DEL 27 DE SEPTIEMBRE AL 10 DE OCTUBRE

Eliseo mejoró. La fiebre fue desapareciendo y también los restantes síntomas. Pronto se incorporó y, con mi ayuda y la del fiel Kesil, empezó con algunos cortos paseos y recuperó el habitual temple. Su organismo, lentamente, fue admitiendo sólidos (cereales blandos y hervidos y huevos pasados por agua) y líquidos calientes. Durante unos días, por precaución, mantuve una dosis de difenoxilato (entre dos y tres tabletas al día), reforzando el primer tratamiento antibiótico.

Los remedios naturales de Abner —especialmente a base de belladona, polvo de bismuto y caolín procedente de las colinas del este del Jordán— también contribuyeron al restablecimiento del ingeniero. Yo, sin embargo, no me quedé tranquilo. Tenía que proceder a lo ya planificado. Era importante someterlo a una detallada analítica y aclarar la situación de forma definitiva. Para eso debíamos retornar a la nave…

Y me concedí tiempo. El viaje hasta lo alto del Ravid exigía un mínimo de recuperación. Esperaría. El Destino nos había llevado hasta el «vado de las Columnas». El Destino nos sacaría…

En el campamento, a orillas del Yaboq, y en el interior del guilgal, el círculo de piedras que rodeaba la sófora, poco cambió, excepción hecha del lógico trasiego de curiosos, enfermos y lisiados que iban y venían a diario.

El Anunciador estuvo varios días sin dar señales de vida. Los acampados, como es natural, se hacían preguntas. Interrogaban a los discípulos. Protestaban por la ausencia. Discutían. Defendían o atacaban a Yehohanan, considerándolo un vidente, un loco o un estafador. Nada nuevo.

Los vendedores siguieron frotándose las manos. En el tiempo que llevábamos en el vado, sumé más de quinientas personas. Todo un negocio…

A diario, poco antes del alba, el responsable del cuerno de carnero trepaba a lo alto de la sófora y vigilaba la orilla de las acacias. Eran las órdenes de Abner. Y allí permanecía durante casi dos horas. Cuando el sol empezaba a caldear, el hombre descendía a tierra y el grupo renunciaba a la vigilancia. Si Yehohanan no aparecía antes de la tercia (las nueve de la mañana), Abner tomaba la iniciativa y, previo toque del sofar, se encaminaba a la primera de las pilastras existentes en el río. Allí, como tuve oportunidad de contemplar, dirigía la palabra a los asistentes. Al menos, lo intentaba…

Después lo supe. Era lo establecido por el propio Anunciador. En su ausencia, la prédica y la ceremonia de inmersión corrían a cuenta del segundo. Pero los acampados, llegados en ocasiones desde muy lejos, no se contentaban con la voz aflautada y la poco agraciada lámina del hombrecito. Y las protestas, como digo, menudeaban, especialmente entre los enfermos y sus familiares. Todos querían verle. Todos deseaban tocarlo. Todos pretendían que el Anunciador los curase. Y los astutos vendedores «negociaban» los puestos en el agua, asegurando a los confiados e ingenuos «que ellos serían los primeros en verlo y en ser sanados». Fui testigo del pago de hasta cinco denarios de plata por uno de esos «primeros puestos» en el río.

Nada de esto, obviamente, fue contado por los evangelistas. Ni esto ni otros sucesos no menos significativos.

El bueno de Abner acudía regularmente a nuestra cabaña y se alegraba con los progresos de mi hermano.

Y en una de aquellas charlas, cada vez más distendidas, el lugarteniente de Yehohanan, que nunca olvidaba, sacó a relucir un viejo asunto:

—Entonces, si no crees en la cólera y en la justa indignación de Dios, tu vida no tiene sentido…

Eliseo, a quien yo había puesto al corriente de todo lo sucedido, cruzó una mirada de complicidad con quien esto escribe. Prudentemente, guardó silencio. Y mantuve una cierta distancia, replicando con parte de la verdad.

—Ahora, justamente, al descubrir que Dios no castiga, es cuando la vida empieza a tener sentido…

Abner abrió los ojos, desconcertado.

—¿Cómo puedes pensar algo así?

Sonreí, complacido. Y la imagen de nuestro Amigo se presentó en dos de los corazones de los allí reunidos.

¿Fue el instinto? ¿Quizá el Destino?

La cuestión es que me aventuré a satisfacer la curiosidad de mi generoso vecino.

—Conocimos a un Hombre. Él nos ha enseñado…

—¿Un profeta, como el Anunciador?

—Mucho más que eso…

El hombrecito enredó en su memoria, procurando una respuesta a la nada fácil sugerencia. No la encontró. Y encogiéndose de hombros, me animó a despejar el misterio.

—Yehohanan —arriesgué— ha hablado de Él. Yehohanan anuncia que «otro, más fuerte que él, está por llegar»…

Abner asintió con la cabeza. La curiosidad lo venció.

—¿Conocéis al que está por llegar?… ¿Cuál es su nombre?

—Yešúa’…

El hombre palideció. Se acercó a mi oído y, bajando el tono de voz, susurró:

—Jesús, nacido en Belén de Judá… Yehohanan nos ha hablado de Él en secreto… Dice que en Él se cumplen todas las profecías. Pero ¿cómo sabéis?

Lo miré directamente a los ojos. Creo que recibió el mensaje.

—Entonces —titubeó—… , lo habéis conocido…

No esperó respuesta. Ni siquiera se despidió. Se alejó y fue a perderse entre los armados, a la sombra de la sófora. Eliseo y yo pensamos que lo habíamos ofendido. Pero ¿en qué? Kesil apuntó otra posibilidad: el «hombre-suerte» estaba asustado…

No le di mayor importancia. El halaq, como todos, también tenía comportamientos erráticos. Y ya que lo menciono, ya que he hablado de actitud imprevisible, bueno será que haga alusión a la reacción de Eliseo respecto a la pasada borrachera y al misterioso brindis. Ninguna. No hubo reacción. Una de dos: o no recordaba o no deseaba volver sobre el asunto. Decidí esperar. No sería yo quien lo obligara a desvelar aquel «amor imposible»…

De vez en cuando, el ingeniero se aislaba. Se aproximaba al río y allí, sentado junto a las aguas, permanecía horas. Nunca me atreví a entrar en sus pensamientos. Fue un error. Ahora, al saber lo que sé, creo que ambos nos equivocamos…

El sábado, 29, con el pretexto de adquirir provisiones, entré de nuevo en el pueblo de Damiya. Kesil, el criado, se quedó junto a mi compañero.

En realidad, mis intenciones eran otras. Hacía tiempo que deseaba visitar la casa de Nakebos, el nabateo. Sabía que el alcaide y Belša, el guía del sol en la frente, continuaban enfermos, con los síntomas que, al parecer, había presentado Eliseo. Quería contrastar las informaciones. Eso ayudaría al definitivo restablecimiento de mi hermano.

Los vendedores estaban en lo cierto. El capitán y el persa, así como una parte de la servidumbre, habían contraído la misma infección intestinal que Eliseo. Al carecer de una medicación adecuada se encontraban en un estado de postración más acusado. Me reconocieron, pero casi no prestaron atención. Se hallaban débiles. El único tratamiento consistía en miel en abundancia e infusiones de ruda e hisopo. Deduje que la dolencia terminaría remitiendo y, deseoso de aliviar sus sufrimientos, aconsejé que tomaran uno de mis «preparados» (de 15 a 30 miligramos de codeína al día y un extracto de raíces de cinoglosa). Aquello no alteraría el normal discurrir de la patología, pero, al menos, suavizaría el rigor de la misma. Era lo mínimo que podía hacer por ellos…

Y sucedió. Ocurrió por segunda vez.

Al día siguiente, domingo, 30, de aquel mes de tišri (septiembre) del año 25 de nuestra era, el Anunciador se presentó de nuevo en el vado.

Oímos un toque largo. El hombre del sofar, alertado, avisó desde lo alto del árbol.

Fue al alba. Abner y su gente, como en la primera oportunidad, corrieron hacia el río. Todos corrimos.

Yehohanan apareció por el mismo lugar, y prácticamente a la misma hora. Presentaba idéntico aspecto. La colmena de colores se balanceaba ligeramente en su mano izquierda.

Avanzó a grandes zancadas y saltó sobre la misma pilastra.

Los discípulos, esta vez, no se mantuvieron a distancia. Desde el primer instante rodearon la base de piedras para proteger al predicador.

Eliseo, Kesil y yo nos apostamos en la «playa» de los cantos rodados, mezclados entre los numerosos y ansiosos acampados.

Dejó correr unos segundos. Paseó la agresiva mirada entre los presentes y fue alzando los brazos despacio, con teatralidad. Nada cambió.

Los dedos se extendieron hacia el cielo, todavía dormido y violeta, y exclamó con aquella voz ronca y tormentosa:

—¿Sabéis que el espíritu del Santo está en mí?

Eliseo, que veía al Anunciador por primera vez, se quedó mudo.

—¿Sabéis que os encontráis en un lugar sagrado?…

Y señaló las aguas del Yaboq.

—¿Sabéis que aquí, en este vado, nuestro padre Jacob peleó con el Santo?

Mi hermano, sin comprender, pidió que le explicara. Rogué silencio. Creía saber a qué se refería el predicador, pero no deseaba perder ni una sola palabra. El tono, arrogante, no me gustó…

—En estas aguas, Jacob vio el rostro de Dios… Luchó con Él y lo venció… Entonces, Dios le cambió el nombre y lo llamó «Yisrael» porque luchó con Dios…

La gente, tan desconcertada como el ingeniero, miraba la corriente. Algunos, incrédulos, tocaron las aguas.

Yehohanan conocía bien las Escrituras. Estaba narrando —a su manera— el episodio de Jacob cuando vadeaba aquel mismo afluente del Jordán[87]. El lugar, sin embargo, no era el paraje que refiere el Génesis. Nos hallábamos muy cerca de la desembocadura y Jacob, al parecer, luchó con el extraño «hombre» mucho más al norte, aguas arriba, en lo que los arqueólogos llaman «Peni El» (Penuel) o «rostro de Dios». La inexactitud, sin embargo, no parecía importar al predicador.

—Somos el pueblo santo porque luchamos con Dios y lo vencimos… Él nos favoreció y nos llamó Israel… Nosotros vimos su rostro… Ahora, Él reclama lo suyo… Él reclama la gloria de Israel, arrebatada por la iniquidad de los impíos… Roma pagará…

Los acampados, estupefactos, tardaron en reaccionar. Algunos, rendidos ante la elocuencia de Yehohanan, replicaron con gritos contra el invasor. Fueron los menos. Esta vez, el gentío no se entregó. Y a pesar de la vehemencia del predicador, de sus gestos y del apoyo de varios de los asistentes, la atmósfera se mantuvo en calma. Los vendedores lo percibieron y también los de las parihuelas. Y todos permanecieron en un prudente segundo plano.

—¡Yo también he visto el rostro del Santo!… ¡Yo he visto su cara y sigo vivo!… ¡Yo soy el ungido y el que prepara el camino de la justicia!…

Eliseo no pudo contenerse.

—¡Está loco!…

¿Estaba loco? ¿Qué entendía el Anunciador por haber visto el rostro de Yavé? Y me prometí que lo averiguaría. Tenía que hablar con aquel extraño hombre…

—¡Yo he visto su cara! —repitió con escaso éxito—. ¡Su espíritu me bendijo, como a Jacob!… ¡Y Él dice: «Arrepentios»!… ¡El nuevo reino es hoy!

Fue una de las escasas variantes en aquel segundo discurso. Personalmente, la referencia al «rostro divino» me dejó intrigado…

El resto del «sermón» fue tan apocalíptico como el que había escuchado desde el agua. No hubo cambios. Sólo al final introdujo una novedad (para quien esto escribe, naturalmente). Por lo que llegué a conocer en posteriores oportunidades, los parlamentos del Anunciador giraban siempre en torno a tres o cuatro principios básicos: él era un elegido, el final de los tiempos se acercaba, Dios exigía justicia y arrepentimiento y el mesías libertador de Israel estaba al llegar.

Debo confesarlo. Conforme fui conociéndolo, su mensaje perdió credibilidad. Yehohanan, realmente, no era digno de atar las correas de las sandalias del Hijo del Hombre. Pero no adelantemos acontecimientos…

—He tenido una visión nocturna —proclamó de pronto, avivando el interés general—. Ante mí apareció una gran estatua, enorme y de gran brillo… Era una estatua terrible…

La voz fue fortaleciéndose, elevando el tono entre las estudiadas pausas. Yehohanan tenía un don para la oratoria. Evaluaba bien el uso de las palabras y sabía inyectar silencios.

—… Su cabeza era de oro puro… El pecho y los brazos, de plata… El vientre y los lomos, de bronce… Las piernas, de hierro… Sus pies, parte de hierro y parte de arcilla… Y estaba mirando cuando, de pronto, una piedra se desprendió…

Yehohanan se apoderó de los corazones. Y dilató la pausa.

Me incliné hacia Eliseo y susurré:

—Sin intervención de mano alguna y vino a dar sobre la estatua en sus pies…

Mi compañero me contempló, perplejo. ¿Yo también había perdido el juicio?

Acto seguido, al oír al predicador, comprendió…

—… Sin intervención de mano alguna… Y vino a dar sobre la estatua en sus pies de hierro y arcilla…

El ingeniero trató de decir algo. No era necesario. Yehohanan estaba recitando un texto que no era suyo. El sueño, como tal, no era del Anunciador, sino de Nabucodonosor… Yehohanan mentía.

—… ¡Y la piedra los pulverizó!… Entonces quedó pulverizado todo a la vez: oro, plata, bronce, arcilla y hierro… Y el viento se lo llevó sin dejar rastro.

Los corazones se encogieron un poco más. Y el predicador supo sacar partido.

—¡Yo os anuncio que Roma y todos los reinos sufrirán ese mismo fin!… ¡El Justo los derribará y hará surgir un reino que jamás será destruido!… ¡Subsistirá eternamente!… ¡Él, el Justo, me lo ha comunicado en sueños!… Yehohanan siguió recitando al profeta Daniel, a su manera…

—… ¡Y he aquí que lo vi en mis visiones!… ¡Venía en las nubes como un Hijo del Hombre!… ¡Y a Él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron!… ¡Su imperio es eterno!…

Silencio. Nadie se atrevió a corear al impulsivo gigante de las pupilas rojas.

—¡Mirad mi cara!… ¡No es como la de los demás!… ¡Yo soy el elegido!… ¡Yo preparo el camino de ese Hijo del Hombre!… ¡Yo os anuncio que está cerca!… ¡Arrepentios!… ¡Andad en orden!

El resto fue muy parecido a lo escuchado la vez anterior. Amenazas. Advertencias. «El hacha a punto de talar». Amonestaciones. «La cólera divina dispuesta a quemar y degollar…».

Como he dicho, oído uno de sus discursos, oídos todos. Y la imagen del Hijo del Hombre —dulce, compasivo, amoroso, tierno y feliz— me tocó en el hombro, recordándome que los «planes del Padre son inescrutables». Acepté la sutil advertencia. Nuestro trabajo —Él lo manifestó— consistía en observar. Sólo eso. Y así sería. El Destino quiso que conociéramos a Yehohanan, el Anunciador, y que supiéramos de él directamente, sin filtros. Después, cada cual sabrá cómo interpretar este apresurado diario…

El final de aquella aparición en público transcurrió sin incidentes. Esta vez, como dije, los acampados no se movilizaron. No hubo gritos ni histerismos.

Sonó el sofar y, lentamente, con un cierto orden, los que lo desearon (no todos) formaron una hilera, sometiéndose a la ceremonia de la inmersión.

La palabra clave para la iniciación de dichas inmersiones fue šakak. No había duda. Era una «señal» previamente establecida entre Yehohanan y su grupo.

El predicador actuó exactamente igual, con la misma violencia y desconsideración. Más que limpiar los cuerpos y purificar las almas, parecía querer ahogar a los arrepentidos…

Y observamos algo que también fue nuevo para mí. De vez en cuando, a una indicación del predicador, el del cuerno de carnero interrumpía los toques y Yehohanan autorizaba la presencia de los de las parihuelas. Entonces mojaba las manos en el río y las llevaba sobre la cara, el pecho, el vientre o las piernas del enfermo, según la dolencia. La imposición era breve. Y recordé el gesto de Abner con Eliseo. ¿Quién imitaba a quién? No tardaría en averiguarlo…

Por más que busqué, por más que exploré el comportamiento del Anunciador, no percibí un solo signo de ternura en sus palabras o acciones. ¡Qué increíble personaje y, sobre todo, qué gran manipulación histórica!

Una hora después del amanecer, cuando el sol empezó a clarear bosques y cañaverales, noté inquietud en el predicador. Sus miradas se volvían reiteradamente hacia aquel sol, cada vez más intenso. Parecía preocupado.

De pronto, en plena ceremonia de inmersión, Yehohanan echó mano del zurrón blanco que colgaba en bandolera y extrajo —cómo definirlo— una suerte de talith o manto (quizá lo más aproximado sería nuestro chal). Lo desplegó ceremoniosamente y, ajeno a la expectación general, fue a cubrirse con él.

Mi compañero y yo nos miramos sorprendidos. El sol prometía fuego, como casi todos los días, pero no a esas horas. ¿Por qué se protegía? Y empecé a sospechar una razón…

Era un chal igualmente singular. En la distancia no acerté a distinguir su verdadera naturaleza. Brillaba como el oro, pero, evidentemente, no era tal. Parecía ligero, muy liviano. Era amplio. Tendría que aguardar algunas horas para despejar el nuevo misterio. Y puedo asegurar que me dejó confundido, una vez más…

Súbitamente, tras observar el sol por enésima vez, Yehohanan se dirigió a su segundo y le dijo algo. Después, sin más, dio media vuelta. Se hizo con la colmena que reposaba sobre la pilastra y se alejó río abajo. La concurrencia, sin saber qué partido tomar, permaneció un tiempo en mitad de las aguas, atónita y siseando. Abner anunció que la ceremonia quedaba suspendida. El sofar avisaría.

—El vidente —exclamó— se retira a meditar…

Supongo que lo creyeron. Los acampados retornaron a la orilla y los armados siguieron los pasos de su jefe. En esta ocasión, el Anunciador no se dirigió hacia el bosque de acacias, en la margen derecha del Yaboq. Ante mi sorpresa, el gigante, con la cabeza y los hombros cubiertos por el chal «amarillo», avanzaba hacia la sófora…

Nosotros también regresamos al improvisado refugio de cañas. La situación era nueva. El vidente había decidido meditar (?)…

Nos sentamos al pie de la cabaña y contemplamos a Yehohanan y a los dieciocho durante largo rato.

El Anunciador, siempre cubierto, depositó la colmena en el exterior del guilgal, muy cerca del caminillo de tierra roja. Algunos de los acampados se aproximaron al círculo de piedras, pero, al reparar en el cilindro de colores, optaron por no tentar la suerte. Las abejas resultaron una muy eficaz arma disuasoria.

Y el predicador empezó a pasear alrededor del árbol, seguido por Abner y el resto de los hombres. No parecían hablar. Sencillamente, se limitaban a caminar tras los pasos del vidente. Era una imagen poco grata: entre la comicidad y el patetismo.

Y así siguieron durante más de una hora…

A Eliseo le faltó poco para romper a reír. Debido a su gran altura, y al manto que lo cubría, Yehohanan tenía que esquivar de continuo los trozos de vasijas que colgaban de las ramas de la sófora. En más de una ocasión topó con los «ostracones», lo que provocó las risitas y los cuchicheos de los discípulos. El vidente se revolvía y permanecía inmóvil, intentando averiguar quién osaba burlarse. Los hombres, sorprendidos, chocaban unos con otros y terminaban bajando las cabezas, aturdidos y temerosos. Yehohanan no hablaba, pero —supongo— la mirada lo decía todo. Y vuelta a empezar…

La insólita «meditación», como digo, se prolongó un buen rato. Calculé unas cincuenta vueltas alrededor del tronco. Y cada poco, el Anunciador interrumpía la marcha, retirándose a la orilla del río. Allí orinaba abundantemente. Aquello no era normal. Y asocié la referida poliuria (trastorno en la micción) con otros «síntomas» que empezaban a despuntar. El instinto me advirtió…

—¿Y éste es el precursor de Jesús?

La pregunta del ingeniero estaba más que justificada. La imagen actual de Juan el Bautista poco o nada tiene que ver con lo que me fue «revelado». Pero así se hace la historia…

Yehohanan, imagino que harto de las impertinentes vasijas, fue a sentarse al pie de la sófora. El sol apretaba lo suyo. En esos momentos (diez de la mañana, aproximadamente), la temperatura en el Yaboq superaba los 20 grados Celsius. El día prometía calor.

El vidente, cubierto por el talith, fue rodeado por el grupo. Por los gestos interpreté que era el turno de preguntas. Desde nuestra posición era imposible escuchar. Deduje que el Anunciador los aleccionaba.

Y a eso de la sexta (mediodía) percibimos varios movimientos extraños. En primer lugar, la totalidad de los discípulos giró las cabezas y dirigió las miradas hacia estos exploradores. No supimos qué pensar. Después, el lugarteniente se levantó, se aproximó y susurró algo al oído del vidente. Abner también nos miró. Acto seguido, el samaritano y cinco de sus hombres salieron del guilgal y se encaminaron al lugar donde nos encontrábamos.

Algo sucedía…

Nos pusimos en pie.

Abner, amable, nos deseó paz. A continuación, señalando hacia el árbol, rogó que lo acompañase.

—Quiere hablar contigo —añadió sin disimular su satisfacción—. Eres un hombre afortunado…

No comprendí, pero, dispuesto a aprovechar la oportunidad, asentí con otra sonrisa.

Abner dio media vuelta y me fui tras él. Pero, al instante, los cinco armados se interpusieron en mi camino. Uno de ellos, casi sin palabras, me obligó a levantar los brazos. Y allí mismo, ante la atenta mirada del resto, fui cacheado.

Eliseo sonrió amargamente. Y entendí su pensamiento.

Los armados, satisfechos, me franquearon el paso. Pero, al llegar al círculo de piedras, me detuve y esperé. No quería nuevos incidentes, y mucho menos un gladius en la garganta…

Abner, ya en el centro del guilgal, comprendió mis dudas y, agitando las manos, me animó a rebasar la «barrera». El vidente, mudo, seguía sentado y con la cabeza y parte del cuerpo cubiertos por el chal de color dorado. Los hombres, también en silencio, me observaban, curiosos.

Obedecí y fui aproximándome a la sófora.

Fue entonces, al llegar a la altura del Anunciador, cuando reparé en la auténtica naturaleza del manto con el que se cubría. Sentí una sensación incómoda…

¡Era cabello humano!

El talith había sido trenzado con pelo rubio, muy similar al del vidente. Sospeché que podría haber sido tejido con la cabellera del hombre de las siete trenzas. ¿Cómo era posible? Las citadas trenzas colgaban hasta las rodillas. ¿Cuánto pelo se necesitaba para confeccionar un chai de semejantes características? Todo tenía su explicación…

El siguiente recuerdo de aquella inesperada reunión con el Anunciador fue un olor acre, un inconfundible tufo a sudor humano. Era intenso, y convertía el entorno de la sófora en un lugar poco recomendable, casi asfixiante. Algunos de los allí congregados —pensé— no se lavaban desde hacía tiempo. Me equivoqué de nuevo.

Yehohanan me observó desde la penumbra de su embozo. ¿Me reconoció? ¿Supo que era el mismo individuo que se ocultaba en las aguas del río cuando se disponía a dirigir la palabra a los acampados?

El silencio y la descarada observación se prolongaron más de un minuto. Me sentí intranquilo. No podía remediarlo. Aquel hombre no terminaba de gustarme…

—¿Es cierto que conoces a Yešúa’, de la casa de David e hijo del naggar de Nazaret?

El tono, arrogante, me puso en guardia. Todos esperaron una respuesta afirmativa.

Se refería, evidentemente, al Maestro. El término naggar, en arameo, como tekton en griego, significaba «contratista de obras» (una mezcla de carpintero de exteriores, albañil y «arquitecto»). Ésa fue, según mis noticias, la verdadera profesión de José, el padre terrenal de Jesús.

No me permitió replicar. Antes de que acertara a responder, preguntó y preguntó, manipulando mis silencios…

—Sabía que lo conocías… ¡Habla!… ¿Dónde está ahora?… ¿Cuándo inaugurará el reino?… Comprendo… Te ha pedido que guardes silencio… ¡Somos sagrados!… ¡Hay espías en todas partes!… ¡Te daré un mensaje para él!…

Levanté la mano izquierda, interrumpiéndolo.

—No me gusta hablar con quien oculta su rostro…

Mi tono también fue firme. Y el Anunciador comprendió.

El silencio fue un mal preludio.

Yehohanan se alzó y, con él, el resto del grupo. Volvió a escrutarme desde la oscuridad que le proporcionaba el talith y, en un estudiado intento de intimidarme, avanzó un paso y se inclinó ligeramente sobre quien esto escribe. Percibí la amenaza, y los dedos, lenta y disimuladamente, fueron a situarse en lo alto de la «vara de Moisés», y acariciaron el clavo de los ultrasonidos. No estaba dispuesto a dejarme avasallar por ninguno de aquellos fanáticos…

No retrocedí. Ni siquiera parpadeé. La formidable altura del predicador era un «argumento» demoledor, pero resistí. No cedería ante aquel energúmeno…

Confundido ante mi terquedad, se aproximó un poco más. El chal amarillo casi me rozó. Y la peste a sudor me golpeó el rostro.

Permanecí imperturbable (aparentemente).

—¿Sabes quién soy? —estalló—. ¿Sabes con quién estás hablando? ¿Sabes que he sido visitado por el espíritu de Dios?… ¿Sabes que soy de Él?

Los gritos, rebozados en una soberbia más que preocupante, hicieron retroceder a los hombres. Eliseo y Kesil, alertados, corrieron hasta el límite de las piedras blancas. Mi hermano debió de ver la posición de la mano derecha, en lo alto del cayado, y permaneció atento. Afortunadamente, no traspasó el guilgal.

—¡De Él! —repitió altanero, al tiempo que situaba la mano izquierda a una cuarta de mi cara—. ¡Soy de Dios!

Poco faltó para que activase el clavo. La mano, interminable, de unos veinticinco centímetros de longitud, podría haberme derribado con un simple empujón…

Pero no eran ésas las intenciones del Anunciador.

En la palma, sobre la piel arrugada y encallecida, distinguí unas letras. Parecía un tatuaje…

Y leí: «Suyo». En hebreo, literalmente, «Yo, del Eterno». ¡Habían sido grabadas a fuego, como el sol en la frente de Belša!

«Suyo» o «de Él» («de Yavé») era una «señal» que acreditaba la «pertenencia», en cuerpo y alma, al Dios del Sinaí. Aunque el Levítico prohibía formalmente los tatuajes (19, 28), los judíos más religiosos o fanatizados gustaban de este tipo de manifestación externa, haciendo ver así su piedad y su celo por el Dios de los patriarcas. Muchos se amparaban en Isaías (44, 5) para grabar la «marca» en cuestión, bien en la palma de la mano (siempre en la izquierda, puesto que la derecha era utilizada habitualmente para limpiarse después de defecar), bien sobre la frente. Todo dependía del rigor religioso del individuo. Las mujeres lo tenían prohibido…

Y me gritó de nuevo, con la voz estrangulada por la cólera:

—¡Soy de Él!… ¿Quién como yo?… ¡Que se levante y hable!

El profeta Isaías volvía a su boca, utilizando el texto a su antojo. En esos momentos presentí algo. Yehohanan no era un hombre normal. El ingeniero, con su habitual intuición, había dado en la diana. Pero necesité tiempo para convencerme y, sobre todo, para demostrarlo…

—¡Nadie me da órdenes! —clamó, estirando los enormes dedos y paseando las letras a derecha e izquierda, con la clara intención de que todos vieran la cicatriz—. ¿Sabes que puedo hacer bajar fuego del cielo y abrasarte?

Yo sí que podía. Bastaba con activar el láser de gas…

Pero me contuve.

Di media vuelta y me retiré. Y allí quedó el predicador y su grupo, tan desconcertados como Eliseo y el criado…

El resto del día discurrió con normalidad, más o menos.

Mi compañero, impulsado por lo que acababa de presenciar, sugirió un cambio de planes. Ya habíamos visto suficiente. Sabíamos quién era el Anunciador. Era mejor regresar a Nahum. El Maestro sí merecía toda nuestra dedicación…

Lo dejé hablar. Tenía razón en parte. Su estado de salud, sin embargo, no era todavía el aconsejado. Convenía no precipitarse. Y así se lo hice saber. Seguiríamos en el vado hasta nueva orden.

En ello estábamos cuando, a eso de la décima (las cuatro de la tarde), cuando faltaba hora y media para el ocaso, Yehohanan y los suyos se presentaron de improviso frente a estos sorprendidos exploradores. Nos encontrábamos a la sombra de la choza de cañas y no los vimos llegar. Kesil, temeroso, se hizo a un lado.

Enmudecimos. La «vara de Moisés» se hallaba a mi derecha, apoyada en la pared del refugio. Demasiado lejos para alcanzarla desde mi posición, sentado al pie de la cabaña.

Abner, al frente, se adelantó. El Anunciador, cubierto con el chal, permanecía inmóvil, rodeado por la totalidad de los armados. Los rostros, como siempre, aparecían imperturbables. Algunos habían cerrado los dedos sobre las respectivas empuñaduras de los gladius.

No terminaba de comprender…

—Él desea disculparse…

Y el kuteo mostró su habitual y catastrófica sonrisa.

Tanto el ingeniero como yo quedamos definitivamente confundidos. ¿El vidente quería presentar sus disculpas?

No tuve tiempo de pronunciarme. Yehohanan empujó sin miramiento a los dos o tres armados que lo protegían por delante y avanzó hacia nosotros.

Abner, rápido, lo esquivó.

El predicador sostenía entre las manazas un recipiente de madera, minuciosamente cubierto por un paño.

No supimos qué hacer. ¿Nos levantábamos o continuábamos sentados? Tampoco tuvimos opción.

Yehohanan se arrodilló frente a estos exploradores y depositó el cuenco en el suelo. El olor a sudor nos golpeó como una tabla. Su gente no se movió.

Acto seguido, en silencio, tomó el talith y lo echó hacia atrás, descubriéndose.

Era la primera vez que lo contemplaba de tan cerca. Me estremecí. Después sentí piedad por él. E intenté corresponder al gesto de buena voluntad con una amplia y sincera sonrisa. Lo logré a medias.

Aunque nos hallábamos a la sombra, la tragedia de aquel hombre apareció en toda su crudeza. La mancha en forma de mariposa era quizá lo de menos. Lo que encogía el alma eran los ojos, azules —de un bellísimo celeste— y, al mismo tiempo, endiablados, con las pupilas como el fuego. Mirarlo a los ojos era un suplicio. Al albinismo ocular había que sumar, además, un persistente y molesto nistagmo vertical (una oscilación del globo en sentido vertical, provocada por espasmos involuntarios de los músculos motores). Este continuo subir y bajar de los ojos provocaba extrañas reacciones entre sus interlocutores, casi siempre de rechazo. El resto tampoco ayudaba: orejas largas con lóbulos carnosos y oscilantes, boca grande con la dentadura apiñada, labios gruesos y sensuales, nariz aplastada, glabela (entrecejo) prominente y bóveda craneal, como las manos y los pies, estirada. El tórax presentaba una ligera depresión en forma de embudo (pectus excavatum). El suyo era un rostro duro e impresionante. Hasta el más avisado experimentaba un lógico rechazo…

Jamás lo vi sonreír. Nunca…

Miraba como un halcón. Más que mirar, clavaba. Como ya referí, no era fácil percibir un rasgo de ternura. Era extraño, muy extraño…

—Y ahora, háblame…

Seguía encaramado en la arrogancia.

—… ¿Dónde está?… ¿Cuándo inaugurará el reino?

Yehohanan no sentía el menor deseo de rectificar o de excusarse. Eso lo hizo su segundo. El Anunciador se acercó por interés. Poco a poco, iría dibujando su perfil. Era frío y calculador. Sólo le interesaban sus ideas, sus objetivos. Y yo hice lo propio. Acepté responder por interés…

Le hablé de nuestro reciente encuentro en las cumbres del Hermón, «aparentemente por casualidad». No profundicé ni le proporcioné dato alguno que pudiera ratificar sus sospechas sobre el Maestro. «Todo se limitó a un fructífero y mutuo conocimiento». El Galileo, eso sí, nos había impresionado por su inteligencia y claridad de ideas.

—¿Dónde se encuentra?

La pregunta delató sus intenciones. Como ya insinuó Abner, el predicador intentaba reunirse con su primo lejano. Hacía meses que había iniciado el camino de búsqueda, al tiempo que predicaba y bautizaba.

Respondí con la verdad:

—Lo ignoramos…

Supongo que me creyó. Y, astuto, planteó una cuestión en la que no habíamos entrado hasta ese momento.

—¿Por qué dices que es el mesías esperado?

Yo no había dicho tal cosa. Ni siquiera lo había sugerido. Y no caí en la trampa.

—¿El mesías? Somos griegos… ¿Por qué íbamos a creer en un libertador judío?

Y remaché:

—… Ese Hombre es un ser especial. Eso he dicho.

Los ojos me taladraron. No sé si buscaba segundas intenciones en mis palabras. Imagino que le agradaron.

—Sé que te reunirás con Él en breve —añadió, sorprendiéndonos—. Te daré un mensaje. Pero, antes, déjame hacer…

Se aproximó y colocó sus grandes manos sobre mi cabeza. No hice el menor movimiento.

Cerró los ojos y levantó el rostro hacia el cielo. Así permaneció un rato, murmurando algo incomprensible. De vez en vez suspiraba profundamente y continuaba en su «rezo» (?). Eliseo, tan perplejo como yo, siguió mudo. Los más sorprendidos fueron los dieciocho seguidores. Al bueno de Abner, feliz, se le humedecieron los ojos. Aquello —supuse— era importante, al menos para Yehohanan y los suyos. Yo, por mi parte, sentí calor, un notable calor que, sin duda, nacía de las largas y toscas manos. No tuve explicación. El sol se retiraba ya hacia el Jordán. Aquella «energía» (?) nada tenía que ver con la temperatura ambiente.

La imposición de manos fue providencial… Concluida la ceremonia, Yehohanan habló de nuevo. La voz, ronca y emboscada, llegó «5x5» a cuantos asistíamos al encuentro:

—Ahora, para nosotros, serás «Ésrin»…

¿«Ésrin»? La palabra, en arameo, significaba «veinte». ¿Qué había querido decir?

—… Tu nombre es Ésrin —aclaró, solemne—. Atiende… Pregúntale: ¿cuánto más debo esperar?… ¿Has comprendido?

Asentí sin atreverme a pronunciar palabra alguna. No hubo más. El predicador se alzó. Tomó el misterioso cuenco y fue a depositarlo en las manos del ingeniero. Sólo hizo un comentario:

—Ellas trabajan para mí…

Ahí concluyó la reunión.

Yehohanan se retiró al guilgal. Conversó con los suyos brevemente y, tras recuperar la colmena de colores, se introdujo en el vado, se alejó con rapidez y desapareció en el bosque rojo y verde de las acacias. De nuevo, aquel misterioso lugar… Mi compañero, al ver cómo se introducía en la espesura, preguntó:

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

Respondí afirmativamente.

¿Qué sucedía en la otra orilla? ¿Por qué abandonaba a sus discípulos? ¿Por qué en el ocaso?

Así nacieron un nuevo reto —averiguar el porqué de aquellas extrañas escapadas— y un sobrenombre.

«Ésrin» fue el apodo que recibí de Yehohanan. Según el Anunciador, yo era el «heraldo» número veinte…

El «bautizo» no me disgustó. Como he dicho, resultaría útil a nuestros propósitos.

Eliseo destapó el recipiente que le había regalado el predicador. Kesil sonrió satisfecho. Yo también. Parecía un buen regalo. «Ellas», efectivamente, «trabajaban bien». El criado probó el contenido y sentenció: «De primera calidad…».

Y quedé pensativo. ¿Por qué Yehohanan había dicho que «ellas», las abejas, trabajaban para él? Porque de eso se trataba, de una generosa ración de miel (de espliego, según Kesil), densa, naranja, dulcísima y muy adecuada para pelear con las infecciones gastrointestinales[88]. Fue uno de los escasos gestos de «humanidad» que contemplé en el Anunciador durante el tiempo que permanecí cerca de él. Ahora, sabiendo lo que sé, no lo culpo…

Si la miel fue beneficiosa, la deferencia del predicador para con quien esto escribe lo fue mucho más. Aquella loca designación y el mensaje que debía trasladar a Jesús de Nazaret me abrieron todas las puertas. Un mensaje, por cierto, que jamás comuniqué al Maestro…

A partir de ese día, como digo, fui «Veinte». Hasta mi compañero admitió el alias, y no sin cierta sorna. No importaba. Tuve acceso al guilgal (increíble Destino) y, especialmente, al corazón del grupo. Desde entonces, me acogieron como uno más, me protegieron y, en cierto modo, me envidiaron. Su ídolo confiaba en aquel extranjero. Y supe sacar partido de las circunstancias.

Para empezar, durante el tiempo que continuamos en el «vado de las Columnas», lo pregunté todo sobre Yehohanan. Abner fue el que más disfrutó. Era el mejor informado.

Un buen día, complacido ante la insaciable curiosidad de Veinte, fue a mostrarme un cesto. En él, cuidadosamente envuelto en un lienzo, guardaba su «tesoro», el fruto de casi siete meses de seguimiento de su ídolo. Deshizo el lío y puso en mis pecadoras manos un mazo de papiros.

—Ahí está lo que buscas…

Las hojas vegetales aparecían escritas en arameo. Leí, intrigado.

Al verificar el contenido lo miré, asombrado.

—¿Quién lo ha escrito?

—Yo, naturalmente. Todo procede de él… Puedes leerlo. Después hablamos.

Abner había iniciado la redacción de sus «memorias», siempre en torno al Anunciador. Allí encontré datos sobre su vida, los discursos, su pensamiento y sus principales objetivos e, incluso, pormenores sobre los otros dieciocho «heraldos». Lo leí con avidez, aun reconociendo que procedía de una mano interesada y, hasta cierto punto, poco objetiva. Pero, como digo, fue útil e interesante. Con aquella información en mi poder, el seguimiento de Yehohanan resultó más sencillo.

Trataré de sintetizar lo que el Destino me reveló en dichas jornadas.

Yehohanan nació el 25 de nisán (marzo) del año 7 a. J. C. Tenía, por tanto, cinco meses y cuatro días más que su pariente lejano, Jesús (las respectivas madres —Isabel y la Señora— eran primas segundas). El nacimiento, en realidad, tuvo lugar en la madrugada del 25 al 26 (quizá en las proximidades de la última vigilia, la del alba: en esas fechas, hacia las 6 horas).

El acontecimiento se produjo en una aldea situada al oeste de Jerusalén, a poco más de una hora de camino (alrededor de seis kilómetros). El lugar, en aquel tiempo, recibía el nombre de «Manantial de la Viña» (posiblemente «Ain Kárim» o «Ein Kárim»)[89]. Se trataba de un puñado de casas (treinta o cuarenta), habitado por pastores y campesinos.

Fue un parto normal, según mis informantes. Antes, sin embargo, en los meses previos, ocurrieron algunos hechos poco habituales. Mejor dicho, nada habituales…

La madre se llamaba Isabel (occidentalización del nombre hebreo «Elisheba» o «Mi Dios siete veces»). Era una mujer instruida, de buena familia, descendiente de las «hijas de Aarón», el hermano de Moisés[90]. Al nacer Yehohanan contaba unos cincuenta y tres años. Es decir, una mujer mayor (la expectativa de vida para los varones no superaba la media de treinta y cinco o cuarenta años. Las mujeres vivían algo más).

El padre (Zacarías o «Zejaría» —«Recordado por Dios»—) era sacerdote. Pertenecía al clan de los Abiá [octava clase sacerdotal[91]], una de las familias más respetadas en las cuestiones del culto a Yavé.

Nadie supo aclararme con exactitud la edad del padre de Yehohanan cuando se produjo el nacimiento del Anunciador. Quizá tuviera sesenta años. Puede que más. Estos datos, como espero referir en su momento, eran muy significativos…

No me equivoqué.

Zacarías repartía el tiempo entre el cuidado de una granja de ovejas, ubicada en el «Manantial de la Viña», y el Templo, en la cercana Ciudad Santa (Jerusalén). Allí desempeñaba su labor como simple sacerdote, uno más entre los dieciocho mil que, al parecer, formaban la nómina del llamado Segundo Templo. Recibía el salario correspondiente, trabajando a razón de una semana cada seis meses. La venta de ovejas era su principal sustento. Zacarías era también un excelente esquilador.

No habían tenido hijos. Al nacer Yehohanan, Isabel y su esposo acababan de cumplir cuarenta años de matrimonio. Aquello me llamó la atención. Pregunté y siempre obtuve la misma respuesta: Isabel era estéril. Estaba «maldita» (!). La sociedad judía no planteaba siquiera que la esterilidad pudiera tener un origen masculino…

Abner no supo aclarar la siguiente cuestión. ¿Por qué Zacarías no repudió a su mujer? Las severas leyes mosaicas contemplaban esta posibilidad. Entre las familias sacerdotales, el rigor, incluso, era más acusado[92]. El fin del matrimonio era la prole. Según Yavé, si la mujer no estaba capacitada para dar hijos, el varón podía divorciarse o buscar nuevas esposas. Lo contrario no existía…

Quise creer que Zacarías amaba a Isabel. Por eso no la abandonó. Las leyes judías también tenían un límite…

Aun así, debería preguntar al propio Yehohanan. Quizá él tuviera una respuesta. Pero ¿cómo plantear tan delicado interrogante? El Destino supo hacerlo…, ¡y de qué forma!

Y, como decía, empezaron a registrarse algunos hechos insólitos en la vida de la pareja y de la sencilla y olvidada aldea.

A lo largo del mes de tammuz (junio) del año 8 a. J. C., fueron muchos los vecinos del «Manantial de la Viña» que observaron, atónitos y aterrados, las evoluciones sobre casas y campos de unas pequeñas y veloces «esferas luminosas» que ponían en fuga el ganado y que llegaban a atravesar muros y terrados. Hacían acto de presencia al atardecer y desaparecían con el alba. Fue una señal. Hablaban de una catástrofe, anunciada por este raz o «misterio» (más que «misterio» podría traducirse como «designio misterioso»). Naturalmente, para aquella gente, el raz era obra de Yavé o de sus «siervos», los espíritus maléficos.

Las noticias sobre los «fuegos inteligentes» corrieron veloces por el pequeño país. Y fueron numerosos los escribas que consultaron los textos sagrados, haciendo hitpa (profetizando) sobre tales sucesos. De todo esto tampoco hablan los evangelistas.

Fue a finales de ese mes de junio cuando se produjo el segundo y extraordinario hecho en la aldea de Yehohanan. Isabel, que también fue testigo del raz mientras regresaba con el ganado desde las vecinas montañas, recibió una «visita» muy poco común. En lo escrito por Abner, dictado, a su vez, por el Anunciador, se hablaba de un «varón de considerable estatura, cabellos largos y amarillos y una vestimenta como la de los persas» (con pantalones). Emitía luz a todo su alrededor. Era fuerte, musculoso, con el rostro áspero, «como trabajado con martillo y cincel». En el pecho lucía un «dibujo» (?): una especie de bordado rojo que reproducía tres círculos concéntricos.

¿Círculos? La imagen me recordó algo…

Isabel se hallaba sola. Esos días, su marido se encontraba en el Templo de Jerusalén, oficiando. Era el turno de la sección semanal a la que pertenecía.

El «hombre de luz» —así lo definieron— no abrió los labios, pero Isabel oyó palabras en el interior de su cabeza. Al principio, la presencia del ser en el corral de la casa la aterrorizó. Quedó inmovilizada (quizá por el miedo). Quería gritar y solicitar ayuda. No pudo. Y escuchó lo siguiente: «Mientras tu marido, Zacarías, oficia ante el altar, mientras el pueblo reunido ruega por la venida de un salvador, yo, Gabriel, vengo a anunciarte que pronto tendrás un hijo que será el precursor del divino Maestro. Le pondrás por nombre Yehohanan (Juan). Crecerá consagrado al Señor, tu Dios, y cuando sea mayor, alegrará tu corazón, ya que traerá almas a Dios. Anunciará la venida del que cura el alma de tu pueblo y el libertador espiritual de toda la Humanidad. María será la madre de este niño, y también apareceré ante ella».

Yo conocía el mensaje de Gabriel. La Señora y sus hijos me habían informado en su momento[93]. Los dos textos eran prácticamente iguales. Cinco meses después, a mediados del marješván (noviembre), la entonces casi niña María recibía una «visita» similar, protagonizada por el mismo «hombre luminoso», Gabriel[94]. El anuncio a la Señora tuvo lugar en el interior de la casa de Nazaret.

Por lo que alcancé a deducir en posteriores encuentros con el Anunciador, la presencia del «hombre de luz» ante Isabel y, poco después, ante María, y, sobre todo, los mensajes marcarían profundamente la vida de Yehohanan. Su comportamiento estuvo íntimamente ligado a estos hechos sobrenaturales. La influencia, al margen de otros «problemas» a los que me referiré en su momento, fue total.

¡Era el precursor del mesías! ¡El anunciador! ¡El que abre camino y el que prepara!

Lamentablemente, ni Isabel, ni María, ni tampoco Yehohanan entendieron el verdadero sentido de las palabras de Gabriel…

Y durante años, la madre del Anunciador se encargaría de avivar la llama del gran error: Yehohanan sería el segundo en el mando. Yehohanan ocuparía un lugar de honor en el reparto del reino. Yehohanan, como el mesías, como Jesús de Nazaret, sería un šallit, un hombre con fuerza (tanto física como mental). Yehohanan se consideraba un elegido, un ser especial, dotado del don de la profecía y de la sanación. Tenía razón, hasta cierto punto…

Por eso —según Abner—, trazaba círculos de piedras allí donde iba. El guilgal era una manifestación física de su capacidad como šallit. Al verlo, todos sabían que se hallaban ante un hombre «santo», capaz de imponer su voluntad sobre el mal y sobre la naturaleza. Era una vieja creencia que se remontaba a los tiempos del profeta Elias (ochocientos años antes de Cristo)[95]. Yo fui uno de los pocos que no lo tuvieron en cuenta y casi lo pagué con la vida…

Pero regresemos a Isabel y a la singular «visita» del «hombre luminoso».

La mujer, asustada primero y desconcertada después, no dijo nada a nadie, ni siquiera a Zacarías. Con el paso de los días, como es natural, llegó a dudar, incluso, de sí misma. ¿Lo había soñado? ¿Era fruto de su mente, ya cansada y anciana?

El embarazo, sin embargo, era real. Y al poco, a lo largo de ese verano del año 8 a. J. C., cuando los signos de la gestación empezaron a ser evidentes, Isabel cayó en una crisis más profunda.

¿Cómo era posible? Tenía cincuenta y tres años. Hacía tiempo que había experimentado la menopausia. No existía ovulación. ¿Cómo explicar aquel embarazo? Además, según la sociedad que la rodeaba, era estéril…

¿Era cierto? ¿Fue visitada por un ángel? ¿Era Dios quien había hecho el prodigio?

Lentamente, Isabel se convenció. Era cierto…

Y a los cinco meses, en noviembre, se decidió a comunicárselo al marido.

Zacarías reaccionó como era de esperar. Primero lo tomó a broma. Después, ante la insistencia de Isabel, pasó al desconcierto y, finalmente, al escepticismo.

¿Embarazada? ¿A su edad? ¿Por obra del Justo?

Y el desasosiego del anciano sacerdote se multiplicó cuando, efectivamente, nadie pudo dudar del estado de buena esperanza de su mujer. Diciembre y enero fueron espantosos. Zacarías pensó que se volvía loco.

No es que dudase de la honestidad de Isabel, anciana y estéril. Lo que no entendía era el porqué de aquella elección. Conocía bien las profecías sobre el libertador (más de quinientas), pero a sus sesenta años se había vuelto poco crédulo. ¿Por qué aceptar que aquel hijo fuera el precursor del Mesías?

¿Quiénes eran ellos? Nadie. ¿Quién era María, la pariente de Isabel? Nadie…

¿Podían estar confabuladas las mujeres? Zacarías también rechazó la idea. ¿Por qué maquinar semejante enredo?

«¿Y si fuera una niña?».

La confusión fue tal que Zacarías acudió al Templo y rogó que Dios le diera una señal. De momento, el atormentado sacerdote no dijo nada. La plegaria a Yavé fue guardada en su corazón. Sólo algún tiempo después se lo comunicaría a Isabel, cuando sucedió lo que sucedió…

En febrero del año 7 a. J. C., María, la Señora, entonces una jovencita desposada con José, acudió al «Manantial de la Viña» con el propósito de visitar a Isabel. Faltaban dos meses para el nacimiento de Yehohanan.

Fue el primer encuentro de las embarazadas. María estaba ya de diez semanas, aproximadamente.

Según la versión del Anunciador, transmitida a su segundo, las mujeres se comunicaron sus mutuas experiencias —en especial, las respectivas presencias de Gabriel—, lo que reforzó creencias y provocó más desasosiego, si cabe, en el aturdido Zacarías.

En aquella histórica reunión fueron trazados los primeros planes para Jesús de Nazaret y su lugarteniente, Yehohanan. Isabel y María, entusiasmadas, hicieron y deshicieron. El Maestro reuniría los ejércitos, expulsaría al invasor y tomaría posesión del trono de David. Ellas serían las madres del rey y del «heraldo» del rey. El mundo estaría a su servicio. Jesús —así lo había anunciado el «hombre de luz»— era el niño de la Promesa o del Destino. Yehohanan prepararía ese reino de gloria y esplendor judíos, esperado durante siglos.

Estaba muy claro…

Como ya he referido en otras ocasiones, ni la Señora ni su prima segunda entendieron el significado de las expresiones «reino de los cielos» o «libertador espiritual».

Y allí, en la casa de Zacarías, nació un malentendido que oscureció la vida del Galileo…

Y se produjo el tercer suceso de carácter extraordinario.

Ocurrió el 11 de febrero, cuando María llevaba poco más de una semana en el «Manantial de la Viña».

Esta vez, el protagonista fue el derrotado Zacarías…

Así constaba en las «memorias» de Abner: «Fue un sueño, un hélem [más que un sueño, una visión]. Zacarías soñó que estaba en el Templo de Jerusalén. Era uno de los turnos en el que oficiaba. Le tocó en suerte el incienso [ofrecer incienso y otros perfumes en el Santo[96]]. Cuando entró en el lugar con sus compañeros, se dirigió al citado altar de los perfumes. De pronto vio a un «hombre» junto a dicho altar. No era sacerdote. Vestía pantalones, como los babilónicos. Zacarías y sus compañeros quisieron avisar a los vigilantes. ¿Cómo había entrado en el recinto sagrado? Pero Zacarías y los otros no pudieron moverse. Estaban amarrados al pavimento, como cosidos a las piedras. Entonces, el «hombre» habló, pero no movía los labios. Zacarías, aterrorizado, se orinó. Y oyó: «No temas, Zacarías… No te haré daño… Tu petición ha sido escuchada… Yo soy la señal que has solicitado al Todopoderoso… Tendrás un hijo que abrirá camino al que es más santo y fuerte, al libertador espiritual de los hombres…».

»Y Zacarías respondió en el sueño: "Soy viejo. ¿Podré verlo?"

»El "hombre" ordenó a uno de los sacerdotes que saliera del Santo y mirase si había llegado la hora de la inmolación del cordero. El sacerdote pudo moverse y huyó del lugar. Pero no regresó.

»Y el "hombre" formuló la misma pregunta al segundo compañero de Zacarías. Pero tampoco retornó.

»Entonces preguntó a Zacarías: "¿Luce la luz?"

«Zacarías recuperó el movimiento y se asomó al exterior. Vio que no había llegado la aurora, regresó y respondió: "Ni siquiera se ve Hebrón." El "hombre" volvió a preguntarle: "¿Luce la luz?" Zacarías repitió la operación y también la contestación. El "hombre" preguntó hasta un total de dieciocho veces: "¿Luce la luz?" Zacarías salió otras dieciocho veces y regresó con las mismas palabras: "Ni siquiera se ve Hebrón."

»El "hombre", entonces, condujo a Zacarías hasta la sala de los corderos. Allí tomó uno de los animales y le hizo beber en un recipiente de oro. Volvió a hablar a Zacarías y dijo: "Tu hijo precederá al cordero y tú precederás a tu hijo, Yehohanan."

»Así concluyó el "sueño"».

Según mi informante, al despertar, Zacarías, impresionado, aceptó la versión de su mujer. Nunca volvió a dudar: Yehohanan sería el nombre de su hijo, el que inauguraría el reino. Y durante mucho tiempo, el «secreto» permaneció en la familia.

Quedé tan perplejo como el bueno de Zacarías. Aquella versión poco o nada tenía que ver con lo narrado por Lucas, el evangelista, en su capítulo primero, cuando cuenta cómo se produjo la anunciación de Yehohanan, el Bautista o Precursor del mesías. Asombrado, al regresar al Ravid, estudié y volví a estudiar el citado pasaje[97], y llegué a una vieja conclusión: Lucas manipuló los hechos por enésima vez (no trato de hacer un juego de palabras). He aquí mi interpretación, siempre sujeta a error, naturalmente:

1. Lucas, en el texto evangélico, convierte en un suceso real lo que, según mis informaciones, fue un sueño. Un hélem o «visión» (?) importante, pero un sueño, a fin de cuentas…

2. Lucas, o quien escribiera el referido Evangelio, usurpó el protagonismo en la citada anunciación del ángel. No fue Zacarías, sino la esposa, Isabel, quien recibió la visita del «hombre luminoso». ¿Por qué Lucas cometió este burdo error? ¿O no fue un error? Sólo se me ocurren dos posibles explicaciones. Lucas no se informó correctamente o se dejó llevar por algo más reprobable: el desprecio por las mujeres. ¿Por qué airear que Isabel fue la protagonista de un hecho tan notable? Personalmente, me inclino por la segunda posibilidad. Aunque Lucas entrevistó a muchos testigos presenciales de la vida del Maestro años después, nadie pudo tergiversar los hechos de forma tan lamentable. Sencillamente, o el «escritor sagrado» (?) redactó el suceso de la anunciación a Isabel como le vino en gana (no era la primera vez) o alguien «influyó» en dicha redacción. Automáticamente me vino a la mente el nombre de Pablo de Tarso, inspirador del Evangelio de Lucas. Médico, natural de Antioquía, en la región de Pisidia (actual Turquía), Lucas fue convertido al recién estrenado cristianismo hacia el año 47. Fue Pablo quien lo atrajo hacia la nueva religión. Habían transcurrido diecisiete años desde la muerte del Maestro. A partir de esa conversión, Lucas siguió a Pablo, tomando notas de cuanto decía. Tras la muerte de «Saulo» (nombre hebreo de Pablo), Lucas terminó retirándose a la región griega de Acaya. Allí, en el año 82, empezó a escribir una trilogía sobre Jesús. Sólo escribió el referido Evangelio y los Hechos de los Apóstoles (sin terminar). Murió en el 90. Aunque disponía de parte de los escritos de Marcos y Mateo, Lucas, como digo, fundamentó la «vida de Jesús» en los recuerdos e impresiones de Pablo. Y me pregunto: ¿a qué recuerdos se refería Pablo si nunca coincidió con el Maestro? Naturalmente podía tratarse de los «recuerdos» de Pedro y otros discípulos, que sí fueron conocidos por Saulo y por el propio Lucas. E intentaré no desviarme del asunto capital: ¿influyó Pablo en la «versión» de Lucas, tergiversando lo sucedido? De ser así, ¿por qué?

Los especialistas en los escritos del llamado «apóstol de los gentiles» están de acuerdo en algo: Pablo fue un misógino. Su antipatía por la mujer aparece reflejada en las epístolas que le atribuyen. Sentía aversión y un intenso desprecio por el sexo femenino. He aquí algunas de esas «lindezas», difícil de oír hoy en día en las iglesias: «Bueno es al hombre no tocar mujer… La mujer no es dueña de su propio cuerpo: es el marido… Que la mujer no se separe del marido, y de separarse, que no vuelva a casarse o se reconcilie con el marido… Pues se santifica el marido infiel por la mujer y se santifica la mujer infiel por el hermano… El tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran… La mujer está ligada por todo el tiempo de vida de su marido… La cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón… Toda mujer que ora o profetiza descubierta la cabeza, deshonra su cabeza: es como si se rapara. Si una mujer no se cubre, que se rape… El varón no debe cubrir la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios: mas la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; ni fue creado el varón para la mujer, sino la mujer para el varón. Debe, pues, llevar la mujer la señal de la sujeción por respeto a los ángeles… Como en todas las iglesias de los santos, las mujeres cállense en las asambleas, porque no les toca a ellas hablar, sino vivir sujetas, como dice la Ley. Si quieren aprender algo, que en casa pregunten a sus maridos, porque no es decoroso para la mujer hablar en la iglesia» (primera Carta a los Corintios).

Y el «santo», según la iglesia católica, dijo más: «Las casadas están sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer… Y como la iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo…». (Epístola a los Efesios).

No hace falta ser muy despierto para deducir que, si el Evangelio de Lucas fue alimentado y dirigido por Pablo, el protagonismo de Isabel corría peligro. ¿Una mujer —siempre inferior al varón, según Pablo—, recibiendo el mensaje de un ángel de Dios? Eso era insoportable en aquel tiempo…

Y lo cambiaron.

Y volví a preguntarme: ¿por qué Lucas, es decir Pablo, «acepta» que ese mismo ángel se presente ante María, la madre de Jesús? Sólo encuentro una respuesta: convenía a los planes de la naciente iglesia. De la Señora no se podía prescindir. De Isabel, personaje de segundo o tercer orden, sí. Aun así, en la anunciación de Gabriel a María, se percibe la mano de Pablo. Sospechosamente, Lucas es el único evangelista que califica a la Señora de «virgen» (habla de ello en tres oportunidades). El resto de los «escritores sagrados» no lo menciona. [Mateo, en su capítulo 1, versículo 18, afirma que María concibió antes de convivir con su esposo (!).] Y digo «sospechosamente» porque también ahí planea la machista sombra de Saulo. Por razones que nadie se ha atrevido a poner sobre la mesa, Pablo no soportaba las relaciones sexuales con mujeres. En la primera epístola a los Corintios lo dice con mayor o menor claridad: «… Quisiera que todos los hombres fuesen como yo [es decir, célibes]; pero cada uno tiene de Dios su propia gracia… Sin embargo, a los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo… ¿Estás libre de mujer? No busques mujer. Si te casares, no pecas; y si la doncella se casa, no peca; pero tendréis así que estar sometidos a la tribulación de la carne, que quisiera yo ahorraros… El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor».

Que fuera o no homosexual no es el problema. Lo grave es que su mente, enfermiza o desequilibrada, pudo influir en otros (caso de Lucas) que, a su vez, cambiaron los hechos…

Como decía el Maestro, quien tenga oídos que oiga…

3. Si lo anterior es cierto —y así lo creo—, la credibilidad de Lucas queda en entredicho. Lo manifestado por el ángel a Zacarías le fue dicho a Isabel. Lucas, confuso o pésimamente informado, cae en nuevos errores. Ejemplo: al leer el texto lucano, el lector deduce que Zacarías elevó sus plegarias a Dios para conseguir descendencia. En un hombre de sesenta años, o más, dicha petición no es verosímil. Sí es creíble, en cambio, que solicitara una señal que despejara sus dudas sobre el porqué del embarazo que tenía a la vista.

4. Tanto la pregunta de Zacarías —«¿Y qué señal tendré de esto? Porque yo soy ya viejo…».— como la respuesta del ángel, condenando al sacerdote a la mudez, no se sostienen. Si la visita de Gabriel a Zacarías hubiera sido cierta, la propia presencia habría sido más que suficiente. Dudo que el sacerdote formulase una pregunta tan estúpida. En cuanto a la represalia del ángel, privando del habla a su interlocutor, sólo una mente mezquina o poco informada puede creer que Dios responde al supuesto mal con el mal. La pregunta de Zacarías, en el sueño, sí fue lógica: «Soy viejo… ¿Podré verlo?». El sacerdote se refería al anuncio del «ser luminoso»: Isabel daría a luz un hijo que abriría camino al libertador espiritual de los hombres. Zacarías pregunta, simplemente, si le dará tiempo a ver semejante maravilla.

Los hijos de los sacerdotes seguían el camino del padre. Al llegar a la edad canónica establecida por la Ley (veinte años), el Sanedrín se reunía en la sala de las piedras talladas y procedía a examinar la legitimidad de su origen y el aspecto físico del aspirante. Ésa era la norma, según Yavé (Éxodo y Levítico). Si lo hallaban apto, el hijo era ordenado.

Zacarías, al tener el sueño o visión (febrero del año 7 a. J. C.), no sabe qué sucederá con ese niño, Yehohanan. Y piensa o imagina que será consagrado al Templo de Yavé, como un sacerdote más. Por eso formula la pregunta: «¿Podré verlo?». Si todo discurría con normalidad, Yehohanan sería aceptado como sacerdote cuando él tuviera ochenta años. Demasiado lejos…

Lucas, sin embargo, olvidó el importante «detalle» o, sencillamente, se ajustó a las exigencias del «inventor» del cristianismo, el nefasto Pablo de Tarso (hace tiempo que me niego a reconocer la santidad en ningún ser humano. Sólo Él es santo o perfecto).

5. Lucas, al relatar la supuesta aparición de Gabriel a Zacarías, demuestra, además, un escaso conocimiento de la rígida normativa judía en asuntos de liturgia. No es cierto que «el pueblo esperase a Zacarías y que se maravillase porque tardaba en salir del Templo». En el turno que oficiaba, Zacarías era un sacerdote más entre los cientos que formaban las secciones semanales. Tampoco era, como se ha insinuado, un sumo sacerdote. Desempeñaba su trabajo según sorteo, y siempre en compañía de otros[98]. En este caso, ofreció incienso y la mezcla de perfumes en el interior del Santo. Si se hubiese retrasado, como afirma el evangelista, los sacerdotes ayudantes y los que se hallaban en el Hekal lo hubieran advertido. Todos, en el turno, estaban pendientes de todos. Y aquí surge otro escollo en el relato de Lucas. Si hubiera perdido el habla, jamás habría continuado en el servicio litúrgico, como escribe el seguidor de Pablo. El Levítico (21,16-24) es rotundo en este sentido: «Ningún hombre que tenga defecto corporal ha de acercarse [a Yavé][99]». Sobre estas injustas disposiciones del Dios (?) de Moisés, los judíos habían elaborado una compleja y no menos injusta «ley» con un total de 142 defectos que incapacitaban para el servicio sacerdotal[100]. Un mudo, aunque sólo fuera temporalmente, no podía aproximarse al Santo. De haberse registrado el «percance» durante la ofrenda del incienso, Zacarías habría sido reemplazado de inmediato. La minuciosidad y enfermiza obsesión de la ley por estas cuestiones llegaba al extremo de no considerar apto para el culto al que había experimentado una polución (emisión involuntaria de semen durante el sueño)[101]. El sacerdote, en este caso, abandonaba el Templo, y no recuperaba la pureza hasta el atardecer del día siguiente. Los sacerdotes con defectos, por tanto, jamás podrían haber «cumplido los días de su servicio», como asegura Lucas. Como mucho, estaban autorizados a permanecer en el llamado atrio de los sacerdotes, nunca en el Santo, y sólo durante la procesión de los sauces, en la fiesta de los Tabernáculos. Como cuenta Josefo, tenían derecho a un salario, pero no podían lucir la túnica sacerdotal o participar en los referidos actos de culto a Yavé. En Antigüedades (XIV) se cuenta cómo Antígono mutiló al sumo sacerdote Hircano II (siglo I antes de Cristo), arrancándole las orejas a mordiscos. De esta forma lo incapacitó para las funciones sacerdotales. Lucas, o Pablo, sabían —o deberían saber— del rigor de los judíos en este sentido y, sin embargo, manipularon los hechos.

6. Lo ya observado invalida las restantes afirmaciones del evangelista. Para mí, poco o nada es creíble. Su Evangelio, como tendré oportunidad de ir demostrando, es una estafa…

«Y después de algunos días concibió Isabel, su mujer, que se ocultó durante cinco meses, diciendo: "He aquí lo que ha hecho conmigo el Señor, acordando quitar mi oprobio entre los hombres"».

Lucas desvaría.

La esterilidad (siempre femenina, según la ley) era causa de vergüenza pública, cierto. No así la maternidad. Si Isabel se quedó embarazada, terminando con la deshonra y, de paso, con la maldición de Yavé, ¿por qué ocultarse durante cinco meses? Lo lógico es que hubiera aireado, sin demora, su estado de buena esperanza. Y lo mismo puede decirse del padre, más afectado, socialmente, por la esterilidad, que la propia Isabel. Zacarías habría sido el primero en comunicar la buena nueva. Lucas, o Pablo, oyeron campanas, pero no supieron dónde…

Esos cinco misteriosos meses que el evangelista inserta en la narración fue el tiempo de silencio que mantuvo la mujer, como ya mencioné. A finales de noviembre, Isabel decide hablar y lo hace, en primer lugar, con su marido. Si había guardado silencio era por otra razón: la insólita «visita» de un «hombre luminoso». ¿Quién la iba a creer?

7. María, la madre de Jesús, no permaneció en el «Manantial de la Viña» durante tres meses, como asegura Lucas. La estancia junto a Isabel fue de tres semanas. De haber sido como dice el evangelista, la Señora habría estado presente en el alumbramiento de Yehohanan, cosa que no sucedió.

El resto del pasaje evangélico —anunciación de Jesús por el ángel, visita de María a su pariente Isabel y nacimiento del Anunciador— es otra suma de despropósitos. Como referí en su momento, María jamás conversó con el ser de luz. Se limitó a escuchar, que no es poco. El mensaje de Gabriel fue distinto (radicalmente distinto). Los saludos de Isabel a María, y viceversa, cuando la Señora llegó a la casa de su prima segunda, son pura invención de Lucas o de su «inspirador», Pablo de Tarso. El célebre magníficat de María nunca existió. Lucas o Pablo lo inventaron, inspirándose en algunos textos bíblicos[102], en especial en el «cántico de Ana», madre del profeta Samuel[103] («estéril» como Isabel), y en los salmos que se atribuyen a David. Estos últimos eran muy populares entre los judíos. Los conocían de memoria y los cantaban sin cesar. Pablo, como antiguo fariseo, fue educado desde niño en la recitación de dichos salmos. Sabía, por tanto, lo que hacía…

Por supuesto, lo que narra Lucas sobre la imposición del nombre a Yehohanan es igualmente inventado. Nadie trató de ponerle Zacarías. No hubo tablillas ni el padre del Anunciador hizo profecía alguna.

Todo fue manipulado…

Y a la vista de semejante desastre, uno no tiene más remedio que preguntarse: ¿tienen alguna credibilidad los Evangelios?

A juzgar por lo que llevaba visto, muy poca…

Prosigamos.

A finales de aquel mes de febrero del año 7 a. J. C., María se despidió del «Manantial de la Viña» y regresó a Nazaret. Su ánimo, probablemente, resultó reforzado.

Yehohanan, según mi informante, vino al mundo el 25 de marzo. No hubo complicaciones en el parto.

A los ocho días, como ordenaba la Ley, fue presentado en el Templo y circuncidado. Zacarías, como sacerdote, se ahorró el impuesto de los primogénitos, ordenado por Yavé en el Pentateuco (si una mujer, en su primer alumbramiento, daba a luz un varón, el padre tenía que rescatarlo mediante el pago de cinco siclos de plata al Templo: alrededor de veinte denarios de plata. Si el padre era levita o sacerdote, o si la madre era hija de sacerdote o de levita, el niño no tenía por qué ser rescatado).

María recibió puntual aviso del feliz acontecimiento.

Y el niño creció con normalidad en la pequeña granja, entre las ovejas y el campo.

Al principio, nadie percibió nada extraño…

Cuando Yehohanan empezó a comprender, los padres —en especial, Isabel— se apresuraron a informarle de quién era en realidad. La madre fue decisiva en esta temprana y machacona mentalización del pequeño: él era un ser especial, anunciado por Yavé, que tendría un papel muy destacado en la próxima materialización del reino de Dios en la Tierra.

Y el niño escuchó y escuchó…

Isabel le habló también de su pariente, Jesús de Belén, residente en Nazaret. Narró la «visita» de Gabriel a María y le explicó que aquel primo remoto era el mesías anunciado por los profetas, el libertador de Israel. Isabel, convencida y feliz, fue dibujando lo que ella consideraba el futuro de Yehohanan: «heraldo» y hombre de confianza de Jesús, futuro rey de los judíos. Yehohanan sería un gran maestro espiritual y, al mismo tiempo, un poderoso héroe nacional. El padre, más prudente, no intervino con tanto empeño en dicha preparación, aunque sí se ocupó de llevarlo al Templo. Yehohanan quedó muy impresionado con la liturgia y los sacrificios de animales. En junio del año 1 a. J. C., cuando acababa de cumplir seis años, Isabel viajó a Nazaret. Fue el primer encuentro de Jesús con Yehohanan. El Galileo tenía cinco años. Y las madres volvieron a estudiar el «espléndido futuro» de sus hijos. Fue otra «cumbre» histórica, en la que Isabel y María se reconfortaron mutuamente, prometiéndose días de gran felicidad. Las conversaciones fueron en secreto. Por lo que pude averiguar con la Señora, José permaneció distante. Aquella planificación de las vidas de los todavía niños no era de su agrado. El padre terrenal del Maestro, como ya mencioné en su momento, no tenía claro el supuesto destino de su primogénito como «libertador político y religioso» de su país. Fue el único que acertó, aunque no vivió para verlo…

No todo fueron satisfacciones en la familia de Isabel y Zacarías.

Un día, los padres comprendieron que Yehohanan no podría ser consagrado a Yavé, tal y como había ordenado el «hombre luminoso». Los defectos que ya habían observado en el rostro se hicieron más notables. Aquello lo invalidaba como sacerdote. Fueron días de incomprensión y de angustia. Lo lógico era que el niño siguiera los pasos del padre. A los veinte años debería ser ordenado[104]. Ésa era la edad, reconocida oficialmente, para el inicio de cualquier actividad pública. Pero ¿cómo proceder a la preparación de la llegada del Mesías si no tenía acceso al sacerdocio?

Quedaba otro camino…

Y Zacarías, resignado, se dirigió a la orilla occidental del mar Muerto. Allí, en una aldea llamada En Gedi, existía un grupo de hombres y mujeres consagrados a Yavé. El sacerdote negoció, y Yehohanan fue aceptado como nazir[105]. El «nazireato» fue establecido por el propio Yavé (Números 6, 1-21). Consistía en una consagración —permanente o temporal— al Todopoderoso. El nazir se comprometía a tres votos solemnes: no beber vino, no cortarse el pelo y no entrar en contacto con los muertos. El niño o la niña podían ser «apartados» para Dios desde antes de su nacimiento (caso de Samuel, el profeta, del no menos célebre Sansón [véase Jueces, 13] y del propio Yehohanan). La información arrojó luz sobre el porqué de la larga cabellera del Anunciador. Era el signo visible que distinguía a los nazir perpetuos. Y creí entender, incluso, la razón de las siete trenzas. Yehohanan, probablemente, había imitado el peinado de Sansón, el héroe que, como él, había nacido de una mujer estéril a la que también se le presentó un extraño personaje[106], identificado en la Biblia como un «ángel de Yavé». Pero la confirmación de esta sospecha, y de otros datos que fueron apareciendo con posterioridad, exigía una conversación directa con el gigante. Un interrogatorio sin intermediarios. Tenía que buscar la fórmula para llegar a su corazón. Eran muchas las dudas que me asaltaban. A decir verdad, no sabía nada de aquel singular vidente…

Y a los catorce años, Yehohanan se trasladó al suroeste del mar Muerto. En la aldea nazir recibió las primeras instrucciones. Así empezó a germinar en él su gran objetivo: predicar el cambio, preparar al mundo para la llegada de otro, más fuerte que él.

La elección de Zacarías —consagrando a su hijo como nazir— fue acertada. En esos años, Yehohanan alcanzó una estatura poco frecuente. A los defectos del rostro hubo que sumar la desproporción del cuerpo (a los quince años medía ya 1,90 metros). El Templo de Jerusalén nunca lo habría admitido como sacerdote. Yehohanan, como nazir perpetuo, tenía derecho, sin embargo, no sólo a entrar en el Templo, sino, incluso, a pisar el «Santo de los Santos», el lugar más sagrado y en el que, supuestamente, residía la Divinidad. Sólo el sumo sacerdote disfrutaba de este derecho y penetraba en el «Santísimo» una vez al año, durante el Yom Kippur (y dice la tradición judía que lo hacía con miedo y brevemente). Yehohanan, según mis informaciones, nunca hizo uso de este privilegio.

Su figura —espectacular— llamaba la atención de cuantos lo conocían. Y durante varios años se dedicó por completo al cuidado de las ovejas, en la granja de sus padres, en el «Manantial de la Viña». Crecía sano, aunque algunas de sus costumbres —según Abner— no eran comprendidas. Un día, tras una de las acostumbradas y regulares visitas a En Gedi, Yehohanan se despojó de las vestiduras y, ante el desconcierto de propios y extraños, eligió vestir con un simple saq o taparrabo. En invierno —no siempre— se cubría con un aba o manto de pastor, confeccionado con pieles de animales (generalmente, cabras o camellos). El padre trató de hacerle entrar en razón: «Aquella desnudez no era honesta ni recomendable». La aldea, en las montañas existentes al oeste de Jerusalén, alcanza en invierno temperaturas extremas (por debajo de cinco y diez grados bajo cero). Permanecer desnudo, en las colinas, era un riesgo. Nadie, en aquellas fechas, acertó a entender el porqué de tan peregrina actitud. Fue inútil. Yehohanan no cedió. Desde entonces, desde los quince o dieciséis años, vistió siempre como un «salvaje», en opinión de la mayoría. Algún tiempo más tarde, cuando este explorador logró ganarse su confianza definitivamente, Yehohanan me confesó su «secreto»…

Pero vayamos paso a paso.

Zacarías acertó también en la pregunta formulada en el «sueño»: «Soy viejo… ¿Podré verlo?».

¿Alcanzaría a ver a su hijo ejerciendo como «heraldo» del mesías?

No, nunca vio semejante cosa…

Zacarías falleció en julio del año 12 de nuestra era, cuando Yehohanan tenía dieciocho años.

El sueño-profecía empezaba a cumplirse…

Pero, de este curioso asunto, no fui plenamente consciente hasta mucho tiempo después. Eliseo lo descubrió. La «visión» del sacerdote era más que un «sueño»…

La muerte del padre fue un trauma para Yehohanan. La condición de nazir le impedía tocar a los muertos. Eso significaba no poder dar el último abrazo al viejo Zacarías…

Y el joven, abatido, tuvo que «asistir» al sepelio…, a distancia.

No fue la única calamidad…

La desaparición de Zacarías trajo consigo otra cadena de imprevistos que condicionaría la vida del Anunciador. Como sacerdote, la familia de Zacarías tenía derecho a seguir percibiendo la paga correspondiente[107], una especie de pensión de viudedad. Yehohanan, sin embargo, por razones que no logré aclarar, rechazó dicha compensación económica y los ingresos familiares, poco a poco, fueron mermando.

Dos meses después de la muerte de Zacarías, la viuda y su hijo decidieron viajar al norte. Hacía mucho que no veían a María y al supuesto mesías. Cuando Yehohanan y Jesús se vieron por primera vez —trece años atrás— sólo eran unos niños.

La reunión fue un fracaso. «Mi primo —comunicó Yehohanan a Abner— tenía dudas. Escuchó pero, a la hora de decidir, se echó atrás, planteando que nuestras respectivas familias eran lo prioritario en esos momentos». Imaginé el semblante del joven Jesús, escuchando la encendida propuesta del Anunciador: «Es el tiempo del nuevo reino… La cólera de Dios no espera más… Roma y los impíos deben pagar… El país entero espera… Salgamos a los caminos… Tú eres el Mesías, el rey… Yo estaré contigo…».

Isabel respaldó a su hijo y animó a Jesús a emprender la misión como libertador de su pueblo. María, al parecer, no se mostró tan combativa e ilusionada como en la «cumbre» anterior. No tenía nada de extraño. Pocos meses antes, la familia había entrado en una profunda crisis, consecuencia de la negativa de Jesús a formar parte de los grupos de zelotas o revolucionarios que luchaban clandestinamente contra los kittim (romanos). Como ya informé oportunamente, aquel suceso dividió a los vecinos de Nazaret, y colocó a Jesús y a su familia en una difícil situación. La Señora no entendía la actitud y los pensamientos de su Hijo. Tampoco Isabel y, por supuesto, tampoco Yehohanan.

La información proporcionada por el Anunciador a su segundo era correcta, excepción hecha de un solo detalle: «Jesús nunca se echó atrás», porque, sencillamente, jamás adoptó el papel de libertador político-social-religioso-militar que pretendían sus familiares. Esa afirmación por parte de Yehohanan fue gratuita. Él dio por sentado lo que afirmaban y creían las madres, pero nunca preguntó al Maestro.

Finalmente, Jesús no tuvo más remedio que refugiarse en el silencio. Era lo mejor para todos…

Según Abner, si Jesús hubiera aceptado la propuesta de Yehohanan, allí mismo, en Nazaret, con toda seguridad, habría arrancado la «campaña» del Anunciador. Isabel, incluso, estaba dispuesta a dejar la granja y mudarse a la pequeña aldea de su prima segunda, colaborando en la planificación del trabajo de su hijo y del Mesías.

Como digo, desde ese punto de vista, la reunión de las familias fue un estrepitoso fracaso.

E Isabel y el frustrado Yehohanan retornaron al «Manantial de la Viña».

Jesús y el hombre de las pupilas rojas no volverían a verse en otros trece años. Cada uno siguió su Destino, tal y como estaba previsto.

La economía del Anunciador empeoró. Las ovejas no daban lo suficiente. Aun así, Isabel continuó animando al hijo y trazando planes para el momento de la «liberación nacional». Según Abner, Yehohanan y su madre llegaron a plantear la posibilidad de prescindir de Jesús. Pero la dura realidad se impuso, y ambos tuvieron que aplazar los ambiciosos planes religiosos. La ruina amenazó a la familia, y dos años después de la visita a Nazaret, cuando Yehohanan contaba veinte, lo dejaron todo y viajaron con el rebaño hasta la vecina ciudad de Hebrón, al sur, en territorio idumeo. El «sueño» de Zacarías, de nuevo…

Empezaba así una nueva etapa en la vida del Anunciador. Una etapa que se prolongaría por espacio de once años…

Yehohanan se adentró entonces en el desierto de Judá. Era su primer encuentro, en serio, con el desierto. Allí pasó mucho tiempo con sus ovejas, meditando sobre su trabajo y el de su primo lejano. Y fue en esos años cuando intensificó el contacto con «su gente», los nazir de En Gedi, en el extremo suroccidental del mar Muerto. Ellos lo acogieron, sustituyendo, en parte, a la madre. Isabel permaneció en Hebrón, cada vez más sola y decepcionada. Su hijo no terminaba de cumplir lo anunciado por el «ser luminoso». Y las visitas de Yehohanan a Hebrón se hicieron menos frecuentes.

En la comuna de los nazir tuvo ocasión de consultar las Escrituras, e indagó en lo que tanto le preocupaba: las profecías y los principales textos sobre la llegada del «reino de Dios». Los profetas le daban la razón: «Se acercaba el fin de una era… Yavé exigía cuentas… Roma, sin duda, era la cabeza del impío… Había que decapitarla…».

En cuanto a Jesús, supuesto libertador, nuevo y ansiado rey, que debería ocupar el trono de David, las ilusiones de Yehohanan se debilitaron peligrosamente. Su primo no daba señales de vida. No respondió a ninguno de los mensajes. Ni siquiera sabía si estaba vivo…

El Anunciador —según mi confidente— preparó un plan. Actuaría sin Jesús. Primero en Israel. Después en el resto del mundo. Llamaría la atención a judíos y a paganos. Todos disfrutarían de la misma oportunidad. «¡Arrepentios!», ése sería el grito de guerra…

La súbita muerte de Isabel hundió el proyecto. Sucedió en el mes de elul (agosto) del año 22 de nuestra era, cuando el hombre de las siete trenzas contaba veintiocho años de edad. La mujer fue sepultada en Hebrón antes de que Yehohanan recibiera la noticia. Ésa era la norma entre los nazir a perpetuidad.

El Anunciador acudió a la casa de la madre y, en otra reacción injustificada (nunca llegó a tocar el cadáver de Isabel), procedió a cortar los largos cabellos rubios. Hacía catorce años que la navaja no rasuraba su cráneo. Y fueron guardados (la ley establecía que, en caso de quebrantamiento del voto, el cabello debía ser arrojado al fuego).

Abner confirmó mis sospechas: la larga cabellera sirvió a Yehohanan para trenzar el chal o talith que lo cubría con frecuencia. El samaritano tampoco comprendió el anormal comportamiento…

El tosco y desconcertante Yehohanan casi no abrió la boca en los tres días que permaneció en la casa en la que había vivido Isabel. Los parientes, desconcertados, no supieron qué hacer. No comía ni bebía. «Sólo daba vueltas y vueltas alrededor de un pozo». De vez en cuando exclamaba: «Todo es mentira…».

Sin previo aviso, tal y como llegó, desapareció de Hebrón. Nunca regresó.

Condujo el ganado hasta En Gedi y lo donó a la comunidad nazir.

Mandó avisos a Nazaret. Nadie respondió. Jesús, en aquellas fechas, se hallaba ausente. Ya no residía en Nazaret. Según mis noticias, se encontraba inmerso en su primer gran viaje fuera de Israel. En cuanto al silencio de la Señora, nunca supe el porqué. Se lo preguntaría…

Y en solitario, sin dar explicaciones a nadie, Yehohanan salió un día de la comuna y se retiró al interior del desierto de Judá, otro lugar extremo, con altas temperaturas durante el día y considerables descensos térmicos en la noche[108].

Allí vivió como un asceta, desnudo como siempre, rezando y reflexionando. Se alimentaba de carne de oveja, langostas (había hasta seis tipos comestibles), leche y, sobre todo, miel. Fue en esa época, durante los dos años y medio que vivió en el desierto, cuando adoptó la no menos insólita costumbre de «convivir» con una colmena. Las abejas lo acompañaban a todas partes. No daba un paso sin ellas. Y me propuse desvelar el nuevo misterio. ¿Por qué el Anunciador sentía aquella enfermiza afinidad hacia esos insectos?

De vez en cuando se presentaba en la aldea de los nazir. Cargaba provisiones e intentaba convencerlos de la «proximidad del fin». Las arengas —apocalípticas— tuvieron escaso éxito. Los nazir, según Abner, lo querían, pero sólo lo consideraban un niño grande. Su forma de vivir y vestir era causa de disputa. Allí donde aparecía surgía la polémica…

Y fue en ese dilatado período de tiempo, en las cuevas y barrancas del desierto de Judá, cuando Yehohanan fue testigo de otros sucesos extraordinarios. Abner guardó silencio. No supe si cumplía órdenes de su líder o si, sencillamente, no habló porque ignoraba lo ocurrido. ¿«Sucesos extraordinarios»? ¿Qué sucedió en el desierto en esos treinta meses?

Tenía que hablar directamente con el Anunciador. Sólo él podría aclararlo (con suerte).

Y las dudas siguieron estrangulándolo…

¿Empezaba sin Jesús, el cada vez más supuesto Mesías? ¿Por qué no respondía a los mensajes? ¿A qué obedecía aquel silencio? ¿Se había arrepentido de su excelsa misión como Ungido de Dios y legítimo heredero del trono de David? ¿Y qué pasaba con él, su heraldo y precursor? ¿Quién era realmente el Mesías? ¿Jesús o él mismo? Las profecías hablaban también de Elias. El profeta precedería al libertador. ¿Era él Elias?

Lo escrito por Abner no resolvía ninguna de estas delicadas cuestiones. Me resigné. Había otros procedimientos para despejar los interrogantes. Lo intentaría en su momento…

Inexplicablemente (al menos para mí), el Hijo del Hombre no contestó a los escritos y las demandas de su pariente. Ahora, después de verificar lo que, en un primer momento, sólo fue una sospecha, creo entender la postura de mi amigo, el Galileo.

El Destino, una vez más…

Yehohanan, finalmente, tomó una decisión. Inauguraría el «reino» en solitario. Iniciaría el trabajo como «anunciador de la nueva era» en el valle del Jordán. Y esperaría. Quizá Jesús, al saber de él y de su proclama, terminaría «despertando y encabezando los ejércitos del Justo». Caminaría hacia el norte, hacia el yam. Su objetivo era Nahum. Ésas eran las últimas noticias sobre Jesús y su familia: ahora residían en la costa norte del mar de Tiberíades.

Y el 3 de marzo de ese año 25, tras la contemplación de un eclipse total de luna, el gigante se puso en marcha. Remontó el mar Muerto por la orilla occidental y se reunió con el río Jordán. En el «vado de las Doce Piedras» inició los encendidos discursos y las no menos llamativas ceremonias de inmersión. Allí lo conoció Abner. Después, lentamente, ascendieron por el valle hasta alcanzar el lugar donde nos encontrábamos.

Hacía un mes que había decidido montar el guilgal —símbolo de su poder— en el «vado de las Columnas». Sobre la siguiente etapa, nadie sabía nada. Sólo Yehohanan.

Ésta, en síntesis, era la pequeña gran historia de Juan o Yehohanan, el Bautista o Anunciador. Una historia, lo sé, en la que faltaban piezas. Todo llegaría…

Y también llegó la recuperación de mi compañero. Eliseo se mostraba fuerte y capaz. Los cuidados del bondadoso e insustituible Kesil fueron decisivos. ¿Qué haríamos sin él?

Y fijamos la partida hacia el Ravid para el 11 o 12 de ese mes de octubre. Kesil fue el encargado de negociar el carro que debería trasladarnos hasta la localidad de Migdal, en la orilla oeste del yam. No quise arriesgar. Haríamos el viaje lo más cómodamente posible. Mi hermano lo necesitaba. Y ambos captamos una sombra de tristeza en la mirada del fiel criado. Lo hablamos. ¿Qué podíamos hacer? ¿Lo llevábamos con nosotros? Imposible. Al ascender al «portaaviones» tendríamos que abandonarlo…

El Destino decidiría, como siempre.

Y aquellas últimas jornadas en el Yaboq las destinamos a observar, a conversar con Abner y su grupo, y a un tercer objetivo…, mucho más «electrizante»: el misterioso bosque de acacias en el que desaparecía Yehohanan cada dos o tres días.

El gentío seguía fluyendo. Todos los días aparecían decenas y decenas de judíos y gentiles, procedentes de la Judea, Perea, Galilea, Samaría y, sobre todo, de Jerusalén. Otros se retiraban, más o menos convencidos ante lo que tenían a la vista. Las disputas estaban a la orden del día. La mayoría, como creo haber referido, se aproximaba al vado por simple curiosidad y por el afán de recibir algún beneficio: curación, golpe de suerte, etc. Y en medio, lógicamente, los que sólo pretendían ganar dinero a costa del Anunciador…

Fue una mañana, mientras asistíamos desde la cabaña a otro de los sermones de Yehohanan sobre la «inminente cólera de Yavé», cuando Eliseo, con sus preguntas, dio pie a un jugoso debate sobre el «espectáculo» que estábamos contemplando.

—No consigo entender —se lamentó—. Ese hombre no está en sus cabales…

—No te precipites. Nos falta información. Parece un loco, pero…

Eliseo no me dejó concluir.

—¿Cómo pueden creer en un «Dios-espada»? El Mesías no es así.

—¿El Mesías? ¿A quién te refieres?

Mi hermano observó de reojo a Kesil. El hombre, sentado a escasa distancia, permanecía mudo y atento a la conversación.

—Ya sabes a quién… Él no es un Dios de fuego y venganza.

—Me temo que tus ideas siguen revueltas. Dios (Yavé) no es el Mesías que predican éstos, los judíos. Y Él, tu amigo, el Maestro, no es ni lo uno ni lo otro. Él no es Yavé, y tampoco el Mesías.

—¿El Maestro no es —rectificó sobre la marcha—, no será el Mesías?

Negué decidido. Kesil, intrigado, esperó una respuesta. El criado, obviamente, no sabía quién era el Maestro.

—Ése es un concepto erróneo, alimentado por las religiones.

Y añadí:

—¿Sabes cuál es la traducción de mšyh (mesías en arameo) o hmšyh (en hebreo)?

El ingeniero, adiestrado como yo en hebreo y arameo, conocía la respuesta. Pero insistí, intentando aclarar su error.

—«Mesías», para los judíos, significa «Ungido», siempre con mayúsculas. El «Ungido de Dios», aquel sobre el que Yavé derramará su aceite y su bendición. Alguien que está por llegar. Alguien sagrado…

—¡El Maestro, evidentemente!

—No —repliqué con la misma firmeza—. Si estudias los escritos judíos, observarás que ese mšyh tiene otras características y propósitos. El «mesías» histórico y tradicional de Israel, cantado en más de quinientas profecías y textos bíblicos, nada tiene que ver con tu amigo…

Eliseo me animó a proseguir.

—Refréscame la memoria…

—En este pueblo existen tantas interpretaciones mesiánicas como individuos. Cada judío tiene su Mesías ideal. Y lo mismo sucede con cada secta o movimiento social o religioso[109]. Hay, sin embargo, un denominador común, aceptado por la mayoría: el Mesías significará la restauración de Israel como nación líder y soberana del mundo. El Mesías judío es eso: el «camino» para la definitiva hegemonía de Israel. La cólera de Yavé —dicen los videntes— ha llegado al límite. Dios enviará al Mesías para restablecer el orden y el reino. Será un intermediario, un rey de la casa de David que derrotará a los impíos, especialmente a Roma, y devolverá al «pueblo elegido» sus derechos y su prestancia. El mesías judío será un guerrero, un rey sabio y justiciero, un sacerdote, un superhumano, un destructor e, incluso, un hijo de Dios, según los grupos…

—¡La gloria de Israel! —resumió el ingeniero con precisión—. Todo consiste en eso: poder, dominio, dinero y superioridad racial…

—¡Exacto! Ése es el concepto tradicional judío sobre el Mesías, al menos el más extendido. Al principio, hace siglos, con los primeros profetas, la hegemonía, de la mano del Mesías, se limitaba a Israel. Una vez destruidos los impíos, Yavé, gracias al Ungido, restablecería la ley y el culto. Sería un reino de paz y alegría. Ahora, ese concepto ha trascendido las fronteras. El Mesías será el libertador de Israel y el rey y el juez que controlará el mundo entero. Israel será el centro del universo. Todo pasará por sus manos. La creación será removida. Un gran desastre precederá la llegada de ese rey-juez. Y surgirá una nueva tierra, más hermosa y pacífica, siempre bajo el control de Israel. Ése es el «reino de Dios» del que tanto hablan y que, posteriormente, con el paso del tiempo, será tan pésimamente interpretado como el propio concepto de Mesías…

—Entonces, el «reino de Dios» no será un invento del Maestro…

—«Reino de Dios» o los «días del Mesías» son conceptos muy antiguos. Los judíos dicen que Yavé ha entregado a su pueblo a los gentiles, temporalmente, a causa de sus pecados. Pero llegará el día —muy próximo, según Yehohanan— en que los impíos serán derrotados por ese Mesías y Dios mismo tomará el mando y gobernará de nuevo el mundo. De ahí el nombre de «reino de Dios». En otras palabras: «reino de Dios» es igual a reinado de Israel sobre todo lo creado. Y cuanto más penosa sea la situación de los judíos como pueblo, más grande es la esperanza en la llegada de ese personaje. Tu «amigo», como sabes, hablará de un «reino» muy distinto. Ésa será otra de sus geniales innovaciones.

Kesil, con los ojos muy abiertos, no disimulaba su interés, en especial por aquel enigmático Maestro. Pero, discreto, no abrió la boca.

—¡Están locos! —clamó Eliseo—. ¿Una nueva creación?

—Así es. En ese «reino» todos vivirán mil años. Nadie trabajará. Mejor dicho, los «no judíos» trabajarán para los judíos. Y así será durante seis mil años, período estimado por los rabinos para ese tiempo de «paz».

—¿Mil años? ¡Y sin trabajar!…

—Los profetas aseguran que esos mil años serán en realidad como mil días. No habrá viejos, sino niños. Todos disfrutarán de salud. Según Filón, «el segador trabajará sin esfuerzo y los partos se producirán sin dolor».

La incredulidad en los rostros de Eliseo y de Kesil fue creciendo.

—Están locos…

—No, Eliseo, ellos lo creen. En su opinión, el mundo actual (wlm hzh) está controlado por el Mal y sus ángeles, con el permiso de Yavé. Eso tiene que cambiar necesariamente. El nuevo «reino», el mundo futuro (wlm hb), será lo contrario: bien y justicia. Pero, para que llegue el «reino de Dios», el mundo de hoy tendrá que ser demolido. Recuerda: «El hacha está ya en la base del árbol…». Yehohanan está gritando lo que fue escrito y lo que ha hecho suspirar a generaciones enteras. Lo que ahora ves es el reverso de lo divino. Será Dios —dicen— quien destruya este viejo orden y restablezca el «reino» desde lo alto. El Mesías será su heraldo y la mano de hierro que sacudirá la Tierra.

—¿Y cuándo dejaremos de trabajar? —manifestó el ingeniero con sorna—. Porque nosotros, después de todo, estamos con ellos…

Supuse que se refería a Estados Unidos y a su relación con el Estado de Israel. No le hice el menor caso.

—La llegada del «reino» —según las Escrituras (Os. 13 y Dt. 12)— estará precedida por el llanto y la calamidad. Serán los célebres «dolores de parto del Mesías», anunciados por los profetas. Esa aflicción mundial también estará precedida por señales de todo tipo: el sol y la luna se oscurecerán, aparecerán jinetes entre las nubes y espadas brillantes en los cielos, los árboles destilarán sangre, las rocas gritarán, el sol alumbrará en la noche, los graneros quedarán vacíos, las aguas dulces se convertirán en saladas, el mar arrasará la tierra, el hombre se levantará contra el hombre, el padre contra el hijo y el hermano contra el hermano…

Kesil, atemorizado, se tapó los oídos, negándose a escuchar.

—Tienes mucha imaginación…

—No lo digo yo. Lo dicen los escritos rabínicos, el segundo libro de los Macabeos, los rollos esenios, Flavio Josefo y Tácito, entre otros. Las referencias y alusiones a ese desastre son más de trescientas, según los judíos. Pero antes, como otra importante señal, deberá aparecer el profeta Elias.

—¿Elias? —argumentó mi compañero con razón—. Pero ¿no desapareció en un «carro de fuego»[110]?

—Sí, de eso hace ya ochocientos sesenta años, aproximadamente. Al igual que con Moisés, nunca se supo dónde fue sepultado.

Y reza la tradición que regresará para preparar el camino del Mesías, modificando el desorden y restableciendo la paz. Otros, esgrimiendo una afirmación de Moisés, dicen que Elias llegará «para excluir del reino a los que hayan sido introducidos a la fuerza y para admitir a los que serán excluidos, también por la fuerza». Él dirá quién es impuro y, por tanto, indigno de entrar en el «reino de Dios». Los doctores de la ley, sin embargo, no se ponen de acuerdo. Algunos aseguran que ungirá al Mesías. Otros lo niegan, afirmando que aparecerá para cambiar los corazones (Mal. 4) e, incluso, para resucitar a los muertos.

Se hizo un silencio.

Eliseo y yo nos miramos. Creo que pensamos lo mismo…

¿Se identificaba el Anunciador con el profeta Elias?

—¡Arrepentios! —seguía clamando Yehohanan en el vado—. ¡Nada escapará a la ira de Dios!

Mi compañero negó con la cabeza. Entendí: aquellas palabras tenían mucho que ver con el Mesías judío, pero nada con el futuro mensaje del Maestro.

—Después —proseguí, tratando de evitar el asunto de la vuelta de Elias—, tras esas guerras y catástrofes, será el tiempo del Mesías y del «reino».

—En suma —terció mi compañero—, el concepto de Mesías es muy anterior al cristianismo…

—En los escritos de Baruc, Esdras, en los antiguos Oráculos Sibilinos, en las parábolas de Henoc, en los Salmos de Salomón, etc., se menciona a un Mesías que vencerá a los impíos. Los esenios también han escrito sobre ello. Recuerda a sus «jefes de millares» y la derrota que sufrirán los «hijos de las tinieblas», según el manuscrito de la Guerra. Serán los futuros cristianos los que harán suyo el concepto judío, modificándolo a su criterio. Ese Mesías precristiano, como te digo, deberá ser humano, totalmente humano, descendiente de la casa de David (rey), y también sacerdote y profeta o vidente. Los judíos lo proclaman como un enviado de Dios, dotado de poderes extraordinarios, capaz de prodigios y sanaciones masivas, justo, sabio y libre de pecado. Para algunos es un ser «preexistente». Se hallaría sentado a la diestra de Dios, preparado para actuar desde toda la eternidad.

—¿Un hijo de Dios?

—En cierto modo, sí. Como dice Henoc, un «Hijo de Hombre» pero, al mismo tiempo, un Dios.

—En eso no están equivocados…

—Sí y no. Tu «amigo» —disimulé una vez más— es un hombre y un Dios. Los judíos, sin embargo, no comprenderán que ambas naturalezas —humana y divina— puedan vivir simultáneamente…

—Y nosotros tampoco…

Asentí en silencio. Aquél fue otro de los grandes misterios para el que no encontramos explicación racional. Pero ésa es otra cuestión.

—El Mesías judío (según las Escrituras) será un desafío para el mundo. Las naciones formarán una alianza y lucharán contra Israel. Dios saldrá victorioso y la destrucción de las potencias hostiles será su gran venganza…

—¡Qué absurdo! «Dios victorioso»… «Dios vengativo». ¿Desde cuándo necesita Dios de la victoria? ¿Es el Padre un Dios de la venganza?

Eliseo conocía mi pensamiento. No tuve que replicar. El Padre, en efecto, no es lo que afirman los judíos. No fue eso lo que enseñaría el Maestro.

Y añadí:

—… Más absurda es la creencia en un Mesías destructor de dientes.

Y cité la sentencia de Henoc (libro primero 46, 4-6): «El "Hijo del Hombre" que expulsa a los reyes y poderosos de sus campamentos, rompe los dientes de los pecadores y derroca a los reyes de sus reinos y tronos».

¿Jesús de Nazaret rompiendo los dientes de los pecadores o cargando de cadenas a los impíos?

—Has olvidado algo —intervino Kesil tímidamente—. Los pobres también tenemos una razón para esperar al Mesías…

Lo animé a continuar.

—… Ese «reino de Dios» será un lugar sin impuestos.

Tenía razón.

El Mesías judío, en suma, no encaja en el perfil del Maestro. No era suficiente con hacer una revelación del Padre (un Dios «humano», muy diferente del colérico Yavé). El Mesías tenía que ser alguien que estableciera el «reino» (la superioridad de Israel). Por eso los suyos no lo comprendieron. Por eso la Señora y los íntimos, los apóstoles, vivieron en una permanente confusión. Jesús no fue un rey, tampoco un sacerdote o un guerrero. Por eso sus compatriotas lo rechazaron, al igual que hicieron con otros[111]. Y siguen esperando a ese supuesto libertador. En el siglo XX todavía no ha llegado, según los rabinos…

Por eso no me gustan las palabras «Cristo», versión griega de «mesías» («Khristos» o «Ungido»), o «Jesucristo». Difícilmente las utilizó. Él no fue Khristos. Fue mucho más[112].

Y al concluir la filípica, volvió a repetirse la escena que había presenciado desde el río, en mi primer «encuentro» con el hombre de las siete trenzas. El gentío, los de las parihuelas y los enfermos, presionaron y provocaron el caos. Yehohanan se vio forzado a huir nuevamente, y se refugió a la carrera en la orilla de las acacias.

El Destino me alertó.

El bosque verde y rojo… Tenía que descubrir el «secreto» de las acacias. ¿O no existía tal «secreto»?

Abner y los discípulos del Anunciador terminaron regresando al pie de la sófora. Yo me decidí a visitarlos, en un inútil empeño por animar al grupo.

Estaban desolados. Llevaban meses con Yehohanan, pero no entendían su extraño proceder. ¿Por qué aparecía y desaparecía? ¿Por qué no permitía que lo acompañaran? ¿Por qué no se separaba de aquella odiada y temida colmena? ¿Por qué era tan brusco?

Se lamentaron. Discutieron y, por supuesto, no llegaron a ninguna conclusión.

No comprendían sus medidas de seguridad, aunque admitían la posibilidad de ser espiados por los esbirros de Herodes Antipas, de los sacerdotes, de la casta saducea o de Roma. Allí había cientos de personas. Cualquiera podía ser un informante.

¿Y por qué aquella obsesión con la miel? ¿Por qué tener que comerla a todas horas, como ordenaba el gigante? ¿Por qué predicar cuando él no estuviese? Casi siempre terminaba en fracaso…

Lo peor es que Yehohanan no admitía opiniones distintas de la suya. Su verdad no era negociable. Nadie podía criticarla, ni criticarlo. Todo lo interpretaba a su manera, excluyendo lo que no entrara en su línea apocalíptica.

Era testarudo, autoritario, egocéntrico, dramático cuando le convenía, arrogante, sin tacto, frío y calculador, sin el menor sentido del humor, e incapaz de sonreír.

Sus hombres, en ocasiones, se sentían ridículos. ¿Por qué escribir frases de sus sermones en las vasijas que se balanceaban bajo la sófora? En realidad, como fui descubriendo, eran expresiones extraídas de los textos bíblicos (sobre todo de Isaías, Daniel, Samuel y Elias, su favorito): «Escucha al rey, hijo de David»… «Cíñele de fuerza para que destruya a los impíos»… «El espíritu de Yavé habla por mí»… «Con vara de hierro los aniquilaré»… «Las naciones impías serán destruidas con el aliento de su boca»… «¿Quién como yo?».

Al egocentrismo había que sumar un profundo narcisismo, alimentado en su día por Isabel, la madre.

Y empecé a sospechar algo peor… La colmena, los ostracones colgados de las ramas, el chal sobre la cabeza, las «meditaciones» alrededor del árbol y el resto del singular comportamiento podían ser manifestaciones de un trastorno mental. Pero no quise precipitarme.

¿Por qué Yehohanan seleccionaba tan minuciosamente los lugares en los que acampaban? ¿Por qué inspeccionaba con detalle los vados en los que procedía a la ceremonia de inmersión? Aquella enésima e inusual costumbre desconcertaba también a sus hombres. Según Abner, «sólo predicaba en aguas golpeadas o manaderas»[113].

Antes de asentarse en un paraje lo recorría e intentaba averiguar qué sucesos bíblicos se habían registrado en el tramo de río en cuestión. Si no existía tal, sencillamente, lo inventaba, como era el caso de la lucha de Jacob con el «ángel». En posteriores encuentros confirmé la versión del segundo…

A pesar de todo, Abner y el grupo lo querían. Era su ídolo.

Es más: Yehohanan no era el precursor o anunciador del futuro Mesías. Para aquellos «heraldos» era el auténtico libertador, aunque nadie se atrevía a manifestarlo en su presencia. ¿Otro más fuerte que Yehohanan? Eso era imposible o, en el mejor de los casos, un recurso oratorio del Anunciador. Y empecé a intuir que Alguien como el Maestro no sería bien recibido por aquellos sencillos hombres (sólo varones, por cierto).

No me equivoqué…

Ellos lo seguirían hasta el fin del mundo. Serían testigos de la llegada del «reino de Dios» y ocuparían los puestos de honor junto al nuevo e indiscutible rey: Yehohanan. Nada podía detenerlos. Las multitudes acudían sin cesar. El éxito del gigante de las pupilas rojas era incuestionable. ¿Quién le arrebataría la gloria?

Abner lo advirtió en varias oportunidades: «Nadie puede sustituir al enviado por Dios».

Me eché a temblar…

¿Qué sucedería cuando el Maestro se lanzara abiertamente a los caminos? ¿Sería posible que ambos grupos participaran en el mismo proyecto? ¿Dos líderes?

Verdaderamente, el Destino «sabe»…

Ahora entiendo por qué fuimos a parar al «vado de las Columnas». Era menester que fuéramos por delante, también en esto.

Nada es azar…

El 9 de octubre, martes, decidí probar fortuna. Yehohanan no había regresado. Hablé con mi compañero y se mostró de acuerdo. Teníamos que salir de dudas.

¿Qué demonios hacía el Anunciador en el bosque de acacias?

Eliseo esperaría mi regreso.

Y antes del alba, discreta y silenciosamente, procurando no ser visto, crucé el vado y alcancé la orilla derecha del Yaboq. Mi intención era simple: localizarlo y averiguar por qué desaparecía en el espeso boscaje de acacias, ricinos y salvadoras. Sabía que estaba prohibido seguirlo pero, aun así, decidí arriesgarme. No quería retornar al módulo con esta duda. Algo me decía que la «visita» al otro lado del afluente era de suma importancia…

Aguardé el clarear del día.

Tuve suerte.

Nadie se percató de la maniobra. Exploré la espesura con la vista y, lentamente, con el auxilio de la «vara de Moisés», fui ganando terreno entre el enredado ramaje. No descubrí camino alguno. Aquella zona del Yaboq era salvaje e improductiva. Las acacias, armadas con miles de espinas de hasta diez centímetros de longitud, marfileñas y despiadadas, eran una barrera excelente. Sólo un loco se habría atrevido a penetrar en aquel territorio. Los frutos, ligeramente curvados, se hallaban en plena sazón. Cientos de pájaros se disputaban las copas, agitando con sus vuelos las flores rojas y amarillas. El amanecer despabiló a las crías, y el trino de las passer (golondrinas del Jordán), los alcaudones, los herreruelos y los roqueros solitarios desplazó al silencio, condenándolo hasta el ocaso.

Cuando había caminado alrededor de quinientos metros, me detuve. ¿Hacia dónde debía dirigir los pasos? La espesura no parecía tener fin…

Entonces lo vi. Mejor dicho, lo oí.

Era su voz, estaba seguro. Sonaba muy próxima.

Instintivamente, me refugié tras uno de los troncos. Dado el carácter agrio y bronco del Anunciador, mi presencia podía resultar poco grata. Tenía que ser cauteloso.

Era como una oración…

Deduje que se hallaba solo, pero tampoco estaba seguro. ¿Con quién hablaba?

Avancé despacio y fui a descubrir un pequeño claro.

Yehohanan, sentado sobre un árbol abatido, manipulaba el interior de una tinaja de barro. Efectivamente, se hallaba solo.

—… Porque así habla Yavé… No se acabará la harina en la cántara, ni el aceite en la orza hasta que Dios…

Al tratar de aproximarme un poco más, una rama se quebró bajo mi sandalia y alertó al de las pupilas rojas. Me parapeté tras los troncos y dejé casi de respirar. Si me descubría, ¿qué podía decirle?

El Anunciador interrumpió la plegaria y, alzándose, dirigió la mirada hacia la zona del bosque donde intentaba ocultarme. Fueron unos segundos interminables.

Finalmente, olvidando el crujido, regresó a lo suyo. Introdujo la mano izquierda en la tinaja y extrajo un puñado de harina.

—No se acabará la harina en la cántara…

Inspeccionó el interior del recipiente y depositó la harina que mantenía en la palma de la mano en una segunda tinaja. Después repitió la operación y la letanía. Y la harina fue totalmente trasvasada.

Entonces interrumpió la monótona oración. Miró de nuevo en el interior de la cántara que había contenido la harina y, de pronto, comenzó a gemir y a lloriquear. Era un llanto amargo que, sinceramente, me encogió el alma. ¿Qué le sucedía?

Y tan súbitamente como aparecieron, así se extinguieron las lágrimas.

El Anunciador se puso en pie y comenzó a caminar alrededor del madero caído. Y lo oí susurrar:

—Todo es mentira…

Así permaneció un buen rato, dando vueltas alrededor del árbol y repitiendo sin cesar el enigmático «todo es mentira».

Después regresó al centro del tronco. Se sentó nuevamente y comenzó la extracción de la harina, depositándola en la cántara que había sido vaciada en la primera operación.

—Porque así habla Yavé… No se acabará la harina en la tinaja… No se agotará el aceite en la orza hasta el día en que Dios conceda la lluvia sobre la Tierra.

Aquél era un pasaje del libro primero de los Reyes.

Pero lo de la harina… No podía ser… Y rechacé la idea.

Yehohanan continuó la labor, vaciando el recipiente y llenando la segunda tinaja. A cada puñado repetía la plegaria.

Me dejé caer sobre el terreno, ciertamente derrotado. Y aquel pensamiento, apuntado por el ingeniero, cobró fuerza.

Concluido el trasvase de la harina, el Anunciador se asomó de nuevo a la cántara vacía y prorrumpió en otro llanto, más escandaloso si cabe.

Poco faltó para que diera la vuelta y regresara. Pero no lo había visto todo…

Concluido el desconsolado llanto, el hombre de la larga cabellera rubia repitió también los pasos en torno al madero, al tiempo que se lamentaba una y otra vez:

—Todo es mentira…

La escena se prolongó varias horas, con un solo cambio: al observar cómo el sol se despegaba de las acacias, Yehohanan se hizo con el talith de pelo y se cubrió.

Y las iniciales sospechas fueron confirmándose. Aquel hombre era víctima de un desequilibrio mental…

El claro era un campamento o refugio improvisado. Eso deduje, a la vista de los pocos enseres que acompañaban al Anunciador. Junto a las cántaras descubrí el barril-colmena, siempre a mano.

Alrededor del árbol caído, Yehohanan había dispuesto otro círculo o guilgal, pero con ramas de acacia. El zurrón blanco descansaba junto a las tinajas de barro.

¿A qué obedecía ese aislamiento?

Al principio, confuso, no acerté a encontrar una explicación. Después, poco a poco, la triste realidad se impuso…

Hacia la hora sexta (mediodía), Yehohanan abandonó el cansino proceso de trasvasar harina de una cántara a otra y salió del círculo de ramas.

Permanecí atento y oculto.

Volvió a orinar por quinta o sexta vez y dirigió los pasos hacia uno de los árboles más altos. Aunque el chal lo cubría casi por completo, me pareció que inspeccionaba el ramaje.

¿Qué buscaba?

Traté de hallar algo inusual en la copa de la acacia. Sólo vi pájaros, una alegre e incansable colonia de herrerillos, con el plumaje pintado de azules, negros, blancos y amarillos. Entraban y salían del árbol. Los machos retornaban con larvas e insectos, para alimentar a una prole con el pico siempre abierto. Las passer, más numerosas, bregaban por conquistar el ramaje, aproximándose veloces. Las hembras de los herrerillos, sin embargo, tan celosas y combativas como las golondrinas, no lo permitían. Y las passer, sofocadas, terminaban trenzando los nidos en forma de pera en las acacias cercanas.

Yehohanan, entonces, empezó a trepar por el tronco.

¿Qué pretendía?

Lo hizo despacio, calculando cada movimiento. Los pájaros, alertados, emprendieron el vuelo, huyendo.

El hombre, ágil, alcanzó las ramas y luego se detuvo. Allí continuó largo rato, absolutamente inmóvil.

No logré entender, no supe qué lo guiaba. Pensé en las crías. ¿Intentaba capturarlas? ¿Para qué? ¿Tenía hambre?

Siguió ganando cada palmo, lenta y silenciosamente, como un reptil. ¿Cómo logró esquivar las blancas y desordenadas espinas? Ni idea, pero lo consiguió.

Y el Anunciador fue a situarse muy cerca de uno de los nidos de herrerillos.

Los pájaros, tan desconcertados como este explorador, se posaron en la vecindad, trinando con desesperación y agitando las alas, mostrando los vivos colores al «invasor», en un inútil intento por asustarlo.

Cambié de árbol y me aproximé. El rostro, sin embargo, siguió oculto.

Fue por poco tiempo…

Yehohanan, de pronto, retiró el talith y lo dejó caer sobre los hombros. Cerró los ojos. La luz, sin duda, lo molestaba. Después pegó el rostro a una de las ramas y situó la boca a la altura del nido en el que piaban incesantes cuatro o cinco desnudas y diminutas crías.

Los herrerillos siguieron protestando desde el ramaje. Obviamente, ninguno se atrevió a saltar sobre el nido.

Y quien esto escribe, perplejo, asistió a otra escena que no sé cómo describir…

Yehohanan separó los labios y, durante un tiempo, imitó a las crías, piando. Supongo que palidecí.

Y así continuó, en cuclillas sobre la acacia, abriendo la boca rítmicamente y copiando, a su manera, el angustioso reclamo de los hambrientos pajarillos.

No supe si reír o llorar…

Pero la «representación» no terminó ahí. El Anunciador, cansado, cesó en la mímica y, sin separar el rostro de la rama, exclamó:

—¡Pan por la mañana!… ¡Pan!

¿Pan? ¿A quién solicitaba pan?

Mis temores se intensificaron…

Yehohanan repitió:

—¡Pan por la mañana!… ¡Pan por la mañana!

Los herrerillos, al oír el sonido, abandonaron las ramas y se alejaron hacia los karus (acacias) más cercanos.

—¡Pan!… —insistió, al tiempo que levantaba la mano izquierda, mostrando el «tatuaje»—. ¡Pan por la mañana!… ¡Soy del Eterno!

No había duda. Yehohanan hablaba a los herrerillos… ¡Pretendía que lo alimentasen! ¡Les enseñaba la «señal» que lucía en la palma!

La patética escena me recordó algo pero, en esos críticos instantes, confuso y entristecido, no afiné.

Las peticiones de «pan por la mañana» se sucedieron durante mucho tiempo. Calculé dos o tres horas.

Finalmente, agotado, Yehohanan se quedó dormido en lo alto de la acacia.

Fue suficiente. Al regresar junto a Eliseo y Kesil, mi corazón se hallaba encogido. El Anunciador, en efecto, padecía un grave trastorno. Tenía que explorar más a fondo al extraño personaje. Pero ¿cómo?

El Destino lo tenía minuciosamente previsto…

Sólo mi compañero tuvo conocimiento de lo que presencié al otro lado del vado. No dijo nada. Lo había advertido. La historia, sin embargo, volvió a mentir. Yehohanan no fue un santo, como aseguran las religiones. Fue un desequilibrado.

Pero debo contenerme. Todo a su momento…

El día siguiente fue igualmente duro. Como le sucedía al Maestro, tampoco a mí me gustan las despedidas. En el adiós se muere un poco. Y eso fue lo que hicimos: nos despedimos de todos.

Los discípulos lo lamentaron y me animaron a trasladar el mensaje de su ídolo a Jesús de Nazaret. Yehohanan no se presentó. Yo aproveché las circunstancias para hacer un pequeño regalo al siempre bondadoso Abner, el «hombre-suerte». Le debía mucho.

Una de las ampollitas de barro de la «farmacia» de campaña fue a parar a sus manos. Era tintura de árnica, muy apropiada para aliviar la enfermedad dental que lo consumía. Bastarían un par de enjuagues para aligerar la piorrea. No terminaría con la inflamación y el sangrado de las encías, pero, al menos, reduciría los dolores durante un tiempo.

También a Belša y Nakebos, todavía postrados y debilitados, les proporcioné sendas dosis de antibióticos. La infección intestinal parecía remitir. La medicación no alteraría el curso de los acontecimientos. Era lo menos que podía hacer.

Ambos se mostraron tristes por nuestra partida. Apenas habíamos hablado. Ni ellos, ni quien esto escribe, sabíamos en esos momentos que volveríamos a encontrarnos…

Pero lo peor fue Kesil, el cariñoso y servicial amigo, más que sirviente. Se había encariñado con nosotros, en especial con el ingeniero.

La víspera de la marcha se esmeró. Preparó sopa al estilo de Damiya —deliciosa—, espesa, de color ámbar, con unos suculentos y tiernos pedazos de carnero, y barbo frito, rociado con pimienta y comino molido.

Apenas habló.

A la mañana siguiente, con lágrimas en los ojos, preguntó una sola vez: «¿Podría acompañaros? Trabajaré por la mitad».

Eliseo, emocionado, bajó los ojos. Rechacé la oferta e insistí en lo que ya sabía: éramos unos viajeros incansables. Ahora estábamos en Damiya. Mañana en Migdal. Después, quizá, en Nahum. Su lugar estaba en el valle, junto a su familia.

Lo abrazamos y saltamos al carro que nos trasladaría hacia el norte, hasta la ciudad de Migdal, en la orilla occidental del yam.

Lo vimos alzar el brazo, saludando.

Nuestra aventura en el «vado de las Columnas» había terminado. Nos esperaba el Ravid y, acto seguido, el Maestro…