—Dos libras de salchichas de la mejor carne de cerdo —dijo Mary Poppins—. Y rápido, que tenemos prisa.
El carnicero, que llevaba puesto un delantal a rayas blancas y azules, era un hombre grueso y dicharachero. Era además corpulento, de rostro muy colorado y se parecía bastante a una de sus propias salchichas. Se apoyó en el tajo y dirigió a Mary Poppins una mirada admirativa. Después se volvió hacia Jane y Michael y les lanzó un simpático guiño.
—¿Prisa, dice? —inquirió, dirigiéndose a Mary Poppins—. Pues, qué pena. Tenía la esperanza de que se hubiera pasado por aquí para charlar un rato. A los carniceros, sabe, nos gusta la compañía. Y no solemos tener la oportunidad de hablar con una joven tan guapa y tan agradable como usted…
Al fijarse en la cara de Mary Poppins se interrumpió de pronto. Tenía una expresión que producía verdadero espanto. En ese momento el carnicero ya sólo deseaba que hubiera una trampilla en el suelo de su tienda para que se lo tragara.
—Oh, bueno… en fin, si tiene prisa… —dijo, poniéndose todavía más colorado de lo que de por sí era—. ¿Dos libras, me dijo? ¿Del mejor cerdo? ¡Eso está hecho!
Y descolgó a toda prisa una de las largas ristras de salchichas que colgaban por toda la tienda. Cortó una medida —de unos setenta centímetros de largo— la enroscó hasta formar una especie de guirnalda, la envolvió en un papel blanco y, luego, en otro marrón, y empujó el paquete por encima del tajo.
—¿El siguiente, por favor? —dijo ilusionado el carnicero, con el rostro aún enrojecido.
—No hay siguiente —sentenció Mary Poppins, acompañando sus palabras con un arrogante resoplido. Y tras coger las salchichas, dio rápidamente la vuelta al cochecito y lo sacó de la tienda de una manera que hizo que al carnicero le quedara muy claro que la había ofendido mortalmente. No obstante, cuando pasó por delante del escaparate, Mary Poppins echó una mirada al reflejo del cristal para ver qué tal le quedaban sus zapatos nuevos. Eran unos zapatos de piel de cabritilla de un color marrón brillante y tenían dos botones; vamos, que eran una elegancia de zapatos.
Jane y Michael la siguieron, preguntándose cuándo llegaría al final de la lista de la compra, aunque, dada la expresión de su cara, ni se les pasó por la cabeza la idea de preguntárselo.
Mary Poppins, con aire de estar sumida en profundísimas reflexiones, miró calle arriba y calle abajo. De repente, pareció tomar una decisión, y dijo con brusquedad:
—¡La pescadería! —Hizo girar el cochecito y se metió en la tienda que había junto a la carnicería.
—Un lenguado de Dover, un kilo de fletán, medio de gambas y un bogavante —dijo Mary Poppins, hablando a tal velocidad que sólo una persona muy acostumbrada a coger pedidos habría sido capaz de comprenderla.
A diferencia del carnicero, el pescadero era un hombre larguirucho y flaco, tan flaco era que en vez de tener parte de delante parecía que sólo tuviera costados. Además, tenía una cara tan triste que siempre daba la impresión de haber estado llorando o de estar a punto de hacerlo. Jane decía que debía de ser a causa de alguna pena secreta que le había perseguido desde su juventud, pero Michael pensaba que seguramente, de niño, la madre del pescadero le había alimentado sólo a base de pan y de agua, y que aquello le había dejado marcado para toda la vida.
—¿Alguna cosa más? —preguntó sin hacerse ilusiones el pescadero, pues su voz daba a entender que estaba prácticamente seguro de que no querría nada más.
—Hoy no —respondió Mary Poppins.
El pescadero meneó la cabeza con tristeza y no pareció sorprenderse lo más mínimo. Nunca había dudado que no querría nada más.
Gimoteando levemente, ató el paquete y lo puso en el cochecito.
—Vaya tiempecito —comentó, mientras se secaba los ojos con una mano—. No parece que este año vayamos a tener verano… bueno, tampoco se puede decir que lo hayamos tenido nunca. Por cierto, que no se la ve a usted tan radiante como otras veces —le dijo a Mary Poppins— claro que ¿a ver quién lo está…?
Mary Poppins sacudió enérgicamente la cabeza.
—Eso lo dirá por usted —dijo enfadada, y empujó el cochecito hacia la salida con tal furia que lo hizo chocar contra una bolsa de ostras.
—¡Será posible! —la oyeron exclamar mientras se miraba a los zapatos. «¡Mira que decir que no estoy radiante cuando llevo unos zapatos nuevos de cabritilla de color marrón, y con dos botones!». Eso fue lo que la oyeron pensar.
Una vez en la calle, se paró y se puso a tachar de la lista lo que ya había comprado. Michael empezó a bailotear sobre una y otra pierna.
—¿Es que no vamos a volver nunca a casa, Mary Poppins? —dijo contrariado.
Mary Poppins se dio la vuelta y le miró con una cara que parecía expresar algo muy próximo a la indignación.
—Muy bien, se hará lo que tú digas —dijo escuetamente. Y al verla doblar la lista, Michael se dio cuenta de que habría hecho mejor en no abrir la boca.
—Tú, si quieres, te puedes ir a casa, que nosotros nos iremos a comprar el pan de jengibre —le dijo en tono altivo.
A Michael se le cayó el alma a los pies ¡Es que no podía haberse estado calladito! No sabía que el pan de jengibre estaba al final de la lista.
—Ése es tu camino —dijo bruscamente Mary Poppins, señalando en la dirección de la calle del Cerezo—. Y a ver si no te pierdes —añadió, como si esa posibilidad no se le hubiera ocurrido en un primer momento.
—¡No, por favor, por favor! No lo decía en serio… de veras… ¡Ay, Mary Poppins, por favor…! —gritó Michael.
—¡Anda, Mary Poppins, déjale que venga! —dijo Jane—. Si le dejas venir yo te llevo el cochecito.
Mary Poppins soltó un resoplido.
—Tienes suerte de que sea viernes, porque si no, te habrías ido a casa en menos que canta un twink, en mucho menos que canta un twink —le dijo a Michael con voz tétrica.
Y empujando a John y a Barbara, emprendió de nuevo la marcha. Jane y Michael sabían que, por una vez, Mary Poppins había cedido, y la siguieron, preguntándose qué clase de bicho sería un twink. Pero, de pronto, Jane se dio cuenta de que no iban en la buena dirección.
—¿No habías dicho que ahora tocaba el pan de jengibre? Porque éste no es el camino para ir a la tienda de Green, Brown y Johnson, que es donde siempre lo compramos… —empezó a decir, pero en cuanto vio la cara que ponía Mary Poppins, se calló.
—¿Quién hace aquí la compra, tú o yo? —inquirió Mary Poppins.
—Tú —dijo Jane con un hilo de voz.
—¡No me digas! ¡Si yo creía que era al revés! —dijo Mary Poppins, dirigiéndole una sonrisa burlona.
Hizo girar el cochecito con una sola mano, y nada más doblar la esquina, lo volvió a detener. Jane y Michael, que habían tenido que pararse de golpe detrás de él, se encontraron frente a la tienda más rara que habían visto en su vida. Era muy pequeña y muy lúgubre. Bucles de papel descolorido colgaban en los escaparates y en los estantes había cajitas muy desgastadas de polvos efervescentes, viejos palitos de regaliz y manzanas acarameladas muy duras y pasadas. Entre los dos escaparates se abría una puerta, muy pequeña y oscura, y por ella entró Mary Poppins empujando el cochecito, con Jane y Michael pegados a su espalda.
Una vez dentro, vislumbraron un mostrador con encimera de cristal que ocupaba tres de los lados de la tienda. Bajo el cristal se alineaban hileras y más hileras de un pan de jengibre, oscuro y reseco, cuyos trozos estaban hasta tal punto tachonados de estrellitas doradas que la propia tienda parecía estar débilmente iluminada por ellas. Jane y Michael miraron a su alrededor tratando de averiguar cómo sería la persona que les atendería y se quedaron muy sorprendidos cuando oyeron a Mary Poppins gritar:
—¡Fannie! ¡Annie! ¿Dónde os habéis metido? —Su voz parecía llegarles como un eco desde cada una de las oscuras paredes de la tienda.
A su llamada, dos de las personas más enormes que los niños habían visto en su vida surgieron de detrás del mostrador y le estrecharon la mano a Mary Poppins. A continuación, las dos enormes mujeres se apoyaron sobre el mostrador y, con una voz tan enorme como ellas, dijeron:
—Hola, qué tal —mientras les tendían la mano.
—¿Cómo está usted, señorita…? —Michael se interrumpió, preguntándose cuál de las dos enormes mujeres sería ésta.
—Yo soy Fannie —dijo una de ellas—. Y del reuma sigo más o menos igual, gracias por preguntar. —Hablaba con tono compungido, como si no estuviera acostumbrada a que la saludaran con tanta cortesía.
—Hace un día estupendo… —empezó a decir Jane muy educadamente, dirigiéndose a la otra hermana, que llevaba cerca de un minuto manteniendo prisionera la mano de Jane con un fuerte apretón.
—Yo soy Annie —le informó con abatimiento—. Y obras son amores y no buenas razones.
Jane y Michael pensaron que las dos hermanas se expresaban de una forma muy rara, pero no pudieron seguir sorprendidos por mucho tiempo, porque tanto la señorita Fannie como la señorita Annie estaban ya alargando las manos hacia el cochecito. Cada una le dio solemnemente la mano a uno de los gemelos que, de pasmados que estaban, se pusieron a llorar.
—¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —Desde el fondo de la tienda llegó el sonido de una vocecilla aguda y cascada. Al oírla, la expresión de los rostros de las señoritas Fannie y Annie, de por sí triste, se volvió más triste aún si cabe. Parecían asustadas e inquietas, y Jane y Michael intuyeron que, en aquel momento, a las dos enormes hermanas les habría gustado ser mucho más pequeñas y no llamar tanto la atención.
—Pero ¿qué es esto que oigo? —exclamó en tono muy agudo aquella extraña vocecilla, que ahora parecía sonar bastante más cerca. Y al punto, doblando una de las esquinas del mostrador de cristal, apareció la dueña de la tienda.
Era una mujer tan pequeña y cascada como su voz, y a los niños, al fijarse en su pelo ralo, sus piernas de alambre y su rostro arrugado y marchito, les pareció el ser más viejo del mundo. Sin embargo, cuando se acercó hasta ellos, lo hizo corriendo con la misma ligereza y vivacidad de una jovencita.
—¡Vaya, vaya, vaya, quién lo diría! ¡Qué me aspen si no es la mismísima Mary Poppins, en compañía de John y Barbara Banks! Pero, qué veo, si también están Jane y Michael. Bueno, esto sí que es una verdadera sorpresa. Os puedo asegurar que no me había llevado una sorpresa como ésta desde el día en que me enteré de que Cristóbal Colón había descubierto América… ¡y no exagero ni un pelo!
Luciendo una sonrisa encantadora, se acercó a saludarlos dando pequeños pasos de danza con los pies, que llevaba enfundados en unas diminutas botas elásticas. Luego, se fue corriendo hasta donde estaba el cochecito y se puso a mecerlo suavemente y a mover sus finos y retorcidos dedos de anciana, hasta que consiguió que John y Barbara dejaran de llorar y se pusieran a reír.
—¡Así está mejor! —dijo, cacareando alegremente. Y después hizo algo pero que muy raro. Se partió dos de sus dedos y le dio uno a John y otro a Barbara. Pero no quedó ahí la cosa, pues en el espacio que había quedado vacío, crecieron de forma inmediata dos nuevos dedos. Jane y Michael lo vieron perfectamente.
—No es más que caramelo… no puede hacerles ningún daño —le dijo a Mary Poppins la anciana.
—Cualquier cosa que usted les dé, señora Corry, sólo puede sentarles bien —dijo Mary Poppins con desacostumbrada cortesía.
—¡Ya podían haber sido barritas de menta! —se le escapó a Michael.
—Bueno, a veces lo son, y de muy buen sabor, por cierto —dijo jovialmente la señora Corry—. Hasta yo en ocasiones me las mordisqueo un poco si no puedo dormir de noche. Son buenísimas para la digestión.
—¿De qué serán la próxima vez? —preguntó Jane, mirando los dedos de la señora Corry con mucho interés.
—¡Ajá! —exclamó la señora Corry—. ¡Ése es el quid de la cuestión! Nunca lo sé de un día para otro. Verás, querida, yo, como en cierta ocasión le dijo Guillermo el Conquistador a su madre cuando le aconsejó que no fuera a conquistar Inglaterra, prefiero arriesgarme.
—¡Anda que no debe ser usted vieja ni nada! —dijo Jane, suspirando de envidia y preguntándose si alguna vez sería capaz de recordar tantas cosas como la señora Corry.
La señora Corry echó hacia atrás su rala cabeza y soltó una carcajada.
—¿Vieja? ¡Pero si soy un pollito comparada con mi abuela! Ella sí que es vieja de verdad. Y eso que yo tampoco me quedo corta. Aún me acuerdo de cuando se estaba creando el mundo, y para entonces ya andaba yo por los quince. ¡Canastos, eso sí que fue un buen jaleo, os lo aseguro!
De pronto se calló, y, entornando los ojos, miró fijamente a los niños.
—¡Pero, será posible… aquí estoy yo habla que te habla y sin atenderos! Supongo, querida, que habréis venido a por pan de jengibre —dijo volviéndose hacia Mary Poppins, a la que parecía conocer muy bien.
—Así es, señora Corry —dijo cortésmente Mary Poppins.
—Bien. ¿Ya os lo han dado Fannie y Annie? —inquirió, mirando a los niños.
Jane hizo un gesto negativo con la cabeza. Desde detrás del mostrador se oyó un murmullo.
—No, madre —dijo con voz sumisa la señorita Fannie.
—Íbamos a hacerlo, madre, cuando… —empezó a decir la señorita Annie con un susurro acobardado.
Al oír aquello, la señora Corry se irguió cuan alta era y lanzó una mirada furibunda a sus enormes hijas. Luego, en voz muy baja, pero con un tono feroz y terrible, dijo:
—¿Que ibas a hacerlo? ¡Ah, muy bien! Me parece muy interesante. ¿Y serías tan amable de decirme, Annie, quién te ha dado permiso para regalar mi pan de jengibre…?
—Nadie, madre. Y no iba a regalarlo. Sólo pensaba…
—¿Que sólo pensabas…? ¡Qué amable! Pero, si no te importa, me vas a hacer el favor de no pensar. ¡Ya estoy yo para pensar todo lo que haga falta! —dijo la señora Corry con voz baja y terrible. Y, a continuación, soltó una áspera y sonora carcajada—: ¡Fijaos en ella! ¡Fijaos! ¡Cobardica! ¡Llorona! —dijo a voz en grito, mientras señalaba a su hija con uno de sus nudosos dedos.
Jane y Michael se dieron la vuelta y vieron que una gran lágrima se deslizaba por el inmenso y apenado rostro de la señorita Annie, sin embargo, prefirieron no decir palabra, pues a pesar de la pequeñez de la señora Corry, ante ella se sentían muy insignificantes y atemorizados. No obstante, tan pronto como la señora Corry miró para otro lado, Jane aprovechó para ofrecerle a la señorita Annie su pañuelo. Su enorme lágrima lo dejó completamente empapado, y la señorita Annie, con una mirada de agradecimiento, se lo devolvió a Jane, no sin antes haberlo escurrido.
—Y en cuanto a ti, Fannie… ¿qué… tú también piensas? —aquella vocecita aguda se dirigía ahora a su otra hija.
—No, madre —dijo Fannie con un temblor.
—¡Hummm! ¡Tanto mejor para ti! ¡Anda, abre ese mostrador!
Con manos temblorosas y vacilantes, la señorita Fannie abrió el mostrador de cristal.
—Bien, queridos, acercaos y elegid vosotros mismos —dijo la señora Corry, empleando un tono completamente distinto. Había tanta dulzura en su sonrisa y en las señas que les hacía, que Jane y Michael se sintieron avergonzados de haber tenido miedo de ella y pensaron que, en el fondo, debía de ser una persona muy simpática—. ¿A qué esperáis, corderitos míos? —insistió—. Los de hoy están hechos según una receta especial; me la dio Alfredo el Grande. Y si no recuerdo mal, era muy buen cocinero, aunque una vez se le quemaran unos pasteles. ¿Cuántos queréis?
Jane y Michael miraron a Mary Poppins.
—Cuatro para cada uno —dijo—. Eso hacen… doce. Una docena, pues.
—Os daré una docena de fraile… que sean trece —dijo alegremente la señora Corry.
Así que Jane y Michael eligieron trece trozos de pan de jengibre, cada uno de ellos con su correspondiente estrella dorada de papel. Los brazos les rebosaban de aquellos deliciosos dulces de color oscuro. Michael no pudo resistir la tentación y le dio un mordisquito a uno de ellos.
—¿Está bueno? —chilló la señora Corry. Michael le dijo que sí con la cabeza, y ella se puso tan contenta que se levantó un poco las faldas y dio unos pasos de un baile escocés.
—¡Hurra, hurra, fenomenal, hurra! —gritó con su estridente vocecilla. Pero luego se quedó muy quieta y volvió a ponerse seria.
—No olvidéis que no es un regalo. Hay que pagarlos. El precio son tres peniques por cabeza.
Mary Poppins abrió el monedero, sacó tres monedas de tres peniques y le dio una a Jane y otra a Michael.
—Bien —dijo la señora Corry—. ¡Pegádmelas al abrigo! Siempre las guardo ahí.
Miraron detenidamente el abrigo y, en efecto, estaba tachonado de monedas de tres peniques, igual que los abrigos de los vendedores ambulantes lo están de botones de nácar.
—¡Venga! ¡Pegadlas! —insistió complacida y expectante la señora Corry, frotándose las manos—. Ya veréis cómo no se caen.
Mary Poppins dio un paso adelante y apretó su moneda de tres peniques contra el abrigo de la señora Corry.
Para gran sorpresa de los dos niños la moneda se quedó pegada.
Entonces pusieron las suyas; Jane en el hombro derecho y Michael en el dobladillo de delante. Sus monedas también se quedaron pegadas.
—Es increíble —dijo Jane.
—¡Qué va a serlo, cariño! —dijo la señora Corry, soltando una risita—. O, al menos, no más increíble que otras muchas cosas que yo podría contarte. —Y le hizo un guiño de complicidad a Mary Poppins.
—Me temo que ya es hora de marcharnos, señora Corry —dijo Mary Poppins—. Tenemos natillas para comer y tengo que llegar con tiempo para prepararlas. Porque lo que es la señora Brill…
—¿Es mala cocinera? —le interrumpió la señora Corry.
—¿Mala? —dijo Mary Poppins con desdén—. Yo diría que es algo más que mala.
—¡Ajá! —La señora Corry posó un dedo sobre la nariz y puso una expresión muy sesuda. Luego, dijo—: Bueno, querida Mary Poppins, ha sido una visita muy agradable y estoy segura de que las chicas se lo han pasado igual de bien que yo. —Y señaló a sus dos enormes y entristecidas hijas—. Tienes que volver pronto y traer otra vez a Jane, a Michael y a los bebés. Ah, por cierto, ¿estáis seguros de que podéis cargar con todo el pan de jengibre? —prosiguió, volviéndose hacia los niños.
Los dos asintieron. Entonces, la señora Corry se acercó un poco más a ellos y su semblante adquirió una expresión inquisitiva y solemne muy extraña.
—Me estaba preguntando si teníais pensado hacer algo con las estrellas de papel —dijo con voz ensimismada.
—Vamos a guardarlas. Siempre lo hacemos —dijo Jane.
—¡Ah… que las guardáis! ¿Y se puede saber dónde las guardáis? —Los ojos de la señora Corry estaban ahora entornados y su mirada se había vuelto aún más inquisitiva.
—Bueno —empezó a decir Jane—, las mías las pongo todas debajo de mis pañuelos, en el primer cajón de arriba empezando por la izquierda y…
—Yo las tengo en una caja de zapatos en el estante de abajo del armario ropero —dijo Michael.
—El primer cajón de arriba empezando por la izquierda y una caja de zapatos en el estante de abajo del armario ropero —dijo pausadamente la señora Corry, como si tratara de que aquello se le quedara grabado en la memoria. Luego, dirigió a Mary Poppins una larga mirada e inclinó levemente la cabeza. Mary Poppins la respondió haciendo lo propio. Daba la impresión de que se habían transmitido algún tipo de secreto.
—Bien, eso es muy interesante —dijo con entusiasmo la señora Corry—. No sabéis lo contenta que me pone saber que guardáis las estrellas. No lo olvidaré. Porque, veréis, yo me acuerdo de todo, incluso de lo que tenía para cenar Guy Fawkes todos los segundos domingos de cada mes. En fin, ya nos veremos. ¡Volved pronto! ¡Volved prontooooooo!
La voz de la señora Corry parecía sonar cada vez más débil y se fue apagando poco a poco, hasta que, al cabo de un rato, sin saber cómo, Jane y Michael se encontraron de nuevo en la calle, andando detrás de Mary Poppins que, una vez más, estaba repasando la lista.
Se dieron la vuelta y miraron a sus espaldas.
—¡Pero, Jane, si ya no está ahí! —exclamó Michael.
—Ya lo veo —dijo Jane, que se había quedado como hipnotizada.
Y así era. La tienda ya no estaba allí. Había desaparecido sin dejar ni rastro.
—¡Qué raro! —dijo Jane.
—Pues sí, pero hay que ver lo bueno que está el pan de jengibre —dijo Michael.
A partir de entonces estuvieron tan atareados mordisqueando el pan de jengibre y dándole la forma de un hombre, de una flor o de una tetera, que se olvidaron por completo de lo raro que era todo aquello.
Sin embargo, a la noche, cuando ya les habían apagado la luz y se suponía que debían de estar profundamente dormidos, volvieron a acordarse.
—¡Jane, Jane! —susurró Michael—. ¿No oyes como si alguien estuviera subiendo de puntillas por las escaleras? ¡Escucha!
—¡Chis! —siseó Jane desde su cama, pues también ella había oído aquellos pasos.
Al poco tiempo, se abrió la puerta con un leve ruido y alguien entró en la habitación. Era Mary Poppins, con el sombrero y el abrigo puestos, como si estuviera lista para salir a la calle.
Poniendo mucho cuidado en todos sus movimientos, avanzó por la habitación sin hacer apenas ruido. Jane y Michael, que no se movían ni un ápice, la observaban con los ojos entornados.
Primero, se dirigió a la cómoda, abrió un cajón y, un instante después, lo volvió a cerrar. Luego, sin dejar de andar de puntillas, se dirigió al armario ropero, lo abrió, se agachó y metió o sacó algo (no estaban seguros de cuál de las dos cosas). ¡Zas! La puerta del armario se cerró de golpe y Mary Poppins se apresuró a salir de la habitación.
Michael se sentó en la cama.
—¿Qué estaba haciendo? —le susurró a Jane en voz alta.
—No lo sé. Quizá se había olvidado los guantes, o los zapatos o… —Jane se calló de pronto—. ¡Michael, escucha!
Michael aguzó el oído. Justo debajo de ellos, en el jardín, según les parecía, se oía a varias personas susurrando a la vez con voz seria y nerviosa.
Con un rápido movimiento, Jane salió de la cama y le hizo señas a Michael de que la siguiera. Andando descalzos para no hacer ruido, se acercaron hasta la ventana y se asomaron.
En la calle había dos figuras enormes y otra mucho más pequeña.
—Son la señora Corry y las señoritas Fannie y Annie —dijo Jane en un susurro.
Y vaya si lo eran. Formaban un grupo la mar de raro. La señora Corry escudriñaba a través de los barrotes de la verja del número diecisiete, la señorita Fannie sostenía en equilibrio sobre uno de sus descomunales hombros dos escaleras muy largas y Annie llevaba en una mano un gran cubo, lleno de una sustancia que parecía cola, mientras con la otra sujetaba una brocha enorme.
Ocultos por la cortina, Jane y Michael podían oír desde donde estaban lo que decían abajo.
—¡Está tardando mucho! —decía entre ansiosa y enfadada la señora Corry.
—A lo mejor uno de los niños se ha puesto malo y no ha podido… —empezó a decir tímidamente la señorita Fannie, mientras se afianzaba las dos escaleras sobre el hombro.
—Escaparse a tiempo —dijo con nerviosismo la señorita Annie, completando la frase de su hermana.
—¡Silencio! —dijo furiosa la señora Corry.
Jane y Michael oyeron con toda claridad cómo susurraba algo así como «vaya un par de jirafas torponas que estáis hechas», en alusión, sin duda, a sus desdichadas hijas.
—¡Chitón! —dijo de pronto la señora Corry, ladeando la cabeza como un pájaro para escuchar mejor.
Oyeron el sonido de la puerta de la casa, que se abría silenciosamente y volvía a cerrarse y, luego, el crujir de unos pasos que avanzaban por el sendero. La señora Corry, sonriendo, saludó con la mano a Mary Poppins, que se acercaba con una cesta colgada del brazo. En la cesta llevaba algo que parecía despedir una luz débil y misteriosa.
—¡Venga, venga, hay que darse prisa! No nos queda mucho tiempo —dijo la señora Corry, cogiendo a Mary Poppins del brazo—. Y vosotras dos, ¡alegrad esa cara!
Y dicho eso, empezó a andar, seguida de las señoritas Fannie y Annie, que evidentemente trataban de poner una cara lo más alegre posible, aunque sin lograrlo del todo. Dobladas por el peso de su carga, avanzaban penosamente detrás de su madre y de Mary Poppins.
Jane y Michael vieron a las cuatro figuras bajar por la calle del Cerezo, para luego desviarse un poco a la izquierda y ascender la cuesta. Al llegar arriba, un lugar donde ya no había casas sino un prado cubierto de hierba y de tréboles, se detuvieron.
La señorita Annie dejó en el suelo su cubo de cola y la señorita Fannie se bajó del hombro las dos escaleras y las levantó hasta colocarlas en posición vertical. A continuación, se puso a sujetar una de ellas mientras su hermana Annie se encargaba de la otra.
—¿Qué diablos van a hacer? —dijo Michael con la boca muy abierta. Pero no hizo falta que Jane le respondiera, porque él mismo pudo ver lo que sucedió entonces.
Tan pronto como las señoritas Fannie y Annie tuvieron bien sujetas las dos escaleras, que ahora parecían levantarse con un extremo apoyado en la tierra y el otro en el cielo, la señora Corry se arremangó un poco las faldas y cogió la brocha con una mano y el cubo de cola con la otra. Puso luego un pie en el peldaño más bajo de la escalera y empezó a subir. Mary Poppins, cargada con su cesta, subió por la otra escalera.
Parecían levantarse con un extremo apoyado en la tierra y el otro en el cielo.
Lo que Jane y Michael vieron entonces fue algo verdaderamente alucinante. En cuanto llegaron a lo alto de la escalera, la señora Corry mojó la brocha en la cola y se puso a extender aquella pegajosa sustancia por el cielo. Una vez que hubo terminado, Mary Poppins empezó a sacar unos objetos brillantes de la cesta y a pegarlos en los lugares en donde había extendido la cola. Cuando retiró la mano, descubrieron que estaba pegando en el cielo las estrellas del pan de jengibre. Una vez colocadas, cada una de las estrellas empezaba a titilar con furia y a lanzar centellas de luz dorada.
—¡Son las nuestras! —dijo Michael con voz entrecortada—. ¡Son nuestras estrellas! ¡Como pensaba que estábamos dormidos ha entrado y nos las ha quitado!
Pero Jane no dijo nada. Bastante tenía con observar a la señora Corry, embadurnando con brochazos de cola el cielo; a Mary Poppins, pegando estrellas a diestro y siniestro; y a las señoritas Fannie y Annie, cambiando las escaleras de lugar cada vez que una parte del cielo ya estaba completa.
Finalmente, la tarea concluyó. Mary Poppins volcó la cesta y se la enseñó a la señora Corry para que viera que ya no quedaba nada dentro. Se bajaron entonces de las escaleras y la procesión marchó de nuevo cuesta abajo: la señorita Fannie, con las escaleras al hombro, y la señorita Annie, balanceando el cubo vacío. Al llegar a la esquina, se detuvieron y se quedaron un rato charlando; luego, Mary Poppins les dio a todas la mano y volvió a subir apresuradamente por la calle del Cerezo. La señora Corry, dando unos ligeros pasos de baile con sus botas elásticas y levantándose muy delicadamente la punta de la falda con las manos, se alejó en la dirección opuesta, seguida de sus dos hijas, que marchaban descargando sonoros pisotones contra la acera.
La verja del jardín hizo un pequeño ruido y, luego, se oyó el crujir de unos pasos sobre el sendero. La puerta de la casa se abrió y volvió a cerrarse con un sonido metálico. Y poco después, oyeron los pasos de Mary Poppins subir silenciosamente las escaleras, pasar de puntillas por delante de su cuarto y meterse en la habitación de John y de Barbara, que era donde ella dormía.
Cuando el sonido de sus pasos se desvaneció, Jane y Michael se miraron el uno al otro. Luego, sin pronunciar palabra, se acercaron al primer cajón de arriba empezando por la izquierda, y miraron dentro.
Allí lo único que había era un montón de pañuelos de Jane.
—¿Lo ves? —dijo Michael.
A continuación, se dirigieron al armario ropero y miraron en la caja de zapatos. Estaba vacía.
—¿Pero cómo? ¿Por qué? —dijo Michael, sentándose en el borde de la cama y mirando fijamente a Jane.
Jane no le respondió. Se sentó a su lado, y rodeándose las rodillas con los brazos, se puso a pensar y a pensar. Finalmente, se echó el pelo hacia atrás, se estiró y, poniéndose de pie, dijo:
—Lo que a mí me gustaría saber es lo siguiente: ¿qué ocurre, que las estrellas están hechas de papel dorado o es que el papel dorado está hecho de estrellas?
Su pregunta no obtuvo contestación y tampoco la esperaba. Sabía que sólo alguien mucho más sabio que Michael podría darle la respuesta correcta.