Jane, con el pañuelo de colores de Mary Poppins ceñido a la cabeza, estaba en cama con dolor de oídos.
—¿Qué se siente? —quiso saber Michael.
—Es como si tuviera armas disparando dentro de mi cabeza —dijo Jane.
—¿Qué son, cañones?
—No, pistolas de juguete.
—¡Oh! —dijo Michael—. Y, por un momento, casi le entraron ganas de tener dolor de oídos. Sonaba muy emocionante.
—¿Quieres que coja un libro y te lea un cuento? —propuso Michael, haciendo ademán de dirigirse a la estantería.
—No, déjalo, no podría soportarlo —dijo Jane, apretándose las orejas con la mano.
—Bueno, ¿qué te parece si me siento junto a la ventana y te cuento lo que ocurre fuera?
—¡Ay, sí, por favor! —dijo Jane.
Así es que Michael se pasó toda la tarde sentado en el poyete de la ventana, contándole todo lo que ocurría en la calle. Y lo que le contaba a veces resultaba muy aburrido y, otras, muy emocionante.
—¡Por ahí va el almirante Boom! —dijo una vez—. Ha salido de su jardín y baja muy deprisa por la calle. Ahí llega. Tiene la nariz más colorada que nunca y lleva puesto un sombrero de copa. Ahora está pasando por delante de la casa de al lado…
—¿Está diciendo «malditas sean mis mollejas»? —le interrogó Jane.
—No puedo oírle. Pero supongo que sí. Y allí, en el jardín de la señorita Alondra, está la segunda doncella de la señorita Alondra. Y en nuestro jardín, está Robertson Ay, barriendo las hojas y mirándola por encima de la valla. Ahora va a sentarse para descansar un rato.
—Es que está mal del corazón —dijo Jane.
—¿Cómo lo sabes?
—Él me lo ha dicho. Me ha contado que su médico le dijo que tenía que procurar no hacer esfuerzos. Y el otro día le oí a papá decir que si Robertson Ay le hacía caso al médico, le despediría. ¡Ay, la cabeza me va a explotar! —dijo Jane, y volvió a apretarse las orejas.
—¡Caramba! —dijo con voz muy emocionada Michael desde la ventana.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jane, incorporándose—. Venga, dímelo.
—Es increíble. Hay una vaca en la calle —dijo Michael, que se había puesto de pie sobre el poyete y estaba dando botes.
—¿Una vaca? ¿Una vaca de verdad, aquí, en pleno centro de la ciudad? ¡Qué cosa más rara! Mary Poppins —llamó Jane—, que dice Michael que hay una vaca en la calle.
—Sí, sí, y va andando muy despacio y metiendo la cabeza por todas las verjas, como si se le hubiera perdido algo.
—¡Yo quiero verla! —dijo Jane con voz lastimera.
—¡Mira! —dijo Michael, cuando Mary Poppins se acercó a la ventana—. Una vaca. ¿Verdad que es raro?
Mary Poppins lanzó una mirada penetrante a la calle y, al instante, dio un respingo, como si se hubiera llevado una sorpresa.
—¡Qué va a ser raro! No tiene nada de particular —dijo, volviéndose hacia los niños—. A esa vaca la conozco yo. Era muy amiga de la de mi madre. Y os rogaría que hablarais con más respeto de ella —y, tras alisarse el delantal, les dirigió a los dos una mirada muy severa.
—¿Hace mucho que la conoces? —le interrogó Michael con voz muy suave, confiando en que podría enterarse de más cosas sobre la vaca si utilizaba sus mejores modales.
—Desde antes de que fuera a visitar al rey —dijo Mary Poppins.
—¿Y eso cuándo fue? —le preguntó Jane en voz baja, como animándola a que hablara.
Mary Poppins se quedó mirando al vacío, con los ojos fijos en algo que ellos no alcanzaban a ver. Jane y Michael, conteniendo la respiración, esperaban.
—Fue hace mucho, mucho tiempo —dijo Mary Poppins, con ese tono de voz evocador que suele emplearse cuando se va a contar una historia. Hizo una pausa, como si estuviera rememorando acontecimientos ocurridos cientos de años atrás y, luego, sin quitar la vista del centro de la habitación, pero sin mirar a nada en concreto, prosiguió con tono soñador:
La Vaca Colorada, así la llamaban. Y bien próspera e ilustre que era (como solía decir mi madre). Vivía en el mejor prado de toda la región; un prado muy grande, lleno de ranúnculos del tamaño de un plato y de dientes de león que se erguían tiesos como soldados. Cada vez que arrancaba la cabeza de uno de esos soldados para comérsela, crecía otra en su lugar, con su verde capota militar y su gorra de piel amarilla.
Toda su vida la había pasado allí; a mi madre, solía decirle que no recordaba haber vivido en ningún otro lugar. Las fronteras de su mundo eran los verdes setos y el cielo, y de lo que hubiera más allá, nada sabía.
La Vaca Colorada era muy distinguida, siempre se comportaba como toda una señora, y sabía diferenciar perfectamente lo que estaba bien de lo que estaba mal. Para ella no había término medio, las cosas eran o blancas o negras. Los dientes de león podían ser dulces o amargos; pero no había ninguno que fuera normal.
Llevaba una vida muy ajetreada. Las mañanas se le iban en las clases que impartía a su hija, la Ternera Colorada, mientras que las tardes las empleaba en enseñarle a la pequeñuela a tener buenos modales, a mugir y todas las demás cosas que debe conocer una ternera bien educada. Después, llegaba la hora de cenar, y la Vaca Colorada le mostraba a la Ternera Colorada cómo se distinguían las briznas de hierba buenas de las malas; y cuando caía la noche y su hija se iba a dormir, ella se retiraba a una esquina del prado y se ponía a rumiar y a pensar tranquilamente en sus cosas.
Todos sus días eran exactamente iguales. Cuando una Ternera Roja se hacía mayor y se iba, llegaba otra para sustituirla. De modo que era perfectamente lógico que la Vaca Colorada pensara que su vida sería siempre igual a como había sido hasta entonces; de hecho, estaba convencida de que lo mejor que podía pasarle es que sus días siguieran así hasta que llegara al final de los mismos.
Pero incluso en esos momentos en que se hallaba sumida en tales pensamientos, la aventura, como ella misma le diría más tarde a mi madre, ya estaba ahí, al acecho. Y una noche en que las propias estrellas parecían dientes de león desperdigados por el cielo y la luna una gran margarita rodeada de luceros, la aventura le salió al encuentro.
Hacía ya un buen rato que la Ternera Colorada se había ido a dormir, cuando, de pronto, la Vaca Colorada se levantó y se puso a bailar. Bailaba como una posesa, y lo hacía tan bien que a pesar de que no seguía ninguna música, en ningún momento perdía el compás. Unas veces era una polca, otras un baile escocés y, de vez en cuando, una danza de su propia cosecha. Y entre danza y danza hacía una reverencia tan pronunciada que acababa propinándoles un buen testarazo a los dientes de león.
—¡Ay, señor! —se dijo para sí la Vaca Colorada, mientras iniciaba los primeros pasos de una danza marinera—. ¡Qué cosa más increíble! Siempre había pensado que bailar era indecoroso, pero no puede serlo si yo estoy bailando. Porque yo soy una vaca modelo.
Así que siguió bailando y pasándoselo de maravilla. Sin embargo, finalmente, terminó por cansarse y decidió que ya había bailado bastante y que era hora de irse a dormir. Pero, para su gran sorpresa, se dio cuenta de que no podía dejar de bailar. Cuando quiso tumbarse junto a la Ternera Colorada, sus patas no le obedecieron. Siguieron brincando y dando cabriolas y, naturalmente, la llevaron con ellas. Y allá que se fue, gira que te gira por el prado, pegando saltos, valsando y poniéndose de puntas.
—¡Ay, señor! —murmuraba a intervalos con voz muy refinada—. ¡Esto es verdaderamente chocante! —Pero el caso es que no podía parar.
A la mañana siguiente, aún seguía bailando, y la Ternera Colorada tuvo que tomarse ella sola su desayuno de dientes de león, porque la Vaca Colorada no conseguía estarse lo bastante quieta como para comer.
Se pasó todo el día danza que te danza, prado arriba y prado abajo, con la Ternera Colorada detrás de ella, mugiendo lastimeramente. Cuando llegó la segunda noche y vio que aquello seguía y no había forma de pararlo, comenzó a sentirse francamente preocupada. Y cuando ya llevaba una semana entera bailando, creyó que se iba a volver loca.
—Tengo que ir a ver al rey para hablarle de esto —decidió, sacudiendo enérgicamente la cabeza.
Así pues, tras despedirse de la Ternera Colorada con un beso y decirle que fuera buena, cruzó bailando el prado y se marchó a hablar con el rey.
Hizo todo el camino sin dejar de bailar, alimentándose con pequeños manojos de hojas que arrancaba de los setos por los que pasaba y atrayendo hacia sí multitud de miradas de asombro. Pero ninguno de los que se asombraron al verla lo estaba más que la propia Vaca Colorada.
Finalmente, llegó al palacio donde vivía el rey. Tiró de la cuerda de la campanilla con la boca y, cuando la puerta se abrió, la cruzó bailando, y bailando siguió por el amplio camino que, tras atravesar el jardín, desembocaba en el arranque de las escalinatas que conducían al trono del rey.
Y allí sentado estaba el rey, ocupado en elaborar un nuevo paquete de leyes. A medida que se le iban ocurriendo, su secretario las iba anotando, una a una, en un cuaderno rojo. Por todas partes había cortesanos y damas de honor, suntuosamente vestidos y hablando todos a la vez.
—¿Cuántas se me han ocurrido hoy? —preguntó el rey, volviéndose hacia el secretario. El secretario contó las leyes que llevaba escritas en el cuaderno.
—Setenta y dos, majestad —dijo, haciendo una profunda reverencia y poniendo mucho cuidado en no tropezar con la pluma de ganso con la que escribía, que bien grande era.
—¡Hum! No está mal para una hora de trabajo —dijo el rey, que parecía sentirse muy orgulloso de sí mismo—. Ya está bien por hoy. —Se puso de pie y se arregló su capa de armiño con un gusto exquisito—. Que venga mi carruaje. Tengo que ir al peluquero —dijo en tono mayestático.
Fue entonces cuando vio a la Vaca Colorada. El rey se volvió a sentar y agarró su cetro.
—Caramba, ¿qué tenemos aquí? —preguntó, mientras la Vaca Colorada se acercaba bailando hasta el arranque de la escalinata.
—¡Una vaca, majestad! —respondió ella simplemente.
—Caramba, ¿qué tenemos aquí?
—Eso ya lo veo. No soy ciego —dijo el rey—. ¿Pero qué es lo que quiere? Dese prisa, que tengo una cita con el peluquero a las diez. Pasada esa hora ya no me espera más y necesito cortarme el pelo. Y por lo que más quiera, deje de brincar y de pegar botes. Me está mareando —añadió irritado.
—Le está mareando —dijeron todos los cortesanos como si fueran un eco, mientras miraban fijamente al rey.
—Ése es precisamente mi problema, majestad. ¡Que no puedo parar! —dijo la Vaca Colorada con voz lastimera.
—¿Que no puede parar? ¡Tonterías! —dijo furioso el rey—. ¡Pare inmediatamente! ¡Yo, el rey, os lo ordeno!
—¡Para inmediatamente! ¡El rey te lo ordena! —corearon todos los cortesanos.
La Vaca Colorada hizo un enorme esfuerzo. Puso tal empeño en dejar de bailar que todos y cada uno de sus músculos y de sus costillas se le resaltaron bajo la piel como si tuviera el cuerpo surcado de cordilleras. Pero fue inútil. Seguía bailando a los pies de la escalinata regia.
—Lo he intentado, majestad. Y no puedo. Llevo siete días sin parar de bailar. Y sin dormir. Y sin apenas comer. Uno o dos ramilletes de espino… eso ha sido todo. Por eso he venido a pediros consejo.
—Hum… muy curioso —dijo el rey, echándose la corona a un lado y rascándose la cabeza.
—Muy curioso —dijeron los cortesanos, rascándose también la cabeza.
—¿Cómo se siente? —preguntó el rey.
—Rara —respondió la Vaca Colorada—. Y sin embargo… —hizo una pausa como si tratara de encontrar las palabras exactas, y añadió—: la sensación resulta también bastante agradable. Como si un chorro de risa me recorriera el cuerpo de arriba abajo.
—Asombroso —dijo el rey, y apoyando la barbilla en una mano, se quedó mirando fijamente a la Vaca Colorada, meditando qué sería mejor hacer.
De pronto, se puso de pie de un salto, y dijo:
—¡Dios bendito!
—¿Qué ocurre? —gritaron todos los cortesanos.
—¿Pero es que no lo veis? —dijo el rey, que de nervioso que estaba había dejado caer el cetro—. ¡Qué idiota he sido, mira que no haberme dado cuenta antes! ¡Y qué idiotas habéis sido también vosotros! —dijo, volviéndose furioso hacia los cortesanos—. ¿Es que no veis que tiene una estrella fugaz prendida de los cuernos?
—¡Anda, es verdad! —exclamaron los cortesanos, al percatarse por primera vez de la presencia de la estrella. Y cuanto más la miraban más brillante les parecía.
—¡Ése es el problema! —dijo el rey—. A ver, que los cortesanos traten de arrancársela para que así esta… ejem… dama pueda dejar de bailar y tomar algo de desayuno. Es la estrella, señora, lo que os hace bailar —dijo, dirigiéndose a la Vaca Colorada—. ¡Venga, a qué esperáis!
El rey hizo una seña al cortesano mayor, y éste, tras saludar muy ceremoniosamente a la Vaca Colorada, se puso a tirar de la estrella. Pero no había forma de sacarla. Uno tras otro, todos los cortesanos se fueron uniendo al cortesano mayor, agarrándose cada uno a la cintura del que le precedía, hasta que finalmente formaron una larguísima cadena que jugaba al tira y afloja con la estrella.
—¡Cuidado con mi cabeza! —les suplicaba la Vaca Colorada.
—¡Tirad más fuerte! —rugía el rey.
Y tiraron más fuerte. Tiraron y tiraron hasta que las caras se les pusieron tan coloradas como frambuesas. Tiraron y tiraron hasta que no pudieron más y se cayeron todos de espaldas, los unos encima de los otros. La estrella ni se había movido. Seguía firmemente sujeta a los cuernos.
—¡Vaya, vaya! —dijo el rey—. Secretario, mire en la Enciclopedia a ver si dice algo sobre vacas con estrellas en los cuernos.
El secretario se puso de rodillas y se metió a rastras debajo del trono. Al cabo de un rato, salió cargado con un gran libro verde, que siempre tenían a mano por si el rey necesitaba hacer una consulta, y se puso a pasar las páginas.
—No hay absolutamente nada, majestad, sólo la historia de la vaca que saltó por encima de la luna, y ésa, su majestad, se la sabe de memoria.
El rey se frotó la barbilla, porque eso le ayudaba a pensar.
Dio un suspiro de fastidio y, mirando a la Vaca Colorada, le dijo:
—Lo único que se me ocurre es que pruebe usted también a hacerlo.
—¿Hacer, el qué? —dijo la Vaca Colorada.
—Saltar por encima de la luna. Puede que surta efecto. En cualquier caso, por probar nada se pierde.
—¿Que yo…? —dijo la Vaca Colorada, mirándole indignada.
—Sí, usted, ¿quién si no? —dijo el rey, que estaba empezando a perder la paciencia.
—Señor —dijo la Vaca Colorada—, le ruego que no olvide que soy un animal decente y respetable, y que, desde mi más tierna infancia, se me ha enseñado que pegar saltos no es una ocupación propia de una dama.
El rey se levantó y, blandiendo el cetro, le dijo:
—Señora, ha venido usted aquí para pedirme consejo y yo se lo he dado. ¿Quiere pasarse el resto de su vida bailando? ¿Quiere seguir con hambre toda la vida? ¿Quiere pasarse el resto de sus días sin dormir?
La Vaca Colorada pensó en el dulce sabor de un diente de león bien fresco. Pensó en lo mullida que era la hierba del prado y en lo bien que se estaba tumbada en ella. Pensó en lo cansadas que tenía sus piernas bailarinas y en lo estupendo que sería poderlas dar un descanso. Y se dijo a sí misma: «A lo mejor, una sola vez, no importa, y nadie, a excepción del rey, tiene por qué enterarse».
—¿Cómo de alta cree usted que está? —preguntó, alzando la voz y sin dejar de bailar en ningún momento.
El rey levantó la vista hacia la luna.
—Yo diría que, por lo menos, una milla.
La Vaca Colorada asintió con la cabeza. Eso era lo que ella pensaba. Durante un rato le estuvo dando vueltas al asunto y, finalmente, se decidió.
—Nunca pensé que tendría que llegar a esto, majestad. Mira que tener que pegar un salto y, para colmo, por encima de la luna. Pero… lo intentaré —dijo, inclinándose con mucho garbo delante del trono.
—Estupendo. ¡Sígame! —dijo muy satisfecho el rey, pues se daba cuenta de que, después de todo, sí que le iba a dar tiempo de llegar a la peluquería.
El rey abrió la marcha en dirección al jardín, seguido de la Vaca Colorada y de todos los cortesanos.
—Bien —dijo el rey, una vez que hubo llegado a un terreno despejado—, cuando sople el silbato… ¡Salte!
Se sacó un gran silbato de oro del bolsillo del chaleco y lo sopló suavemente para asegurarse de que no tenía polvo dentro.
La Vaca Colorada bailaba en posición de firmes.
—¡Vamos… una! —dijo el rey.
—¡Dos!
—¡Y tres!
Y, acto seguido, hizo sonar el silbato.
La Vaca Colorada contuvo el aliento y, dando un salto monumental, salió disparada de la tierra a velocidad de vértigo. A lo lejos, alcanzó a distinguir las figuras del rey y de los cortesanos, que se iban haciendo más y más pequeñas hasta que finalmente terminaron por desaparecer. Pero ella seguía ascendiendo por el espacio, rodeada de estrellas que giraban a su alrededor, como si fueran grandes platos dorados. Al cabo de un rato, se vio envuelta por una luz cegadora y sintió sobre su cuerpo los fríos rayos lunares. Al pasar por encima de la luna, cerró los ojos, y mientras dejaba atrás aquel resplandor deslumbrante y su cabeza volvía a inclinarse hacia la tierra, sintió cómo la estrella se le desprendía de los cuernos. El astro se precipitó en el vacío como una exhalación y cayó rodando por el espacio. A la Vaca Colorada le pareció que, a medida que se iba perdiendo en la oscuridad, emitía unos grandiosos acordes que retumbaban por todo el espacio.
Un minuto después, la Vaca Colorada había vuelto a tomar tierra. Para su gran sorpresa, resultó que no estaba en el jardín del rey sino en su propio prado de dientes de león.
Y además… ¡había dejado de bailar! Tenía los pies tan firmes como una roca y podía caminar con toda la parsimonia propia de una vaca respetable. Tranquila y serena, atravesó el prado, decapitando sus dorados soldados, y fue a saludar a la Ternera Colorada.
—¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto! —le dijo la Ternera Colorada—. ¡Me he sentido tan sola!
La Vaca Colorada le dio un beso y, luego, se puso a mordisquear el prado. Era la primera vez en una semana que tomaba una comida como Dios manda. Y sólo dio su hambre por saciada cuando ya llevaba comidos varios regimientos enteros. Después de aquello se sintió mucho mejor. Pronto empezó a llevar una vida exactamente idéntica a la que llevaba antes.
Al principio, sus hábitos regulares y sosegados le causaban un enorme placer. Estaba contentísima de poder tomar el desayuno sin bailar y de poder tumbarse en la hierba y pasarse toda la noche durmiendo en lugar de tener que estar haciéndole reverencias a la luna hasta el amanecer.
Pero no tardó en sentirse insatisfecha y a disgusto. Su prado de dientes de león y su Ternera Colorada estaban muy bien, pero ella quería algo más y no tenía ni idea de qué podía ser. Por fin, se dio cuenta de que echaba de menos su estrella. Se había acostumbrado tanto a bailar y al sentimiento de dicha que le proporcionaba la estrella que lo único que le hacía ilusión era ponerse a bailar una danza marinera y volver a tener la estrella colgada de los cuernos.
Comenzó a sentirse inquieta, perdió el apetito y se le agrió el carácter. A menudo se ponía a llorar sin que hubiera motivo alguno para ello. Finalmente, fue a ver a mi madre, le contó toda la historia y le pidió consejo.
—¡Pero, bueno, querida, no pensarás que ésta es la única vez que se ha caído una estrella del cielo! —le dijo mi madre—. Según me han contado, billones de ellas caen cada noche. Pero, como es natural, caen en muchos sitios distintos. No puedes esperar que en el transcurso de una vida caigan dos estrellas en el mismo prado.
—Entonces, ¿tú crees que… si me desplazara un poquito…? —empezó a decir la Vaca Colorada, mientras a sus ojos iba asomando una expresión de entusiasmo y felicidad.
—Yo que tú, me iba a buscar una —dijo mi madre.
—Eso haré —decidió la Vaca Colorada, llena de júbilo—. Vaya si lo haré.
Mary Poppins dejó de hablar.
—Y supongo que por eso estaba paseando por la calle del Cerezo —apostilló Jane en voz baja.
—Claro —musitó Michael—, estaba buscando su estrella.
Mary Poppins se puso de pie de un salto. Sus ojos habían perdido aquella mirada reconcentrada y la quietud había desaparecido de su cuerpo.
—¡Oiga, caballero, quiere hacer el favor de bajarse inmediatamente de esa ventana! —dijo enfadada—. Voy a apagar las luces —y se dirigió a toda prisa hacia el interruptor que había en el rellano de la escalera.
—¡Michael! —susurró Jane con mucho cuidado—. Asómate un momento y mira a ver si la vaca sigue ahí.
Michael se puso enseguida a escudriñar en la oscuridad.
—¡Date prisa! —dijo Jane—. Mary Poppins estará de vuelta en un minuto. ¿La ves?
—Nooo —informó Michael desde la ventana—. No hay ni rastro de ella. Se ha ido.
—¡Ojalá la encuentre! —dijo Jane, imaginándose a la Vaca Colorada vagando por el mundo en busca de una estrella que colgar de sus cuernos.
—¡Sí, ojalá! —dijo Michael, que al oír cómo se acercaban los pasos de Mary Poppins se apresuró a bajar la persiana.