3. El gas de la risa

—¿Estás totalmente segura de que estará en casa? —dijo Jane, en cuanto ella, Michael y Mary Poppins bajaron del autobús.

—¿Acaso crees que mi tío me pediría que os llevara a merendar a su casa si tuviera la intención de salir? —dijo Mary Poppins, a la que, evidentemente, aquella pregunta le había ofendido mucho. Llevaba puesto su abrigo azul de botones plateados con su sombrero a juego, y cuando se ponía esa ropa ofenderla era la cosa más fácil del mundo.

Los tres iban a hacer una visita al señor Peluca, el tío de Mary Poppins, y hacía tanto que Jane y Michael aguardaban ese momento que ahora tenían miedo de que finalmente el señor Peluca no estuviera en casa.

—¿Por qué se llama así, es que lleva peluca? —preguntó Michael, mientras aceleraba la marcha para no descolgarse de Mary Poppins.

—Se llama Peluca porque ése es su nombre. Y no, no lleva peluca. Es calvo —dijo Mary Poppins—. Una pregunta más y nos volvemos a casa —añadió, lanzando a continuación uno de esos resoplidos que solía dar cuando estaba de mal humor.

Jane y Michael se miraron y fruncieron el ceño. Y lo que ese gesto quería decir era lo siguiente: «Será mejor no hacerle más preguntas, no vaya a ser que nos quedemos sin ir».

Al llegar a la última esquina que había antes de la casa del señor Peluca, Mary Poppins se detuvo frente al escaparate de un estanco para enderezarse el sombrero. Era uno de esos escaparates tan curiosos que devuelven tres reflejos en lugar de uno, de tal modo que, quien se mira durante un buen rato, acaba por tener la sensación de no ser él mismo sino varias personas distintas. Pero Mary Poppins, al ver tres reflejos suyos, cada uno con su abrigo azul de botones plateados y su sombrero azul a juego, suspiró satisfecha. Le parecía una imagen tan encantadora que le hubiera gustado que fueran doce, treinta incluso. Cuantas más Mary Poppins mejor.

—Venga —dijo con voz severa, como si ellos hubieran sido quienes la habían hecho esperar. Doblaron la esquina y tiraron de la campana del número tres de la calle Robertson. Jane y Michael la oyeron resonar débilmente a lo lejos y se dieron cuenta de que, dentro de uno o dos minutos a lo sumo, estarían merendando por primera vez en su vida con el señor Peluca, el tío de Mary Poppins.

—Eso si es que está en casa —le dijo Jane a Michael en un susurro.

En ese momento se abrió la puerta y una mujer muy menuda y de ojos llorosos apareció en el umbral.

—¿Está el señor en casa? —se apresuró a preguntar Michael.

—Te agradecería mucho que dejaras que fuera yo quien hablara —dijo Mary Poppins, fulminándole con la mirada.

—Encantada de conocerla, señora Peluca —dijo Jane, muy educadamente.

—¿Señora Peluca? —dijo la mujer menuda con una voz aún más menuda que ella—. ¿Cómo te atreves a llamarme señora Peluca? ¡Ah, no! ¡Yo soy la señorita Persimmon sin más, y a mucha honra! ¡Señora Peluca, vaya ocurrencia!

Parecía estar muy molesta, y pensaron que bien raro debía ser el señor Peluca para que la señorita Persimmon se alegrara tanto de no ser la señora Peluca.

—Nada más subir, la primera puerta del descansillo —dijo la señorita Persimmon. Y, a continuación, se alejó a toda prisa por el pasillo, repitiendo una y otra vez con una voz muy alta, muy menuda y muy indignada: «¡Señora Peluca, vaya ocurrencia!».

Jane y Michael siguieron a Mary Poppins escaleras arriba y, una vez en el descansillo, Mary Poppins llamó a la puerta.

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Sed bienvenidos! —exclamó desde dentro una voz fuerte y alegre. Jane estaba tan emocionada que el corazón le latía a toda velocidad.

—¡ que está en casa! —decía la mirada que dirigió a Michael.

Mary Poppins abrió la puerta y les empujó para que pasaran primero. Frente a ellos se abría una habitación amplia y alegre. En un extremo resplandecía un fuego encendido y, en medio, había una mesa enorme con una merienda preparada: cuatro tazas, cuatro platillos, y pilas y más pilas de tostadas con mantequilla, bollos y pasteles de coco, además de un gigantesco plumcake con un glaseado de color rosa.

—Bueno, bueno, esto sí que es un verdadero honor —les saludó una voz muy potente. Jane y Michael miraron a su alrededor en busca del dueño de aquella voz. Pero no se le veía por ninguna parte. En la habitación no parecía haber absolutamente nadie. Entonces oyeron la voz de Mary Poppins, que, en un tono muy enojado, decía:

—¡Ay, tío Albert, otra vez no! No me digas que es tu cumpleaños.

Hablaba mirando al techo, de modo que Jane y Michael alzaron la vista y, para su sorpresa, vieron a un hombre gordo, orondo y calvo que flotaba en el aire sin agarrarse a ninguna parte. En realidad, más que flotar parecía estar sentado en el aire, pues tenía las piernas cruzadas y a su lado había un periódico que debía haber estado leyendo cuando entraron.

—Lo siento mucho, querida, pero me temo que que es mi cumpleaños —dijo el señor Peluca, sonriendo a los niños y dirigiendo a Mary Poppins una mirada con la que parecía querer disculparse.

—¡Desde luego! —dijo Mary Poppins.

—Me acordé ayer por la noche y ya no había tiempo de enviarte una nota diciéndote que vinierais otro día. Vaya un engorro, ¿no? —dijo, mirando a Jane y a Michael—. Caray, se os ve un tanto sorprendidos —añadió el señor Peluca. Y vaya si lo estaban, la boca se les había quedado tan abierta que, de haber sido el señor Peluca un poco más pequeño, se les habría colado dentro en caso de haberse caído—. Me parece que será mejor que os lo explique —prosiguió el señor Peluca con calma—. Veréis, se trata de lo siguiente. Yo soy una persona muy alegre y de risa fácil. No os podéis ni imaginar la cantidad de cosas que me hacen gracia. Os aseguro que me puedo reír prácticamente de lo que sea.

Y al instante el señor Peluca empezó a subir arriba y abajo por el ataque de risa que le había provocado pensar en lo alegre que era.

—¡Tío Albert! —dijo Mary Poppins. El señor Peluca, dando una sacudida, paró de reír.

—Disculpa, querida. ¿En dónde me había quedado? ¡Ah, sí! Bueno, lo más gracioso de todo, ¡tranquila Mary, no me voy a reír, si puedo evitarlo!, es que siempre que mi cumpleaños cae en viernes, me voy para arriba. Sí, señor, arriba del todo —dijo el señor Peluca.

—Pero ¿por qué…? —empezó a decir Jane.

—Pero ¿cómo…? —empezó también Michael.

—Bueno, veréis, siempre que me río ese día en concreto me lleno tanto de gas de la risa que me resulta completamente imposible mantenerme en el suelo. Basta una simple sonrisa para que ocurra. La primera cosa divertida que se me pasa por la cabeza y ya estoy yéndome para arriba como si fuera un globo. Y hasta que no pienso en algo serio, no puedo volver a bajar.

El señor Peluca soltó entonces una risita, pero al fijarse en la cara que ponía Mary Poppins, se contuvo, y prosiguió:

—Resulta un poco raro, ya lo sé, pero os aseguro que no es desagradable. Me imagino que a ninguno de vosotros os ha pasado esto nunca, ¿verdad?

Jane y Michael hicieron un gesto negativo con la cabeza.

—Ya suponía yo que no. Parece ser un rasgo peculiar mío. Fijaos, una vez, que había ido al circo la noche anterior, me reí tanto que, ¿me creeréis si os digo que me pasé doce horas aquí arriba y no pude bajar hasta que sonó la última campanada de la medianoche? Luego, claro, caí de golpe porque ya era sábado y se había pasado mi cumpleaños. ¿Verdad que es raro? Aunque también divertido, no me digáis que no. Y ahora otra vez es viernes, y mi cumpleaños, y aquí estáis vosotros dos y Mary P. que habéis venido a hacerme una visita. ¡Ay, Señor, te lo ruego, no me hagas reír! —Pero a pesar de que Jane y Michael no habían hecho nada más divertido que mirarle atónitos, el señor Peluca comenzó de nuevo a reírse a carcajadas y, mientras se reía, no paraba de dar tumbos y botes por el aire, con el periódico temblequeándole entre las manos y las gafas poniéndosele y quitándosele de la nariz.

Resultaba tan divertido verle flotar a la deriva, como si fuera una enorme burbuja humana, mientras trataba de aferrarse al techo o a las tuberías del gas, cuando pasaba junto a ellas, que Jane y Michael, por más que intentaron mantener la compostura, no pudieron evitar hacer lo que hicieron. Se rieron. Y se rieron. Y siguieron riéndose. Trataron de mantener la boca cerrada con todas sus fuerzas para que no se les escapara la risa, pero no hubo manera. Y pronto estuvieron tirados en el suelo, retorciéndose de risa.

—¡Pero bueno! —dijo Mary Poppins—. ¡Qué manera de comportarse es ésa!

—¡Es que no puedo contenerme, no puedo! —chilló Michael, mientras salía rodando por el suelo hasta chocar con la pantalla de la chimenea—. Es para troncharse, ¿eh, Jane?

Pero Jane no le respondió, porque en ese momento le estaba pasando algo muy extraño. Cuanto más se reía más ligera se iba sintiendo. Parecía como si se estuviera hinchando de aire. Era una sensación tan extraña como maravillosa, y hacía que le entraran aún más ganas de reír. De pronto, pegó un bote y se encontró dando tumbos por el aire. Michael, completamente atónito, la vio elevarse por encima de la habitación. Al llegar al techo, se dio un pequeño golpe en la cabeza y, luego, pegándose a él, avanzó hasta llegar a donde estaba el señor Peluca.

—¡Vaya, no me digas que también es tu cumpleaños! —dijo el señor Peluca, que parecía estar igual de sorprendido que Michael.

Jane hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Ah, no? ¡Pues entonces es que se están propagando los efectos del gas de la risa! ¡Eh, tú, alto ahí, cuidado con el mantel! —Se lo decía a Michael, que de pronto se había elevado sobre el suelo y, al surcar el aire, desternillándose de risa, había pasado rozando los adornos de porcelana que había sobre el mantel.

—Encantado de conocerte —dijo el señor Peluca, dándole un fuerte apretón de manos—. ¡A esto sí que lo llamo yo amabilidad! En vista de que no puedo bajar, has decidido subir tú —y, acto seguido, él y Michael se miraron a la cara y, echando la cabeza hacia atrás, se empezaron a reír a carcajadas—. Oye —le dijo el señor Peluca a Jane, mientras se enjugaba los ojos—, debes de pensar que soy el ser más maleducado del mundo. Estás de pie, y una señorita tan bonita como tú tendría que estar sentada. Lo malo es que no puedo ofrecerte una silla aquí arriba, pero creo yo que encontrarás que el aire es un lugar bastante cómodo para sentarse.

Jane hizo la prueba y resultó que sí que se estaba muy cómoda sentada en el aire. De modo que se quitó el sombrero y lo dejó a su lado. El sombrero, sin apoyarse en nada, se quedó flotando en el aire.

—Estupendo —dijo el señor Peluca y, dándose la vuelta, miró hacia abajo y le dijo a Mary Poppins:

—Bueno Mary, aquí ya estamos todos instalados. Y ahora que ya puedo ocuparme de ti, querida, permíteme que te diga que estoy encantado de daros la bienvenida, a ti y a estos dos jóvenes que has traído hoy contigo. Pero, Mary… ¿por qué me miras así? Vaya, me temo que… ejem… que todo esto no te hace demasiada gracia, ¿verdad?

El señor Peluca, señalando a Jane y a Michael con la mano, se apresuró a decir:

—Lo siento, querida Mary. Pero ya me conoces. Te puedo asegurar que nunca pensé que mis dos jóvenes amigos se contagiarían. ¡De veras que no, Mary! Me imagino que debería haberles dicho que vinieran otro día, o haber pensado en algo triste, o yo qué sé el qué.

—En mi vida había visto un espectáculo semejante. Y a tu edad, tío… —dijo remilgadamente Mary Poppins.

—¡Sube, Mary Poppins, sube! —la interrumpió Michael—. Piensa en algo divertido y ya verás qué fácil es.

—¡Anda, Mary, sé buena! —dijo el señor Peluca con tono persuasivo.

—¡Aquí arriba estamos muy solos sin ti! —añadió Jane, alargando los brazos hacia Mary Poppins—. ¡Venga, piensa en algo gracioso!

—¡Pero si a ella no le hace falta! —dijo el señor Peluca suspirando—. Si quiere puede subir aunque no se ría… y bien lo sabe —añadió, dirigiendo una enigmática mirada de complicidad a Mary Poppins, que permanecía de pie sobre la alfombra que había delante de la chimenea.

—Bueno —dijo Mary Poppins—, todo esto resulta bastante ridículo e indecoroso, pero en vista de que estáis todos ahí arriba, y no parece que sepáis bajar, me imagino que lo mejor será que suba yo también.

Y ante la sorpresa de Jane y de Michael, pegó las manos al cuerpo y, sin soltar ni una sola risa, y sin que tan siquiera se apreciara el más leve atisbo de sonrisa en su rostro, salió disparada hacia arriba y se sentó en el aire al lado de Jane.

—¿Se puede saber cuántas veces te he dicho que te quites el abrigo cuando entres en una habitación donde haga calor? —la regañó. Y acto seguido desabrochó el abrigo de Jane y, con mucho cuidado, lo dejó flotando junto al sombrero.

—Estupendo, Mary, estupendo —dijo muy satisfecho el señor Peluca, mientras se echaba hacia delante para dejar sus gafas sobre el mantel—. Y ahora que ya estamos todos cómodos…

—Hay maneras y maneras de estar cómodo —dijo Mary Poppins, dando un resoplido.

—Podemos empezar a merendar —prosiguió el señor Peluca, como si no se hubiera percatado de su comentario. Pero, de pronto, se le puso cara de susto—. ¡Dios bendito! ¡Qué horror! Me acabo de dar cuenta… La mesa está ahí abajo y nosotros aquí arriba. ¿Qué vamos a hacer? Es una tragedia… ¡una auténtica tragedia! Claro que también… ¡Caray… si es divertidísimo! —Se tapó la cara con el pañuelo y descargó sobre él un torrente de risas. Jane y Michael, aunque no querían perderse los panecillos y los pasteles, tampoco pudieron evitar reírse, pues la alegría del señor Peluca resultaba la mar de contagiosa.

El señor Peluca se enjugó los ojos.

—Sólo hay una solución posible —dijo—. Tenemos que pensar en algo serio. Algo triste, muy triste. Entonces podremos bajar. ¡Venga, todos a la vez… una, dos y tres! ¡Algo muy triste, no lo olvidéis!

Por fin estaban todos juntos, flotando en el aire.

Apoyaron la barbilla en la mano, y se pusieron a pensar y a pensar y a pensar.

Michael pensó en el colegio y en el día en que le tocaría ir allí. Pero, hoy, hasta eso le parecía gracioso y le provocaba risa.

Jane pensó: «¡Dentro de catorce años ya seré mayor!». Pero aquello, más que triste, le parecía bonito y bastante divertido. No podía por menos de sonreírse ante la idea de hacerse mayor y de tener que usar faldas largas y bolso.

—Está lo de la pobre tía Emily —pensó el señor Peluca en voz alta—. Ésa a la que le atropelló un ómnibus. Una historia triste. Muy triste. Insoportablemente triste. Pobre tía Emily. Claro que al menos consiguieron rescatar su paraguas. Tiene gracia, ¿no? —Y antes de que se diera cuenta de por dónde iba, ya estaba palpitando, temblando y reventando de risa de sólo pensar en el paraguas de la tía Emily.

—No hay manera —dijo tras sonarse la nariz—. Me rindo. Y aquí mis jóvenes amigos tampoco parecen muy duchos en eso de ponerse tristes. Mary, ¿no podrías hacer algo? Queremos merendar.

A día de hoy, Jane y Michael siguen sin estar muy seguros de qué fue lo que pasó entonces. Lo único que saben con certeza es que, tan pronto como el señor Peluca pidió ayuda a Mary Poppins, las patas de la mesa que tenían debajo se pusieron a temblequear. Bien pronto la mesa entera estuvo bamboleándose peligrosamente hasta que, con un fuerte traqueteo de loza y mientras varios pasteles se desplomaban sobre el mantel, se remontó en el aire y, dando un giro perfecto, se instaló junto a ellos de tal modo que el señor Peluca quedara en la cabecera.

—¡Buena chica! —dijo el señor Peluca, dirigiéndole a Mary Poppins una sonrisa llena de orgullo—. Ya sabía yo que se te ocurriría algo. Anda, Mary, hazme el favor, ponte al otro extremo de la mesa y sirve el té. Y los huéspedes, uno a cada lado. Así, muy bien —dijo, una vez que Michael, avanzando a botes por el aire, se sentó a su derecha. Jane, por su parte, se había sentado a su izquierda. Por fin estaban todos juntos, flotando en el aire en torno a la mesa. Ni un solo trozo de pan con mantequilla y ni un terrón de azúcar se había quedado abajo.

El señor Peluca sonrió satisfecho.

—Según tengo entendido, lo normal en estos casos es empezar por el pan con mantequilla —dijo, dirigiéndose a Jane y a Michael—, pero, dado que es mi cumpleaños, vamos hacer las cosas al revés; que para mí siempre ha sido la manera más correcta de hacer las cosas. Así que… ¡a por el pastel!

Y, acto seguido, les cortó un gran trozo de pastel a cada uno.

—¿Más té? —le dijo a Jane. Pero ésta no tuvo tiempo de responderle, porque en ese preciso momento un golpe seco y nervioso sonó en la puerta.

—¡Adelante! —dijo el señor Peluca.

Al abrirse la puerta, apareció la señorita Persimmon con una jarra de agua caliente en una bandeja.

—Pensé que necesitarían un poco más de agua, señor Peluca, y… —comenzó a decir, mientras sus ojos rastreaban la habitación—. Pero… ¡esto es el colmo… el colmo! —exclamó al verlos a todos flotando en torno a la mesa—. ¡En mi vida había visto cosa igual, en todos los años de mi vida! Cierto que siempre pensé que era usted un poco raro, señor Peluca, pero hasta ahora había hecho la vista gorda, porque usted pagaba puntualmente el alquiler. Pero este comportamiento suyo de ahora… merendando en el aire con sus invitados… permítame decirle, señor Peluca, que me deja usted atónita. ¡Qué cosa más indecorosa, y en un hombre de su edad! A mí nunca me ocurriría…

—¡Pues a lo mejor le ocurre, señorita Persimmon! —dijo Michael.

—¿A lo mejor me ocurre, qué? —dijo la señorita Persimmon con altivez.

—Pues que se contagie de gas de la risa, como nos pasó a nosotros —explicó Michael.

La señorita Persimmon echó la cabeza para atrás en actitud desdeñosa.

—Sepa usted, jovencito, que me respeto lo bastante como para no ir dando botes por el aire como si fuera una pelota de goma colgada de un bate —repuso—. No señor, como me llamo Amy Persimmon, que pienso quedarme aquí, bien sujeta sobre mis propios pies, y… ¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué es esto? No puedo andar, voy a… ¡Ay! ¡Socorro! ¡Socorro!

Ocurría que la señorita Persimmon, muy en contra de su voluntad, se había elevado sobre el suelo y había empezado a dar tumbos por el aire, rodando de un lado para otro como si fuera un barril muy estrecho, mientras hacía todo tipo de malabarismos para evitar que se le cayera la bandeja de las manos. Estaba tan acongojada que, cuando llegó a la mesa y depositó en ella la jarra de agua, parecía estar a punto de llorar.

—Gracias —dijo Mary Poppins en un tono muy tranquilo y cortés.

La señorita Persimmon se dio la vuelta y empezó a descender, murmurando: «Qué cosa más indecorosa… que a una mujer tan equilibrada y de un comportamiento tan intachable le pase esto… Tengo que ir a ver al médico…».

En cuanto tocó el suelo, salió corriendo de la habitación, retorciéndose las manos y sin mirar atrás ni una sola vez.

—¡Qué cosa tan indecorosa! —la oyeron decir con voz lastimera mientras cerraba la puerta tras de sí.

—¡Pues no debe llamarse Amy Persimmon, porque no se ha tenido de pie! —le susurró Jane a Michael.

El señor Peluca, entretanto, se había quedado mirando fijamente a Mary Poppins; se trataba de una mirada bastante curiosa, entre acusadora y divertida.

—¡Válgame Dios, Mary, no deberías haberlo hecho! La pobre no se va recuperar nunca de ésta. Ahora bien, hay que ver lo graciosa que estaba moviéndose por el aire como un pato mareado… ¡Dios misericordioso, no me digáis que no!

Y tanto él, como Jane y Michael, se echaron otra vez a reír y empezaron a girar por el aire, apretándose los costados y medio ahogados de la risa que les producía pensar en el aspecto tan cómico que tenía la señorita Persimmon.

—¡Por favor! —decía Michael— no me hagáis reír. No puedo más. ¡Voy a reventar!

—¡Ay, ay, ay! —gritaba Jane, mientras trataba de coger aire y se apretaba el corazón con la mano.

—¡Dios bendito, benevolente y bamboleante! —rugía el señor Peluca, que como no había conseguido encontrar su pañuelo, se estaba secando los ojos con los faldones de la chaqueta.

ES HORA DE VOLVER A CASA. —El sonido de la voz de Mary Poppins se alzó sobre los alaridos de risa como si fuera el toque de una trompeta.

Al instante, Jane, Michael y el señor Peluca se precipitaron en el vacío. Con un estruendo enorme, aterrizaron en el suelo todos revueltos. La idea de que tenían que volver a casa fue el primer pensamiento triste de la tarde y, nada más pasárseles por la cabeza, se vaciaron de gas de la risa.

Jane y Michael suspiraron, mientras veían cómo Mary Poppins descendía lentamente, con el abrigo y el sombrero de Jane en la mano.

El señor Peluca también suspiró. Fue un suspiro grande, largo y profundo.

—En fin, qué pena, ¿no? —dijo el señor Peluca con sobriedad—. Es una verdadera lástima que tengáis que iros a casa. Nunca había pasado una tarde tan divertida, ¿y vosotros?

—Jamás —dijo con tristeza Michael, que en aquel momento se había dado cuenta de lo aburrido que era volver a estar en el suelo sin tener ya dentro gas de la risa.

—Nunca, nunca —dijo Jane, que se puso de puntillas y le plantó al señor Peluca un beso en sus sonrosadas y flácidas mejillas—. ¡Nunca, nunca, nunca, nunca!

Sentados uno a cada lado de Mary Poppins, regresaban a casa en autobús. Los dos iban muy callados, pensando en la tarde tan estupenda que habían pasado. Al cabo de un rato, Michael, con voz somnolienta, le dijo a Mary Poppins:

—¿Cada cuánto le pasa eso a tu tío?

—¿Le pasa, el qué? —dijo Mary Poppins con brusquedad, como si pensara que Michael lo decía con intención de molestarla.

—Pues eso de dar botes y saltos, y de reírse y subirse por las alturas.

—¿Subirse por las alturas? —La voz de Mary Poppins sonaba muy aguda y muy, pero que muy enfadada—. ¿Se puede saber qué quieres decir con eso de subirse por las alturas?

Jane trató de explicárselo.

—Lo que Michael quiere saber es si tu tío se hincha de gas de la risa a menudo y si suele dar vueltas y botes por el techo cuando…

—¡Vueltas y botes! ¡A quién se le ocurre! ¡Vueltas y botes por el techo! ¡Lo próximo que me diréis será que mi tío es un globo! —dijo Mary Poppins, lanzando un resoplido de indignación.

—¡Pero si lo hemos visto! ¡Y eso es exactamente lo que hizo! —exclamó Michael.

—¿El qué, dar vueltas y botes? ¡Pero, cómo os atrevéis! Que os quede esto muy claro, mi tío es un hombre cabal, honesto y trabajador, así que haced el favor de hablar de él con más respeto. ¡Y ya está bien de morder el billete del autobús! ¡Vueltas y botes, a quién se le ocurre!

Se fueron arrimando a ella y se quedaron dormidos.

Jane y Michael se separaron un poco de Mary Poppins y se miraron el uno al otro. Ninguno de los dos dijo nada, porque ya habían aprendido que, por más raro que resultara todo, era preferible no discutir con Mary Poppins.

Y lo que aquella mirada quería decir, era: «¿Ha sido real o no? ¿Quién tiene razón sobre el señor Peluca, Mary Poppins o nosotros?».

Pero no había nadie que pudiera darles la respuesta correcta.

Soltando un rugido, el autobús aceleró la marcha y se puso a dar tumbos y bandazos.

Mary Poppins, sentada en medio de los dos, permanecía en silencio con aspecto de seguir estando muy enfadada. Sin embargo, al cabo de un rato, el cansancio hizo mella en los niños y, poco a poco, se fueron arrimando a ella y se quedaron dormidos, aunque ni siquiera así dejaban de hacerse preguntas.