—A lo mejor no está —dijo Michael.
—Seguro que sí —repuso Jane—. Lleva ahí desde los tiempos de maricastaña.
Subían la cuesta de Ludgate en dirección a la City para hacer una visita al señor Banks, que aquella misma mañana le había dicho a la señora Banks:
—Cariño, si no llueve, no sería mala idea que Jane y Michael se pasaran hoy por la oficina para hacerme una visita; siempre y cuando, claro está, a ti te parezca bien. Creo que no me vendría mal que me sacaran a tomar un té con pastas escocesas, al fin y al cabo, hace mucho que no me doy una alegría.
La señora Banks dijo que se lo iba a pensar.
Sin embargo, durante todo el día, por más que Jane y Michael la estuvieron observando, llenos de ansiedad, no dio en ningún momento muestras de estárselo pensando. A juzgar por lo que decía, pensaba más bien en la factura de la lavandería, en el nuevo abrigo de Michael, en dónde había metido la dirección de la tía Flossie y en cómo se le podía haber ocurrido a la dichosa señora Jackson invitarla a merendar el segundo martes del mes, cuando sabía perfectamente que ése era el día en que la señora Banks aprovechaba para ir al dentista.
Los niños estaban ya casi convencidos de que nunca iba a pensarse lo de la «alegría» del señor Banks, cuando, de pronto, les dijo:
—Pero, niños, ¿qué hacéis ahí parados mirándome como unos pasmarotes? Id inmediatamente a arreglaros. Tenéis que ir a la City a merendar con vuestro padre. ¿Es que lo habíais olvidado?
¡Qué iban a haberlo olvidado! Además, no era sólo la merienda, sino que estaba también la Mujer de los Pájaros, y ella sí que era la mejor de las «alegrías».
Por eso estaban tan emocionados mientras subían la cuesta de Ludgate.
Mary Poppins, con aspecto muy distinguido, iba en el medio, luciendo su sombrero nuevo. De cuando en cuando, se paraba frente a un escaparate para asegurarse de que el sombrero seguía ahí y de que las rosas que iban prendidas de él no se habían convertido en unas vulgares caléndulas.
Cada vez que se detenía para comprobarlo, Jane y Michael exhalaban un suspiro, pero no se atrevían a decirle nada por miedo a que, si lo hacían, se pasara aún más tiempo mirándose en los escaparates y poniéndose el sombrero así o asá para ver cómo le favorecía más.
Por fin llegaron a la catedral de San Pablo, que era un edificio que había sido construido hacía muchísimo tiempo por un hombre que tenía nombre de pájaro. Se llamaba Wren[1], pero no era familia de Jenny[2]. Por eso vivían tantos pájaros cerca de la catedral que construyó sir Christopher Wren —cuyo titular era San Pablo— y por eso vivía también allí la Mujer de los Pájaros.
—¡Ahí está! —gritó de pronto Michael muy emocionado, mientras se ponía a bailar sobre la punta de los pies.
—No señales —dijo Mary Poppins, que estaba echando un último vistazo a sus rosas en el escaparate de una tienda de alfombras.
—¡Lo está diciendo! ¡Lo está diciendo! —gritó Jane, rodeándose fuertemente con los brazos por miedo a partirse en dos de contenta que estaba.
Y, en efecto, lo estaba diciendo. Justo delante de ellos tenían a la Mujer de los Pájaros, que decía:
—¡Comida para pájaros, a dos peniques la bolsa! ¡Comida para pájaros, a dos peniques la bolsa! ¡Comida para pájaros, comida para pájaros! ¡A dos peniques la bolsa, a dos peniques la bolsa! —Repetía lo mismo una y otra vez con una voz aguda y melodiosa que hacía que aquellas palabras sonaran como una canción.
Y mientras lo decía, tendía a las gentes que pasaban unas bolsitas llenas de migas de pan.
Los pájaros revoloteaban a su alrededor, girando y remontándose en el aire para luego volverse a lanzar en picado. Mary Poppins los llamaba a todos «gorriones», porque, como solía decir con tono muy engreído, a ella todos los pájaros le parecían iguales. Pero Jane y Michael sabían que no eran gorriones, sino pichones y palomas. Estaban las palomas grises, que eran quisquillosas y charlatanas como viejas abuelas; los pichones pardos, que tenían la misma voz ronca de los tíos; y otros verdosos y socarrones, como un padre cuando dice: «lo siento pero hoy no puedo darte dinero». También había unas palomas color azul pálido, que eran tan ridículas y ansiosas como madres. O al menos, eso era lo que Jane y Michael pensaban.
Cuando se acercaron, los pájaros volaban en círculos en torno a la cabeza de la Mujer de los Pájaros, pero, de repente, para hacerla rabiar, se alejaron todos a gran velocidad y se posaron en lo más alto de San Pablo. Una vez allí, se empezaron a reír y volvieron la cabeza hacia otro lado, como si no la conocieran de nada.
Era a Michael a quien le tocaba hoy comprar una bolsa, pues la vez anterior había sido Jane quien había pagado. Se acercó a la Mujer de los Pájaros y le tendió los cuatro medios peniques.
—¡Comida para pájaros, a dos peniques la bolsa! —dijo la Mujer de los Pájaros, mientras le ponía a Michael una bolsa de migas en la mano y se metía el dinero entre los pliegues de su enorme falda negra.
—¿Por qué no tiene bolsas de un penique? —dijo Michael—. Así podría comprar dos.
—¡Comida para pájaros, a dos peniques la bolsa! —dijo la Mujer de los Pájaros, y Michael se dio cuenta de que era inútil hacerle ninguna pregunta más. Tanto él como Jane lo habían intentado en numerosas ocasiones, pero lo único que parecía saber decir, y lo único que siempre había dicho, era: «¡Comida para pájaros, a dos peniques la bolsa!». Le ocurría un poco como a los cucos que, por más preguntas que se les haga, sólo saben responder: «Cucú».
Jane, Michael y Mary Poppins desparramaron las migas hasta formar un círculo en el suelo y, al poco tiempo, los pájaros, en grupos de dos y de tres, llegaron desde lo alto de San Pablo.
—Con más delicadeza, David —dijo Mary Poppins, soltándole un resoplido a un pájaro al que se le había caído del pico la miga que acababa de coger.
No obstante, el resto de los pájaros, arremolinados en torno a la comida, no paraban de pelear y de darse empujones y de pegar chillidos. Finalmente, no quedó ni una sola miga, pues es de mala educación que una paloma o un pichón dejen algo en el plato. Cuando estuvieron convencidos de que el almuerzo había terminado, ejecutando una maniobra muy espectacular, remontaron el vuelo y se pusieron a revolotear en torno a la cabeza de la Mujer de los Pájaros, imitando en su propio lenguaje las palabras que ella decía. Uno de ellos se posó sobre su sombrero como si fuera el adorno de una corona. Y otro debió confundir el sombrero de Mary Poppins con un jardín de rosas y le arrancó una flor de un picotazo.
—¡Maldito gorrión! —exclamó Mary Poppins, blandiendo su paraguas. El pichón, muy ofendido, regresó volando junto a la Mujer de los Pájaros y, en venganza, le puso la rosa en el lazo del sombrero.
—¡Empanado deberías estar, sí señor, empanado! —le dijo furiosa Mary Poppins, que luego llamó a Jane y a Michael.
—Es hora de irse —dijo, despidiéndose del pichón con una mirada asesina. El pichón, sin embargo, se puso a reír y a mover la cola, y le dio la espalda.
—Adiós —le dijo Michael a la Mujer de los Pájaros.
—¡Comida para pájaros! —respondió ella con una sonrisa.
—Adiós —dijo Jane.
—¡A dos peniques la bolsa! —dijo la Mujer de los Pájaros, mientras se despedía de ella agitando la mano.
Y se marcharon, caminando uno a cada lado de Mary Poppins.
—¿Qué ocurre cuando todo el mundo se va, como estamos haciendo nosotros ahora? —le dijo Michael a Jane.
Se sabía de memoria lo que ocurría, pero lo suyo era preguntárselo a Jane, porque, al fin y al cabo, era su historia.
Así que Jane se lo contó, y él fue añadiendo las partes que a ella se le habían olvidado.
—De noche, cuando todo el mundo se va a la cama… —empezó.
—Y salen las estrellas —añadió Michael.
—Sí, y aunque no salgan. Los pájaros bajan desde lo alto de San Pablo y se ponen a corretear por el suelo, mirando a ver si queda alguna miga para dejarlo todo bien limpio para la mañana siguiente. Y una vez que han hecho eso…
—Te olvidas del baño.
—Ah, sí… luego se bañan y se peinan las alas con las patas. Y una vez que han hecho eso, dan tres vueltas volando alrededor de la cabeza de la Mujer de los Pájaros y después se posan.
—¿Se le posan en los hombros?
—Sí, y también en el sombrero.
—¿Y en la cesta donde guarda las bolsas?
—Sí, y algunos en las rodillas. Entonces, ella les alisa las plumas de la cabeza y le dice a cada uno que tiene que ser un pájaro bueno.
—¿Se lo dice en el idioma de los pájaros?
—Sí. Y cuando a todos les empieza a entrar el sueño y ya no pueden aguantar despiertos, extiende sus faldones, como hacen las mamás gallinas con sus alas, y los pájaros, poquito a poco, se van metiendo debajo. Y en cuanto ha entrado el último, la Mujer de los Pájaros, haciendo unos ruidillos parecidos a los que hacen las gallinas cuando empollan, se arrellana sobre ellos y los pájaros duermen allí hasta la mañana siguiente.
Michael soltó un suspiro de satisfacción. Le encantaba esa historia y nunca se cansaba de oírla.
—Y todo eso es verdad, ¿no? —dijo, como siempre solía hacer.
—No —dijo Mary Poppins, que a todo respondía siempre que «no».
—Sí —dijo Jane, que siempre lo sabía todo.