9. La historia de John y Barbara

Jane y Michael, vestidos con sus mejores ropas y con un aspecto que, en palabras de Ellen, la doncella, era «de escaparate», se habían ido de fiesta.

A lo largo de toda la tarde, la casa permaneció tranquila y en silencio, como si estuviera pensando en sus cosas o, quizá, soñando.

Abajo, en la cocina, la señora Brill leía el periódico con las gafas colgadas de la nariz. Robertson Ay estaba sentado en el jardín muy ocupado en no hacer absolutamente nada. La señora Banks estaba en el salón, con los pies puestos sobre el sofá. Y abarcándolos a todos, la casa permanecía callada, soñando sus sueños o, quizá, pensando.

Arriba, en las habitaciones de los niños, Mary Poppins oreaba las ropas al fuego, mientras el sol se colaba a chorros por la ventana, parpadeando por las blancas paredes y espejeando sobre las cunas de los bebés.

—¡Te he dicho que te largues! No ves que te me metes en los ojos —dijo John en voz muy alta.

—Lo siento —dijo la luz del sol—. Pero no puedo evitarlo. Tengo que atravesar esta habitación sea como sea. Órdenes son órdenes. Dispongo de un solo día para cruzar del este al oeste y el camino pasa justo por en medio de esta habitación. De veras que lo siento, pero si cierras los ojos ya verás como no te das ni cuenta de que estoy aquí. —El gran rayo dorado del sol se iba estirando por la habitación, procurando avanzar lo más rápido posible para complacer a John.

—¡Qué suave y qué dulce eres! Te quiero —dijo Barbara, estirando los brazos para sentir aquella brillante calidez.

—Buena chica —dijo complacido el sol, y empezó a recorrerle las mejillas y a metérsele por el pelo, acariciándola suavemente—. ¿Verdad que tengo un tacto muy agradable? —añadió, como si estuviera deseando que le halagaran.

—¡Es deliciooooso! —dijo Barbara, suspirando de felicidad.

—¡Bla, bla, bla, bla, bla! ¡Dios bendito, nunca he conocido un lugar donde se chacharee más que aquí! En esta habitación siempre hay alguien habla que te habla —dijo una voz estridente desde la ventana.

John y Barbara levantaron la vista.

Se trataba del estornino que vivía en lo alto de la chimenea.

—Pues a mí eso me gusta —dijo Mary Poppins, dándose rápidamente la vuelta—. Y por cierto, ¿cómo te atreves tú a decir eso? Tú, que te pasas todo el santo día, y buena parte de la noche, subido a los tejados y a los postes del teléfono, ruge que te ruge y grita que te grita y chilla que te chilla. ¡Pero si hablas más que una cotorra! Eres el peor de todos los gorriones, sí señor.

El estornino, que estaba posado en el marco de la ventana, ladeó la cabeza y la miró desde lo alto.

—Qué quieres, uno tiene que ocuparse de sus negocios. Hay que hacer consultas, debatir, discutir, hacer tratos. Y todo eso requiere, como es muy natural, un poco de… en fin… sosegada conversación.

—¡Sosegada! —exclamó John, riéndose con todas sus ganas.

—No hablaba contigo, jovencito —dijo el estornino, mientras se bajaba de un salto al alféizar de la ventana—. Y, además, ¿no crees que ya has hablado bastante? El sábado de la semana pasada te estuviste no sé cuántas horas hablando sin parar ¡Caray, si ya pensaba que aquello no se iba a acabar nunca! ¡Me tuviste toda la noche despierto!

—No estaba hablando —dijo John—. Estaba… —hizo una pausa—. Bueno, es que había algo que me dolía.

—¡Bah! —dijo el estornino, posándose de un salto en la reja de la cuna de Barbara. Avanzó lentamente hasta la cabecera y, con voz baja y melosa, dijo—: Bueno, Barbara B., ¿tienes hoy algo para tu viejo amigo, eh?

Barbara se agarró a una de las barras de la cuna y se fue incorporando hasta quedarse sentada.

—Toma la otra mitad de mi galleta de arruruz —dijo, tendiéndole una mano regordeta.

El estornino bajó en picado, le arrancó la galleta de la mano de un picotazo y regresó volando al alféizar de la ventana. Una vez allí, comenzó a mordisquearla con gula.

—¡Se dice gracias! —le soltó Mary Poppins, pero el estornino estaba demasiado atareado comiendo como para captar aquel reproche.

—¡Que se dice gracias! —repitió Mary Poppins, subiendo un poco el tono de voz.

El estornino alzó la vista.

—¿Cómo? ¿Qué? Venga, mujer, venga; que yo no tengo tiempo para andarme con tanta finura y ceremonia —y acto seguido, se engulló el resto de la galleta.

La habitación se quedó en silencio.

John, adormilado por el sol, se metió los dedos del pie derecho en la boca y se puso a frotarlos sobre el lugar donde le estaban empezando a salir los primeros dientes.

—¿Por qué te molestas en hacerlo si nadie te ve? —le dijo Barbara con una voz suave y burlona, bajo la cual latían unas enormes ganas de reír.

—Ya lo sé —dijo John, mientras tocaba una especie de melodía con los dedos de los pies—. Pero es que quiero mantenerme entrenado. A los mayores les gusta tanto… ¿No te fijaste que ayer la tía Flossie casi se muere de contenta cuando lo hice? «¡Ay, qué listo que es mi niño, qué portento, qué criaturita!». ¿No le oíste decir todo eso? —John dio una patada al aire y empezó a reírse a carcajadas al pensar en la tía Flossie.

—También le gustó mi gracia —dijo Barbara con suficiencia—. Me quité los dos patucos y dijo que era tan dulce que le entraban ganas de comerme. Qué curioso, ¿no? Cuando yo digo que quiero comer es porque de verdad quiero comer. Una galleta, un bizcocho, el pomo de la cama o lo que sea. Pero estos mayores parece que nunca hablan en serio. Porque no creo que de verdad quisiera comerme, ¿no?

—¡Qué va! Ya sabes que les encanta decir idioteces —dijo John—. Estoy seguro de que nunca voy a entender a los mayores. Parecen todos tan estúpidos… Hasta Jane y Michael a veces se portan como un par de idiotas.

—¡Ajá! —asintió Barbara, mientras se quitaba con mucho cuidado los patucos y luego se los volvía a poner.

—Por ejemplo —prosiguió John—, no entienden ni una sola palabra de lo que decimos. Y lo que es peor, tampoco entienden lo que dicen las demás cosas. Fíjate que el otro día le oí decir a Jane que le gustaría saber qué idioma hablaba el viento.

—Ya —asintió Barbara—. Es asombroso. Y Michael, ¿le has oído?, está empeñado en que el estornino dice: «¡Pío… pío!». Pero cómo va a decir eso el estornino, si habla exactamente el mismo idioma que nosotros. De papá y mamá no se puede esperar que lo sepan, porque no se enteran absolutamente de nada, aunque son encantadores, pero yo pensaba que Jane y Michael…

—Lo supieron en tiempos —dijo Mary Poppins, que estaba doblando uno de los camisones de Jane.

—¿Qué? —dijeron a la vez Barbara y John muy sorprendidos—. ¿De veras? ¿Quieres decir que entendían al viento y al estornino y…?

—Y lo que dicen los árboles y el lenguaje del sol y de las estrellas, pues claro que sí. En tiempos —dijo Mary Poppins.

—Pero… ¿cómo es que se han olvidado de todo? —dijo John, arrugando la frente y haciendo un esfuerzo supremo por comprender aquello.

—¡Ajajá! —dijo el estornino con tono de complicidad, alzando la vista de los restos de la galleta—. Conque os gustaría saberlo, ¿eh?

—Porque se han hecho mayores —les explicó Mary Poppins—. Barbara, ¿quieres hacer el favor de ponerte enseguida los patucos?

—Ésa es una razón muy tonta —dijo John, mirándola con seriedad.

—Lo será, pero es la verdad —sentenció Mary Poppins, mientras ataba firmemente a los tobillos de Barbara los cordones de los patucos.

—Bueno, eso les ha pasado a Jane y a Michael porque son tontos —prosiguió John—, pero estoy seguro de que, cuando yo sea mayor, a no me pasará eso.

—Ni a mí —dijo Barbara, chupándose el dedo muy satisfecha.

—Claro que os pasará —les aseguró rotundamente Mary Poppins.

Los gemelos se incorporaron y se la quedaron mirando.

—¡Bah! —dijo el estornino en tono despectivo—. ¡Mira a esos dos! Se creen que son la octava maravilla del mundo. ¡Un auténtico prodigio de la naturaleza! ¡Menos lobos! ¡Claro que lo olvidaréis, igual que Jane y que Michael!

—No, señor, no nos olvidaremos —dijeron los gemelos, lanzando al estornino una mirada asesina.

El estornino les hizo burla.

—Ya veréis cómo os olvidáis —insistió—. Aunque desde luego no es culpa vuestra —añadió en un tono más amable—. Os olvidaréis porque no se puede hacer nada para remediarlo. Jamás ha habido ni un solo ser humano que, cumplido el primer año de edad, como muy tarde, siguiera acordándose. A excepción de ella, claro está. —Y con un movimiento brusco de la cabeza señaló a Mary Poppins por encima del hombro.

—¡Bah! —dijo el estornino—. ¡Mira a esos dos!

—¿Y por qué ella puede acordarse y nosotros no? —dijo John.

—¡Aaaahhh! Porque es diferente. Es la Gran Excepción. No podéis tomarla a ella como ejemplo —dijo el estornino, dirigiéndoles una amplia sonrisa.

John y Barbara permanecieron en silencio.

En vista de lo cual, el estornino decidió proseguir con su explicación.

—Veréis, ella es especial. No por su aspecto, claro. Cualquiera de mis polluelos al año de edad es más guapo de lo que nunca haya sido Mary P.

—¡Serás impertinente! —dijo Mary Poppins muy enfadada, mientras se abalanzaba sobre él, sacudiendo el delantal. Pero el estornino se hizo a un lado de un salto y, silbando con picardía, huyó volando y fue a posarse en el marco de la ventana muy lejos de su alcance.

—Creías que esta vez ya me tenías, ¿eh? —se burló, mientras batía sus alas.

Mary Poppins soltó un bufido.

Arrastrando tras de sí un largo rayo dorado, el sol avanzaba por la habitación, mientras que fuera se había levantado un ligero viento que hablaba en susurros a los cerezos de la calle.

—Escuchad, escuchad. El viento está hablando —dijo John, ladeando la cabeza—. ¿Estás segura de que cuando seamos mayores no podremos oír esto?

—Claro que lo oiréis —dijo Mary Poppins—, pero no lo entenderéis. —En ese momento Barbara empezó a gimotear. Y también a John empezaron a saltársele las lágrimas—. No hay nada que hacer. Así son las cosas —añadió con sensatez Mary Poppins.

—¡Pero mira a esos dos! —se burló el estornino— ¡Llorando a lágrima viva! Hasta un estornino que aún no ha salido del cascarón tiene más sentido común. ¡Míralos!

John y Barbara lloraban desconsoladamente en sus cunas, lanzando unos sollozos larguísimos que expresaban una tristeza muy profunda.

De repente, se abrió la puerta y entró la señora Banks.

—Me ha parecido oír a los bebés —dijo, acercándose corriendo a los gemelos—. ¿Qué les pasa a mis niñitos? ¡Tesoros míos, cielitos míos, mis pajaritos! ¿Qué os pasa? ¿Por qué lloran tanto, Mary Poppins? Han estado tan callados toda la tarde… no les he oído ni una sola vez. ¿Qué puede pasarles?

—Sí, señora. No, señora. Será que les están saliendo los dientes, señora —dijo Mary Poppins, evitando mirar hacia donde estaba el estornino.

—¡Ah, claro… eso debe de ser! —dijo más animada la señora Banks.

—No quiero tener dientes si van a hacer que me olvide de las cosas que más me gustan —gimió John, revolviéndose en la cuna.

—Yo tampoco —lloriqueó Barbara, escondiendo el rostro en la almohada.

—Cositas mías, mis cachorritos, ya veréis como todo se arregla cuando esos dientes malos salgan del todo —dijo en tono tranquilizador la señora Banks, mientras iba de una cuna a otra.

—¡No te enteras de nada! —rugía John furioso—. No quiero tener dientes.

—¡Nada se va a arreglar, se va a estropear del todo! —le gimió Barbara a su almohada.

—Sí, sí. Vamos, vamos. Mamá lo sabe. Mamá lo comprende. Cuando salgan los dientes, todo se arreglará —canturreó con ternura la señora Banks.

Desde la ventana llegó un leve ruido. Era el estornino, que a duras penas había conseguido contener una risotada que estaba a punto de escapársele. Mary Poppins le fulminó con la mirada. Eso hizo que se calmara y, a partir de entonces, siguió observando la escena sin que en ningún momento asomara una sonrisa a su rostro.

La señora Banks iba de un bebé a otro, dándoles palmaditas y susurrándoles unas palabras que pretendían ser tranquilizadoras. De pronto, John dejó de llorar. Era un niño muy bien educado que quería mucho a su madre y se acordó de que se merecía un respeto. Al fin y al cabo, la pobre mujer no tenía la culpa de estar siempre metiendo la pata. Lo que pasaba, reflexionó, era que no comprendía nada. De modo que, para demostrarle que la había perdonado, se volvió hacia ella y, tras sorberse las lágrimas con gesto doliente, se cogió el pie derecho con ambas manos y se lo pasó por la boca.

—Pero qué listo que es mi niño —dijo admirada su madre. John volvió a hacerlo otra vez y ella se quedó contentísima.

Entonces Barbara, para no ser menos en materia de buenos modales, salió de debajo de la almohada y, con las lágrimas todavía húmedas en las mejillas, se incorporó y se quitó los dos patucos a la vez.

—¡Esta niña es un portento! —dijo muy orgullosa la señora Banks, apresurándose a darle un beso—. ¿Has visto, Mary Poppins? Ya están buenos otra vez. Siempre consigo calmarles. Ya están buenos, ya están buenos, y los dientes pronto saldrán —dijo como si estuviera cantando una nana.

—Sí, señora —dijo tranquilamente Mary Poppins. La señora Banks dirigió una sonrisa a los dos gemelos y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

En cuanto se perdió de vista, el estornino soltó una carcajada la mar de grosera.

—¡Perdonad que me ría! —chilló—. Pero, de veras… no puedo evitarlo. ¡Qué espectáculo! ¡Qué espectáculo!

Pero John no le hizo ni caso. Encajó su cara entre las barras de la cuna y en voz muy baja, pero llena de furia, le dijo a Barbara:

Yo no voy a ser como los demás. Te aseguro que no. Ya pueden decir ellos lo que quieran —añadió, señalando al estornino y a Mary Poppins con la cabeza—. ¡Yo nunca me olvidaré, nunca!

Mary Poppins se sonrió para sí. Era una sonrisa enigmática, de ésas que parecen decir: «yo sé muy bien lo que me digo».

—Ni yo tampoco —respondió Barbara—. Jamás.

—¡Por las plumas de mi cola… pero tú les oyes! —chilló el estornino, poniéndose las alas en jarras y aullando alborozado—. ¡Como si eso fuera posible! ¡Pero si en uno o dos meses, o tres como mucho, estos cucos atontados ni siquiera se acordarán de mi nombre! ¡Valientes cucos atontados y desplumados que están hechos! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Y tras soltar aquel chorro de risas, desplegó sus alas moteadas y salió volando por la ventana.

Algún tiempo después, los dientes, como suele ocurrir siempre y no sin antes haber dado mucho la lata, terminaron por salir, y los gemelos celebraron su primer cumpleaños.

Al día siguiente de que se celebrara la fiesta de cumpleaños, el estornino, que había estado de vacaciones en Bournemouth, regresó al número diecisiete de la calle del Cerezo.

—¡Hola, hola, hola! ¡Aquí estamos de nuevo! —chilló alegremente, mientras se posaba con un ligero bamboleo en el alféizar de la ventana—. ¿Bueno, cómo está mi chica favorita? —le preguntó con descaro a Mary Poppins, ladeando su cabecita y dirigiéndole una mirada guasona y chispeante.

—Te puedo asegurar que no mucho mejor por el hecho de que me lo preguntes —dijo Mary Poppins, sacudiendo hacia atrás la cabeza.

El estornino se rio.

—¡Siempre igual esta Mary P.! ¡No hay quien te cambie! ¿Cómo están los otros… mis cucos? —preguntó, buscando con la vista la cuna de Barbara.

—Bueno, Barbarina —empezó a decir, poniendo su voz más suave y melosa—, ¿qué tenemos hoy para tu viejo amigo?

—¡Gu-gu-gu-gu! —dijo Barbara, canturreando dulcemente y sin dejar de comer su galleta de arruruz.

El estornino dio un respingo y, avanzando a saltitos, se acercó un poco más a ella.

—Decía, querida Barbara —repitió con mayor claridad—, que si tienes hoy algo para este viejo amigo.

—¡Ba-lu-ba-lu-ba-lu! —murmuró Barbara, mirando al techo mientras se comía el último trocito de galleta.

El estornino la miró fijamente.

—¡Ajá! —exclamó. Y dándose la vuelta, dirigió una mirada interrogante a Mary Poppins. Los ojos serenos de Mary Poppins le sostuvieron la mirada.

El estornino, con un rápido movimiento, salió volando hacia la cuna de John y se posó en el riel. John estaba abrazado a un enorme corderito de peluche.

—¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo? —graznó ansiosamente el estornino.

—¡Grñññ! —soltó John, abriendo la boca y metiéndose dentro una de las patas del corderito.

El estornino se puso a sacudir la cabeza y, luego, se dio la vuelta y se alejó de allí.

—Así que ha sucedido —dijo en voz baja.

Mary Poppins asintió.

El estornino se quedó un rato mirando con cara de pena a los gemelos y, finalmente, encogió sus hombros moteados, y dijo:

—Bueno, al fin y al cabo, sabía que tenía que ocurrir. Yo ya se lo había dicho. Pero ellos no quisieron creerme.

Permaneció un rato en silencio mirando hacia las cunas y, de pronto, se sacudió todo el cuerpo con energía.

—En fin, ya va siendo hora de que me vaya. Volvemos a la chimenea. Seguro que le hace falta una buena limpieza. —Voló hasta el alféizar de la ventana y, una vez allí, se detuvo un momento y echó una mirada por encima del hombro—. La verdad es que me voy a sentir un poco raro sin ellos. Me agradaban mucho nuestras conversaciones. Los echaré de menos, sí señor.

Se pasó apresuradamente un ala por los ojos.

—¿Cómo, que lloras? —dijo burlona Mary Poppins. El estornino se irguió.

—¿Llorar yo? ¡Qué dices! Tengo, ejem, un pequeño constipado; lo cogí durante el viaje de vuelta, eso es todo. No es nada grave. —Salió disparado hacia el marco de la ventana, se atusó un poco las plumas del pecho con el pico y, tras decir «chao» con mucho desparpajo, desplegó sus alas y se fue…