Una buena mañana, no mucho tiempo después de aquello, Michael despertó con una extraña sensación. Desde el mismo instante en que abrió los ojos supo que algo no iba bien, aunque no estaba muy seguro de qué era.
—¿Qué día es hoy, Mary Poppins? —preguntó, mientras apartaba las sábanas.
—Martes —dijo Mary Poppins—. Ve a abrir el agua para darte un baño. ¡Venga, deprisa! —añadió, al ver que no hacía ademán de moverse. Michael se dio la vuelta y metió la cabeza debajo de las sábanas y, al instante, sintió que aquella extraña sensación se hacía más intensa.
—¿Qué te he dicho? —dijo Mary Poppins, con ese tono de voz tan frío y tan claro que siempre había que tomarse como una advertencia.
Y fue entonces cuando Michael se dio cuenta de lo que le ocurría. Se dio cuenta de que iba a ser malo.
—No me da la gana —dijo lentamente, con la voz amortiguada por la manta.
Mary Poppins le arrancó de un tirón toda la ropa de cama y le miró fijamente.
—NO ME DA LA GANA.
Michael se quedó esperando a ver cuál era su reacción, y se llevó una monumental sorpresa cuando Mary Poppins, sin decir palabra, entró en el cuarto de baño y abrió ella misma el grifo. En vista de ello, Michael cogió la toalla y entró en el baño, justo al mismo tiempo en que Mary Poppins salía. Y por primera vez en su vida, se bañó sin ayuda de nadie. Aquello era un signo claro de que había caído en desgracia, así que decidió pasar de frotarse detrás de las orejas.
—¿Vacío la bañera? —preguntó, con el tono de voz más grosero que pudo.
No hubo respuesta.
—¡Bah, me trae al fresco! —dijo Michael, y aquella cosa caliente y pesada que llevaba dentro se hinchó y se hizo aún más grande—. ¡Me trae al fresco!
Se vistió con sus mejores ropas, a pesar de que sabía que sólo debía usarlas los domingos, y bajó las escaleras dando puntapiés a la barandilla, aunque le habían dicho mil veces que no lo hiciera porque despertaba a toda la casa. En las escaleras se topó con Ellen, la doncella, y mientras pasaba a su lado le dio un golpe a la jarra de agua caliente que llevaba en la mano.
—¡Pero qué niño más torpe! Era para que se afeitara tu padre —dijo Ellen, agachándose para limpiar el agua que se había vertido.
—Lo he hecho a posta —dijo Michael con toda tranquilidad.
—¿A posta? ¿Que lo has hecho a posta? Entonces es que eres más malo que Barrabás, y se lo voy a decir a tu mamá, vaya si se lo voy a decir.
—Pues díselo —respondió Michael, mientras seguía bajando las escaleras.
Así fue como empezó todo. Y durante el resto del día ya no hizo una a derechas. Aquella sensación caliente y pesada que sentía en su interior le llevaba a hacer todo tipo de trastadas, y tan pronto como había hecho una, se sentía enormemente contento y satisfecho, y se ponía a pensar en la siguiente.
En la cocina se encontró a la señora Brill, que estaba preparando unos bollos.
—No, señorito Michael, no puede rebañar el tazón —le dijo ella—. Todavía no está vacío.
Y al oír aquello, Michael le propinó una patada en toda la espinilla. A la señora Brill se le cayó el rodillo y pegó un grito tremendo.
—¿Que le has dado una patada a la señora Brill? ¿A la buena de la señora Brill? Debería darte vergüenza —dijo su madre unos minutos después, cuando la señora Brill le contó todo lo ocurrido—. Ve a pedirle perdón inmediatamente. ¡Dile que lo sientes, Michael!
—Pero si no lo siento. Al contrario, me alegro mucho. Tiene las piernas demasiado gordas. —Y antes de que pudieran atraparle, subió corriendo los escalones del patio y salió al jardín. Una vez allí, chocó a posta con Robertson Ay, que se había quedado plácidamente dormido encima de las mejores plantas rupícolas de todo el jardín. A Robertson Ay aquello no pareció hacerle la más mínima gracia.
—¡Se lo diré a tu papá! —dijo en tono amenazador.
—Y yo le diré que tu no le has limpiado los zapatos esta mañana —dijo Michael, sorprendiéndose de sus propias palabras, pues tanto Jane como él tenían por norma defender a Robertson Ay, porque le apreciaban mucho y no querían perderle.
Pero su sorpresa le duró bien poco, porque pronto empezó de nuevo a preguntarse qué podía hacer a continuación. Y la verdad es que no tardaba mucho en ocurrírsele algo.
A través de las estacas de la valla, vio que Andrew, el perro de la señorita Alondra, estaba olisqueando minuciosamente el césped de la casa de al lado, buscando las briznas de hierba que le parecían más apetitosas. Le llamó con voz muy suave y le dio una de las galletas que llevaba en el bolsillo, pero mientras Andrew la estaba mascando, le ató la cola a la valla con una cuerda. Después, salió corriendo a todo correr, con el eco de la voz furibunda e indignada de la señorita Alondra retumbándole en los oídos y con el cuerpo a punto de reventarle de la emoción que le producía aquella cosa tan pesada que llevaba dentro.
Al pasar por delante del despacho de su padre, vio que la puerta estaba abierta; ocurría que Ellen había estado hace un momento quitándole el polvo a los libros y se había olvidado de cerrarla. En vista de ello, Michael decidió hacer algo que tenía terminantemente prohibido. Entró, se sentó a la mesa de su padre y, con la pluma de su padre, se puso a garabatear en el cartapacio. Pero al hacer un movimiento con el codo le dio un golpe al tintero y lo volcó; y la silla, la mesa, la pluma y sus mejores ropas quedaron cubiertas de grandes manchas de tinta azul que no paraban de extenderse. Aquello tenía un aspecto tan espantoso que a Michael le empezó a entrar un poco de miedo de las consecuencias. Aunque, en el fondo, todo le traía al fresco y no se sentía en absoluto arrepentido.
—Este niño debe de estar enfermo —dijo la señora Banks, cuando Ellen, que había regresado de pronto y se había encontrado con aquel espectáculo, le contó la última fechoría que había hecho—. Michael, tienes que tomar jarabe de higos.
—No estoy enfermo. Estoy mucho mejor que vosotras dos —dijo groseramente Michael.
—Entonces lo que pasa es que eres malo. Y hay que castigarte —dijo su madre.
Y fue dicho y hecho. Cinco minutos después, Michael, con todas sus ropas manchadas de tinta, se encontraba de cara a la pared en una esquina del cuarto de los niños.
Aprovechando que Mary Poppins no miraba, Jane trató de hablar con él, pero Michael, en vez de responderla, le sacó la lengua. Se le acercaron luego John y Barbara, gateando por el suelo y, tras cogerle cada uno de un zapato, se pusieron a gorgotear, pero él los apartó bruscamente. Y en todo momento, Michael disfrutaba de su maldad, abrazándose a ella con todas sus fuerzas, como si fuera su mejor amiga, y sin preocuparse en lo más mínimo por ello.
—Odio ser bueno —iba diciéndose a sí mismo en voz alta durante el paseo que daban a la tarde por el parque, mientras caminaba lentamente detrás de Mary Poppins, Jane y el cochecito.
—Quieres no rezagarte —dijo Mary Poppins, volviendo la vista.
Pero él siguió andando a su paso y restregando los zapatos por la acera para raspar el cuero.
De pronto, Mary Poppins se dio la vuelta y, sujetando el cochecito con una mano, se encaró con él.
—Tú —comenzó a decir— te has levantado hoy por el lado malo de la cama.
—No —dijo Michael—. Mi cama no tiene lado malo.
—Todas las camas tienen un lado bueno y otro malo —dijo Mary Poppins en tono petulante.
—La mía no, porque está pegada a la pared.
—Eso da igual. Sigue siendo un lado —se burló Mary Poppins.
—Muy bien, ¿y cuál es el lado malo, el izquierdo o el derecho? Porque yo me he levantado por el lado derecho, ¿es que ése es el lado malo?
—¡Ambos lados eran malos esta mañana, señor Sabelotodo!
—Pero si sólo tiene un lado y yo me levanté por el lado derecho… —repuso Michael.
—Una sola palabra más… —empezó a decir Mary Poppins, hablando con un tono tan amenazador que hasta el propio Michael se sintió un poco inquieto—. Una sola palabra más y te…
No dijo lo que iba a hacer, pero bastó para que Michael acelerara el paso.
—Venga, Michael, cálmate —le dijo Jane en un susurro.
—Cállate —dijo él, aunque en una voz tan baja que Mary Poppins no le oyó.
—Muy bien, caballero, en marcha, y delante de mí, si hace usted el favor —dijo Mary Poppins—. No estoy dispuesta a tenerle pindongueando a mis espaldas ni un minuto más. Así que tenga usted la amabilidad de adelantarse —añadió, empujándole hacia delante—. Y por cierto —continuó— un poco más arriba, en medio del camino, veo un objeto brillante que está lanzando destellos. Se va a acercar usted a él, lo coge y me lo trae. A lo mejor es una diadema que se le ha caído a alguien.
Michael, muy en contra de su voluntad, pero sin atreverse tampoco a desobedecer, miró hacia donde le señalaba Mary Poppins. Efectivamente, tirado en el camino había algo que brillaba. Incluso de lejos su aspecto resultaba muy llamativo y el centelleo de sus rayos de luz parecía hacerle señas. Se adelantó con aire arrogante y andando todo lo lento que se atrevió, como dando a entender que, en realidad, no le interesaba saber qué era aquello.
Al llegar al lugar donde estaba el objeto brillante, se agachó y lo recogió. Era como una pequeña caja redonda, en cuya parte superior, toda ella de cristal, tenía marcada una flecha. Dentro había un disco, recubierto de letras, que se balanceaba suavemente al mover la caja.
Jane se acercó corriendo y echó un vistazo por encima del hombro de Michael.
—¿Qué es, Michael? —preguntó.
—No pienso decírtelo —repuso Michael, aunque, en realidad, no tenía ni idea de qué era.
—¿Qué es, Mary Poppins? —inquirió Jane, cuando el cochecito llegó a su altura. Mary Poppins le quitó a Michael la cajita de las manos.
—Es mía —dijo él con tono posesivo.
—No, mía. Yo la vi primero —replicó Mary Poppins.
—Pero yo la he recogido. —Hizo ademán de ir a quitársela, pero la mirada que le lanzó Mary Poppins fue de tal calibre que Michael apartó rápidamente la mano.
Mary Poppins inclinó hacia atrás y hacia adelante la parte redonda, y el disco y las letras, iluminados por la luz del sol, emprendieron una loca carrera dentro de la caja.
—¿Para qué sirve? —preguntó Jane.
—Para dar la vuelta al mundo —respondió Mary Poppins.
—¡Bah! La vuelta al mundo se da en barco o en avión. Si lo sabré yo —sentenció Michael—. Con esa especie de caja no vas a dar la vuelta al mundo.
—Conque no, ¿eh? ¡Ahora verás! —dijo Mary Poppins, cuyo rostro había adoptado una curiosa expresión, que parecía querer decir: «a mí me vas a dar tú lecciones».
Y sosteniendo la brújula en la mano, se volvió hacia la entrada del parque, y dijo:
—¡Norte!
Las letras emprendieron un baile vertiginoso en torno a la flecha y, de pronto, el ambiente se tornó glacial y sopló un viento tan gélido que Jane y Michael se vieron forzados a cerrar los ojos para protegerse. Cuando volvieron a abrirlos, del parque no quedaba ni rastro: no se veía ni un árbol, ni un banco pintado de verde ni un camino asfaltado. Enormes bloques de hielo azulado les rodeaban por todas partes y una gruesa capa de nieve congelada cubría el suelo que pisaban.
La brújula.
—¡Ay, ay! —gritaba Jane, con una tiritona que se debía tanto al frío como a la sorpresa, mientras se dirigía a toda prisa a tapar a los gemelos con la manta del cochecito—. ¿Qué nos ha ocurrido?
Mary Poppins soltó un resoplido. Pero no le dio tiempo a responder, porque en aquel preciso instante, por detrás de uno de los bloques de hielo, asomó cautelosamente una cabeza blanca y peluda. De pronto, un enorme oso polar salió de un salto y, levantado sobre sus cuartos traseros, se acercó a abrazar a Mary Poppins.
—Tenía miedo de que fuerais tramperos —dijo—. Sed todos bienvenidos al Polo Norte.
Sacó una enorme lengua rosada, de tacto cálido y áspero como el de una toalla, y lamió ligeramente las mejillas de los niños.
Jane y Michael sintieron un escalofrío. «¿Comerán niños los osos polares?», se preguntaron.
—¡Estáis tiritando! —dijo cordialmente el oso—. Eso quiere decir que necesitáis comer algo. Venga, poneos cómodos sobre ese iceberg —añadió, señalando un bloque de hielo con una de sus patas—. Veamos, ¿qué os apetece? ¿Bacalao? ¿Gambas? En fin, algo que os sirva para matar el gusanillo.
—Lo siento mucho, pero por desgracia no podemos quedarnos —le interrumpió Mary Poppins—. Estamos dando la vuelta al mundo.
—Vale, pero dejadme al menos que os prepare un aperitivo. Estará listo en un santiamén.
Se zambulló en aquellas aguas verdeazuladas y, al instante, volvió a aparecer con un arenque.
—Ojalá os hubierais podido quedar a charlar un rato —dijo, mientras le metía a Mary Poppins el pez entre las manos—. Tengo tantas ganas de cotillear un poco…
—A lo mejor la próxima vez —dijo ella—. Y muchas gracias por el pez. ¡Sur! —le dijo Mary Poppins a la brújula.
A los niños les pareció que el mundo entero se había puesto a dar vueltas a su alrededor. Sintieron cómo el aire que les envolvía se iba volviendo más suave y más cálido, y, de pronto, se encontraron en medio de una frondosa jungla, desde donde les llegó un sonoro graznido.
—¡Bienvenidos! —chilló un enorme guacamayo que estaba posado en una rama con las alas desplegadas—. ¡Hombre, Mary Poppins, eres justo la persona que necesitábamos! Mi señora se ha ido a dar una vuelta y me he tenido que quedar empollando los huevos. Anda, sé buena chica y hazme el relevo. Necesito descansar un poco.
Alzó con mucho cuidado una de las alas que tenía desplegadas y dejó al descubierto un nido con un par de huevos blancos.
—Uf, no sabes cuánto lo siento, pero estamos de paso. Es que estamos dando la vuelta al mundo.
—¡Vaya, eso sí que es todo un señor viaje! De todos modos, por qué no te quedas, aunque sólo sea un rato; así yo me podría echar un sueñecito. Si puedes cuidar de todas esas criaturas —dijo, señalando a los niños con la cabeza— también podrás mantener calientes dos huevos de nada. ¡Venga, Mary Poppins! Si lo haces te traigo unos plátanos y puedes tirar ese pez que llevas ahí y que no para de retorcerse.
—Es un regalo —dijo Mary Poppins.
—Vale, vale, quédatelo si quieres. Pero vaya una idea esa de irse a dar vueltas por el mundo cuando podías quedarte aquí a criar nuestros polluelos. No sé por qué tenemos que pasarnos tanto tiempo empollando cuando tú puedes hacerlo también.
—¡O mejor! —dijo Mary Poppins, lanzando un resoplido.
Entonces, para gran decepción de Jane y de Michael —a los que les hubiera encantado quedarse a tomar frutas tropicales— Mary Poppins sacudió la cabeza con mucha contundencia, y dijo:
—¡Este!
De nuevo el mundo empezó a girar a su alrededor, ¿o eran ellos los que giraban alrededor del mundo? Fuera lo que fuera, el caso es que pronto cesó.
Se encontraron en un claro de hierba rodeado de árboles de bambú. Verdes hojas, finas como el papel, susurraban mecidas por el viento. Y por encima de aquel leve murmullo, se oía un sonido rítmico y continuo. ¿Qué era aquello, un ronquido o un ronroneo?
Echaron un vistazo a su alrededor y descubrieron una figura, muy grande y peluda, de color negro con manchas blancas, ¿o era de color blanco con manchas negras? No había forma de saberlo a ciencia cierta.
Jane y Michael se miraron el uno al otro. ¿Era aquello una visión que no tardaría en desvanecerse? O lo que estaban viendo era realmente… ¡un panda! Un panda en su hábitat natural y no tras las barras de un zoo.
La visión, si es que de una visión se trataba, dio un prolongado suspiro.
—Quienquiera que sea, que haga el favor de irse. Por las tardes descanso.
La voz resultaba tan aterciopelada como el resto de su figura.
—Muy bien, nos iremos. Pero a lo mejor después te arrepientes de haber perdido esta oportunidad —la voz de Mary Poppins sonaba más repipi que nunca.
El panda abrió un ojo muy negro.
—¡Ah, eres tú, querida! —dijo con voz somnolienta—. ¿Por qué no me avisaste de que venías? Aunque me hubiera costado mucho, tratándose de ti, habría intentado mantenerme despierto —la forma peluda soltó un bostezo y se estiró—. En fin, tendré que prepararos un lugar para que os quedéis. En mi casa no hay sitio para todos —dijo, mientras señalaba con la cabeza hacia un cubil muy coqueto, hecho de hojas y cañas de bambú—. Pero —añadió, al fijarse en el arenque—, no voy a permitir bajo mi techo la presencia de una de esas criaturas marinas con escamas. Siempre he dicho que los peces huelen demasiado a pescado.
—No vamos a quedarnos —le aseguró Mary Poppins—. Estamos dando la vuelta al mundo y sólo hemos pasado un momento para saludar.
—¡Qué tontería! —dijo el panda, soltando un enorme bostezo—. Mira que ir de acá para allá como una loca cuando podrías quedarte aquí conmigo. Pero, en fin, querida Mary, tú siempre haces lo que quieres, por más absurdo e insensato que sea. Arrancad al menos unos cuantos brotes de bambú. Os ayudarán a aguantar hasta que volváis a casa. Y vosotros dos —dijo, señalando a Jane y a Michael con la cabeza— hacedme cosquillas suavemente detrás de las orejas. Eso siempre me ayuda a dormir.
Los niños, todo ilusionados, se sentaron a su lado y empezaron a acariciar la sedosa piel. Nunca más —de eso estaban seguros— volverían a tener la oportunidad de acariciar a un panda.
La peluda figura se puso cómoda y, a medida que le acariciaban, el ronquido —o el ronroneo— comenzó a sonar acompasadamente.
—Se ha dormido —dijo Mary Poppins en voz baja—. No debemos volver a despertarlo. —Les hizo una seña a los niños y, mientras se acercaban a ella de puntillas, hizo un movimiento con la muñeca. Aparentemente, la brújula comprendió lo que se esperaba de ella, pues volvió a ponerse a girar de inmediato.
A su alrededor, danzando al son de una música inaudible, pasaban colinas y lagos, bosques y montañas. De repente, el mundo se quedó tan quieto que costaba trabajo creer que alguna vez se hubiera movido.
Se encontraban ahora en una extensa playa de arena blanca, lamida por pequeñas olas rizadas.
Frente a ellos, se formó de pronto un torbellino de arena, del que brotaba toda una sucesión de resoplidos. Cuando el torbellino se disipó, dejó al descubierto un enorme delfín, de color blanco y gris, con una cría a su lado.
—¿Eres tú, Amelia? —preguntó Mary Poppins.
El delfín arrojó una rociada de arena por el hocico y pegó un brinco de sorpresa.
—¡Quién lo iba a decir, pero si es Mary Poppins! Has llegado justo a tiempo de compartir nuestro baño de arena. No hay nada como un buen baño de arena para limpiar las aletas y la cola.
—¡Ya me he bañado esta mañana, pero gracias de todas formas!
—Bueno, ¿y qué me dices de esos dos jovencitos, querida? ¿No les vendría bien restregarse un poco?
—No tienen aletas ni cola —dijo Mary Poppins, para gran decepción de los chicos, a los que les habría encantado revolcarse por la arena.
—Bueno, ¿qué demonios terrestres o marinos te traen por aquí? —preguntó Amelia, sin andarse por las ramas.
—Oh, verás, es que estamos dando una vuelta al mundo —dijo sin darle importancia a la cosa, como si dar la vuelta al mundo fuera algo que se hace todos los días.
—Bueno, para Ranita y para mí es un auténtico placer tenerte aquí, ¿verdad que sí, Ranita? —Amelia le dio al joven delfín un topetazo con el hocico y éste asintió con un cordial chillido—. La llamo Ranita porque siempre anda perdiéndose por ahí ya sabes, como la rana esa de la canción, que se iba de cortejo, le dejara o no le dejara su viejo. ¿Verdad que sí, Ranita?
La cría respondió soltando de nuevo un chillido.
—Bueno, y ahora vamos a ocuparnos de la comida. ¿Qué os apetece? —Amelia dirigió a los niños una amplia sonrisa, dejando al descubierto una impresionante dentadura—. Tenemos sardinitas, ¡sardinas fres-cu-es! Y las algas de por aquí son excelentes.
—Te lo agradecemos de todo corazón, Amelia, de veras. Pero tenemos que estar de vuelta en casa dentro de medio minuto —dijo Mary Poppins, posando con firmeza la mano en la guía del cochecito.
Amelia estaba visiblemente decepcionada.
—¿Pero qué clase de visita es ésta? ¿Hola y, a renglón seguido, adiós? La próxima vez tenéis que quedaros a merendar, así nos sentaremos todos en una roca y le cantaremos una canción a la luna, ¿verdad que sí Ranita?
Ranita soltó un chillido.
—Será estupendo —dijo Mary Poppins, cuyas palabras fueron inmediatamente secundadas por Jane y Michael. Nunca se habían sentado en una roca y le habían cantado una canción a la luna.
—Bueno, au revoir, Mary y compañía. Por cierto, querida Mary, ¿tenías pensado llevarte contigo ese arenque?
Amelia le echó una mirada golosa al pez que Mary Poppins tenía en las manos, y éste, temiéndose lo peor, se puso todo lo flácido que pudo.
—Pues no, la verdad es que tenía la intención de tirarlo de nuevo al mar. —El arenque boqueó aliviado.
—Sabia decisión, Mary —sonrió Amelia, enseñando los dientes—. Tenemos muy pocos de su clase por esta zona, y son un manjar exquisito. ¿Por qué no hacemos Ranita y yo una carrera a ver quién lo coge? Cuando digas, «ya», empezamos a nadar y será para el primero que lo atrape.
Mary Poppins levantó el pez en alto.
—Preparados… listos… ¡ya! —gritó.
Y cual si fuera pájaro en vez de pez, el arenque salió disparado por el aire y se zambulló en el mar.
En menos de un segundo, los delfines —dos oscuras figuras que surcaban las olas trazando rizos— ya lo seguían de cerca.
Jane y Michael contenían la respiración ¿Quién sería el ganador del premio? ¿O acaso sería el propio premio quien lograra escapar?
—¡Ranita! ¡Ranita! ¡Ranita! —aullaba Michael. Ya que el arenque acabaría por ser atrapado y engullido prefería que ganara Ranita.
—¡R-a-n-i-t-a! —El viento y el mar parecían gritar al unísono aquel nombre, pero la voz de Michael era la más fuerte de todas.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, Michael? —Mary Poppins parecía estar muy furiosa.
Michael se la quedó mirando un instante y, luego, volvió la vista al mar.
Pero el mar ya no estaba ahí. Sólo había un césped, muy verde y cuidado; Jane, toda alborotada a su lado; los gemelos, dentro del cochecito; y Mary Poppins, empujándolo en medio del parque.
—¡Cómo se te ocurre ponerte a pegar saltos como un loco! Estás molestando a todo el mundo. ¿Es que no has tenido bastante por hoy? ¡Haz el favor de seguir andando ahora mismo!
—¡Un viaje de ida y vuelta alrededor del mundo en un solo minuto…!, ¡qué caja más maravillosa! —dijo Jane.
—Es una brújula. No una caja. Y además es mía —dijo Michael—. Yo la encontré. ¡Dámela!
—Lo siento mucho, pero esta brújula es mía no tuya —dijo Mary Poppins, metiéndosela en el bolsillo.
Daba la impresión de que en aquel momento Michael hubiera sido capaz de asesinarla. Sin embargo, no hizo otra cosa que encogerse de hombros y alejarse con paso airado sin hacer caso de nadie.
Aquella carga abrasadora que llevaba dentro seguía oprimiéndole con toda su fuerza. Tras la aventura de la brújula pareció ir a peor y, a medida que fue cayendo la tarde, se volvió cada vez más y más malo. Aprovechando que Mary Poppins no miraba, les dio un pellizco a los gemelos, y al ver que se ponían a llorar, dijo con fingida amabilidad:
—¿Qué pasa, tesoros, os ocurre algo?
Pero Mary Poppins no se dejó engañar.
—Te la estás ganando —le dijo Mary Poppins en un tono de voz pero que muy serio.
Sin embargo, aquella cosa abrasadora que llevaba dentro hacía que todo le trajera al fresco. Se encogió de hombros, le dio un tirón del pelo a Jane y, acto seguido, se acercó a la mesa donde estaba preparada la cena y volcó el pan y la leche.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo Mary Poppins—. En mi vida había visto a nadie portarse tan mal a posta. ¡Jamás de los jamases, si lo sabré yo! ¡Largo de aquí! ¡A la cama inmediatamente, y sin rechistar!
Michael nunca la había visto ponerse así.
Pero a él, en el fondo, aquello le traía al fresco.
Se fue al dormitorio y se desvistió. Era malo, y si no se andaba con ojo iba a ser todavía mucho peor. A él todo le traía al fresco. Odiaba al mundo entero. Como se descuidaran se escapaba y se unía a un circo. Y —¡zas!— se arrancó un botón. Estupendo, así habría uno menos que abrochar a la mañana siguiente. ¡Y otro! Pues tanto mejor. Por nada del mundo iba a arrepentirse. Se metería en la cama sin cepillarse el pelo, sin lavarse los dientes y, desde luego, sin rezar sus oraciones.
Estaba a punto de meterse en la cama —de hecho, tenía ya un pie dentro— cuando de repente vio que la brújula estaba en lo alto de la cómoda.
Sacó muy lentamente el pie de la cama y cruzó de puntillas la habitación. Ya sabía lo que iba a hacer. Cogería la brújula, la haría girar y daría la vuelta al mundo. Y así ya nunca volverían a encontrarle. Bien merecido se lo tenían. Sin hacer ni el más mínimo ruido, levantó una silla y la apoyó contra la cómoda. Se subió a ella y cogió la brújula.
E inmediatamente empezó a moverla.
—¡Norte, sur, este, oeste! —dijo a toda prisa, no fuera a ser que apareciera alguien antes de que le diera tiempo a irse.
Le sobresaltó un ruido que parecía venir de detrás de la silla y se dio la vuelta con expresión culpable, esperando encontrarse a Mary Poppins. Pero lo que había allí eran cuatro figuras gigantescas que se le venían encima: el oso, con las fauces abiertas; el papagayo, aleteando furiosamente; el panda, con todos los pelos erizados; y el delfín, apuntándole con el hocico. Se abalanzaban sobre él desde las cuatro esquinas de la habitación, mientras sus enormes sombras se proyectaban en el techo. En nada se parecían ya a los simpáticos y cariñosos animales de antes, pues ahora parecían estar llenos de sed de venganza. Sus furiosos y terribles semblantes estaban cada vez más cerca. Ya sentía su aliento caliente en la cara.
—¡Ay! ¡Ay! —Michael dejó caer la brújula—. ¡Ayúdame Mary Poppins! —gritó mientras cerraba los ojos aterrorizado.
Entonces sintió que algo le envolvía. Entre rugidos y chillidos de triunfo, aquellas bestias enormes y sus sombras, aún mayores, habían caído sobre él. ¿Qué era aquella cosa blanda y cálida que le tenía sujeto con un abrazo asfixiante? ¿El abrigo de pieles del oso polar? ¿Las plumas del papagayo? ¿La piel del panda, que tan suavemente acariciara hace no tanto? ¿Las aletas de la mamá delfín? ¿Y qué era lo que él —o ella— planeaban hacerle? ¿Por qué no había sido bueno… por qué?
—¡Mary Poppins! —gimió, mientras se sentía transportado por el aire y depositado luego en una superficie aún más blanda.
—¡Ay, querida Mary Poppins!
—Ya vale, ya vale. No hacía falta gritar, a Dios gracias no estoy sorda —la oyó decir con voz muy sosegada.
Michael abrió un ojo. No había ni rastro de las cuatro gigantescas figuras de la brújula. Abrió el otro ojo para asegurarse. Nada, ni atisbo de ellas. Se incorporó y recorrió con la vista la habitación. Ahí no había nada.
Entonces descubrió que la cosa blanda que le envolvía era su propia manta y la cosa blanda sobre la que estaba tumbado no era más que su cama. Y —¡oh!— la cosa pesada y abrasadora que había llevado dentro todo el día parecía haberse disuelto y había desaparecido. Se sintió feliz y lleno de paz, con ganas de darle a toda la gente que conocía un regalo de cumpleaños.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó con ansiedad a Mary Poppins.
—Ya te dije que la brújula era mía. Así que haz el favor de no tocar mis cosas —se limitó a decir, mientras se inclinaba sobre él, le quitaba la brújula y se la metía en el bolsillo. Después se puso a doblar la ropa que había dejado tirada por el suelo.
—¿Quieres que lo haga yo? —dijo.
—No, gracias.
La vio irse a la habitación de al lado y, al poco tiempo, regresó y le puso algo caliente entre las manos. Era un tazón de leche.
Michael empezó a bebería a sorbos, saboreando cada gota con la lengua durante un buen rato para que le durara lo máximo posible y conseguir así que Mary Poppins se quedara más tiempo a su lado.
Y allí permaneció ella, sin decir palabra, observando cómo la leche iba desapareciendo poco a poco. A Michael le llegaba el olor a limpio del delantal de Mary Poppins, que crepitaba suavemente con cada mínimo movimiento, y ese delicioso aroma a tostadas recién hechas que siempre se desprendía de ella. Pero, por más que lo intentara, no podía hacer que la leche le durara eternamente y, al cabo de un rato, con un suspiro de pena, le dio a Mary Poppins el tazón y se deslizó bajo las sábanas. Nunca antes le habían parecido tan cómodas, pensó. Y también pensó en lo calentito y lo feliz que se sentía y en la suerte que tenía de estar vivo.
—¿Verdad que es raro, Mary Poppins? —dijo adormilado—. He sido muy malo y, sin embargo, ahora me siento tan bien…
—¡Hummm! —dijo Mary Poppins y, tras arroparle, se fue a lavar los platos de la cena.