le dijo la cobra real al oso pardo, que, tras inclinarse humildemente, salió pitando con la gorra en la mano hacia el lugar donde todos los demás animales se estaban ya congregando alrededor de Mary Poppins.
—Haced el favor de acompañarme —les dijo amablemente la cobra real. Y sin esperar su respuesta, se deslizó entre ellos y, con un movimiento de su capucha, les indicó que caminaran uno a cada lado de ella—. Ya ha empezado —dijo con un siseo de placer.
El griterío que llegaba desde la plaza permitió a los niños adivinar que se refería a la Gran Cadena. A medida que se iban aproximando se oían los cánticos y los gritos de los animales. Y bien pronto empezaron a verlos; había ahí leopardos y leones; castores, y camellos; osos, grullas, antílopes y muchos otros animales, que formaban un gran corro en torno a Mary Poppins. Los animales empezaron a moverse, entonando desaforadamente los cánticos de la selva, mientras entraban y salían del corro para hacer cabriolas y se daban unos a otros brazos o alas, como hacen los bailarines de la gran cadena del baile de los lanceros.
Una vocecilla aflautada se alzaba por encima de las demás:
¡Oh, Mary, querida,
eres mi chica favorita,
mi favorita-a-a!
Se trataba del pingüino, que se acercaba a ellos bailando, batiendo sus alitas y cantando a voz en grito. Al verlos, se inclinó ante la cobra real, y les gritó:
—Lo conseguí, ¿me habéis oído cantarla? No es perfecta, lo sé. «Favorita» no rima del todo con «querida». ¡Pero funciona, funciona! —Y, dando un brinco, le ofreció su ala a un leopardo.
Jane y Michael contemplaron la danza, mientras la cobra real permanecía inmóvil y enigmática entre los dos. Al pasar bailando por delante de ellos su amigo el león, que acababa de ofrecer su garra a un faisán del Brasil, Jane, aunque un tanto cohibida, trató de expresar con palabras sus sentimientos.
—Pensaba, señora… —comenzó a decir, pero se detuvo, porque se sentía algo confusa y no estaba segura de si debía decir o no lo que pensaba.
—¡Habla, pequeña! —dijo la cobra real—. ¿Qué es lo que piensas?
—Bueno… que los leones y los pájaros, y los tigres y los animales pequeños…
La cobra real le ayudó:
—Pensabas que son enemigos por naturaleza, que un león no puede estar con un pájaro sin que le entren ganas de comérselo, ni un tigre con una liebre, ¿no es así?
Jane se sonrojó y asintió con la cabeza.
Formaban un gran corro en torno a Mary Poppins.
—¡Ah, puede que tengas razón! Sí, es posible. Pero no en el día del cumpleaños —dijo la cobra real—. Esta noche los más pequeños nada tienen que temer de los más grandes, pues, de hecho, los más grandes protegen a los más pequeños. Incluso yo… —añadió, haciendo una pausa como si meditara profundamente lo que estaba diciendo—, incluso yo puedo estar al lado de una barnacla sin que me venga a la mente la idea de la cena… o, al menos, no en ese momento. Al fin y al cabo —prosiguió, metiendo y sacando su terrible lengua bífida mientras hablaba—, puede que en última instancia comer y ser comido vengan a ser la misma cosa. Mi sabiduría me dice que seguramente es así. Todos estamos hechos de la misma materia, no lo olvidéis, tanto nosotros los de la selva como vosotros los de la ciudad. La misma sustancia está presente en todo: en los árboles que se yerguen sobre nosotros y en las piedras que pisamos, en las aves, en las bestias, en las estrellas; todos somos uno, todos nos movemos hacia un mismo fin. Acuérdate de eso, pequeña, cuando ya te hayas olvidado de mí.
—Pero ¿cómo puede un árbol ser lo mismo que una piedra? Un pájaro no puede ser como yo. Ni un tigre como Jane —dijo Michael con rotundidad.
—¿Crees que no? —dijo la voz sibilante de la cobra real—. ¡Mira! —e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la masa de animales que tenían delante de ellos.
Las aves y todos los demás animales oscilaban apiñados en torno a Mary Poppins, que se mecía suavemente de uno a otro lado. La muchedumbre oscilaba hacia delante y hacia atrás, todos al mismo ritmo, con un movimiento similar al del péndulo de un reloj. Hasta los árboles se inclinaban y se alzaban levemente, mientras que arriba en el cielo, la luna parecía mecerse como un barco sobre la superficie del mar.
—Aves y bestias, piedras y estrellas; todos somos uno, todos somos uno —murmuraba la cobra real, que también había empezado a mecerse entre los dos niños—. Niño y serpiente, piedra y estrella: todos uno.
La voz sibilante se fue haciendo más tenue. Los gritos de los animales en movimiento amainaron y se volvieron mucho más débiles. Jane y Michael, mientras escuchaban, sintieron que también ellos empezaban a mecerse suavemente, o quizá fuera que alguien les estaba meciendo…
Una luz suave y tamizada iluminaba sus rostros.
—Dormidos los dos, y soñando —susurró una voz. ¿Era la voz de la cobra real, o la voz de su madre cuando los arropaba durante la visita que hacía todas las noches a su habitación?
—¡Ah, bien! —¿De quién era aquella voz áspera, del oso pardo o del señor Banks?
Jane y Michael, mecidos y balanceados, no lo sabían… no lo sabían…
—He tenido un sueño más raro esta noche —dijo Jane durante el desayuno, mientras espolvoreaba azúcar en su papilla de copos de avena—… Soñé que estábamos en el zoo y que era el cumpleaños de Mary Poppins y que, en las jaulas, en vez de animales había personas, y que todos los animales estaban fuera…
—¡Pero qué dices, ése es mi sueño, yo he soñado lo mismo! —dijo sorprendido Michael.
—No podemos haber soñado la misma cosa —dijo Jane—. ¿Estás seguro? ¿Te acuerdas del león que se había rizado la melena y de la foca que quería que…?
—¿Que nos zambulléramos para coger una cáscara de naranja? —dijo Michael—. ¡Pues claro que sí! Y de los bebés que había dentro de una jaula, y del pingüino que no conseguía encontrar una rima, y de la cobra real…
—Entonces es que no ha sido un sueño —dijo enfáticamente Jane—. Tiene que haber sido real. Y si lo es… —añadió, lanzando una mirada interrogante a Mary Poppins, que en ese momento estaba calentando la leche—. Oye, Mary Poppins, ¿podemos haber tenido Michael y yo el mismo sueño?
—¡No me vengáis con sueños! —dijo Mary Poppins, dando un resoplido—. Si no os coméis enseguida los copos de avena, os quedáis sin tostadas con mantequilla.
Pero Jane no estaba dispuesta a rendirse así como así. Tenía que saber qué había pasado.
—Mary Poppins, ¿estuviste ayer por la noche en el zoo? —le dijo, poniendo una cara muy seria.
—¿En el zoo? ¿En plena noche? ¿Yo? ¿Una persona tranquila y ordenada que sabe perfectamente que a quien madruga Dios le ayuda?
—¿Pero estuviste, o no? —insistió Jane.
—Ah, no muchas gracias, con unas hienas y unos orangutanes como vosotros ya tengo zoo de sobra —dijo Mary Poppins con suficiencia—. Sentaos bien y basta ya de tonterías.
Jane se sirvió la leche.
—Entonces tiene que haber sido un sueño —dijo.
Pero Michael estaba observando boquiabierto a Mary Poppins, que acababa de ponerse a preparar las tostadas en el fuego.
—¡Jane! —dijo con un susurro muy agudo—. ¡Jane, mira! —Y señaló con el dedo. Entonces, también Jane lo vio.
Ceñido a la cintura, Mary Poppins llevaba un cinturón dorado y escamoso hecho de piel de serpiente, y escrito en él, con la sinuosa caligrafía de las serpientes, ponía:
Para Mary Poppins, del zoo.