La señorita Alondra era la vecina de la casa de al lado.
Conviene, sin embargo, que antes de seguir adelante os diga algo sobre cómo era la casa de al lado. Se trataba de una casa muy grande, con mucho la más grande de la calle del Cerezo. Era bien sabido que hasta el almirante Boom sentía envidia de la espléndida casa de la señorita Alondra, y eso que la suya tenía toberas de barco en lugar de chimeneas y un mástil en el jardín delantero. Siempre que pasaba por delante de la mansión de la señorita Alondra, los vecinos de la calle del Cerezo le oían decir: «¡Recontracanastos! ¿Se puede saber para qué demonios quiere una casa como ésa?».
Lo que más envidia le daba al almirante Boom era que la casa de la señorita Alondra tenía un jardín con dos puertas. Una para los amigos y parientes de la señorita Alondra y la otra para el carnicero, el panadero y el lechero.
En cierta ocasión, el panadero se equivocó y entró por la puerta reservada a los amigos y parientes, y la señorita Alondra se enfadó tanto que le dijo que no volviera nunca a traerle el pan.
Al final, sin embargo, tuvo que perdonarle, porque era el único panadero en todo el vecindario que hacía esos bollos aplastados que tienen una especie de ondas rizadas en la parte de arriba. En cualquier caso, después de aquello, ya nunca le volvió a caer bien, de modo que el panadero, en cuanto llegaba a la casa, se calaba la gorra hasta casi taparse los ojos, para que la señorita Alondra pensara que era otra persona. Pero ella nunca se dejaba engañar.
Jane y Michael siempre sabían si la señorita Alondra se encontraba en el jardín o venía por la calle, pues llevaba tal cantidad de broches, collares y pendientes que tintineaba y cascabeleaba como si fuera una banda de música. Y siempre que se encontraba con ellos les decía lo mismo:
—¡Buenos días! —o «¡Buenas tardes!», si es que era después de comer—. ¿Cómo estamos hoy?
Jane y Michael nunca estaban del todo seguros de si la señorita Alondra les estaba preguntando cómo estaban ellos o cómo estaban ella y Andrew.
De modo que se limitaban a responder:
—¡Buenos días! —o «¡buenas tardes!», por supuesto, si es que era después de la hora de comer.
Durante todo el día, estuvieran donde estuvieran, los niños oían a la señorita Alondra diciendo en voz muy alta, cosas como:
—¿Andrew, dónde te has metido? O…
—¡Andrew, no salgas sin tu abriguito! O…
—¡Andrew, ven con mamá!
Si no estáis muy al tanto de estos asuntos, pensaréis sin duda que Andrew era un niño. Y no es de extrañar. Jane, sin ir más lejos, estaba convencida de que eso era lo que creía la señorita Alondra. Pero la verdad es que no lo era. Andrew, en realidad, era un perro; uno de esos perros pequeñajos, lanudos y sedosos, que todo el mundo suele confundir con una estola de pieles hasta que se ponen a ladrar. Porque, cuando lo hacen, ya no hay duda de que se trata de un perro. Nunca se ha sabido de ninguna estola de pieles que hiciera semejante ruido.
Pues bien, Andrew llevaba una vida de tanto lujo que cualquiera hubiera dicho que se trataba del mismísimo sha de Persia disfrazado. Dormía en un cojín de seda en el propio dormitorio de la señorita Alondra; acudía en coche a la peluquería dos veces por semana para que le echaran champú; le daban nata en todas las comidas, e incluso ostras a veces; y tenía cuatro abriguitos de varios colores, unos a cuadros y otros a rayas. En resumen, que Andrew tenía a diario lo que el resto de los mortales sólo tienen el día de su cumpleaños. Y, por cierto, que cuando era su cumpleaños, en lugar de una vela por cada año que cumplía, le ponían siempre dos.
Todas estas cosas habían contribuido a que Andrew no fuera muy apreciado en el vecindario. La gente solía reírse a placer cuando le veían sentado en el asiento trasero del coche de la señorita Alondra, camino del peluquero, con una alfombrilla de piel sobre las patas y luciendo el mejor de sus abrigos. Y el día en que la señorita Alondra le compró dos pares de botitas de cuero para que pudiera salir al parque, hiciera el tiempo que hiciera, todos los vecinos de la calle salieron a la puerta para verle y, cuando pasó por delante, se taparon la boca con la mano para poder reírse a gusto.
—¡Bah, ese perro es un pánfilo! —dijo un día Michael mientras miraban a Andrew a través de la valla que separaba el número diecisiete de la casa de al lado.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó muy interesada Jane.
—¡Lo sé porque se lo he oído decir a papá esta mañana! —dijo Michael, y a continuación se rio descaradamente de Andrew.
—No es ningún pánfilo, y no se hable más —terció Mary Poppins.
Y Mary Poppins tenía razón, pues Andrew, como no tardaréis en comprobar, no tenía nada de pánfilo.
No se trata de que Andrew no respetara a la señorita Alondra, que sí que la respetaba. Incluso podría decirse que, aunque sin excesivo entusiasmo, la apreciaba. Al fin y al cabo, cómo no iba a sentir cierto afecto por alguien que había sido tan bueno con él desde que era un cachorro, a pesar de que, para su gusto, se pasaba dándole besos. En cualquier caso, de lo que no cabe ninguna duda es de que a Andrew el tipo de vida que llevaba le tenía muerto de aburrimiento. Hubiera dado la mitad de su fortuna, de haberla tenido, por poder comerse un trozo de carne roja bien cruda en lugar de las pechugas de pollo o los huevos revueltos con espárragos que solían darle para comer.
Pues, en lo más hondo de su corazón, Andrew deseaba con todas sus fuerzas ser un perro normal y corriente. Siempre que pasaba por delante de su pedigrí (que estaba colgado en la pared del salón de la señorita Alondra), sentía un escalofrío de vergüenza. Y muchas veces había deseado no haber tenido ni padre ni abuelo ni bisabuelo, para que así la señorita Alondra no pudiera estar siempre a vueltas con ello.
Era este deseo de ser un perro corriente lo que hacía que Andrew eligiera sus amigos entre los perros que lo eran. Y siempre que tenía la oportunidad, corría hasta la puerta del jardín y se quedaba ahí sentado esperando a que pasara alguno para intercambiar con él algunos comentarios normales y corrientes. Pero bastaba que la señorita Alondra le viera, para que se pusiera a gritar:
—¡Andrew, Andrew, entra en casa, cariño! ¡No te acerques a esos golfos horribles!
Y claro, Andrew tenía que entrar, porque si no, la propia señorita Alondra saldría para meterle dentro y le haría pasar una vergüenza horrible. Así que Andrew se ruborizaba y subía corriendo los escalones para que sus amigos no oyeran cómo le llamaba «precioso», «mi alegría», «mi terroncito de azúcar».
El mejor amigo que tenía Andrew no era un simple perro corriente, era el perro corriente por antonomasia. Debía de ser un cruce de Airedale y Retriever, y parecía haber sacado lo peor de cada una de esas razas. No había pelea callejera en la que no tomara parte; siempre tenía líos con el cartero y el guardia; y le encantaba meter el hocico en los desagües y en los cubos de basura. De hecho, era la comidilla de toda la calle, y más de una vez se había oído decir a alguien lo mucho que se alegraba de que ese perro no fuera suyo.
Pero Andrew le quería mucho y siempre andaba buscándole. A veces sólo les daba tiempo a olisquearse un instante en el parque, pero cuando tenían más suerte —lo cual sucedía en muy raras ocasiones— mantenían largas conversaciones junto a la verja del jardín. Gracias a su amigo, Andrew se enteraba de los cotilleos de la ciudad, y, a juzgar por la forma tan grosera en que se reía mientras se los contaba, no debían de ser muy elogiosos que digamos.
Pero, de pronto, se oía la voz de la señorita Alondra, llamando a Andrew desde la ventana. Entonces, el otro perro se levantaba, le sacaba la lengua a la señorita Alondra, le hacía un guiño a Andrew y se alejaba contoneando sus cuartos traseros para que quedara bien claro que aquello no iba con él.
A Andrew, por supuesto, nunca le dejaban salir del jardín, a menos que fuera para ir a pasear por el parque con la señorita Alondra o a la manicura con una de las doncellas.
Así que podéis imaginaros la sorpresa que se llevaron Jane y Michael, un día que iban paseando por el parque, cuando vieron a Andrew, completamente solo, pasar delante de ellos a toda carrera, con las orejas echadas hacia atrás y la cola erguida, como si anduviera persiguiendo a un tigre.
Mary Poppins tuvo que levantar el cochecito de golpe, para evitar que Andrew, en su loca carrera, lo tirara, y con él, a los dos gemelos. Jane y Michael le llamaron mientras pasaba.
—¡Hola, Andrew! ¿Dónde has dejado el abriguito? —gritó Michael, tratando de poner una voz tan aflautada y pomposa como la de la señorita Alondra.
—¡Andrew, niño malo! —dijo Jane, y su voz, como era chica, se parecía mucho más a la de la señorita Alondra.
Pero Andrew los miró a los dos con aire altanero y se puso a ladrar en un tono muy agudo hacia donde estaba Mary Poppins.
—¡Guau, guau! —dijo Andrew varias veces seguidas a toda velocidad.
—Veamos. Creo que tienes que coger la primera a la derecha y, una vez ahí, es la segunda casa a mano izquierda —dijo Mary Poppins.
—¿Guau? —dijo Andrew.
—No, un jardín, no. Es sólo un patio. La verja suele estar abierta.
Andrew volvió a ladrar.
—No estoy segura —dijo Mary Poppins—, pero yo diría que sí. Suele llegar a casa a la hora de la merienda.
Andrew echó la cabeza hacia atrás y partió de nuevo al galope.
Jane y Michael la miraban con los ojos como platos.
—¿Qué decía? —preguntaron ansiosos los dos a la vez.
—Nada, estaba dando una vuelta —dijo Mary Poppins, y cerró la boca, apretando fuertemente los labios, como si no tuviera intención de dejar que ninguna palabra más saliera de ella. Desde el cochecito, John y Barbara empezaron a gorjear.
—¡No, no era eso! —dijo Michael.
—¡No puede ser eso! —dijo Jane.
—Claro, vosotros lo sabéis todo. Como siempre —dijo muy digna Mary Poppins.
—Tiene que haberte preguntado dónde vivía alguien. Estoy seguro de que… —empezó a decir Michael.
—Bueno, pues si lo sabes, ¿por qué me preguntas? —dijo Mary Poppins, dando un resoplido—. ¿Me has tomado por un diccionario?
—Michael, por favor, si la hablas así no nos dirá nada —dijo Jane—. Anda, Mary Poppins, dinos lo que te estaba contando Andrew, por favor.
—Pregúntaselo a él. Seguro que lo sabe. ¡Para eso es don Sabelotodo! —dijo Mary Poppins, haciendo un gesto despectivo con la cabeza en dirección a Michael.
—No, no lo sé. Te juro que no lo sé. Anda, Mary Poppins, por favor, dínoslo.
—Las tres y media. Hora de merendar —sentenció Mary Poppins, y, dando media vuelta al cochecito, volvió a apretar los labios como si fueran una trampilla. Durante todo el camino de regreso ya no volvió a decir palabra.
Jane se rezagó para ponerse al lado de Michael.
—¡Ha sido culpa tuya! —dijo—. Ahora ya no va a haber forma de enterarse.
—¡Me da igual! No quiero enterarme de nada —dijo Michael, mientras salía disparado con su patinete.
Pero la verdad es que tenía unas ganas enormes de enterarse de lo que pasaba. Y resultó que, tanto él como Jane, y todo el mundo de paso, terminaron por enterarse antes de la hora de la merienda.
Justo cuando estaban a punto de cruzar la calzada para llegar a su casa, oyeron un vocerío que provenía de la casa de al lado y se encontraron una escena la mar de curiosa. Las dos doncellas de la señorita Alondra corrían como locas por el jardín, hurgando entre los arbustos y mirando hacia las copas de los árboles, como haría alguien que hubiera perdido su más preciada posesión. Colaboraba también alguien del número diecisiete, que no era otro que Robertson Ay, quien parecía estar muy atareado en perder el tiempo removiendo con un cepillo la grava del sendero de la señorita Alondra, como si esperara encontrar el tesoro perdido debajo de una china. La propia señorita Alondra corría de un lado para otro, agitando los brazos y dando voces: «¡Andrew, Andrew! ¡Ay, se ha perdido! ¡Mi querido niñito se ha perdido! ¡Hay que llamar a la policía! ¡Tengo que ver al primer ministro! ¡Andrew se ha perdido! ¡Ay, Dios mío, Dios mío!».
—¡Pobre señorita Alondra! —dijo Jane, mientras cruzaba corriendo la calzada. No podía evitar sentir pena viendo lo acongojada que estaba.
Pero fue Michael quien realmente consiguió consolar a la señorita Alondra. Justo cuando entraba por la verja del número diecisiete, miró calle abajo y…
—¡Pero si es Andrew! ¡Eh, señorita Alondra, ahí está! ¡Mire, allí abajo… ahora está doblando la esquina de la casa del almirante Boom!
—¿Dónde? ¿Dónde? ¡Señálamelo! —dijo la señorita Alondra, casi sin aliento, mientras oteaba hacia el lugar que señalaba Michael.
Y, en efecto, ahí estaba Andrew, andando tan lenta y tan parsimoniosamente como si no le importara cosa alguna en el mundo; y, a su lado, andando igual de campante, iba un perro enorme, que parecía ser mitad Airedale mitad Retriever, pero con la peor mitad de cada uno.
—¡Ay, qué alivio! ¡Qué peso me he quitado de encima! —dijo la señorita Alondra, dando un profundo suspiro.
Mary Poppins y los niños se quedaron esperando en la calle, justo delante de la verja de la señorita Alondra, mientras que ésta y sus dos doncellas se recostaban en la valla. Robertson Ay, por su parte, descansaba de sus labores, apoyado en el mango del cepillo. Todos contemplaban en silencio el regreso de Andrew.
La propia señorita Alondra corria de un lado para otro dando voces: «¡Andrew, Andrew! ¡Ay, se ha perdido!».
Los dos amigos avanzaban con paso reposado hacia el grupo, moviendo alegremente la cola y con las orejas muy tiesas, pero la mirada que traía Andrew permitía adivinar que, fueran cuales fueran sus intenciones, se las tomaba muy en serio.
—¡Es ese horrible perro! —dijo la señorita Alondra, al fijarse en el compañero de Andrew—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vete a tu casa! —gritó.
Pero el perro, sin hacerla ni caso, se sentó en la acera, se rascó la oreja derecha con la pata izquierda y bostezó.
—¡Largo! ¡Vete a tu casa! ¡Fuera te digo! —insistió la señorita Alondra, agitando furiosamente los brazos delante del perro.
—¡Y tú, Andrew, entra a casa inmediatamente! —prosiguió—. ¡A quién se le ocurre salir así, completamente solo y sin tu abriguito! ¡Me tienes muy enfadada!
Andrew ladró con desgana, pero no se movió de su sitio.
—¿Qué significa eso, Andrew? ¡Entra ahora mismo! —dijo la señorita Alondra.
Andrew volvió a ladrar.
—Dice que no piensa entrar —terció Mary Poppins.
La señorita Alondra se dio la vuelta y la miró altivamente.
—¿Quiere hacer el favor de decirme cómo sabe usted lo que dice mi perro? ¡Pues claro que va a entrar!
Andrew, sin embargo, se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza y a soltar por lo bajo dos gruñidos.
—No, no va a entrar, a menos que también entre su amigo —dijo Mary Poppins.
—¡Valiente tontería! —dijo muy enfadada la señorita Alondra—. Eso no puede ser lo que está diciendo. Como si yo fuera a dejar que ese chucho enorme cruzara mi verja.
Andrew soltó tres o cuatro ladridos muy agudos.
—Dice que habla en serio —dijo Mary Poppins—. Y, lo que es más, que se irá a vivir con su amigo si no deja que pase y se quede a vivir con él.
—¡Pero Andrew, cómo… cómo puedes, después de todo lo que he hecho por ti! —A la señorita Alondra estaban a punto de saltársele las lágrimas.
Andrew soltó un ladrido y se dio la vuelta para marcharse. El otro perro se incorporó.
—¡Ay, que lo dice en serio! —La señorita Alondra lloriqueó un instante sobre su pañuelo y, luego, se sonó, y dijo:
—Está bien, Andrew. Me rindo. Este… este chucho puede quedarse. A condición, claro, de que duerma en la carbonera.
—Señora, Andrew insiste en que no basta con eso. Su amigo tiene que tener un cojín de seda exactamente igual que el suyo y, además, dormir en su mismo dormitorio. En caso contrario, él se irá a dormir a la carbonera con su amigo.
—¿Andrew, cómo te atreves? —gimió la señorita Alondra—. Jamás consentiré semejante cosa.
Andrew hizo ademán de marcharse. Y el otro perro le imitó.
—¡Ay señor, que me abandona! —chilló la señorita Alondra—. Está bien, Andrew. Se hará como tú quieras. Se quedará a dormir en mi habitación. Pero yo ya nunca volveré a ser la misma, nunca, nunca, nunca. ¡Yo conviviendo con un perro tan vulgar!
Se enjugó las lágrimas que inundaban sus ojos, y prosiguió:
—Nunca lo habría esperado de ti, Andrew. Pero no volveré a hablar del tema, piense lo que piense. Y a este… er… bicho ¿cómo hay que llamarle… chucho, perro callejero o qué?
Al oír aquello, el otro perro miró indignado a la señorita Alondra y Andrew pegó un ladrido muy fuerte.
—Dicen que tiene que llamarle Willoughby y punto. Porque así es como se llama —dijo Mary Poppins.
—¡Willoughby! ¡Vaya un nombre! ¡Qué horror, qué horror! —dijo la señorita Alondra con desesperación—. ¿Y ahora qué dice? —preguntó, pues Andrew estaba otra vez ladrando.
—Dice que si se queda tiene que prometerle que no le obligará ni a llevar abrigos ni a ir a la peluquería; y que ésa es su última palabra —dijo Mary Poppins.
Durante un instante se hizo el silencio.
—De acuerdo —dijo finalmente la señorita Alondra—. Pero te lo advierto, Andrew, si te mueres de una pulmonía… ¡no me eches a mí la culpa!
Y dicho eso, dio media vuelta y empezó a subir altivamente los escalones de la entrada, mientras se limpiaba de un resoplido las últimas lágrimas.
Andrew ladeó la cabeza en dirección a Willoughby, como diciéndole: «¡Vamos!». Contoneándose y haciendo tremolar sus colas como si fueran estandartes, subieron juntos por el sendero y entraron en la casa detrás de la señorita Alondra.
—Ya ves que, después de todo, no era ningún pánfilo —dijo Jane, mientras subían a merendar a su cuarto.
—No —asintió Michael—. ¿Pero cómo es que Mary Poppins lo sabía?
—Ni idea —dijo Jane—. Pero nunca nos lo dirá. De eso sí que estoy segura…